sábado, 19 de diciembre de 2020

138.- La revisión médica.

Pasadas un par de semanas, más o menos, de haber llegado, nos llevaron hasta la enfermería,  donde unos profesionales sanitarios atendían a todo el personal que allí acudiese una vez recibido el permiso de la capitanía a la que se estaba adscrito. Entre tanta gente, siempre tenían trabajo. Muchos acudían por problemas digestivos, generalmente diarreas, pero la mayoría iban por dislocamientos, golpes o heridas que les impedían hacer la instrucción o la gimnasia. Alguno que otro se había hecho adicto a visitarla por libre, simulando algún malestar por el que pudiera evadir las actividades más tediosas bajo el sol de justicia que comenzaba a castigar los secarrales. Le mandaban quedarse de cuartelero, para vigilar la entrada y salida de personas ajenas al mismo y llevar a cabo una limpieza del pabellón, pero le quedaba tiempo sobrado para leer, fumar como un carretero o sestear hasta la hora de la comida. En ese momento, milagrosamente ya se notaba aliviado con la pastilla que le habían dado a tomar y además  sintió un apetito tremendo cuando, al leer en el tablón de anuncios el menú, recordó el plato principal de arroz con clamares y de postre, las peras en almíbar que habían leído en la formación antes del toque de retreta la pasada noche.

Ya he dicho que, la comida en general era buena, en especial el pan horneado en el mismo campamento y las frutas recientemente cosechadas para nuestro consumo, de cultivos frutales en el propio municipio de Talarn. En cuanto al menú, su calidad notamos que variaba, para mejor o para peor, coincidiendo con el cambio del oficial encargado esa semana para la intendencia. Todas las noches, en la formación que hacíamos delante del pabellón "EBRO", se nos leía las novedades para el día siguiente y una de ellas, era esa del menú que tendríamos para las tres comidas. Todo un detalle. 

El botiquín se encontraba algo alejado de los pabellones, pero más o menos equidistante de los extremos del campamento y por detrás de la loma, por lo cual, no llegaba a estar visible desde ninguno de los distintos asentamientos de la tropa. Una no muy vieja pineda, posiblemente plantada con el fin a que iba a ser destinada, perfumaba con las perlas doradas que manaban de entre sus abiertas cortezas y le daba al botiquín un añadido de confianza. 

El camino de acceso, en los últimos cincuenta metros, tenía una pendiente escalonada de hormigón, de tal forma que, a los últimos de la fila nos permitía ver como en un anfiteatro, lo que acontecía en la cabeza de la misma. 

Siempre nos habían contado quienes en el pueblo nos precedieron en hacer la mili en tal o cual cuartel, ya sea con los Regulares, con la Legión o como voluntario en la Marina, las pruebas y pasajes más duros por los que ellos habían pasado y nosotros también habríamos de pasar. Algunos quizás lo habían pasado tal cual lo contaban; otros, en cambio, preferían dar un toque personal al relato, por aquello de, “ a ver quién la mete más gorda” y no se quedaban cortos. 

El caso es que los unos y los otros sobre el tema de las vacunas coincidían en describir la aguja y la jeringuilla poco menos parecida a la que usan los veterinarios. 

Así es que cuando aún estaba lejos de llegar ante los dos sanitarios armados de sendas jeringuillas, a mi subconsciente llegó la imagen que había formado con tan manidas descripciones escuchadas en la terraza del bar de la aldea. Estaban adornadas con la descripción de una larga y gruesa aguja, como la de hacer calceta, que iba a ser hincada en mi espalda sin ningún miramiento. En esto, el que me pareció ser galeno, por el fonendoscopio que llevaba colgado al cuello, dijo alzando la voz para ser escuchado por todos: "Si alguno de ustedes tuviese algún tipo de enfermedad contagiosa como hepatitis, gripe u otra, haga el favor de salirse de la fila". 

En el comedor compartíamos mesa con un compañero que padecía de hepatitis, por la ración de pastillas que a la comida del mediodía se tomaba y que bien a las claras se manifestaba en su aspecto macilento. Sin embargo, nunca observé el más mínimo gesto de rechazo ni noté en la mesa que nadie le marcase distancias.  

Como ante el requerimiento hecho por el sanitario no hizo ni el más mínimo ademán tal que levantar la mano, quien le seguía en su fila le increpó, pero como tampoco reaccionó por ello, de un empujón lo sacó de la fila. 

Cuando le tocó la vez, usaron para él una aguja en exclusiva. Para los demás nos vacunaban con la misma jeringa cargada con varias dosis, pero la aguja la tomaban de una bandeja donde las metían cubiertas de alcohol para desinfectarlas.  

También volvimos en visitas posteriores para la determinación del grupo sanguíneo y un examen físico exhaustivo con el que detectarían cualquier impedimento para realizar los ejercicios gimnásticos, de la instrucción, de las marchas y en la pista americana, de la que todo el mundo exaltaba su dureza, aún antes de haberla experimentado.

jueves, 10 de diciembre de 2020

137.- Aprendemos la instrucción

 


Milicias universitarias. IPS. Campamento de Talarm, julio y agosto, 1971, 4ª Compañía, pabellón Ebro. (primero por la izquierda de la penúltima fila). Recuerdo cosas de alguno de mis compañeros (del 1º Pelotón, 1ªSección, 4ª Compañía, 1ª Batallón, ) su provincia de origen, pero no su nombre.


Comenzamos con la instrucción, primeramente en la explanada cercana al pabellón con la formación en filas y todos los movimientos básicos a tal fin. En un principio reíamos las confusiones que cometíamos pero las risas cesaron bien pronto ante las reprimendas de los mandos, a quienes maldita la gracia que les hacía, pues iba en detrimento de su calidad como instructores. Éramos parte de una cadena que no debía romperse, pues repercutía también en el que, a nosotros nos parecía ser el último eslabón, pero pronto observamos que no era así; siempre aparecía un eslabón más alto. Para mejor describirlo, conformábamos todos una estructura piramidal, cuyo vértice suponíamos quién era, pues aquí su fotografía presidía los despachos de cada unidad; la misma pose que la que colgaba en la escuela, en el instituto y en las aulas de la Escuela Normal. 

