sábado, 19 de diciembre de 2020

138.- La revisión médica.

Pasadas un par de semanas, más o menos, de haber llegado, nos llevaron hasta la enfermería,  donde unos profesionales sanitarios atendían a todo el personal que allí acudiese una vez recibido el permiso de la capitanía a la que se estaba adscrito. Entre tanta gente, siempre tenían trabajo. Muchos acudían por problemas digestivos, generalmente diarreas, pero la mayoría iban por dislocamientos, golpes o heridas que les impedían hacer la instrucción o la gimnasia. Alguno que otro se había hecho adicto a visitarla por libre, simulando algún malestar por el que pudiera evadir las actividades más tediosas bajo el sol de justicia que comenzaba a castigar los secarrales. Le mandaban quedarse de cuartelero, para vigilar la entrada y salida de personas ajenas al mismo y llevar a cabo una limpieza del pabellón, pero le quedaba tiempo sobrado para leer, fumar como un carretero o sestear hasta la hora de la comida. En ese momento, milagrosamente ya se notaba aliviado con la pastilla que le habían dado a tomar y además  sintió un apetito tremendo cuando, al leer en el tablón de anuncios el menú, recordó el plato principal de arroz con clamares y de postre, las peras en almíbar que habían leído en la formación antes del toque de retreta la pasada noche.

Ya he dicho que, la comida en general era buena, en especial el pan horneado en el mismo campamento y las frutas recientemente cosechadas para nuestro consumo, de cultivos frutales en el propio municipio de Talarn. En cuanto al menú, su calidad notamos que variaba, para mejor o para peor, coincidiendo con el cambio del oficial encargado esa semana para la intendencia. Todas las noches, en la formación que hacíamos delante del pabellón "EBRO", se nos leía las novedades para el día siguiente y una de ellas, era esa del menú que tendríamos para las tres comidas. Todo un detalle. 

El botiquín se encontraba algo alejado de los pabellones, pero más o menos equidistante de los extremos del campamento y por detrás de la loma, por lo cual, no llegaba a estar visible desde ninguno de los distintos asentamientos de la tropa. Una no muy vieja pineda, posiblemente plantada con el fin a que iba a ser destinada, perfumaba con las perlas doradas que manaban de entre sus abiertas cortezas y le daba al botiquín un añadido de confianza. 

El camino de acceso, en los últimos cincuenta metros, tenía una pendiente escalonada de hormigón, de tal forma que, a los últimos de la fila nos permitía ver como en un anfiteatro, lo que acontecía en la cabeza de la misma. 

Siempre nos habían contado quienes en el pueblo nos precedieron en hacer la mili en tal o cual cuartel, ya sea con los Regulares, con la Legión o como voluntario en la Marina, las pruebas y pasajes más duros por los que ellos habían pasado y nosotros también habríamos de pasar. Algunos quizás lo habían pasado tal cual lo contaban; otros, en cambio, preferían dar un toque personal al relato, por aquello de, “ a ver quién la mete más gorda” y no se quedaban cortos. 

El caso es que los unos y los otros sobre el tema de las vacunas coincidían en describir la aguja y la jeringuilla poco menos parecida a la que usan los veterinarios. 

Así es que cuando aún estaba lejos de llegar ante los dos sanitarios armados de sendas jeringuillas, a mi subconsciente llegó la imagen que había formado con tan manidas descripciones escuchadas en la terraza del bar de la aldea. Estaban adornadas con la descripción de una larga y gruesa aguja, como la de hacer calceta, que iba a ser hincada en mi espalda sin ningún miramiento. En esto, el que me pareció ser galeno, por el fonendoscopio que llevaba colgado al cuello, dijo alzando la voz para ser escuchado por todos: "Si alguno de ustedes tuviese algún tipo de enfermedad contagiosa como hepatitis, gripe u otra, haga el favor de salirse de la fila". 

En el comedor compartíamos mesa con un compañero que padecía de hepatitis, por la ración de pastillas que a la comida del mediodía se tomaba y que bien a las claras se manifestaba en su aspecto macilento. Sin embargo, nunca observé el más mínimo gesto de rechazo ni noté en la mesa que nadie le marcase distancias.  

Como ante el requerimiento hecho por el sanitario no hizo ni el más mínimo ademán tal que levantar la mano, quien le seguía en su fila le increpó, pero como tampoco reaccionó por ello, de un empujón lo sacó de la fila. 

