sábado, 18 de enero de 2014

17.- La aldea perdida





En este punto, intercalo con su permiso, los recuerdos que una habitual lectora de mis escritos me envió. Me parecen extraordinarios, por el valor testimonial que en sí tienen y por ocupar el mismo escenario socioeconómico y geográfico en el que discurren ambos, mi propia "Aldea perdida" que yo intento transformar en la "Aldea recuperada", por eso de no caer en el plagio. Además, porque gozan de una sensibilidad y calidez humana extraordinaria; noten si no, la nostalgia por el "tempus fugi" entreverada de una sutil crítica social. Les dejo con sus reflexiones en sus propias palabras:

(I/3)
"Disfruto contando todo esto a medida que lo voy recordando y, si tengo que decir la verdad, me hubiera quedado allí de mil amores. Los progresos y todas las cosas que conseguimos, no me pagan lo feliz que yo era allí.
Ahora, nos sobra de todo y cuando no hay necesidades nos las inventamos.
Pienso así, seguramente, porque una ya está de vuelta de casi todo, y de nada sirve lamentarlo.
Corrimos a contarle al abuelo el hallazgo de la cueva donde jugábamos. Él nos riñó y nos prohibió, de allí en adelante que entrásemos en ella, porque estaba plagada de culebras y otros bichos. Aunque bien niñas, nos dábamos perfecta cuenta que era por causa de los huesos que él sospechaba que habíamos visto, aún antes de habérselo contado.
Aquel hallazgo nos dio mucho que pensar, aunque niñas, pero con el paso del tiempo aún lo seguí recordando. Debían de ser restos de soldados caídos cuando la guerra. Quizás, muchachos a los que sus madres les seguían esperando, con la puerta de casa abierta por si un día regresaban, pero nunca lo hicieron.
De historias como ésta nadie hablaba en alto, por miedo; pero habían ocurrido, no hacía tantos años. A los niños nos metían miedo con el coco, con el llobu, con los sacahuntos, con el diablo de Santa Marina y con los emboscaos, gente huída al monte, por su ideología política.
A los emboscados era común verlos acercarse a las cabañas a charlar con los pastores. Mi abuelo había hablado en ocasiones con algunos de ellos. Nosotras lo sabíamos, porque le oímos en una ocasión que le decía al vecino de otra cabaña que era de su entera confianza, que no le importaría darles algo de comida o lo que necesitasen, pero que si alguien le denunciaba, entonces estaba perdido. Esto fue para él su gran secreto, todo un tabú, del que no debía hablar con nadie que no fuese de confianza para no verse metido en líos.
Subir con los animales al monte por La Tornería arriba, constituía toda una fiesta para nosotras. A tramos, cuando nos notaba cansadas, el abuelo nos metía en los cuévanos que llevaba “Carioca”, la burra. El pobre animal no podía ya con tanta carga encima de sus años. Se paraba en cada curva a coger resuello. Recobrado mi aliento, yo le pedía encarecidamente al abuelo que me bajara de la burra y seguía ascendiendo sujeta de su cola.
Para subir al monte por temporada larga, debían ir varios de la familia cargando en sus zurrones las cosas más necesarias. Las vacas y las ovejas nos seguían detrás pastando las hierbas frescas que encontraban a su paso que la soleada primavera había ayudado a crecer, separadas en dos rebaños. Las voces de mis tíos que las conducían se entremezclaban con el sonido de cascabeles, campanillas, zumbas y lloqueros. Los perros con sus ladridos apuraban a las ovejas que se quedaban rezagadas hasta verlas integradas en el rebaño. Era de admirar el entendimiento tanto de perros como de ovejas.
Desde las cabañas en los altos riscos nos saludaban los vecinos con una alargada voz de bienvenida que era agradecida por otra más cálida que en un tono más bajo emitía mi abuelo.
Nada más dejar la curva del alto La Tornería, la vaca guía del rebaño entraba en la campera y la seguían todas las demás. El abuelo las dejaba un tiempo pastando hasta ver todos los animales reunidos y aprovechaba para saludar al Camineru si estaba en su cabaña, al pie de la carretera. Después, las mismas vacas tomaban el sendero de la izquierda que les llevaba al sitio de La Raíz y que recordaba de temporadas anteriores.
Llegar al sitio del monte y ver la cabaña era como llegar al cielo, para mí. ¡Cómo me gustaba y cuánto lo recordé durante toda mi vida! Sin embargo, el día triste para mí era el retorno al pueblo. Aquella trashumancia no entendía de domingos ni de días festivos.
Algunas primaveras quedábamos más abajo, en otro sitio que tenían los abuelos en Valdespadañas, que atendían nuestros padres.
Subían todo lo necesario para nosotras. Mis padres tenían pocos animales, pero habían subido también unas gallinas que los primeros días no nos pusieron ni un triste huevo que llevar a la sartén.
Un día que mis padres estaban a la hierba, sentí a una de las gallinas cacarear dentro de un bardal y corrí para dar con el nido. ¡Estaba lleno de huevos! ¡Cómo sabían de bien aquellas tortillas que hizo mi madre para los cuatro! Aguantábamos poco tiempo con ellos, pues no callábamos hasta que consentían en llevarnos a La Raíz, a la cabaña del abuelo.
El pueblo era otro mundo, bien distinto al monte. Yo prefería el monte con los corderos, la graya, el perro y los fresnos junto al peyu. Bajaba llorando y deseaba subir cuanto antes mejor. Mi abuelo nos narraba cuentos, que se inventaba sobre la marcha. Hacía como que los leía en las hojas de periódico con que le envolvían el suministro. Las ponía del revés, y nosotras, inocentes, creíamos que no sabía leer.
Eso que lees no es verdad ― le decíamos nosotras ―, porque las letras están patas arriba.