Su nombre, repetido tres veces, era visible desde todas las posiciones del campamento, en la loma de una montaña, escrito con regodones que una compañía, quizás por honores que desconocíamos, se encargaba de encalarlos cada año. 

Después de un tiempo, seguían produciéndose confusiones en cuanto a los giros y coordinación de los brazos con el paso. El paso y braceo a “piñón fijo” para algunos fue un sufrimiento, tanto por las reprimendas de los mandos que lo ridiculizaban en público y más por las enmascaradas risas de sus “compañeros”. Se decía que a quien titubeaba por problemas de lateralidad, se le hacía calzar una alpargata y una bota, de manera que en lugar de decirle, “izquierda, derecha; izquierda, derecha…” para el desfile, se le decía, “bota, alpargata; bota alpargata…” Si os soy sincero, no vi que se le hubiese aplicado a alguien en concreto, pero sí que más de uno, al comienzo, lo hubiese necesitado.

Una vez alcanzados los objetivos mínimos como para “presentarnos en sociedad”, con el capitán al mando de la compañía, los dos tenientes y el alférez al de las secciones y los cabos primera que iban a la cabeza de los pelotones, desfilamos y maniobramos por unas pistas preparadas a tal fin. Allí nos encontramos con las demás compañías que iban a lo mismo. Era evidente la competencia habida entre todas por llevar el grupo mejor adiestrado, que se hacía explicito por la arenga que los mandos intermedios nos daban antes de salir y al volver nos halagaban cuando todo había salido a pedir de boca. De todo esto, pareciera que los capitanes no se enteraban, porque sabían ser discretos mientras todos los objetivos se iban alcanzando.  

Por darnos un respiro después de numerosas vueltas, idas y venidas, nos mandaron “descanso” con el añadido “a discreción”, orden complementaria que permitía hablar y movernos sin perder la posición del pie izquierdo como referencia del orden para continuar. En ese momento desfilaban las cuatro compañías de otro batallón y a su paso algunos compañeros les jaleaban y hacían gracias que, por lo visto, debía ser costumbre muy arraigada y formaba ya parte del acervo militar.  

Por casualidad, entre tanto soldado desconocido, reconocí algunos rostros, que en el viaje de llegada iban ocultos bajo espesa barba. Compañeros de estudios, con los que también había coincidido en el verano de campamento, en especial que ahora pueda nombrar estaban los dos llaniscos, Ramón Maya y Manuel M. Amieva, a quienes mencioné con anterioridad. Aparte de ese momento, no hubo en este primer verano, alguna otra coincidencia con ellos que recuerde. Es comprensible en parte por ser muy extenso el campamento, pertenecer a batallones distintos y porque se fueron forjando amistades nuevas, que también es lo verdaderamente interesante de experiencias como éstas. Los llamé a entrambos por su nombre patronímico seguido del gentilicio cuando estaban a mi altura y los dos por igual, tan sólo me pudieron devolver una sonrisa. El sofocante sol leridano había dejado marcado tal que un mapa con manchas oscuras en sus recién estrenados atuendos caquis. 

Después de la comida y un par de horas de descanso y siesta, nos volvían a formar para darnos las enseñanzas logísticas y clases teóricas sobre orientación, acampada, vivaqueo, ordenanzas y leyes miliares en uso. En estas clases solía intervenir uno de los dos tenientes o el alférez. Los capitanes después de la comida se debían centrar en otras tareas administrativas en la oficina de que disponían en el mismo pabellón o en reuniones a que debían acudir en la comandancia del batallón. Los cabos primera también aportaban su granito de arena, pero siempre supeditados al tema que les hubiese encomendado iniciar cualquiera de los correspondientes oficiales. 

A la mañana siguiente, tras el toque de diana, en camiseta, pantalón corto y zapatillas nos llevaron a la cancha que había delante de la capilla del campamento donde se juntaban las cuatro compañías del batallón. Subido a una plataforma elevada el instructor dirigía todos los ejercicios usando un altavoz y controlaba los movimientos de cada ejercicio, así como la sincronía de las filas. Volvíamos al pabellón para asearnos,  poner el uniforme y desayunar en el comedor. 

Una vez en el cuartel, nos pusimos las trinchas por primera vez antes de bajar a la formación y tras el  protocolo de pasar lista nos encaminaron a recoger el mosquetón, fusil “mauser”, “chopo”, “novia” y otros términos polisémicos, popularizados, con toda seguridad, de una promoción a la siguiente a través de los instructores. Era muy común, para la mayoría de aquellos, intercalar estos y otros términos malsonantes con el objetivo de hacerse los “duros” ante aquella panda de novatos que nos consideraban. Sin embargo, con ello perdían nuestro respeto antes que ganarlo, al contrario de lo ocurrido con el trato recibido de otros mandos más liberales, a quienes mostrábamos atención y el respeto debido. Habrá ocasión de ejemplificar a lo largo de estas narraciones.

Los mosquetones se guardaban en posición vertical prendidos por unas varillas de acero que atravesaba las guardas de los gatillos. Los encargados de entregarlos comprobaban la numeración que leían en alto y otros lo iban anotando en la lista al lado de nuestros nombres. Nos encomendaron que lo aprendiésemos, pues deberíamos conservarlo hasta el final del curso. 

En las primeras clases teóricas, aprendimos cada una de las partes y formas de las piezas de que se compone, el peso, las medidas y distancias alcanzadas. Ni qué decir tiene, que los resultados obtenidos en los exámenes que nos harían, influiría en la continuidad en el ámbito de las milicias. Después del fusil, vendrían otras armas y con todas ellas surgirían apuntes teóricos y exámenes orales ante el conjunto de compañeros y escritos para los que nos llevaban a las mesas del comedor, para tenernos más cómodos y controlados. 

