domingo, 25 de febrero de 2024

174.- El retén nocturno de vigilancia de la PM.


174.- El retén nocturno de vigilancia de la PM.

Todas las noches, a partir del toque de silencio en el cuartel, salía un grupo formado por dos soldados y un cabo rojo, comandados por el cabo primera. La labor de la policía militar consistía en recorrer las principales calles y lugares donde se concentraba la gente los fines de semana, como son los paseo, cines, teatros, salas de baile, discotecas, verbenas y, por supuesto, hospitales, farmacias de guardia, bancos y escaparates de las tiendas del centro de la capital. Aparte de la orla blanca con las dos iniciales que debía cada uno del grupo llevar prendido en el brazo, además del casco, las trinchas, cinturón con las correspondientes cartucheras, guantes blancos y el chopo, yo tenía que llevar colgado del cinturón una pistola semiautomática mejorada, la 19 mm, Parabellum de origen alemán usada en la primera GM.

Ya narré cuando estaba estudiando el segundo curso en la Normal de Oviedo y se había prohibido, juntarse más de dos estudiantes a partir de una hora señalada. En ese curso, mis clases las tenía de 3 h. a 9h. pm. y los universitarios se manifestaron por las calles y al subir para la Normal, en la calle Asturias, vi correr hacía mí un grupo de estudiantes perseguidos por los “Grises” que les lanzaban botes de humo y blandían sus porras. Tentación tuve de meterme en un portal, pero el sexto sentido me previno y corrí delante de todos hasta virar a la calle Cervantes. Aquel día, estaba en la clase de lenguaje cuando entró a la carrera un chaval al que nadie conocía, ocupó un asiento vacío y atendió a las explicaciones. Un par de minutos después dos policías abrieron la puerta y, sin rebasar el dintel, echaron un vistazo a toda la sala y al no reconocer al perseguido, salieron. Don Jesús Neira, de visión muy limitada, nunca sabré si reconoció o no al nuevo alumno, pero el hecho es que nos explicó el escudo que mantenían las Universidades para quien en ellas se acogiese de la persecución policial o militar.

Era domingo y tuve que presentarme en el cuartel a media mañana ante el capitán de guardia. Yo había entendido que allí me darían el armamento, pero no sabía que tenía que haberlo solicitado el día anterior, de sábado.

Menos mal que un amigo y compañero del campamento estaba de asistente en las oficinas de Mayorías. Me proporcionó una pero me dijo que no había encontrado una funda para ella. La conseguiré en el mismo puesto de guardia, pensé, por lo que la metí en el pequeño y escaso bolsillo derecho del pantalón de “bonito” y la tapé con el pañuelo para evitar que se cayese al suelo.

Cuando me presenté al Capitán de Guardia y me preguntó por el arma. Yo se la mostré con la misma naturalidad con la que de críos guardábamos un puñado de canicas o castañas asadas que llevábamos para el recreo en la escuela primaria.

Me pareció ver en su cara una mezcla de autoridad y nostalgia de su niñez pasada y me aturdió con un amigable consejo:

– Cabo Primera: entrégueme su arma y, si lo precisa ante cualquier altercado, apunte así, dijo extendiendo el pulgar y el índice, alargando el brazo, cerrando el ojo izquierdo, mientras con la boca emitió un chasquido tan preciso que pareció el ruido del percutor. Como de niños hacíamos “batallitas” entre vaqueros y bandidos, guardias y emboscados o indios y ejército, en el Campillín del Palaciu de Gregorio y Logia.

La noche fue tranquila. Entramos en algunos bares donde solían invitarles a tomar algún bocata, según habían comentados mis veteranos subalternos u otros caprichos culinarios, como en la heladería del final de Uría con Fruela que tenía a pie de calle unas mamparas que daban servicio mañana, tarde y noche.

En este mismo apunte, incluiré otro episodio muy curioso ocurrido en el cuartel.

El caso es que con el rango militar de teniente coronel había un personaje, pariente de la Carmen Polo.

