miércoles, 18 de enero de 2023

163.- Maestros de la Escuela de Parres

(Queda por agregar dos maestros, ancestros míos por la parte de mi abuela paterna, María Gutiérrez González, en otro momento).

 Don Amalio Penanes vino de maestro a Parres y se casó con María Galguera Noriega una prima carnal de mi abuelo Marcos Noriega González y habitaron la vivienda de la escuela. Tuvieron a Mariano, Juan, María Josefa, Antonio, Tomás y Amalina.

En 1924 se llevó a cabo la restauración del anterior edificio escolar quedando tal como se le conoce ahora. Mientras tuvieron lugar las obras, acondicionaron como aula de niños la casa de Ramón Sobrino Arenas, padre del doctor Don Ramón Sobrino de la Vega, en el barrio de Brañes, donde años después abriría sus puertas "El Chispún" de Isabel Cabrera Mendoza. Para aula de las niñas se dispuso de la casa que hoy pertenece a Rosa María López Sobrino en el barrio de la Caleyona, pero que en aquel tiempo pertenecía a María, "La Gaspara".(Ver en "Refugios de piedra" al margen del blog).

Después de unos años, Don Amalio pidió otro destino como maestro para regresar al pueblo una vez jubilado de la escuela de Ceceda con setenta años, edad en la que se permitía la jubilación. (Estando yo de maestro en la escuela graduada de Llanes, en mi primer destino, curso 1972-73, asistí al festejo de la jubilación de un compañero, Don Ufano García y habría de pasar otro curso, cuando participé en la primera huelga de enseñanza que reivindicaba la jubilación de los docentes a los sesenta y cinco.)

A Don Amalio Penanes y María Galguera Noriega, los conocí siendo yo niño, pues eran vecinos en la Caleyona. María quedaba a mí cargo si mis padres marchaban al campo y no me podían llevar por estar mal tiempo. Vivía con ellos su hija Mª Josefa casada con Miguel Bilbao, marinero de Niembru y sus hijos Juan Ángel y Mª Amalia Bilbao Penanes. También estaba con ellos su última hija, Amalina. 

Yo jugaba con Juan Miguel que era de mi misma edad y cuidábamos de su hermana, tres años más joven que nosotros. Con seis años, mi primer amigo subió al cielo, como dice en el recordatorio que conservo. No me dio tiempo a llorarlo lo suficiente, pues al poco tiempo, perdí a mi hermano de tan solo seis meses.

Recuerdo un día, al menos, que estaba yo columpiándome de la portilla de Argandeñu cuando  escuché el ruido de una avioneta y Amalina llegó corriendo hasta la campera del Corral poblada de nogales para saludar con su sombrero de paja y gritos de alegría a su hermano Antonio.

Antonio Penanes Galguera era de la misma quinta que mi padre, la Quinta del 40, (nacidos en 1919). Falleció en Madrid, cuando viajaba en un autobús que se incendió. Fue el último de los pasajeros en abandonar el vehículo, por ayudar a salir a los demás que resultaron ilesos, siguiendo el código militar al que se sentía sujeto. Meses después sería ascendido de grado militar en el Ejército del Aire como ya tenían previsto antes del trágico accidente. Le rindieron las honras fúnebres y reconocimiento póstumo por tal acción.

Don Amalio solía sentarse en los días de sol a sestear sobre un poyo de piedra que tenía junto al muro de la corralada. Era su rincón habitual para la lectura. Para mí me resultaba imposible pasar sin saludarle, a pesar de las prisas que llevase, salvo cuando lo veía sesteando en el poyu a la sombra del evónimo; la mayoría de las veces me paraba un rato a charlar con él. Siempre que pasaba yo arriba o abajo por delante de su casa lo saludaba y él sentía la necesidad de contarme alguna historia y yo no tenía más remedio que atenderle, primeramente, por educación y hay que decirlo, también por gusto. Si era tanta la prisa mía, como era la de traer las vacas del pasto por las tardes, tras la salida del instituto, se lo decía y en cuanto podía pasaba a charlar con él. 

Él lo entendía y yo aprovechaba los domingo con más tiempo, a sacar el tema que él con gusto continuaba. Me resultaba fácil tirarle de la lengua y le dirigía con hábiles preguntas su narración a los temas que a mí más me atraían. El segundo año de instituto, 3º de bachiller, mi primer año de estudios de Latín, me prestó ayuda con la traducción de textos clásicos de Séneca, Virgilio, Plinio o Julio César. Fue otro más de los maestros a quienes traté que modelaron mi trayectoria docente.