Nos instruyeron en el mantenimiento y limpieza del fusil, para pasar revista. Además debíamos también llevar las botas, las trinchas y el cinturón como salidos del taller del zapatero o del guarnicionero. Una caja de betún “Búfalo”, un cepillo y un trapo de lana, servían para hacerlos brillar. A las partes metálicas, como botones y hebillas, las tratábamos con “Sidol”, un conocido limpia metales. Así me viene a la memoria el conjunto de pertenencias que ocupaban el cajón de mi taquilla personal protegida por un candado, cuya llave llevaba asida por un bramante a un botón auxiliar que había añadido a uno de los grandes bolsillos del pantalón. Dicha taquilla parecía ser algo así como la “Ferretería de Antonio Alonso” y la “Droguería Buj” conjuntamente, pero en miniatura. Allí guardaba a buen recaudo del amante de lo ajeno, las herramientas más necesarias: la navaja suiza de varios usos, las agujas, los botones e hilos, un espejo, el peine y todo tipo de cepillos para: dientes, ropa y calzado con todo tipo de cremas: dentífrica, solar, en especial para los mosquitos zancudos que nos sobrevolaban como helicópteros kamikazes buscando su alimento.   

lunes, 30 de noviembre de 2020

136.- La transformación

Al toque de diana, ya estaba despierto y dispuesto a empezar una nueva etapa. El cabo de guardia nos dio las primeras normas que deberíamos aplicar cada día a la misma hora. En ese momento, es asearse, vestirse y dejar arreglada la litera. Además, era conveniente mirar alrededor de ella para retirar cualquier residuo de basura, pues de no ser así, los infractores tendrían que pasar la “mopa” a toda la nave. 

A continuación, la voz del cuartelero nos aulló para que bajásemos a formar. Abajo nos esperaba el cabo primera que nos mandó “¡A formar por la derecha!”, y tras las pertinentes maniobras de ajustar las distancias tomando por referencia el brazo, el antebrazo y la mano extendida sobre el hombro izquierdo de quien estaba a nuestra derecha y al hombro derecho de quien nos precedía, las nueve filas quedaban perfectamente alineadas y la compañía formada como manda el reglamento. 

Después del “¡Rompan filas!” nos dirigimos al comedor que a pocos metros nos pertenecía. En el extremo de la mesa nos esperaban las dos jarras de aluminio dispuestas a que las llevásemos a rellenar de la leche reconstruida. En una cestilla nos tenían puestos los doce bollos del rico pan pallarés, sobres de café y azúcar y varias tarrinas con mermelada de ciruela, arándano, naranja y mantequilla. 

La leche no tenía el sabor de la leche cruda, espumosa, recién ordeñada de la “Marquesa” ni de la “Serrana”, pero al ser reconstruida de la leche en polvo, su sabor me era muy familiar, pues me recordaba los “caramelos” que de niño mi padre me traía de la fábrica “LACTOSA” en la que trabajaba; no eran sino el producto de elaboración de la lactosa a partir del suero que le enviaba la contigua fábrica “SADI”, dedicada a hacer el queso de barra y bola recubierto de parafina roja y la mantequilla; ambas ubicadas en el barrio San Antón de la villa de Llanes.

Al salir, cuando pasaba al lado de las mesas vacías, en la que quedaban las tarrinas de mermeladas y mantequilla sin abrir, las ponía a buen recaudo por si necesitase un tentempié a media mañana, en previsión que algún día volviesen a ponernos las citadas lentejas de la llegada. Pero ya adelanto, que sí las pusieron, pero las encontraba bien ricas y caldosinas. 

La primera tarea que nos encomendaron aquel primer día fue pasar a recoger la ropa militar. El furriel encargado de  tomar nuestro nombre que iba anotando en una libreta , nos daba paso hasta el lugar de distribución de los distintos uniformes en el que varios soldados nos preguntaban tan solo por la estatura ya que el resto de medidas que cualquier sastre toma con la cinta, las sacaban a ojo de buen cubero; era evidente que no disponían de más tiempo, para atender a tanto cliente que en fila se les venía encima. 

Después de completar el atuendo, salimos de allí con el material necesario para transformar a un estudiante en aprendiz de militar y era así:

– Para las celebraciones especiales y las salidas domingueras: pantalón, camisa, guerrera, gorra, guantes blancos, corbata y cinturón para el traje de “bonito”.  

– Para la instrucción y faena diaria: pantalón, tres cuartos, camisa, cinturón y gorra.

– Pantalón corto, zapatillas y calcetines para la gimnasia mañanera.

– Las trinchas, las botas en media caña, una bandolera y el petate en el que embutí la ropa y con el que cargué al hombro hasta mi nueva residencia de veraneo.

La siguiente tarea fue hacer los ajustes, ante la disparidad de las medidas con la auténtica talla y también revisar los botones del vestuario, pues la mayoría colgaban cual marionetas de su hilo. Cuidado especial había que poner con los de la guerrera que, por ser dorados y con el aguilucho, su falta sería más tomada en cuenta en la revista. 

Aunque las medidas tomadas a ojo no fueron del todo exactas, se ajustaron bastante bien en todo el atavío, salvo en el pantalón de faena en el que no fui capaz de meterme, bien a pesar del buen efecto logrado con la dieta en el pensionado de los dos cursos en Oviedo.

Me pude arreglar gracias a que a mi compañero Uvieu, le quedaba sobrado de tela el suyo para su enteco cuerpo y le pareció mejor acomodado en el que a mí me había correspondido.  