Se decía, que en el bar de los oficiales, tenía una deuda que pasaba de las cien mil pesetas rubias de entonces y que no tenía traza alguna de pagarla. Disponía para su uso un jeep militar descapotable y un soldado como conductor y mecánico, que lo mismo le limpiaba las botas o le seguía a todos los bochinches donde, por las estrellas de cinco puntas que lucía, no les faltaban ni cerveza ni bocado con que llenarle su bien hinchado vientre.

En más de una ocasión de regreso, el hujier le desnudaba y arropaba, pero también podían ocurrir otras cosas como la que voy a narrar tal como la escuché contar a otros compañeros veteranos que había ocurrido hace unos meses.

Una mañana al levantarse ya limpio del alcohol echó en falta al conductor y al preguntar por él, otro soldado le dijo:

– ¡Mi teniente, usted lo envió al calabozo esta madrugada! ¿No lo recuerda?

– ¡Vaya a por él de inmediato!

Y con las mismas al tenerlo a su lado le dijo en confianza que se apurara, pues iban a salir. Como si nada grave hubiese ocurrido. Estaba claro que su carácter afable cambiaba en cuanto sobrepasaba un determinado grado de vapores etílicos.

Tenía que formar una escuadra de recibimiento con traje de gala militar, sable incluido a la “Generalísima” en el aeropuerto de la Morgal. Coincidió que una espesa niebla lo retrasó y no se le ocurrió otra cosa que irse a un bar a tomarse las once con toda la tropa que le acompañaba. Pero las pistas quedaron pronto despejadas y al tomar tierra el avión, a la gran dama no se le hizo el correspondiente protocolo, motivo por el cual, fue degradado ya para siempre a Coronel.



sábado, 13 de enero de 2024

173.- Relevo de guardia en el Centro Reclutamiento de Pumarín.

 

Esta actividad sería la segunda de las sucesivas prácticas militares en el tercer período de las milicias universitarias y que daré cuenta al lector en sucesivos capítulos.

Tras dotar al pelotón en la armería de los respectivos mosquetones y rellenarnos las cartucheras de munición, el teniente nos formó y me mandó salir en formación que debí mantener durante todo el trayecto por las calles. La normativa permitía que usáramos la derecha de la vía pata dejar libre la acera con lo que el pelotón en su conjunto se convertía en un vehículo más. Desde el lado izquierdo del pelotón con el brazo izquierdo hacía las señales a los vehículos de adelantar o esperar.

Conocía el destino por haber estado allí cuando fui reclutado en el primer destino a Lérida. Llegado al pabellón donde pasaríamos las siguientes veinticuatro horas, se hizo el relevo y el cabo primera saliente me indicó los puntos clave de seguridad a los que enviar la vigilancia: dos soldados en la garita como las que tenía el ferrocarril con una barrera para vehículos y un paso peatonal; un tercer soldado donde el “mastín blanco” que guardaba el deteriorado muro de ladrillo por el que se podría acceder al recinto y un cuarto soldado en otro puesto más alejado donde había un “búnquer” o fortín del acuartelamiento y oficinas militares de Pumarín.

Me indicó que debería tener bien vigilada la entrada y salida de vehículos privados y evitar cualquier roce con los que pertenecían al destacamento militar.

Las normas restantes de cómo llevar a cabo el reparto de las guardias las traía bien aprendidas. Para dormir y aseos teníamos una edificación con literas, pero al jefe del pelotón le reservaban un cuarto más privado con una mesa donde poder guardar la documentación que debía entregar en el cuartel al día siguiente. Después de acompañar a un cabo y dos soldado a la entrada, situé otros dos de la misma escuadra para vigilar el polvorín y el punto donde estaba el perro. Este infeliz, a pesar de su tamaño y roncos ladridos, debía de estar tan acostumbrado a ver la tropa que cuando se le llevaba los restos que había en la cocina, movía en agradecimiento su moteada cola o nos embadurnaba de baba.

Me dediqué a cubrir el estadillo de guardias teniendo en cuenta los horarios y relevos de comida, cena y descansos. Eran tan solo dos cabos y ocho soldados, pero ofrecía su dificultad. Después de acabar, tomé un libro que había comprado en la librería “Cervantes” y me enfrasqué en su lectura de tal forma que el tiempo no me pasara lento.

