En
este punto, intercalo con su permiso, los recuerdos que una habitual
lectora de mis escritos me envió. Me parecen extraordinarios, por el
valor testimonial que en sí tienen y por ocupar el mismo escenario
socioeconómico y geográfico en el que discurren ambos, mi propia
"Aldea perdida" que yo intento transformar en la "Aldea
recuperada", por eso de no caer en el plagio. Además, porque
gozan de una sensibilidad y calidez humana extraordinaria; noten si
no, la nostalgia por el "tempus fugi" entreverada de una
sutil crítica social. Les dejo con sus reflexiones en sus propias
palabras:
(I/3)
"Disfruto
contando todo esto a medida que lo voy recordando y, si tengo que
decir la verdad, me hubiera quedado allí de mil amores. Los
progresos y todas las cosas que conseguimos, no me pagan lo feliz que
yo era allí.
Ahora,
nos sobra de todo y cuando no hay necesidades nos las inventamos.
Pienso
así, seguramente, porque una ya está de vuelta de casi todo, y de
nada sirve lamentarlo.
Corrimos
a contarle al abuelo el hallazgo de la cueva donde jugábamos. Él
nos riñó y nos prohibió, de allí en adelante que entrásemos en
ella, porque estaba plagada de culebras y otros bichos. Aunque bien
niñas, nos dábamos perfecta cuenta que era por causa de los huesos
que él sospechaba que habíamos visto, aún antes de habérselo
contado.
Aquel
hallazgo nos dio mucho que pensar, aunque niñas, pero con el paso
del tiempo aún lo seguí recordando. Debían de ser restos de
soldados caídos cuando la guerra. Quizás, muchachos a los que sus
madres les seguían esperando, con la puerta de casa abierta por si
un día regresaban, pero nunca lo hicieron.
De
historias como ésta nadie hablaba en alto, por miedo; pero habían
ocurrido, no hacía tantos años. A los niños nos metían miedo con
el coco, con el llobu, con los sacahuntos, con el diablo de Santa
Marina y con los emboscaos, gente huída al monte, por su ideología
política.
A
los emboscados era común verlos acercarse a las cabañas a charlar
con los pastores. Mi abuelo había hablado en ocasiones con algunos
de ellos. Nosotras lo sabíamos, porque le oímos en una ocasión que
le decía al vecino de otra cabaña que era de su entera confianza,
que no le importaría darles algo de comida o lo que necesitasen,
pero que si alguien le denunciaba, entonces estaba perdido. Esto fue
para él su gran secreto, todo un tabú, del que no debía hablar con
nadie que no fuese de confianza para no verse metido en líos.
Subir
con los animales al monte por La Tornería arriba, constituía toda
una fiesta para nosotras. A tramos, cuando nos notaba cansadas, el
abuelo nos metía en los cuévanos que llevaba “Carioca”, la
burra. El pobre animal no podía ya con tanta carga encima de sus
años. Se paraba en cada curva a coger resuello. Recobrado mi
aliento, yo le pedía encarecidamente al abuelo que me bajara de la
burra y seguía ascendiendo sujeta de su cola.
Para
subir al monte por temporada larga, debían ir varios de la familia
cargando en sus zurrones las cosas más necesarias. Las vacas y las
ovejas nos seguían detrás pastando las hierbas frescas que
encontraban a su paso que la soleada primavera había ayudado a
crecer, separadas en dos rebaños. Las voces de mis tíos que las
conducían se entremezclaban con el sonido de cascabeles,
campanillas, zumbas y lloqueros. Los perros con sus ladridos apuraban
a las ovejas que se quedaban rezagadas hasta verlas integradas en el
rebaño. Era de admirar el entendimiento tanto de perros como de
ovejas.
Desde
las cabañas en los altos riscos nos saludaban los vecinos con una
alargada voz de bienvenida que era agradecida por otra más cálida
que en un tono más bajo emitía mi abuelo.
Nada
más dejar la curva del alto La Tornería, la vaca guía
del rebaño entraba en la campera y la seguían todas las demás. El
abuelo las dejaba un tiempo pastando hasta ver todos los animales
reunidos y aprovechaba para saludar al Camineru si estaba en su
cabaña, al pie de la carretera. Después, las mismas vacas tomaban
el sendero de la izquierda que les llevaba al sitio de La Raíz
y que recordaba de temporadas anteriores.