Sin darnos el tiempo necesario para finalizar la tarea emprendida por todos, pues pareció transformarse el cuartel en un taller de costura, la voz desabrida del primera nos llamó a formar delante de la compañía. Esta vez, la revisión se centró en el corte del pelo, barbas y patillas. Curiosamente, todos los bigotes pasaron la prueba. 

Por comodidad más que por gusto, en los veranos, para el trabajo de la siega y de la construcción, solía llevarlo bastante corto y para el periodo de estudios, lo dejaba crecer de nuevo, por peinarlo hacia atrás y deshacerme de la raya lateral que venía usando, desde la más tierna infancia según dan prueba las primeras fotos que conservo. Además de esto, por los consejos recibidos de algunos de mis coetáneos que ya habían regresado al pueblo con la “blanca” en la boca y alguno más que continuaba en la mili, vi aconsejable pasar por la cuadrumeñera de Ramonín Melijosa, una semana antes de mi partida. 

Ante tanta tarea prevista para inmediato, preguntaron que si alguno de los allí formados, teníamos, aunque sólo fuera someros conocimientos y práctica de peluquería. Levantaron la mano unos cuantos y les dijeron que después de romper filas, se presentaran ante el oficial de cuartel. Después de la comida, se crearon en las inmediaciones de los respectivos módulos cuarteleros, diversos puestos de peluquería a los que acudían como ovejas aquellos que habían sido advertidos de ser esquilados. 

Un sargento, que hacía el recorrido por los puestos de los improvisados "peluqueros" e iba borrando de la lista a los soldados que daba por aptos hasta que dio con una cabeza adornada de "cabras" y "calveras", por lo que, visiblemente enfadado los llevó donde uno de los provisionales peluqueros de cuyo trabajo había quedado satisfecho y le encomendó que le arreglase como mejor pudiese la cabeza del afectado, en tanto que a la del fraudulento peluquero le aplicase un número menos en la escala de corte, como justo castigo. 

Era costumbre en las milicias normales, preguntar por el oficio civil de los reclutas y podía suponer una ventaja en el entonces largo servicio militar. Había destinos más cómodos para quienes no deseaban el manejo de las armas y se presentaban como cocineros, peluqueros, guarnicioneros, zapateros, mecánicos, conductores, electricistas, fontaneros, carpinteros, pintores, etc. Algunos, por el trabajo de oficio que dominaban, conseguían permisos especiales, dietas y otras prebendas que en aquella época se daban por legales y a nadie se le hubiese ocurrido cuestionarlas. 

Recuerdo una anécdota contada por un viejo amigo. Le habían preguntado qué oficio tenía en la vida civil y a él no se le ocurrió decir otra cosa que conductor. 

“Pues fui llevado al parque donde se guardaban los coches y camiones y me mandaron que me subiera en el único camión que quedaba sin conductor.

Me acomodé en el asiento y me agarré al volante, temblando como un niño ante un juguete en la noche de reyes. Cuando me dijeron que lo arrancase, como notaron que ya tardaba y estaba indeciso, el brigada se me acercó y me preguntó qué era lo que me pasaba. 

A mí no se me ocurrió más disculpa que decirle que aquel vehículo era de distinta marca.

        – Y ¿de qué marca es el tuyo? – me dijo. 

– Es un “Chevrolet”, mi brigada – le dije, trayendo a la memoria el primer modelo que me sonaba de haberlo visto en el puesto de recogida de la leche junto a la carretera cercana a mi aldea.

– ¡Y éste de qué marca cree que es! ¡Lárguese inmediatamente de mi vista!” [F.G.T.]

domingo, 15 de noviembre de 2020

135.- Investigamos el entorno

Es una forma de decirlo que a medida que pasaban las horas del domingo día 4, la colmena se fue repoblando de los mandos suboficiales y clase de tropa, algunos de ellos veteranos; otros, los más, llegados para realizar el último campamento de los tres que tendríamos que hacer nosotros, recién sacados de la última hornada de cadetes del IPS. 

Uno de ellos, cabo primera se dispuso a tomar el relevo, por lo que debía conocer las novedades ocurridas y comprobar por sí mismo que estaban delante de él todos los reclutas de la lista que le había entregado el sargento de Mayoría. Tendría que dar las novedades al oficial que se hiciera cargo de la compañía el lunes, para a su vez presentarla ante el capitán. Ese era el ritual militar que se seguía en todas las formaciones que se hacían a diario con nosotros. Que faltase alguien a una de ellas, no representaba ningún problema para los mandos. Pero si por cualquier causa se llegase a conocer la ausencia de alguien sin haberla consignado a tiempo, incurrían en falta muy grave. 

           Por las calles del campamento, a medida que se echaba la tarde encima, nos fuimos encontrando con mandos a los que habría que saludar, en el supuesto de que vistiésemos de uniforme y puesta la gorra militar. Como aún no habíamos recibido el equipo, el saludo quedaba reducido a un gesto de disciplina con los brazos en actitud de firmes, poco antes de pasar a su altura a la vez que se decía “A sus órdenes mi… (seguido del cargo): sargento, alférez, teniente, capitán…” Normalmente nos respondían, aunque también se daban las excepciones, sobre todo, con los de menor grado del escalafón.

Como aún nos consideraban unos novatos, y está claro que lo éramos en toda la regla, ante la ignorancia para poder descifrar el título que venía aparejado con los galones y las estrellas, tendíamos a subir un grado en el escalafón, porque nos parecía más llevadero tender al alza que a la baja. 

Como ejemplo, intercalo lo que contaba un hermano de mi abuelo paterno, repetido y narrado por un hijo suyo, al calor de la lumbre en las Nocheviejas en que la familia nos juntábamos:

“Me correspondía cumplir por primera vez la guardia y fui destinado a la garita de entrada y salida del cuartel. Debía pedirle el justificante identificativo a cualquier persona sin excepción. 

