jueves, 20 de abril de 2023

165. Ayalga en el entorno del campamento

Una vez que localizamos el lugar exacto donde tendría lugar la demostración armamentística, Uvieu y yo convenimos en explorar de fin de semana la cuesta siguiendo alguno de los senderos que desde allí se nos dejaban ver.  Al paseo se nos unieron otros dos compañeros del pabellón “Simancas”, que en el verano precedente lo fueron en el pabellón “Ebro”. 

Provistos de agua, alimento y mucho ánimo, partimos después del desayuno y haber dejado ordenada la parte correspondiente a nuestras literas y bien cerrados los taquillones para no encontrarnos a la vuelta con alguna sorpresa desagradable.  

Empezamos la subida de la primera colina para tomar después un sendero más hollado que culebreaba hasta la siguiente cota y que desde la base la habíamos situado al noroeste. 

Una vez en la cima, se veía el conjunto del campamento desde el control de la entrada, algunos pabellones del 4º Batallón y el famoso Embalse de Tremp, como una pincelada de azul sobre un fondo ocre y siena tostada. Me gustaba el contraste de los campos recientemente segados con las pequeñas manchas de los almendrales y el cielo despejado. 

Después de caminar loma arriba, con el sol consumiendo las cantimploras, a pesar de hacerlo a pequeños tragos, dimos con los restos de una masía. Las paredes de los establos estaban derruidas y las maderas de los techos y portones yacían rotos por los temporales de viento, nevadas y lluvias durante bastantes años. Al principio pensamos que fueran los restos que dejaron las tropas, treinta y cinco años antes, y que sus dueños, en el mejor de los casos, habrían podido alcanzar la frontera a tiempo.  

A mí me apeteció indagar, quizás movido por el interés arquitectónico del conjunto en cuanto a la estructura, materiales empleados y trabajo en general como también alguna señal dejada en los postigos de entrada tal como estaba acostumbrado a ver en las casas y cabañas del pastoreo en el monte. 

Mientras mis tres compañeros charlaban y trasegaban sendos bocadillos de sobrasada adquiridos en la cantina, me acerqué a la entrada de la vivienda que me pareció ser la principal y porque aún conservaba en pie parte del tejado y un corredor cuya barandilla y sus barrotes colgaban en buena parte de ella.

Debajo del medio abatido corredor había una hermosa rueca de hilar, que conservaba intacta la rueda y el resto de sus finas y delicadas maderas torneadas y bien protegidas por una capa de barniz color pino en las que se reflejaban los rayos del sol. 

Os confieso que con el paso de los años y al narrar esta aventura en las acostumbradas tertulias de amigos sobre la mili, expresaba mi pena por haberla dejado allí, perderse bajo los restos de la casa, por las tormentas de agua y nieve. 

Al imaginar lo allí ocurrido, pensé entonces en los dueños o llevadores de aquel sitio hacía treinta y cinco años evitando el frente tomando camino a los Pirineos.  

Hoy, cincuenta años después, se me ocurre una segunda explicación: 

Dado el perfecto estado en que se hallaba la rueca de hilar, cabe pensar que algunos de sus miembros en edad de servicio militar  y de modo voluntario o forzado, se hubiesen alistado a las filas que claramente iban a ganar la contienda. Y con la creación del Campamento militar, los terrenos habrían sido expropiados o pagados. 

¿A quién le iba a interesar quedarse a vivir en su propiedad y soportar el trajín militar tan cerca de cornetines y tambores, toques de diana y oración, generalas y campo de tiro? 

Cuando me disponía a salir para integrarme con los compañeros se me ocurrió remover una de las maderas caídas del corredor. La sorpresa fue grande. Bajo ella, una docena de cucuruchos con papel doblado de periódico guardaban en su abombado interior almendras de sólido caparazón bien conservado. No puedo recordar ahora el nombre en catalán del diario, pero sí que recuerdo la fecha en la que había sido impreso: “Agost de 1937”.

¿Habían sido reservadas para preparar los mazapanes del Nadal 1938? 

Lo dejo a razonamiento del lector. Entre el 27 de marzo y 3 de abril de 1938, las tropas insurgentes tomaban Lleida. 

Repartí mi ayalga con los compañeros; el resto las guardé en la mochila y rellené los dos bolsillos del pantalón de faena, después de haber comprobado que no se tratase de almendras amargas. 

En la experiencia del curso anterior, me había surtido de ellas en la caminata a Santa Engracia y al abrir la primera y la segunda resultaron ambas ser amargas. Alguien me advirtió que contenían cianuro, pero  a pesar de ello, en la fabricación del turrón se usaba una pequeña proporción de almendra amarga. 

Ya en el pabellón las guardé en el fondo del petate, bajo la ropa de paisano que reservaba para cuando nos dieran vía libre a casa.

Las clases de teórica de las tardes estaban centrada en el conocimiento de la balística y en uso de las distintas armas a que habíamos sido destinados. Yo en concreto tuve que aprender al manejo de los morteros del “81”, de su asentamiento, dirección, ángulo de tiro, instalación adecuada del trípode, su nivelación, el manejo del teodolito y aplicación de los complementos de carga, parecidas a herraduras rellenas de pólvora que se colocaban en el cuello de la espoleta del obús para superar las distancias al objetivo marcado.

Las prácticas de tiro resultaron bien. Estaba por llegar el día “D”. A nadie nos preocupó en demasía, porque tenía trazas ser un juego más al que nos habían acostumbrado. Ya os diré.