Cuando le tocó la vez, usaron para él una aguja en exclusiva. Para los demás nos vacunaban con la misma jeringa cargada con varias dosis, pero la aguja la tomaban de una bandeja donde las metían cubiertas de alcohol para desinfectarlas.  

También volvimos en visitas posteriores para la determinación del grupo sanguíneo y un examen físico exhaustivo con el que detectarían cualquier impedimento para realizar los ejercicios gimnásticos, de la instrucción, de las marchas y en la pista americana, de la que todo el mundo exaltaba su dureza, aún antes de haberla experimentado.

jueves, 10 de diciembre de 2020

137.- Aprendemos la instrucción

 


Milicias universitarias. IPS. Campamento de Talarm, julio y agosto, 1971, 4ª Compañía, pabellón Ebro. (primero por la izquierda de la penúltima fila). Recuerdo cosas de alguno de mis compañeros (del 1º Pelotón, 1ªSección, 4ª Compañía, 1ª Batallón, ) su provincia de origen, pero no su nombre.


Comenzamos con la instrucción, primeramente en la explanada cercana al pabellón con la formación en filas y todos los movimientos básicos a tal fin. En un principio reíamos las confusiones que cometíamos pero las risas cesaron bien pronto ante las reprimendas de los mandos, a quienes maldita la gracia que les hacía, pues iba en detrimento de su calidad como instructores. Éramos parte de una cadena que no debía romperse, pues repercutía también en el que, a nosotros nos parecía ser el último eslabón, pero pronto observamos que no era así; siempre aparecía un eslabón más alto. Para mejor describirlo, conformábamos todos una estructura piramidal, cuyo vértice suponíamos quién era, pues aquí su fotografía presidía los despachos de cada unidad; la misma pose que la que colgaba en la escuela, en el instituto y en las aulas de la Escuela Normal. 

Su nombre, repetido tres veces, era visible desde todas las posiciones del campamento, en la loma de una montaña, escrito con regodones que una compañía, quizás por honores que desconocíamos, se encargaba de encalarlos cada año. 

Después de un tiempo, seguían produciéndose confusiones en cuanto a los giros y coordinación de los brazos con el paso. El paso y braceo a “piñón fijo” para algunos fue un sufrimiento, tanto por las reprimendas de los mandos que lo ridiculizaban en público y más por las enmascaradas risas de sus “compañeros”. Se decía que a quien titubeaba por problemas de lateralidad, se le hacía calzar una alpargata y una bota, de manera que en lugar de decirle, “izquierda, derecha; izquierda, derecha…” para el desfile, se le decía, “bota, alpargata; bota alpargata…” Si os soy sincero, no vi que se le hubiese aplicado a alguien en concreto, pero sí que más de uno, al comienzo, lo hubiese necesitado.

Una vez alcanzados los objetivos mínimos como para “presentarnos en sociedad”, con el capitán al mando de la compañía, los dos tenientes y el alférez al de las secciones y los cabos primera que iban a la cabeza de los pelotones, desfilamos y maniobramos por unas pistas preparadas a tal fin. Allí nos encontramos con las demás compañías que iban a lo mismo. Era evidente la competencia habida entre todas por llevar el grupo mejor adiestrado, que se hacía explicito por la arenga que los mandos intermedios nos daban antes de salir y al volver nos halagaban cuando todo había salido a pedir de boca. De todo esto, pareciera que los capitanes no se enteraban, porque sabían ser discretos mientras todos los objetivos se iban alcanzando.  

Por darnos un respiro después de numerosas vueltas, idas y venidas, nos mandaron “descanso” con el añadido “a discreción”, orden complementaria que permitía hablar y movernos sin perder la posición del pie izquierdo como referencia del orden para continuar. En ese momento desfilaban las cuatro compañías de otro batallón y a su paso algunos compañeros les jaleaban y hacían gracias que, por lo visto, debía ser costumbre muy arraigada y formaba ya parte del acervo militar.  

Por casualidad, entre tanto soldado desconocido, reconocí algunos rostros, que en el viaje de llegada iban ocultos bajo espesa barba. Compañeros de estudios, con los que también había coincidido en el verano de campamento, en especial que ahora pueda nombrar estaban los dos llaniscos, Ramón Maya y Manuel M. Amieva, a quienes mencioné con anterioridad. Aparte de ese momento, no hubo en este primer verano, alguna otra coincidencia con ellos que recuerde. Es comprensible en parte por ser muy extenso el campamento, pertenecer a batallones distintos y porque se fueron forjando amistades nuevas, que también es lo verdaderamente interesante de experiencias como éstas. Los llamé a entrambos por su nombre patronímico seguido del gentilicio cuando estaban a mi altura y los dos por igual, tan sólo me pudieron devolver una sonrisa. El sofocante sol leridano había dejado marcado tal que un mapa con manchas oscuras en sus recién estrenados atuendos caquis. 