Llegar
al sitio del monte y ver la cabaña era como llegar al cielo, para
mí. ¡Cómo me gustaba y cuánto lo recordé durante toda mi vida!
Sin embargo, el día triste para mí era el retorno al pueblo.
Aquella trashumancia no entendía de domingos ni de días festivos.
Algunas
primaveras quedábamos más abajo, en otro sitio que tenían los
abuelos en Valdespadañas, que atendían nuestros
padres.
Subían
todo lo necesario para nosotras. Mis padres tenían pocos animales,
pero habían subido también unas gallinas que los primeros días no
nos pusieron ni un triste huevo que llevar a la sartén.
Un
día que mis padres estaban a la hierba, sentí a una de las gallinas
cacarear dentro de un bardal y corrí para dar con el nido. ¡Estaba
lleno de huevos! ¡Cómo sabían de bien aquellas tortillas que hizo
mi madre para los cuatro! Aguantábamos poco tiempo con ellos, pues
no callábamos hasta que consentían en llevarnos a La Raíz,
a la cabaña del abuelo.
El
pueblo era otro mundo, bien distinto al monte. Yo prefería el monte
con los corderos, la graya, el perro y los fresnos junto al peyu.
Bajaba llorando y deseaba subir cuanto antes mejor. Mi abuelo nos
narraba cuentos, que se inventaba sobre la marcha. Hacía como que
los leía en las hojas de periódico con que le envolvían el
suministro. Las ponía del revés, y nosotras, inocentes, creíamos
que no sabía leer.
―
Eso
que lees no es verdad ― le decíamos nosotras ―, porque las
letras están patas
arriba.
El
abuelo era un hombre serio, pero le gustaban los niños y siempre
demostró tener una gran paciencia con ellos. Con unos trozos de
cable de la luz que guardaba en la cabaña para cuando tuviese
necesidad de arreglar alguna herramienta, nos hacía bigudís para
que se nos rizara el pelo. El solo hecho que prefiriéramos estar con
él, le ponía muy ancho, al abuelo.
En
el Traveséu, disponíamos de otra cabaña convenientemente
divida en dos, para vacas y para ovejas. En este sitio no se quedaba
a dormir por la relativa cercanía al pueblo. Salía de casa todas
las mañanas con su zurrón de piel curtida de cabra colgado a la
espalda, cargado de lo más necesario para pasar el día completo al
cvuidado de los dos rebaños, ordeño y elaboración del queso. Allí
teníamos un gran prado cercado de muro donde podía dejar las ovejas
sin que hubiese necesidad de cuidarlas, lo que le permitía al abuelo
dedicarse a fabricar arnios y presugos para hacer el queso, con tan
sólo un hachu, una azuela, una rasera y su navaja que siempre
llevaba consigo atada a la trabilla del pantalón por una cuerda y
que deslizaba en el bolsillo derecho. También construía trigueras
en que curaban colgadas del techo del soleyero corredor de la casa,
bien orientado al sur. La abuela les daba la vuelta, limpiaba y
tresnaba, los lunes y apartaba los que habría de bajar al día
siguiente al mercado de Llanes. Sobre una triguera tejida con
elegancia por él, a base de paciencia tesón y maña, con láminas
de castaño y varetas de avellano cortadas en la luna menguante,
bajaba la abuela sobre su cabeza, la tanda de quesos que por encargo
ya le pedían y alguno de más para una posible nueva clientela. Con
el producto de la venta, retornaba cargada de provisiones, telas,
calzado, de las perras sobrantes, después de pagar las deudas
aplazadas en la farmacia.
Teníamos
junto a las cuadras tres cerezales que, a mediados de junio, llenaban
de almíbar nuestros golosos paladares. El abuelo se subía a ellas y
nos tiraba cañas repletas de cerezas que comíamos sentadas al pie
y, una vez a nuestro lado, nos adornaba con zarcillos colgados de las
orejas que hacía sentirnos las más felices protagonistas de aquel
idílico paisaje pastoril. Cuando llegaba de pleno el verano, por
agosto, las espineras negras nos ofrecían prunos miguelinos que
comíamos apenas azuleaban, a pesar del sabor que nos resecaba la
boca de amargura.