Después de varios accesos sin ninguna incidencia complicada, se me acercó un tipo cubierto de gabán que llevaba un abultado maletín y que, sin contestarme al saludo militar que le dediqué, ni tan siquiera mirarme, continuó andando por un sendero que evitaba la barrera.     

Como yo me obstiné en cortarle el paso, tal como nos había mandado el sargento, a aquel hombre no se le ocurrió otra cosa que retirar una de los pliegues del gabán para que yo le viera el uniforme que bajo él se ocultaba y así mostrarme la autoridad que representaba, a quien yo, un soldado, me había emperrado en no dejarle pasar. 

Al ver la línea de color que adornaba la pernera del pantalón, así como las borlas colgantes del fajín y la vaina del sable, se me ocurrió decir por salir del charco en el que me vi metido:  

– ¡Ni toreros ni circenses!

Tuvo que intervenir el oficial de guardia que no muy lejos observaba. Dedicó al coronel un impecable saludo y a continuación, cuando ya se disponía a reprocharme y dar castigo, oí que le decía:  

– ¡Cálmese, teniente! Y usted, soldado, preséntese en mi despacho en cuanto finalice la guardia.

Mientras me dirigía a la oficina del coronel, iba pensando en el castigo que recibiría, por lo que antes de llamar a la puerta hice un repaso de la compostura del uniforme y limpié las puntas de las botas contra las perneras del pantalón para darles brillo.  

– ¿Da usted su permiso, mi coronel? – dije después de llamar con los nudillos a la puerta y la entreabría para hacerme ver, como era norma.  

– Sí, entre, soldado. Por el celo con que cumplió su cometido, le entrego un pase para que se vaya este fin de semana a disfrutarlo con sus padres.”

Por la tarde, continuamos explorando aquella alejada parte del campamento y llegamos hasta la valla de entrada, por si nos estaba permitido salir. No llegamos a preguntarlo, al ver la negativa que les dieron a otro grupo que nos precedía.  

Nos conformamos con ver desde allí las pétreas edificaciones de la Pobla de Talarn. Una semana después, con el uniforme de “bonito”, nos subirían la barrera sin ningún requisito más y bajamos hasta Tremp, porque alguien nos informó que en ella encontraríamos sobrado abastecimiento a nuestras necesidades. A la vuelta, por tomar un respiro, paramos en la fuente de los caños, a la sombra de unos almendros, donde unos paisanos quisieron saber de dónde éramos cada uno de los cinco cadetes que nos habíamos juntado. Por ellos supe que Talarn era capital del concejo, en tanto que el crecimiento de Tremp se había debido al paso del tren, la mejora de la carretera y la construcción del embalse. 

– “Algo tendría que ver también la instalación del campamento” – pensé para mí. Aunque tan sólo fuera por las pequeñas compras en un continuo goteo que hacíamos los cientos de soldados que allí acudíamos, primordialmente los fines de semana, a los que habría de sumarse los gastos realizados por un avispero de mandos que diariamente bajaban.  

Cuesta arriba, diseminados se encontraban los demás pabellones, todos de igual arquitectura, aunque de apariencia más recientes si se toma en consideración la tierra de sus jardines a los que se habían trasplantado jóvenes acacias, tutoradas por varillas de acero corrugado, aún desprovistas del ramaje necesario para dar algo de sombra ni aun cobijo a la adusta cigarra. 

Hacia el oeste, en la lejanía, se veían las masías, en alguna de las cuales, según oímos contar a uno de los “abuelos”, que así decíamos a los veteranos del curso anterior: “– En ellas sirven ricos y abundantes platos de patatas al alioli o bravas, con huevos y picadillo. Sin olvidarnos de la ensalada mixta con productos de su huerta, en la que nunca se echa a faltar jugosos tomates, corazones de alcachofas y pimientos hechos a la brasa, lechuga hoja de roble, pepinillos en vinagreta, adornada con las sabrosas aceitunas arbequina.”

Y mientras nos lo contaba, el abuelo babeaba y nosotros pasábamos saliva. Nos había dado otra pista más para poder mantener el ánimo, ya algo resentido cuando apenas no había comenzado nada, cuatro días nada más desde que habíamos salido de casa. 

La cara y el aspecto de este informante no se me desfiguró a pesar de los años transcurridos, pues lo recordaba también de la manifestación que hicimos delante de la Normal en apoyo del director, D. Manuel Álvarez Prada, cuando le sustituyó la terna directiva. Sin embargo, ya no recuerdo su nombre, por lo que voy a adelantar otra gestión por él realizada y fue traer desde Sama un autobús de la empresa “Zapico”, con la bandera de Asturias en la luna posterior y varias cajas de sidra para celebrarlo. Con ello nos evitó otras treinta y seis tediosas horas de tren, al regreso del campamento. 

       Algunos compañeros habían venido en su propio o prestado utilitario que usaban para bajar a Tremp o largarse a Andorra, por lo que como se suele decir, “habrá que echarles de comer aparte”.  

domingo, 25 de octubre de 2020

134.- Los primeros amigos

  El sábado, 3 de julio de 1971 fue el primer día completo que pasamos en el campamento de Talarn. 

Al toque de diana, la primera tarea fue ir  con la toalla al hombro y el neceser a la pila “bautismal” para limpiar las telarañas del sueño. Había pasado la noche de cháchara con los más cercanos y compartido con risas las bromas y chistes que nos llegaban del otro extremo, cuando ya parecía logrado el silencio. 

Es curioso cómo se mantienen en el recuerdo aquellas sensaciones tan alejadas en el tiempo, como el aire pirenaico que venía por las noche a contrarrestar el tórrido calor del pasado día y el perfume de las hierbas de las rocallas o el constante chirrido de las chicharras camufladas en las ramas de los almendros, de repente acalladas por el lejano ronroneo de un  “jeep Wilys” de la policía militar que hacía la ronda. 

Del interior de la nave dormitorio, creo aún escuchar el sonido continuo del agua en los aseos junto con los ronquidos, de los demás, que no recuerdo a nadie que admitiese fuesen propios. 