Veía salir del acuartelamiento parejo al nuestro, soldados y mandos de una sección de “Regulares” entre los que estaba un amigo y pariente mío. Vestían un equipo que se diferenciaba por el color del caqui nuestro y calaban la gorra con cierta chulería, muy parecida a los legionarios, al menos en la dureza en la instrucción, como tendremos ocasión de comentar y comparar en dos momentos del presente blog.

Lo que me pareció raro fue que saliesen, aunque de domingo, ataviados con un mono azul marino como si fueran obreros de la construcción, fontaneros o ferroviarios.

Cuando se acercaba el momento del primer relevo, en el recinto donde yo esperaba encontrarles no había un alma y caminé hasta la garita. Imaginé que allí estarían echando el tiempo o se hubiesen escaqueado hasta el centro del barrio Pumarín para tomarse algo o jugar a las máquinas tragaperras en alguno de los establecimientos. Me preguntaba si el atavío de currante era el que usaban los veteranos adscritos a los distintos talleres, pero tampoco me convencía ya que estaban libres de las guardias.

Para lo que había aprendido en las clases teóricas, mi obligación era sancionarles o pasar la responsabilidad a los dos cabos como me había dicho el capitán. El cabo de guardia me confirmó mi suposición. Me aseguró que ya estarían de vuelta para el relevo y que al ser domingo los oficiales del cuartelillo también estaban libres. Sí era de más cuidado la visita de la Policía Militar de retén por toda la ciudad, especialmente en cines, bares y otros lugares de jolgorio.

Así en duermevela, pasé toda la noche, ojo avizor para evitar que se repitiese la faena en los siguientes turnos de guardia y pasé vigilancia por los tres puntos. Al mastín le regalé la mitad del bocadillo de carne que nos habían traído de la cocina del cuartel, pues yo había comprado otros dos de chorizo y jamón en un bar que había cercano al sanatorio de la Cadellada. Recuerdo que fuera tenía una terraza y practiqué por primera vez en el juego de la rana que en algún establecimiento de Llanes ya había visto. Quizás en la zona de atrás de la caferería “Pinín” donde también había futbolín y se recargaban las botellas de soda para la barra del bar, o junto a la bolera del bar Jesús “Palacios”.

Llegada la mañana, pasé revista por si me faltaba alguno y llevé a cabo el primer relevo. La plaza delante del edificio de Mayorías del cuartelillo estaba a rebosar de coches oficiales. En una de las oficinas estaba destinado el hijo de José Remis Ovalle, natural de Margolles y avecindado en Tornín.

Serían aproximadamente las diez de la mañana, cuando veo al volante de un gran Seat a una famosa vecina de Porrúa. Me preocupé por la fama que tenía la conductora de haber sacado el carnet de conducir después de numerosas pruebas. Era una mujer fuerte y grande dedicada a la ganadería y en el Seat 600 que Luisito Noriega, nieto de D. Bernardino de Parres, usaba para la Autoescuela tuvo que cederle todo el espacio delantero para la alumna y él manejaba el control sentado atrás. No sé ya el número de clases que dio ni del número de exámenes que llevó a cabo. Pero su primer auto tenía atrás un espacio denominado "ranchera" tan amplio en el que bajaba desde la Tornería los jatos hasta el pueblo o cargaba pacas de hierba desde el Almacén de Pepe junto a la Torre defensiva de Llanes. 

Traía a un tío suyo a cobrar la paga mensual que como mutilado de guerra recibía. Lo vi cuando se bajó del coche que cojeaba apoyado en un bastón y vestía un traje militar con galones en la chaqueta y gorra.

La saludé y me contestó mostrando también sorpresa de encontrarnos allí.

– Parresanu, qué sorpresa. Esti últimu vienres encontréme a los tos pas en Posada que llevaben un xatín a la feria.  Me contaron que tabas jaciendo la mili en Oviedo, pero non esperaba verte per aquí.

Me despedí de mi paisana y saludé militarmente a su tío por como iba uniformado como era mi obligación, lo mismo que saludaría a otra persona que fuese de paisano.