El abuelo era un hombre serio, pero le gustaban los niños y siempre demostró tener una gran paciencia con ellos. Con unos trozos de cable de la luz que guardaba en la cabaña para cuando tuviese necesidad de arreglar alguna herramienta, nos hacía bigudís para que se nos rizara el pelo. El solo hecho que prefiriéramos estar con él, le ponía muy ancho, al abuelo.

En el Traveséu, disponíamos de otra cabaña convenientemente divida en dos, para vacas y para ovejas. En este sitio no se quedaba a dormir por la relativa cercanía al pueblo. Salía de casa todas las mañanas con su zurrón de piel curtida de cabra colgado a la espalda, cargado de lo más necesario para pasar el día completo al cvuidado de los dos rebaños, ordeño y elaboración del queso. Allí teníamos un gran prado cercado de muro donde podía dejar las ovejas sin que hubiese necesidad de cuidarlas, lo que le permitía al abuelo dedicarse a fabricar arnios y presugos para hacer el queso, con tan sólo un hachu, una azuela, una rasera y su navaja que siempre llevaba consigo atada a la trabilla del pantalón por una cuerda y que deslizaba en el bolsillo derecho. También construía trigueras en que curaban colgadas del techo del soleyero corredor de la casa, bien orientado al sur. La abuela les daba la vuelta, limpiaba y tresnaba, los lunes y apartaba los que habría de bajar al día siguiente al mercado de Llanes. Sobre una triguera tejida con elegancia por él, a base de paciencia tesón y maña, con láminas de castaño y varetas de avellano cortadas en la luna menguante, bajaba la abuela sobre su cabeza, la tanda de quesos que por encargo ya le pedían y alguno de más para una posible nueva clientela. Con el producto de la venta, retornaba cargada de provisiones, telas, calzado, de las perras sobrantes, después de pagar las deudas aplazadas en la farmacia.
Teníamos junto a las cuadras tres cerezales que, a mediados de junio, llenaban de almíbar nuestros golosos paladares. El abuelo se subía a ellas y nos tiraba cañas repletas de cerezas que comíamos sentadas al pie y, una vez a nuestro lado, nos adornaba con zarcillos colgados de las orejas que hacía sentirnos las más felices protagonistas de aquel idílico paisaje pastoril. Cuando llegaba de pleno el verano, por agosto, las espineras negras nos ofrecían prunos miguelinos que comíamos apenas azuleaban, a pesar del sabor que nos resecaba la boca de amargura.