El único fiable testigo de lo que cuento sería el desconocido compañero que le había correspondido estar de imaginaria aquella primera noche. Su misión era taparnos o traernos el botijo al grito: 

– “Imaginaria: ¡AGUA!

Agrupados como corderinos en la explanada del pabellón, observé que el rebaño había crecido, por lo cual, el ritual de la formación aplicado por el cabo primera, se ajustó a la normativa militar. Para mí, y supongo que para todos los compañeros de Magisterio, aquellas órdenes me resultaron conocidas del curso obligatorio que había hecho en julio del año precedente, en el “Colegio Menor del Cristo” en Oviedo, regido por la OJE, de clara querencia paramilitar.

Por la ausencia de la indumentaria de soldado, vestido cada cual según nuestro criterio y gusto, estábamos más identificados. Podía incluso identificar a algunos compañeros de la compañía con nombre y apellidos, al cabo de los primeros pases de lista en la formación de la explanada del pabellón.  Antes de ir al comedor, el cabo primera nos mandó romper filas para que regresáramos al pabellón con el fin de dejar ordenada la litera y recoger cualquier resto cercano a ella y, aunque aquellas tareas ya las dejé hechas antes del toque de diana, volví a subir, más por dejar  pasar el tiempo y esperar a los compañeros de las cercanas literas con quienes había ya compartido mesa en la pasada cena.

Mi litera se encontraba la primera a partir de la puerta y la de mi derecha pertenecía a uno de Oviedo, Mino, dos años o tres menor que yo, pero que ejercía ya como maestro, por haber iniciado magisterio por el plan del 57, a partir del bachillerato elemental terminado a los quince años. Pronto nos haríamos buenos amigos. 

 Sin embargo, por más que intento recordar su nombre completo, soy incapaz de conseguirlo ya que por ser tan común le llamaba por su apellido o más frecuentemente por el apócope de Mino y "Uviéu", que van a ser desde ahora los apelativos más usados en estas historias. En consecuencia, yo acabé siendo para él "Llanes" así como para el resto de la compañía, cosa que a mí me hacía sentir orgulloso al saberme algo así como el embajador de mi tierrina

Por no tener mucho más que hacer, en cuanto daban un tiempo exentos de formación y otras tareas, dimos en reconocer el entorno los dos amigos asturianos junto con otros dos más, llegados desde Valencia y Cáceres. No lejos de allí estaban las letrinas que eran unas casetas con un tejado que dejaba un espacio abierto por encima de las paredes y con puertas batientes, provistas de un simple sanitario de suelo y la cadena que accionaba una oculta cisterna de la que salía un chorro de agua que barría de un soplido toda la inmundicia dejada allí por más de un desaprensivo predecesor. 

        También quedaban por allí cercanos los lavaderos en los que restregamos con jabón tan sólo la ropa personal, pues las de las camas nos las recogían y a cambio nos entregaban las limpias, cada fin de semana. Por esto, había que estar pendiente del camastro, pues había desaprensivos que las mangaban para sustituir las suyas rotas a fin de  que les entregasen las limpias.  Como en más cosas que iré recordando, no se podía contar con todos. El primer año seríamos sujetos de las más insospechadas novatadas, que era mejor reírlas que llorarlas y, por supuesto callarlas. Formaban parte del entrenamiento en aquel tiempo, aunque pasadas más de tres décadas las reconocí, incluso más denigrantes y de peor gusto en el Colegio Mayor donde se alojó mi hijo.

Por el calor del clima de Lérida, procuramos lavar el pantalón, las camisas, los calcetines y demás prendas los fines de semana, pero por estar muy solicitados y no guardar vez aquel fin de semana, caminamos unos cientos de metros hasta encontrar la orilla de un torrente que desde allí se escuchaba. Había grabado un profundo surco por el arrastre de los cantos rodados traídos de una morrena glaciar sobre la roca arenisca que corría.  Después de lavarla, la tendíamos sobre las ardientes rocas y aprovechamos para ducharnos en una cascada de la fría agua del Pirineo.  

Desde allí observamos la existencia de un sendero que ascendía como una sierpe por las colinas hasta el pueblo que había visto la primera tarde de la llegada al campamento. En el cielo se perfilaban algunos tejados y muros junto con la torre de la iglesia de Santa Engràcia, que da nombre a la pequeña aldea. Acordamos visitarla en cuanto se nos brindara la primera ocasión. 

viernes, 16 de octubre de 2020

133.- De Tremp a Talarn

        En Tremp nos subieron a camiones del ejército para llevarnos hasta Talarn y dejarnos en el campamento Gral. Martín Alonso, treinta y seis horas después de la salida de Oviedo. 

Sería en torno a las cuatro de la tarde, no lo puedo decir con total precisión, pero sí recuerdo  que se habían cerrado los comedores que habían usado con soldados provenientes de otras Regiones Militares, pues no descarto que el día de nuestro embarque en Oviedo, ya hubiesen llegado las restantes tropas y tampoco soy consciente de que otros hubiesen llegado detrás nuestro. A nosotros nos dejaron en la parte más alta del campamento y habría de pasar una semana, para darme cuenta de su verdadera extensión. 

Lo que nunca olvidé fue el pegote de lentejas que cayó en mi escudilla, cuando fui servido por el chaval que fue a buscar la comida del “Restaurante”, que así dimos en llamar desde ese día con sorna al comedor. La verdad sea dicha, estaba limpio, bien iluminado y aireado. Daba la sensación de que lo íbamos a estrenar nosotros y lo mejor de todo, era que nos quedaba a dos pasos del pabellón.

Visto desde la cabecera de la nave, había cuatro columnas de mesas de a doce comensales, con un pasillo central más amplio, por el que se paseaban los oficiales y otros mandos a los que les correspondía estar de guardia aquella semana. De fondo calculo que había una docena de líneas de mesas y quizás me quede corto. 

