martes, 27 de junio de 2023

168.- El campeonato de pulso

Prácticas de tiro con el Cetme.

Es evidente la necesaria práctica de tiro con un arma tan poderosa en manos de jóvenes, la mayor parte ávidos por dispararla. El chute de adrenalina es algo así como el que recibe un niño cuando con sus padres se monta en el tren de la bruja; idéntico al que experimenta en la explosión de la adolescencia subido con su pandilla de amigos a la noria, montaña rusa y otros cachivaches con que viven los feriantes.

Confieso que, tras la reciente experiencia con el mortero, el fusil de asalto me pareció como un juguete, eso sí, de mucho cuidado. Tanta era la confianza que en mí mismo había conseguido.

La zona de tiro disponía de las mismas siluetas humanas tras las cuales se abrían las trincheras protectoras de los parcheadores. La única diferencia de esta arma consistía en la selección del disparo, ya sea el de tiro a tiro y rodilla en tierra sobre la silueta que me había sido asignada con un primer cargador al completo, pero del que tan sólo habría de usar diez balas.

Cuando ya hubo terminado toda la compañía, con el cargador relleno nos mandaron correr hasta el nuevo punto de disparo, a mayor distancia de las siluetas, echar cuerpo a tierra y apoyados sobre los codos hacer un tiro discrecional con el pestillo del rifle en modo ráfaga.

Por suerte, esta vez no era obligado encontrar todos los casquillos. La inercia del disparo con balas de mayor calibre y potencia, en la forma de ráfaga nos obligaba a enroscar la correa en el antebrazo de la mano de tiro. La otra mano sujetaba el cargador curvado que le daba mayor estabilidad.

Como en la vez anterior con la práctica del mausser, el brigada maestro armero había dispuesto un taller de campaña en el que reparar las averías propias de los fusiles y algunos provocados por los inhábiles tiradores. Es uno de estos últimos el que voy a relatar, pues con él y el de su protagonista me da pretexto para seguir.

Era un compañero más de los muchos que conocía de las clases de magisterio. De fornida complexión, su cara me recordaba a la de Kirk Douglas, protagonista en la película sobre “La rebelión de los gladiadores” que a buen seguro la habría visto por primera vez desde el gallinero del “Cinemar” algún sábado o domingo en sesión de tarde. El parecido se debía al hoyuelo del mentón que me hacía suponer en él un mayor grado de forma física.

Una de los fusiles que esperaban el turno para ser reparado por el brigada era el de mi imaginado gladiador.

– ¡Quiero conocer al animal que logró colocar el cargador al revés! – gritó como un cosaco el armero.

Mi amigo se presentó ante él sin perder la compostura y resaltándola aún más con una abierta sonrisa que en los rasgos del rostro se complementaba.

– ¿De dónde es usted, cabo?

– De Asturias soy, mi brigada – dijo mientras se cuadraba sin perder el aplomo.

Creo que por precaución más que por ganas, el suboficial no hizo el tópico comentario: cerca se encontraba  uno de los jefes de batallón oriundo de Asturias.

Después de desmontar alguna pieza, pudo extraer el cargador, volvió a montarlo y se lo entregó dispuesto a que lo utilizara en la segunda fase de tiro con ráfaga.

Llegado el fin de semana, me encuentro con mi amigo A. Manuel M. Amieva quien me sugiere que le acompañe a presenciar la clasificación final de los tres ganadores del concurso de pulso que está a punto de comenzar en el comedor de su batallón. Parece ser que el verano anterior también se había celebrado, pero desconozco si ya era tradicional de los cursos pretéritos en el campamento.

Me pareció que sería un buen espectáculo para mi gusto.

Mi abuelo me había enseñado a usar una técnica que aporta ventaja legal, pues se trata de utilizar a nuestro favor la mecánica aplicada al conjunto de brazo, antebrazo, muñeca y mano para ganar potencia con menor fuerza aplicada.

Cuando llegamos al recinto, ya había terminado la competición. Tan solo recuerdo la ausencia de otros espectadores aparte de nosotros dos. Sobre el mostrador del comedor se mostraban los tres premios: dos copas y un plato de los de colgar, con las consabidas inscripciones doradas:

“Campeonato de pulso, agosto de 1972”

Campamento Gral. Martín Alonso

Talarn

El tercer puesto fue para el jefe de cocina del comedor, de talla media, buena musculatura y un tanto cumplido en grasas.

En el segundo puesto, ahí vino mi sorpresa, no era otro sino el espartaco descrito al comienzo de esta historia.

En el puesto primero, estaba el hijo del dueño de los autobuses “Zapico” que nos había facilitado el regreso a Oviedo al finalizar el campamento del año anterior. Por ello es que aún recuerdo su apellido, además de haber estado un curso como profesor en el colegio de Colombres, allá por los años 1972 y 1973.

El ambiente, por lo tanto, era tranquilo, distendido y a mi amigo A. Manuel Miguel no se le ocurrió otra cosa que decirme en alto de forma que fuera escuchado por los tres púgiles:

– Muéstrales lo que tenemos en Llanes, Ramón.

A mí no me quedó otro remedio que afrontar la situación, aunque la actuación competitiva ante un público por exiguo que fuese mermaría mis facultades. No hubo objeciones en contra.

Me senté enfrente del cocinero. No las tenía todas conmigo, pero usando el recurso de mi técnica personal mantuve arriba la mano abierta hasta que mi contrincante cerró el puño y antes de cerrarla con fuerza giré la muñeca unos grados en vertical hacia arriba y respiré hondo , pero con sosiego. La mano izquierda había que mantenerla tras la espalda, como mucho sujeta al cinturón. Esperé a notar cansancio en mi contrincante y cuando menos se lo esperaba insuflé aire en mis pulmones y lo exhalé con fuerza por la boca acompañado de un sonido como el que emiten los leñadores al clavar el hacha en el tronco. Llevé la mano del contrario contra el mostrador, que esa era la señal de haberle vencido. Le di la mano cordialmente que deportivamente me estrechó. 

Salió a escena el subcampeón que se vino a sentar enfrente mío, supongo que tan convencido de que, por estatura y complexión me sacaba buena ventaja.

Aunque la técnica que empleé con él fue idéntica a la que había usado con el cocinero, no debió darle importancia alguna al hecho de que le diese tiempo de apresar mi mano. El resto de la técnica que apliqué con él fue la misma y los resultados idénticos e idéntico protocolo deportivo.  Estrechó con fuerza mi mano a la vez que se pasó en elogios hacia mí.

Al campeón no le noté ninguna gana de exponerse, pero acabó aceptando la prueba ante los ánimos de los otros dos. No sería bien visto que el campeón se negara. 

Yo estaba bien cansado y nervioso, pero me animó lo que le escuché decir como pretexto: 

– Debido al cansancio por las dos luchas anteriores debo usar el brazo izquierdo, si no te importa.

Ahí iba a tener que poner a prueba otro recurso que me guardaba en la manga.

Evitando demostrar alegría al oír aquellas sus palabras, accedí al reto, pues por los trabajos que había realizado en el campo y en la construcción había adquirido la fuerza y destreza en ambos brazos por igual. Por lo demás, la técnica empleada fue la ya descrita con los dos precedentes y con idénticos resultados. 

En el siguiente capítulo narraré otro interesante episodio cuyo indiscutible protagonista es mi nuevo amigo.