Don Andrés vivió en la casa escuela y según cuenta mi padre, un día que andaba allendando las vacas y jugando por los prados de San Antón con su hermano Jesús tres años mayor que él, el primero de los diez hijos que criaron mis abuelos María y Santos y con otro niño de parecida edad, José Tamés Sotres, más conocido como Chacha. Acertó a pasar por allí el maestro y a Chacha se le ocurrió llamarlo en voz alta: ¡"maestru"! a la vez que se escondió tras el muro del cementerio. Cuando el maestro se volvió para ver quién le llamaba, sólo vio a mi tío y a mi padre que no habían dicho nada. En aquel momento no pasó nada, pero en cuanto llegaron a la escuela al día siguiente, fueron castigados los dos sin salir al recreo por  falta de respeto. No se les ocurrió disculparse ni acusar al compañero, porque tampoco era realmente culpable de nada.

Don Martín  cuando llegó a Parres se instaló junto con su esposa e hijos en la casa escuela. Mi padre no recuerda nada más de él, ya que estuvo en Parres sólo un curso.

Don Saturno  estuvo varios cursos en Parres y resalta mi padre que fue muy buen maestro. Cuenta que mí abuela María, como tenía diez niños en casa, a cual más inquieto, disculpaba a los maestros si castigaban a los suyos y les hacía merecedores de un sueldo mejor del que ganaban por enseñar a tal manada así de gandules, que llegaban al medio ciento cuando el tiempo no estaba para echarlos tras los rebaños o a trabajar la tierra. Como no había silla y pupitre para todos, los más pequeños llevaban de casa una tayuela que tanto les podía servir de asiento como de pupitre en que apoyar la pizarra. Y no dejaba de tener toda la razón mi abuela, pues entre ellos, a decir de mi padre: "Los había buenos, menos buenos y malos. Así y todo, soportó bien el trabajo unos cuantos cursos y con él aprendí mucho. La mayor parte de los que llegaban a Parres venían como interinos y eran sustituidos por propietarios que a su vez, en cuanto podían, solicitaban traslado a otros destinos mejores".

"El Afilador". Mi padre no recordaba su auténtico nombre. Le apodaban así por la bata gris que ponía para dar clase, muy similar a la que usaban los afiladores de Orense que venían empujando el carro y tocando la quena por las callejas de los pueblos. Se quedaba de pensión con una familia y después de pagar la fonda del mes, le quedaban unos duros, los justos para el tabaco.

A Don Paco pronto lo bautizaron como "El Caco" debido seguramente a su pequeña estatura. Además tenía tullida una pierna. Les hacía mucha gracia cuando se volvía de repente mientras escribía en el encerado y les advertía: "Que no quielo milones". "Yo sentía pena de él, pues no me parecía apropiado perder el respeto a una persona, maestro o no, por sus características e impedimentos físicos. Había algunos que se pasaban en demasía con él y no hacían más que interrumpir las explicaciones que daba de la lección y le faltaban totalmente al respeto. Lo recuerdo siempre como uno de los mejores maestros que tuve", recalca mi padre.

"Con don José María Fernández, del curso 1934 al de 1936, acabé los estudios en la escuela y no tuve más ocasión de continuar aprendiendo. Me confiaba la compra del tabaco en el estanco y, a pesar de que le sisaba algún pitillo del mazo, don José María hacía la vista gorda y se sonreía sin decirme nada por ello. Era común y muy habitual que los niños fumásemos, porque se desconocía el alcance de las enfermedades que se adquieren con el tabaco y mucho más a tan tierna edad. Permaneció en Parres hasta casi el inicio de la Guerra Civil. Un año después, cuando me movilizaron con dieciocho años, estuve preso en el campo de Concentración "La Vidriera" de Avilés. Un día nos formaron delante de las oficinas y fueron llamando a la mayor parte de los presos para darnos destino. Cuando oí mi nombre levanté el brazo y me llevaron ante un tribunal de evaluación para identificarme y mandarme, bien sea a un Batallón en el frente o a un Batallón de Trabajadores, dependiendo de que me hubiese llegado el aval o no, pero en aquel momento yo no tenía conciencia de que alguien me lo hubiese enviado. Me preguntó uno de los que conformaban el tribunal que si conocía a don José María Fernández. Yo dije que lo conocía, porque había sido mi maestro al que le guardaba tanto aprecio. Debió de ser por mi respuesta que, apoyados en ella, me concedieron el aval debido, pues no pude ver a mi maestro en aquella sala; por causa de ello me mandaron que caminase hasta uno de los dos grupos formados allí mismo: justo al que iba destinado al frente".