Era tanta la ilusión de ir con el abuelo, que salíamos de casa de madrugada para sacar las ovejas y las gallinas al pasto, sin importarnos el madrugón. Comíamos a rancho, con el pote en medio de los tres, a cucharada limpia, pero él siempre reservaba dentro del zurrón un trozo de queso curado para el postre y que nos repartía en finas lonchas con su navaja.
Si alguna oveja y, con mayor frecuencia, algún cordero se rompía una pata, lo sacrificaba y la abuela se lo llevaba al maestro, pues siempre decía, la pobre:
― "Buena labor tiene el señor maestro con enseñar a nuestros hijos para que cuando tengan que irse por el mundo, sepan escribirnos una carta y decirnos cómo les va".
Se solía decir, cuando alguien lo pasaba mal, aquella socorrida frase de que "pasa más hambre que un maestro de escuela", porque realmente la paga no les daba para mucho y menos con una prole tan grande como la que tenía D. Bonifacio.
Otras veces, cuando se accidentaba un cordero, mi abuelo le entablillaba la pata rota con un trozo de tela, porque sabía perfectamente cuándo podía curar o no. En el Traveséu se quedaba hasta llegada la época de la esquila, pues la lana era otro de los recursos económicos a tener en cuenta.
Un día llegóse a la cabaña mi tío Pepe, unos pocos años mayor que yo, con un rosco que me había regalado mi padrino, Manuel Gutiérrez Noriega. No se me ocurrió otra cosa que dejarlo encima del pesebre mientras fui a ver si el abuelo nos daba permiso para hincarle el diente o si deberíamos reservarlo para la merienda. En el escaso tiempo de mi ausencia, las gallinas que andaban por allí escarbando entre la grana de la hierba, dieron con la golosina y no nos dejaron más que el papel y la pluma roja que traía sobre una fruta confitada verde. Habría que ver la cara que se me puso. No pude ni contarlo en casa, porque no llegase a oídos de mi padrino y lo interpretase como falta de interés, no me fuera a privar del rosco al siguiente cumpleaños.
Vivíamos en la edad piedra. Yo comí los chuscos del racionamiento que mi abuela iba a recoger en las Mestas, al paso del tren, por la noche. Alguien que venía de Torrelavega de buscar el pan, se lo tiraba en un saco por la puerta del vagón y ella lo recogía. Había en casa una cartilla de racionamiento donde se anotaban las entregas, no nos fuéramos a pasar de la cuota que nos correspondía.
Mis tíos no sabían otra cosa que andar con el ganado. Cuando fueron a la mili, para poder escaparse a la rutina de las guardias y la instrucción, cuando les preguntaron por el oficio en el que entendían, dijeron ser cocineros. Al menos, así estarían cerca de la comida, aunque fuese a costa de pelar sacos y sacos de patatas para el rancho.
Mientras tanto, en casa, la abuela esgranaba el maíz y lo secaba para llevarlo al molín de Covarón. En alguna ocasión, alguna que otra maquila le dio a Olvido o a la Muñeca que acampaban en la cueva de Santa Marina y que solían venir con frecuencia a pedir por las casas del pueblo. Si no había harina, había patatas o h.abas como pago por echarle las cartas y leer la buenaventura a mi abuela para desvelarle el incierto futuro reservado para sus hijas. Con engaño se aprovechaban de la inocencia y bondad de la abuela y, no conforme con eso, le exigían que se lo diese desgranado y esbillado.
Aquel dislate de la abuela lo callábamos todos por evitar el disgusto del padre.
Cuando la nieve bajaba las cuestas y amenazaba con cubrir por días los pastos, se volvían los rebaños al pueblo y los guardaban entre la cuadra de junto a casa y en la cuadrina que teníamos en el Colláu. Durante el verano, los cuatro hijos varones se habían encargado de llenar los tazones de los h.enales con que poder resistir la invernada por cruda que ésta fuese.

De estas experiencias hoy me siento orgullosa de haberlas vivido, pero en el colegio donde nuestros padres nos dejaron internas antes de emigrar, no las podíamos contar. Yo, advertía a mi hermana, cuatro años memor que tal o cuál cosa no la contase, porque temía se cebasen con nosotras en aquel ambiente aparentemente tan selecto y exquisito de la Villa."


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