En cada cabecera de mesa más cercana al pasillo central, había dos jarras metálicas de aluminio, una para agua y otra para leche. Yo y el que tenía de frente al otro lado de la mesa cogimos una cada uno y nos fuimos a llenarlas en la cabecera de la nave donde la servían los destinados a cocina. Desde ese primer día siempre procuré ocupar un sitio similar, porque la leche había sido la principal fuente proteínica, junto con el huevo y el queso, por tenerla a pasto. Otro, del extremo opuesto de la mesa, cogió la caldereta que a su lado tenía y corrió a que se la llenasen. A los tres se nos dijo que se podía repetir, pero aquella primera vez no nos hizo falta.

  El que había traído el cocido, sirvió a todos empezando por su escudilla con tan buen tino en el cálculo que no hubo falta de regresar a cocina para rellenar la perola. 

Tareas comunitarias como la descrita ayudaron a consolidar las relaciones dentro del grupo. Con el paso de los días se contagió a otras agrupaciones mayores que a su vez influyeron en la aceptación de todos los componentes. Cada elemento se adjudicaría un rol vacante que utilizó como refuerzo para ser aceptado y protegido, cuando llegase la ocasión. Y por supuesto que llegaría. 

Con la primera cucharada que llevé a la boca, dieron mis muelas en rucar con lo que imaginé que serían trozos de algún tallo seco, semillas del barbecho o arena de las eras donde secaban al sol  para ser envasadas en los sacos de yute. 

Una de mis tareas obligadas desde bien niño, era “escoyer” un tazón de ellas, por la noche para ponerlas a remojo. Omito aquí volver a describir los “tropiezos” retirados, que se pueden leer en el primer episodio de esta historia. Justifiqué todo por la cantidad de lentejas que habrían tenido que escoger. 

– Esto es la mili, no un hotel tres estrellas –, me dije. 

Pero al analizar concienzudamente el contenido de la segunda cucharada, descubrí que se trataba de restos de ladrillo y otros materiales de construcción que hubieran dado al traste con la herramienta que por adecentarla tanto sufrimiento me habían infligido con el torno, sin anestesia, en sus consultas los doctores Estefanía y Vega, pues compartían el criterio médico de no ser muy aconsejable aplicarla a los niños. 

Rememoré las lentejas caldosinas con el huevo duro y el chorizo que dejaba a recudir en la orilla del plato para hacerle los honores como postre, embutido dentro del pico crujiente de pan ahuecado y vuelto a tapar con la miga extraída, costumbre o manía que aún tengo.

Con esas reflexiones, comí las porciones analizadas con el rico pan que allí sin tasa nos dieron, mientras que envolvía el resto en un trozo de servilleta para echarlo al cubo de la basura, me levanté y tercié la bandolera colgada al hombro, mientras con el dorso de la mano, imitando la dignidad del buen escudero, sacudía las migajas prendidas en el niqui. 

A partir de aquí el orden de los acontecimientos, salvo algunos de más relevancia, pueden andar desordenados en el tiempo, pero no creo que desmerezcan, pues en lo esencial serán una descripción fidedigna, al menos bajo la perspectiva del narrador, como ocurre en la totalidad de ellas, vengan de quien vengan. 

El campamento estaba constituido por diversos pabellones, sede cada cual de una determinada Cía. Eran edificios de dos plantas, la superior con una terraza abalaustrada a la que abocaba la escalera de acceso. Todos los pabellones guardaban idéntico proyecto de obra, visto desde afuera, pero pudieran tener alguna diferencia dependiendo del año de ejecución. Se me ocurre ahora, pero entonces lo que menos me preocupaba era eso; simplemente me parecían idénticos. Nuestro pabellón denominado "EBRO" albergaba la 4ª compañía y disponían como todos, por delante, de una franja de terreno árido como el resto del campamento, convertido en parterre, gracias a la dedicación de algunos compañeros que volcaron su interés en que fuera el mejor de las cuatro compañías del primer batallón. Actitud que llenó de entusiasmo al capitán. A cambio, gozarían de alguna aparejada exención, la que me parece bien merecida. Había una “pica” un tanto consentida y provocada por la misma oficialidad con la 3ª, compañía llamada “BAILÉN” que quedaba paralela con la nuestra. Me doy cuenta ahora, de que aquella estrategia motivadora nos ayudó psicológicamente a sobrellevar con dignidad las situaciones más estresantes que se dieron.  “A ver cuál de las dos compañías es la mejor”, era la idea que rondaba por la cabeza de todos, ya sea en jardinería, en el desfilar o en la pista americana. 

Cada pabellón disponía de una explanada para formación de la compañía. Habíamos salido de Oviedo el jueves día 1 de julio, así que estoy contando lo que percibí el viernes y aún nos faltaba la vestimenta para pasar desapercibidos. En la compañía quedaba al mando tan sólo un cabo primera, el cabo furriel y un cuartelero de cada planta. Según el listado que tenía en sus manos, me correspondía la segunda planta. Desde su corredor se divisaba al norte un pueblo perdido en la montaña, Santa Engracia y al este el embalse Sant Antoni de Tremp. El cuartelero distribuyó las literas según un número que se nos adjudicó en orden a los apellidos.  

Nos dieron a cada uno las dos sábanas, el almohadón y un cobertor de algodón, cuyas franjas debían quedar a una medida que nos fijó para que todas las literas guardasen uniformidad en la revista que habría de hacerse de lunes. Aquel detalle era tan sólo un atisbo de lo que estaba por venir.  