Durante los años de guerra, las aulas estuvieron vacías y paralizado el aprendizaje de los niños con los libros. Sólo se preocuparon de enseñarlos a desfilar por los caminos del pueblo como lo harían de soldados algunos de ellos pertenecientes a las quintas posteriores a las mías, provistos con un chopo, que así llamaban por la madera que usaban de olmo a una imitación de fusil de juguete. Un tiempo no muy lejano después, aquellos aprendices de soldaditos de plomo empuñarían un auténtico Mausser para quedar buena parte de ellos tumbados en los campos y caminos de la patria por la que peleaban, a ambos lados del frente.

Serendipias de la vida: A don José María Fernández lo conocí casualmente en el Colegio Público "Hogar de San José" de la calle General Elorza, donde ejercía aún de director, con ocasión de presentar a los exámenes de nivelación para 8° EGB a 18 alumnas del Colegio Divina Pastora de Panes, a las que yo les impartía clases particulares de Lengua,  Literatura, Matemáticas y Física y Química, en el curso 1974/75).


(En esta foto que llamé "Los quintos del 40", no están todos los que eran, en el aula de niños en Parres del año 1926.)


Los maestros que siguen fueron conocidos por mí.

Don Eduardo Díez Álvarez. Estuvo durante algunos cursos. Dos cursos de antelación al que yo comencé, se marchó de maestro a otro destino en Tudela de Agüeira. Recuerdo a Goya Colgantes, natural de Reinosa, su mujer, y a sus dos hijos: Eduardo, “Bayo”, y Luisín que era de mi misma edad y con el que yo solía jugar cuando venía de visita al barrio de La Veguca, a la casa de Concha Fernández y Wences Sobrino. Don Eduardo fue un buen maestro a decir de quienes lo trataron.

Varios años después, 1971/72, coincidencia de la vida, cuando yo hacía las Prácticas de Maestro en la Escuela Normal de Oviedo, elegí junto con unos compañeros y amigos de las clases, destino en la Escuela Graduada del Postigo Bajo. Después del primer trimestre en rotación semanal por todos los grados de la escuela, elegimos mi compañero y yo, entre los doce maestros en ciernes que éramos, su aula para practicar en ella el resto del curso. Nos fuimos a la clase de 4º que tutoraba Don Eduardo, pues nos pareció, entre todo el conjunto de maestros allí destinados, el de mejor pedagogía y de técnicas más modernas. Era además un gran lector y hablábamos con él de la escuela y de los niños. Trataba siempre de lograr los objetivos propuestos para el nivel. Guardo una enorme estima de aquel Maestro, pero con su naturalidad nos hizo sentir a los dos aprendices que éramos también sus colegas.

Don Francisco Peláez. “Don Paco”. Era natural de Pechón en la vecina comunidad de Cantabria. Comenzó de maestro en septiembre de 1954, un curso antes del que yo entré como alumno. Ocupó con su mujer, doña Ramona, la vivienda de la escuela que está encima del aula de los chavales. No tenían hijos, pero en periodos de verano venía a estar en Parres un sobrino de doña Ramona, de origen andaluz. Con él estuve dos cursos, el primer trimestre de los cuales, me encasilló en la sección de los pequeños, al fondo del aula, hasta que se dio cuenta, de que leía correctamente y los buenos conocimientos de Aritmética. me acomodó en la segunda sección. El mérito de mi adelanto con respecto a la edad, se corresponde con el esfuerzo de mis padres y abuelo Marcos por enseñarme a leer, sumar, restar y multiplicar y que, en el verano anterior al ingreso en la escuela, con tan solo seis años me mandaron a las clases particulares con Manolín Alonso Gómez, dos veranos consecutivos. 

Manolín era un estudiante de Químicas, por cierto también hijo de maestro. 

A Manolín siempre lo tuve como el primero de mis maestros, como ya narré en el segundo capítulo de este blog me enseñó la esencia del cálculo, desde la división hasta las raíces, los números enteros y fraccionarios, las reglas de tres, simple y compuesta, de compañía, aleaciones y mezclas. Con tanto interés que yo ponía en aprender y él en adelantarme materia, fue la causa de que con tan sólo siete años pasase a la sección segunda y en el curso siguiente, me metieron con los mayores en la sección primera.

Don Manuel Fernández. Fue maestro mío desde el segundo curso de mi estancia en la escuela hasta el octavo curso, en la sección primera, que con los 14 años recibí el Certificado de Enseñanza Primaria. Fue un gran maestro también y le tengo, como al resto de los citados maestros, entre los profesionales de la enseñanza dignos de emulación. En el curso 1972/73, estando yo ocupando en la Escuela Graduada de Llanes mi primer destino, coincidí en una reunión y cena que se hizo de profesores del Instituto y de las Escuelas, sentado entre mi maestro don Manuel y mi profesora de Ciencias doña Carmen Rosa de La Hera y también estaba don Manuel Llanes Amor, cura de Parres y Porrúa y mi profesor de Religión en el Instituto.

