lunes, 20 de enero de 2014

19.- Un rayo de sol tras la ventana

                                    
(III/3)

"Por la ventana de la habitación veo los últimos rayos del sol bañarse entre las lanchas de la ría. Me llegan, entre una oleada de aire fresco, los recuerdos de niña recorriendo las orillas del muelle, la playa del Sablín, el espigón de la barra, el barrio de La Moría, la playa El Sablón y las subida al paseo San Pedro, con el grupo colegial, una tarde de domingo. Desde el pequeño torreón, atalaya ballenera en otro tiempo, mientras mis compañeras miraban unas tolinas saltar las olas, yo buscaba en la lejanía con nostalgia los montes de mi aldea, tratando de percibir el sitio de la cabaña, con los rebaños pastando, y la silueta del abuelo trajinando con su guadaña o levantando las piedras caídas de los muros de la finca. Allí tan lejos, de niña dejé para siempre, los más felices recuerdos que viví. Después de tantos años, quién me iba a decir a mí que me continuasen aportando la misma paz y alegría que entonces me dieron. Cuando lo necesito, cierro los ojos y me veo caminando por aquellos sitios que no se desvanecen, junto con mi hermana y el abuelo, camino del monte.
Para comer, el abuelo nos guisaba patatas chalonas y, de postre, no podía faltar el queso curado que él mismo había hecho de la leche de las ovejas.
En un peyu de agua fresca que había cerca de la cabaña, con un enorme peine más grande que nuestras cabezas de niñas, padre, que así le llamábamos mi hermana y yo, nos peinaba y nos cortaba el flequillo con la tijera de trasquilar la lana. Para dormir había dos catres, uno para nosotras y otro para él. Los colchones estaban hechos con la porreta del maíz que ruxaba al moverse o dar la vuelta. Para el desayuno, nos preparaba el mascazón, que es una sopa de borona de maíz cocida en leche a la que añadíamos azúcar.
A mi tío, que me llevaba tan sólo seis años, la vida le tenía ya muy trallado y me aconsejaba, el pobre:
― Cómetelo deprisa, h.iya, verás cómo así te h.arta.
Sería que él ya lo tenía bien experimentado que al tragar aire se hartaba.
Cuando, muchos años después, veía los episodios de Heidy y Clara, me resultaban de pura ficción comparados con lo vivido por nosotras dos.
Mucho antes de que llegásemos al sitio de la cabaña, nos salía a recibir revoloteando por encima de nuestras cabezas una graya de negro y brillante plumaje que padre tenía adiestrada desde que era un polluelo y había caído del nido. Se venía a posar siempre en la piedra saliente, que las cabañas tienen junto a la puerta para colocar en alto las cosas. Cuando nos sentábamos con padre a comer, en el poyo que teníamos cabe la puerta, esperaba a que compartiéramos con ella algún trozo de queso o borona. Tanta familiaridad llegó a tener con nosotras que se posaba en nuestros hombros.
Recuerdo muy bien que padre tenía cultivadas unas cuantas plantas de tabaco al lado mismo de la cabaña, de hojas tan anchas que me recordaban las de la acelga. Bien desarrolladas, las arrancaba y las colgaba en manojos de los pontones salientes del tejado, donde se reflejaba hasta bien entrada la noche, el calor recibido por las piedras de la cabaña. Estaba pendiente de los riscos lejanos que eran como barómetro en los que él leía el tiempo. Si le avisaban de lluvia o nieblas, las recogía dentro. Una vez secas, las trituraba entre sus nervudas y huesudas manos y la picadura del tabaco la guardaba en una lata hermética de la que recargaba su petaca, junto con las piedras del chisquero, un trozo de mecha y el librito de liar.
Del pueblo subían los hijos a suministrarle un día por semana y él salía a su escontra para entregarles la triguera con los últimos quesos ya curados que mi abuela habría de bajar a vender al mercado. Con el suministro del pueblo le llegaba una torta de pan, que a la hora de las comidas repartía en raspas muy finas, pues tenía que dar para tres comidas y merienda diaria durante toda la semana, hasta que apareciesen con el siguiente suministro. El pan se guardaba con el cuidado del mayor de los tesoros, cubierto por un paño, dentro de un caldero que colgaba de una ripia del tejado.

En una finca colindante a la nuestra, había otra cabaña habitada, prácticamente en la misma temporada que la nuestra, y sus dueños se dedicaban al pastoreo habitual en el monte.

En una ocasión, contaba mi tío Pepe, la mujer de aquella otra cabaña le preguntó a voces si podía prestarle una pizca de pimentón para el guiso de las patatas. Mi tío, apenas un niño, ¡de dónde lo iba a sacar!, pero por no sentirse menos que nadie, le contestó también a voces a la mujer por que se enterara medio valle.
― Espere, que creo haberlo visto debajo de las riestras de chorizos que guardamos dentro del arcón.
Entró en la cabaña y con la piedra de frayar el maíz para los pitinos, molió un cascote de teja con tal finura que simulaba el preciado “pimentón” que envolvió en un trozo de papel de estraza y se lo entregó a la vecina, quien, sin sospechar nada, se lo agradeció y se marchó hacia su cabaña para continuar con la tarea culinaria.

Allí no había ni chorizos, ni pimentón. El que más y el que menos, todo el mundo, ponía buen cuidado en disimular la penuria generalizada a la que se había llegado y el niño, por cuenta propia y mucho ingenio, había querido también disimularla, pero a su manera.
No teníamos juguetes a nuestro alcance, salvedad de una muñeca de trapo ya raída del trajín en que la traíamos las dos. El abuelo, ya lo dije, demostraba tener una paciencia infinita con nosotras. Con palos de pláganu y fresnu nos hacia en primavera, cuando la savia suelta las cortezas con golpes de la cacha de navaja, chiflos con los que espantábamos el silencio del monte.
Mientras pastoreaba las ovejas por los riscos, sentado en una roca desde la que podía controlar al ganado, labraba en madera de fresno botones de todos los tamaños. Una vez en la cabaña, al calor de la lumbre y sentado en la tayuela de mecer, con un hierro candente horadaba los agujeros. En un bote vacío de conservas que colgaba de una viga, guardaba como decía él "un h.ilu blancu, un h.ilu negru y una aguya" con la que repasaba los rotos de nuestras faldas.
No teníamos que habernos movido de allí. Ni alcanzamos la riqueza de que nos hablaron y animaron, ni conservamos lo que teníamos. La emigración a las Américas, estuvo bien para la gente astuta en los negocios; no para la gente como la nuestra que no supo otra cosa más que trabajar. Claro está que el hambre había sido la causante de salir a probar fortuna. Mejor resultado obtuvieron quienes se habían decidido por la aventura europea, también con muchas renunciaciones, pero, al menos, podían ver a los hijos todos los años.
Como dice una sentencia gallega:
“Deixo aldeia que conozo por un mundo que non vi”

Subida al monte con el rebañu de vacas, en el silloncín de la cuesta'l Caballu. 2013
Foto:©Marysol_Mier_Rodríguez



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