lunes, 27 de enero de 2014

21.- Otros juegos escolares

El fútbol era el juego más atrayente para la mayoría, he de reconocerlo. Cuando alguien llevaba a clase un balón nuevo, de inmediato se convertía ni más ni menos que en el líder de la manada. Todo eran elogios para él, no exentos de un mucho de envidia malsana, al verle llegar a la bolera con su impecable balón bajo el brazo. Todos los cargos futbolísticos recaían en la misma persona, aun el de seleccionador del equipo para jugar en el recreo. Por supuesto, la selección se formaba  con los mejores de entre los mayores, además de él mismo. Pero ya se sabe lo inestables que pueden resultar los cargos ganados a dedo y por el interés de los medios antes que por las capacidades físicas o intelectuales del elegido. Bastó con que uno de los mayores, le sacase de un puñetazo el balón que aseguraba en la axila para que comenzase el juego sin orden ni concierto y su, hasta ahora, orgulloso mecenas, diera en berrear para tratar de recuperarlo y poner orden en la masa enaltecida. Toda la chiquillería corría detrás del esférico, regateaban y pateaban a punterazo limpio en cualquier dirección como si de un bombardeo se tratase que, de no ser de buena badana, hubiese reventado al momento. 
Una de aquellas patadas, justo en el momento de entrar al aula, dada con mala uva, lo envió al bardialón de la finca de Modesta la de Santamarina, al otro lado de la carretera, donde confluyen las aguas de la Jornica, las de la Churra, las  del lavadero, las de los abrevaderos y las de la fuente del Cañu la Viña. Sin gimotear ya apenas por hacerse el duro, bajó a buscarlo, dejando resbalar la culera por la pendia basna bajo el torcido nogalón de La Piniella. Llegó con el balón a clase, ambos embarrados, que ni el primero tenía a la vista sus costuras, ni al segundo se le distinguían las piernas de las perneras de su recientemente estrenado pantalón en corto, por la acción de las tijeras sobre  el del traje gris de la primera comunión del año anterior. Las chirucas murmuraban  con el encharcado esparto a cada paso que daba y salían pequeñas burbujas por la loneta. 
Sobre el suelo de madera, limpio del viernes, quedó un reguero de la líquida llamarga y otro de chocolatinas de cotrina para desespero del bueno de don Manuel quien, de inmediato, formó levas para barrer y baldear el piso durante el recreo.
Se jugaba en la bolera y de porterías bastaban cuatro piedras sacadas del muro. Otras veces, íbamos al campo tras la Iglesia, o a las camperas de cualesquier barrios. Desde luego, el sitio ideal era el campo de Santa Marina, con porterías hechas de varas de eucalipto, en las tardes de los domingos. Tanasio, Keli, Bayi, Caleyinos, Cardi, Goyo, Pilón, Paco de portero, Ángel, Manolo y Camilín, Jandro, Tomé, Javi, Félix, Pancho, Panchín, Luis Antonio, Tolino, Ramonín y Tato son los que recuerdo de aquella época.
En la temporada de las vueltas ciclistas nos entraba a todos la fiebre por las chapas. Buscábamos las más nuevas en la entrada de los bares. Una vez retirada la capa de corcho que llevaban dentro, le colocábamos un recorte circular de una cara de ciclista famoso sacado de los cromos que venían con las chocolatinas, aunque servía lo mismo cualquier otro personaje. La foto la cubríamos con un cristal hecho a base de tallar el círculo con una piedra hasta dejarlo ajustado dentro de la chapa. Lo sujetábamos con un hilo de jabón chimbo o masilla de carpintero que nos traían Javi el del Palacio y Luis Antonio Sobrino que sacaba del taller de su abuelo Wences. 
Los ciclistas de aquella época eran Jesús Loroño (1953), Federico Martín Bahamontes (1954), Salvador Botella (1958), Jacques Anquetil, pero también Rufino Galguera de San Roque, Raúl Villar de La Pereda que ahora yo recuerde; Manolín Villa Allende, Andrés Pascual, Paco Suárez, Ramonín Melijosa y otros más de una extensa lista. 
