"Por la ventana de la
habitación veo los últimos rayos del sol bañarse entre las lanchas
de la ría. Me llegan, entre una oleada de aire fresco, los recuerdos
de niña recorriendo las orillas del muelle, la playa del Sablín, el
espigón de la barra, el barrio de La Moría, la playa El Sablón y
las subida al paseo San Pedro, con el grupo colegial, una tarde de
domingo. Desde el pequeño torreón, atalaya ballenera en otro
tiempo, mientras mis compañeras miraban unas tolinas saltar las
olas, yo buscaba en la lejanía con nostalgia los montes de mi aldea,
tratando de percibir el sitio de la cabaña, con los rebaños
pastando, y la silueta del abuelo trajinando con su guadaña o
levantando las piedras caídas de los muros de la finca. Allí tan
lejos, de niña dejé para siempre, los más felices recuerdos que
viví. Después de tantos años, quién me iba a decir a mí que me
continuasen aportando la misma paz y alegría que entonces me
dieron. Cuando lo necesito, cierro los ojos y me veo caminando por
aquellos sitios que no se desvanecen, junto con mi hermana y el
abuelo, camino del monte.
Para comer, el abuelo nos
guisaba patatas chalonas y, de postre, no podía faltar el queso
curado que él mismo había hecho de la leche de las ovejas.
En un peyu de agua fresca
que había cerca de la cabaña, con un enorme peine más grande que
nuestras cabezas de niñas, padre, que así le llamábamos mi hermana
y yo, nos peinaba y nos cortaba el flequillo con la tijera de
trasquilar la lana. Para dormir había dos catres, uno para nosotras
y otro para él. Los colchones estaban hechos con la porreta del maíz
que ruxaba al moverse o dar la vuelta. Para el desayuno, nos
preparaba el mascazón, que es una sopa de borona de maíz cocida en
leche a la que añadíamos azúcar.
A mi tío, que me llevaba
tan sólo seis años, la vida le tenía ya muy trallado y me
aconsejaba, el pobre:
― Cómetelo deprisa,
h.iya, verás cómo así te h.arta.
Sería que él ya lo tenía
bien experimentado que al tragar aire se hartaba.
Cuando, muchos años
después, veía los episodios de Heidy y Clara, me resultaban de pura
ficción comparados con lo vivido por nosotras dos.
Mucho antes de que llegásemos al sitio
de la cabaña, nos salía a recibir revoloteando por encima de
nuestras cabezas una graya de negro y brillante plumaje que padre
tenía adiestrada desde que era un polluelo y había caído del nido.
Se venía a posar siempre en la piedra saliente, que las cabañas
tienen junto a la puerta para colocar en alto las cosas. Cuando nos
sentábamos con padre a comer, en el poyo que teníamos cabe la puerta,
esperaba a que compartiéramos con ella algún trozo de queso o
borona. Tanta familiaridad llegó a tener con nosotras que se posaba
en nuestros hombros.
Recuerdo muy bien que padre
tenía cultivadas unas cuantas plantas de tabaco al lado mismo de la
cabaña, de hojas tan anchas que me recordaban las de la acelga. Bien
desarrolladas, las arrancaba y las colgaba en manojos de los pontones
salientes del tejado, donde se reflejaba hasta bien entrada la noche,
el calor recibido por las piedras de la cabaña. Estaba pendiente de
los riscos lejanos que eran como barómetro en los que él leía el
tiempo. Si le avisaban de lluvia o nieblas, las recogía dentro. Una vez
secas, las trituraba entre sus nervudas y huesudas manos y la
picadura del tabaco la guardaba en una lata hermética de la que
recargaba su petaca, junto con las piedras del chisquero, un trozo de mecha y
el librito de liar.
Del pueblo subían los
hijos a suministrarle un día por semana y él salía a su escontra para entregarles la triguera con los últimos quesos ya
curados que mi abuela habría de bajar a vender al mercado. Con el
suministro del pueblo le llegaba una torta de pan, que a la hora de
las comidas repartía en raspas muy finas, pues tenía que dar para
tres comidas y merienda diaria durante toda la semana, hasta que
apareciesen con el siguiente suministro. El pan se guardaba con el
cuidado del mayor de los tesoros, cubierto por un paño, dentro de un
caldero que colgaba de una ripia del tejado.
En una finca colindante a
la nuestra, había otra cabaña habitada, prácticamente en la misma
temporada que la nuestra, y sus dueños se dedicaban al pastoreo
habitual en el monte.
En una ocasión, contaba mi
tío Pepe, la mujer de aquella otra cabaña le preguntó a voces si
podía prestarle una pizca de pimentón para el guiso de las patatas.
Mi tío, apenas un niño, ¡de dónde lo iba a sacar!, pero por no
sentirse menos que nadie, le contestó también a voces a la mujer por que se enterara medio valle.
― Espere, que creo
haberlo visto debajo de las riestras de chorizos que guardamos dentro
del arcón.
Entró en la cabaña y con
la piedra de frayar el maíz para los pitinos, molió un cascote de
teja con tal finura que simulaba el preciado “pimentón” que envolvió en un trozo de papel de estraza y se lo entregó a la vecina, quien, sin sospechar nada, se lo agradeció y se marchó hacia su cabaña para continuar con la tarea culinaria.
Allí no había ni
chorizos, ni pimentón. El que más y el que menos, todo el mundo, ponía buen cuidado en disimular la penuria generalizada a la que se
había llegado y el niño, por cuenta propia y mucho ingenio, había
querido también disimularla, pero a su manera.
No teníamos juguetes a
nuestro alcance, salvedad de una muñeca de trapo ya raída del
trajín en que la traíamos las dos. El abuelo, ya lo dije,
demostraba tener una paciencia infinita con nosotras. Con palos de
pláganu y fresnu nos hacia en primavera, cuando la savia suelta las
cortezas con golpes de la cacha de navaja, chiflos con los que
espantábamos el silencio del monte.
Mientras pastoreaba las
ovejas por los riscos, sentado en una roca desde la que podía
controlar al ganado, labraba en madera de fresno botones de todos los
tamaños. Una vez en la cabaña, al calor de la lumbre y sentado en
la tayuela de mecer, con un hierro candente horadaba los agujeros. En
un bote vacío de conservas que colgaba de una viga, guardaba como
decía él "un h.ilu blancu, un h.ilu negru y una aguya"
con la que repasaba los rotos de nuestras faldas.
No teníamos que habernos
movido de allí. Ni alcanzamos la riqueza de que nos hablaron y
animaron, ni conservamos lo que teníamos. La emigración a las
Américas, estuvo bien para la gente astuta en los negocios; no para
la gente como la nuestra que no supo otra cosa más que trabajar.
Claro está que el hambre había sido la causante de salir a probar fortuna.
Mejor resultado obtuvieron quienes se habían decidido por la aventura
europea, también con muchas renunciaciones, pero, al menos, podían ver a los
hijos todos los años.
Como dice una sentencia gallega:
“Deixo aldeia que
conozo por un mundo que non vi”
Subida al monte con el rebañu de vacas, en el silloncín de la cuesta'l Caballu. 2013
Foto:©Marysol_Mier_Rodríguez
Foto:©Marysol_Mier_Rodríguez
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