Era
tanta la ilusión de ir con el abuelo, que salíamos de casa de
madrugada para sacar las ovejas y las gallinas al pasto, sin
importarnos el madrugón. Comíamos a rancho, con el pote en medio de
los tres, a cucharada limpia, pero él siempre reservaba dentro del
zurrón un trozo de queso curado para el postre y que nos repartía
en finas lonchas con su navaja.
Si
alguna oveja y, con mayor frecuencia, algún cordero se rompía una
pata, lo sacrificaba y la abuela se lo llevaba al maestro, pues
siempre decía, la pobre:
―
"Buena labor tiene el señor maestro con enseñar a nuestros
hijos para que cuando tengan que irse por el mundo, sepan escribirnos
una carta y decirnos cómo les va".
Se
solía decir, cuando alguien lo pasaba mal, aquella socorrida frase
de que "pasa más hambre que un maestro de escuela", porque
realmente la paga no les daba para mucho y menos con una prole tan
grande como la que tenía D. Bonifacio.
Otras
veces, cuando se accidentaba un cordero, mi abuelo le entablillaba la
pata rota con un trozo de tela, porque sabía perfectamente cuándo
podía curar o no. En el Traveséu se quedaba hasta llegada la época
de la esquila, pues la lana era otro de los recursos económicos a
tener en cuenta.
Un
día llegóse a la cabaña mi tío Pepe, unos pocos años mayor que
yo, con un rosco que me había regalado mi padrino, Manuel Gutiérrez
Noriega. No se me ocurrió otra cosa que dejarlo encima del pesebre
mientras fui a ver si el abuelo nos daba permiso para hincarle el
diente o si deberíamos reservarlo para la merienda. En el escaso
tiempo de mi ausencia, las gallinas que andaban por allí escarbando
entre la grana de la hierba, dieron con la golosina y no nos dejaron
más que el papel y la pluma roja que traía sobre una fruta
confitada verde. Habría que ver la cara que se me puso. No pude ni
contarlo en casa, porque no llegase a oídos de mi padrino y lo
interpretase como falta de interés, no me fuera a privar del rosco
al siguiente cumpleaños.
Vivíamos
en la edad piedra. Yo comí los chuscos del racionamiento que mi
abuela iba a recoger en las Mestas, al paso del tren, por la noche.
Alguien que venía de Torrelavega de buscar el pan, se lo tiraba en
un saco por la puerta del vagón y ella lo recogía. Había en casa
una cartilla de racionamiento donde se anotaban las entregas, no nos
fuéramos a pasar de la cuota que nos correspondía.
Mis
tíos no sabían otra cosa que andar con el ganado. Cuando fueron a
la mili, para poder escaparse a la rutina de las guardias y la
instrucción, cuando les preguntaron por el oficio en el que
entendían, dijeron ser cocineros. Al menos, así estarían cerca de
la comida, aunque fuese a costa de pelar sacos y sacos de patatas
para el rancho.
Mientras
tanto, en casa, la abuela esgranaba el maíz y lo secaba para
llevarlo al molín de Covarón. En alguna ocasión, alguna que otra
maquila le dio a Olvido o a la Muñeca que acampaban en la cueva de
Santa Marina y que solían venir con frecuencia a pedir por las casas
del pueblo. Si no había harina, había patatas o h.abas como pago
por echarle las cartas y leer la buenaventura a mi abuela para
desvelarle el incierto futuro reservado para sus hijas. Con engaño
se aprovechaban de la inocencia y bondad de la abuela y, no conforme
con eso, le exigían que se lo diese desgranado y esbillado.
Aquel
dislate de la abuela lo callábamos todos por evitar el disgusto del
padre.
Cuando
la nieve bajaba las cuestas y amenazaba con cubrir por días los
pastos, se volvían los rebaños al pueblo y los guardaban entre la
cuadra de junto a casa y en la cuadrina que teníamos en el Colláu.
Durante el verano, los cuatro hijos varones se habían encargado de
llenar los tazones de los h.enales con que poder resistir la
invernada por cruda que ésta fuese.
De
estas experiencias hoy me siento orgullosa de haberlas vivido, pero
en el colegio donde nuestros padres nos dejaron internas antes de
emigrar, no las podíamos contar. Yo, advertía a mi hermana, cuatro
años memor que tal o cuál cosa no la contase, porque temía se
cebasen con nosotras en aquel ambiente aparentemente tan selecto y
exquisito de la Villa."
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