Todo el conjunto de cristal, masilla y chapa, hacía que pesase más y se lograba una mejor estabilidad en los adelantamientos. Modificábamos el rozamiento, dependiendo del estado de las pistas, lijando la base de la chapa contra el suelo de cemento. Las que no salían tan bien paradas eran las rodillas, la culera o las punteras de las botas de tanto arrastrase por el suelo. Con trozos de tizas que distraíamos del encerado, con un cascote de teja o resto de escayola, marcábamos interminables pistas con la salida, la meta, las bonificaciones, penalizaciones, puentes, ensanches, pasos angostos que era un fiel remedo del estado general que tenían las carreteras que entonces teníamos. En los portales de la escuela y en el pórtico de la iglesia, ambos cubiertos de una fina capa de cemento, eran los únicos sitios ideales para este juego.
Pasado el furor de la chapas, venía el de las peonzas a las que hacíamos bailar en los lugares antes citados. Aún conservo varios modelos. Hacíamos competiciones de duración en las que salían victoriosas las más ligeras. Otras más pesadas que decíamos trompos y "obispos", más raras de ver, representaban un verdadero peligro para las más ligeras, no tanto por el peso como por la mala fe de quien las lanzase. El juego consistía en hacerlas bailar en un círculo, siguiendo un orden. Los tiradores postreros trataban de derribar a las que seguían bailando en el círculo, pues salía vencedora la que se mantuviese más tiempo en movimiento. Se podía lanzar de modo que bailara al revés, sobre el taco en el que se ataba la cuerda. Se las pasaba del suelo a la mano y viceversa, sin frenarlas apenas. En esto, como en todos los demás juegos, había en la escuela verdaderos artistas.
Un remedo de peonza, pero en miniatura, era la pirindola hecha con un disco de madera y una pina en el centro que podía servir los restos de un lápiz. Del carrete del hilo de coser se sacaban dos, cortándolo con la navaja por la mitad. En el invierno las hacíamos de los gavanzos o escaramujos, frutos rojizos de la Rosa canina o rosal silvestre.
El espitu, era un palo afilado que había que clavarlo dentro de un círculo y en orden de tirada previamente concertado entre todos los participantes. Consistía en que nadie lo abatiera, porque si lo conseguía te lo lanzaba lejos mientras decía esta frase: "aguas pido si lo son y si no tarrón". Acto seguido tenía que espitarlo en el prado, un número de veces establecido, antes de que volvieses con él y lograras espitar dentro del círculo. Si ocurría que al caer quedaba clavado, se cambiaban las tornas.
Con cañas fabricábamos zancos sobre los que hacíamos carreras y competiciones de salto incluidas.
Una caña con ramificaciones, previamente quitada la corteza, se convertía en un manillar de bicicleta de carrera o moto de competición. El motor, con la boca imitábamos las arrancadas a pedal, los acelerones, los derrapes y las peligrosas frenadas.
El aro lo sacábamos de una batea o caldero de cinc y la galga de un hierro de cocina al que poníamos un mango de saúco, por ser fácil de ahuecar. Con el aro se hacían carreras, trayectos difíciles, como llevarlo por la pandina de la bolera. Tanto para la ida a la escuela como para la vuelta, llevaba en una mano el maletu y con la otra lo guiaba, con el característico e inolvidable sonido producido por el roce de galga y aro.
Tiragomas, espitaperros, arcos, espadas, pistolas de madera, de agua... y un largo etcétera no eran más que el subproducto de las tres guerras que acababan de padecer nuestros mayores, pero que a nosotros nos llegaron simulados sus cruentos efectos a través de los juegos. Algunos de ellos, seguro que por el daño que podíamos hacernos, estuvieron en cierto modo prohibidos, junto con la navaja que debía tener una medida determinada, pues de no ser así podía ser requisada o capada la punta de un culatazo de Mausser de la pareja que hacía ronda por los pueblos. 




No hay comentarios:

Publicar un comentario