Después de la comida y un par de horas de descanso y siesta, nos volvían a formar para darnos las enseñanzas logísticas y clases teóricas sobre orientación, acampada, vivaqueo, ordenanzas y leyes miliares en uso. En estas clases solía intervenir uno de los dos tenientes o el alférez. Los capitanes después de la comida se debían centrar en otras tareas administrativas en la oficina de que disponían en el mismo pabellón o en reuniones a que debían acudir en la comandancia del batallón. Los cabos primera también aportaban su granito de arena, pero siempre supeditados al tema que les hubiese encomendado iniciar cualquiera de los correspondientes oficiales. 

A la mañana siguiente, tras el toque de diana, en camiseta, pantalón corto y zapatillas nos llevaron a la cancha que había delante de la capilla del campamento donde se juntaban las cuatro compañías del batallón. Subido a una plataforma elevada el instructor dirigía todos los ejercicios usando un altavoz y controlaba los movimientos de cada ejercicio, así como la sincronía de las filas. Volvíamos al pabellón para asearnos,  poner el uniforme y desayunar en el comedor. 

Una vez en el cuartel, nos pusimos las trinchas por primera vez antes de bajar a la formación y tras el  protocolo de pasar lista nos encaminaron a recoger el mosquetón, fusil “mauser”, “chopo”, “novia” y otros términos polisémicos, popularizados, con toda seguridad, de una promoción a la siguiente a través de los instructores. Era muy común, para la mayoría de aquellos, intercalar estos y otros términos malsonantes con el objetivo de hacerse los “duros” ante aquella panda de novatos que nos consideraban. Sin embargo, con ello perdían nuestro respeto antes que ganarlo, al contrario de lo ocurrido con el trato recibido de otros mandos más liberales, a quienes mostrábamos atención y el respeto debido. Habrá ocasión de ejemplificar a lo largo de estas narraciones.

Los mosquetones se guardaban en posición vertical prendidos por unas varillas de acero que atravesaba las guardas de los gatillos. Los encargados de entregarlos comprobaban la numeración que leían en alto y otros lo iban anotando en la lista al lado de nuestros nombres. Nos encomendaron que lo aprendiésemos, pues deberíamos conservarlo hasta el final del curso. 

En las primeras clases teóricas, aprendimos cada una de las partes y formas de las piezas de que se compone, el peso, las medidas y distancias alcanzadas. Ni qué decir tiene, que los resultados obtenidos en los exámenes que nos harían, influiría en la continuidad en el ámbito de las milicias. Después del fusil, vendrían otras armas y con todas ellas surgirían apuntes teóricos y exámenes orales ante el conjunto de compañeros y escritos para los que nos llevaban a las mesas del comedor, para tenernos más cómodos y controlados. 

Nos instruyeron en el mantenimiento y limpieza del fusil, para pasar revista. Además debíamos también llevar las botas, las trinchas y el cinturón como salidos del taller del zapatero o del guarnicionero. Una caja de betún “Búfalo”, un cepillo y un trapo de lana, servían para hacerlos brillar. A las partes metálicas, como botones y hebillas, las tratábamos con “Sidol”, un conocido limpia metales. Así me viene a la memoria el conjunto de pertenencias que ocupaban el cajón de mi taquilla personal protegida por un candado, cuya llave llevaba asida por un bramante a un botón auxiliar que había añadido a uno de los grandes bolsillos del pantalón. Dicha taquilla parecía ser algo así como la “Ferretería de Antonio Alonso” y la “Droguería Buj” conjuntamente, pero en miniatura. Allí guardaba a buen recaudo del amante de lo ajeno, las herramientas más necesarias: la navaja suiza de varios usos, las agujas, los botones e hilos, un espejo, el peine y todo tipo de cepillos para: dientes, ropa y calzado con todo tipo de cremas: dentífrica, solar, en especial para los mosquitos zancudos que nos sobrevolaban como helicópteros kamikazes buscando su alimento.