Estando yo como maestro rural en la Escuela de Pendueles, del CRA II de Vidiago, fui nombrado director del mismo, y a finales de septiembre por fin nos llegó el profesor destinado a dar las clases de Eduación Física que rotaría por las distintas aulas que componían el Colegio Rural Agrupado II en aquel momento: 2 en La Borbolla, 2 en Pendueles, 1 en Riegu, 1 en Purón, 3 en San Roque, 1 en Andrín, 2 en Parres y 2 en Póo. Como se recuperaba de una lesión que le impediría por un tiempo cumplir el programa, desde la inspección me indicaron que, puesto que ya había dado clases de educación física en el anterior destino, podría darlas también en itinerancia, salvo los miércoles que lo dedicada a la dirección en la sede de Riegu.

Fue esta vez cuando tuve la ocasión de volver a mi aula donde había estudiado los ocho cursos de Primaria. Allí seguían parte del mobiliario, el armario vitrina de los libros manuscritos y otras colecciones; la mesa de un solo banco, larga, oscura y dura que había compartido en la Sección Primera con Pancho Sobrino Díaz, Panchín y Benjamín Tamés Fernández y Juan Armando Alles Tamés, la tenían destinada a los talleres de pretecnología.

El resto de mesas eran nuevas, individuales que se adaptaban a los grupos de edad; sólo quedaba de vestigio otra de las mesas que teníamos de tapa abatible con los dos agujeros para los dos pocillos blancos de cerámica, uno para la tinta que nos surtía don Manuel de la que él mismo preparaba en clase, con una botella provista de un corcho con una pajuela y en el otro pocillo, nos servíamos el agua con que limpiar la pizarra; el viejo reloj de pared que tanto mirábamos para salir al recreo, estaba inerte y mudo con las dos agujas que yo imaginaba ser las lanzas  de un torneo de caballeros, marcaban no se sabe la hora de qué día, de qué mes, de qué año y el encerado sobre su caballete había desaparecido junto con los mapas, la esfera y el juego de pesas y medidas  guardadas en el armario con vitrinas de cristales y llave. Las ventanas, sin embargo, aún conservaban en algunos resquicios la vieja pintura oscura con aquellos cristales viejos de factura irregular. Y creí percibir aún el olor a goma “Milán”, a tinta y a tiza, que llenaban de aromas de infancia aquel edificio que tanto quise y en el que fabriqué tantos sueños de mi infancia, no exenta de sinsabores ( “bullying”), se dice ahora, pero a pesar de todo, curiosamente por encima de todo, prevaleció la idea de ser maestro.

Pasaron por mi antigua aula escolar, varias generaciones de maestros y maestras, entre ellos viejos compañeros míos de Magisterio: Armando Romano Gutiérrez, Luis MolinaNacho Fonseca, José García Caso, colega en la vieja Escuela Pública de Llanes en mi primer destino y otros maestros más como Longinos Zaraúza Calleja, Arsenio Manuel González y muchos otros compañeros del CRA II de los que me sería difícil dar cuenta, pero con los que me reunía semanalmente en los claustros y grupos de trabajo en la sede de Riegu y en numerosas actividades extraescolares con los alumnos de Parres, dentro y fuera del municipio y provincia.

    
   Nota: Espero que no se produzca el cierre de las aulas rurales del municipio llanisco, por el bien de los pueblos. La población, lógicamente fluctúa por cuestiones laborales o económicas de los padres, por tanto, cada quién es libre de elegir la educación de sus hijos. Lo que no hay que olvidar tampoco es el valor de la educación y el modelo de enseñanza más personalizada llevada a cabo en las aulas rurales de los CRA con actividades que les permiten conocer el entorno y en el que se desenvuelven con mayor naturalidad. 
Desafortunadamente, fenecieron varias aulas, no todas por culpa de la natalidad, ni por el trabajo de los padres o tutores; existen casos en los que influyen los viejos conceptos que tienen de la pedagogía rural en desventaja con la de los grandes colegios situados en la villa. Es una batalla perdida. 
Cuando llegue de Maestro al destino por el que había concursado, delante del patio, paraba un autobús que abría sus puertas para que entrasen los alumnos. La reacción de los padres, fue protestar hasta que dejaron de importunar. Y lo mismo ocurrió en otras escuelas unitarias.