El dormitorio era una nave larga de norte a sur con dos filas de literas metálicas adosadas por el cabecero a las paredes. A mí me correspondió la pared del este, al lado de la puerta de salida al corredor. Había un pasillo amplio central por todo lo largo donde nos pasaban revista al lado de las literas. No era muy común que lo hiciera algún oficial, sino más bien la clase de tropa, pero por motivos muy concretos. Al norte de la nave, había una pila redonda de metal con grifos a su alrededor y los urinarios constantemente irrigados y unas bolas higiénicas que perfumaban el ambiente. Además, unas pequeñas ventanas abiertas constantemente a lo largo de la pared hacían más soportable el pegajoso calor estival del día. Por la noche, en cambio, el fresco aire de la montaña nos envolvía con los perfumes de la lavanda, el tomillo, la manzanilla y del hinojo.   

Daba gracia vernos cada cuál con su personal indumentaria veraniega, cuando el sábado y domingo siguientes a nuestra llegada, nos sacaron a la explanada para formarnos para todo. Algunos aún conservaban las barbas, patillas y melenas que se habían convertido en signos revolucionarios o al menos, contestatarios. 

Aparte de los tres toques del día militar como son a diana, a fajina y a retreta conocimos ese  fin de semana el toque a formación, mandado por el cabo primera para darnos más órdenes que cumplir en el acuartelamiento. En ausencia de otro mando de rango superior, se convertía automáticamente en comandante en funciones con la entera  responsabilidad de llevarlo todo bajo su control.   


sábado, 10 de octubre de 2020

132.- Trayecto en ferrocarril de Oviedo a Tremp

  Para ser justo, el trayecto recorrido en tren lo completé con mapas de la época, al haber extraviado el bloc de notas en que había anotado los nombres de las estaciones por las que pasaba. Los más importantes me eran conocidos de haberlos aprendido para el examen libre de Geografía en el 1º del Bachiller, así como las Comarcas de las que eran capital. Por la noche, debido al cansancio y a la escasa iluminación en las estaciones menores por las que el tren pasó de largo, comencé a perder el interés inicial, adormecido con el desfile fugaz de las macilentas luces en los apeaderos de las aldeas y el sonido de la campana automáticamente accionada y desactivada con las cuchillas instaladas sobre determinadas traviesas. 

Por la ventanilla entreabierta me entraba el olor característico de la paja del trigo, sujeta en pacas que como enormes ladrillos formaban grandes castilletes en los áridos campos. 

Me vino al recuerdo cuando escribo, la de veces que no habría ido con el carro tirado por el burro hasta “El Almacén” que tenía en Llanes, junto a la torre, Pepe Mier, "El Zapateru", vecino de mi aldea, casado con Isa, prima de mi madre. En el almacén, Pepe vendía las pacas de paja que traía por camiones y cuando en pleno invierno ya se había terminado con las gavillas de la paya de maíz, para mantener la producción lechera, se recurría a la paja del trigo y la harina del maíz híbrido que allí en un molino eléctrico producía. En una ocasión en que yo llevaba el dinero muy justo, tenía que calcular a partir del precio del saco, el resto dedicado a la compra restante de la paja, por lo que le pedí que me dijera el precio de ambas. Como percibió el gesto en mi cara cuando me lo dijo, metió su manaza dentro de un saco de harina y dejó caer un puñado desde lo alto, a la vez que me decía:

– “Taro, esto es oro molido”. Y mientras reía, dejó entrever su dentadura parcialmente coronada con el preciado metal, signo de distinción y éxito de un indiano.   

Pasamos por Mieres, Pola de Lena, Puente los Fierros, Busdongo y León, donde paró el tren para recoger a los reclutas de la provincia, con el mismo destino que el nuestro. Ninguna cara conocida entonces, pero en algún caso coincidiríamos sin saberlo entonces, en el mismo pabellón de la 4ª Cía. del 1er Bon. o si no en la explanada de la gimnasia frente a la capilla, todas las mañanas o acaso en los desfiles por compañías, banda militar incluida para ensayar la jura de bandera. 

En el pabellón de mi compañía predominaban vascos, catalanes, andaluces y canarios. En cambio, de Asturias éramos sólo tres: Mieres, Oviedo y Llanes. 

Seguimos por El Burgo, Palencia, hasta llegar a Venta de Baños, donde el jefe de estación nos advirtió que podríamos bajarnos como mucho media hora. La cantina de la estación en un momento quedó desabastecida. Yo aún conservaba intacta la tortilla, porque para la merienda consentí en echarle el diente al primer bocadillo de carne, dura como suela de zapato, por lo que disfruté más del segundo plato, los dos huevos duros y alguno más que dentro del compartimento se nos había  colado.  

Algunos compañeros del vagón hacían señales con los brazos mientras voceaban, porque se creyeron olvidados en el andén, cuando el convoy inició maniobras para enganchar nuevas unidades. Se había hecho de noche. Con el ruido de los topes, las cadenas de enganche y los saltos producidos en los cambios de vía, todo cubierto ahora por una espesa niebla, me hizo perder la orientación; nunca mejor dicho, perdí el norte. Acostumbrado a tener siempre al norte la mar cantábrica y al sur la sierra del Cuera, no sabía en qué sentido marchábamos. Por el lento traqueteo de los cortes del carril y de las macilentas luces de los postes, supuse que estaríamos haciendo maniobras para un cambio de vía y tomar nueva dirección. 

Sabía por las clases de Geografía que aquella estación resultaba ser un importante nudo de comunicaciones con dos desvíos: uno proveniente de Valladolid, Burgos y Santander y el otro por el que seguiríamos a Burgos, Briviesca y Miranda. 

En esta última parada se hicieron diversas maniobras que nos alejaron de la estación a los que íbamos montados en los vagones de cabecera, para recomponer todo el conjunto del convoy militar, en total de dieciséis, si por el tiempo transcurrido no me engaño.

La tropa, perdida la euforia del inicio, ahora, quien no dormitaba estroncado en el asiento propio, ocupaba el contiguo sin ningún miramiento, cuan largo era. En consecuencia, alguien viajaba de pie, en el pasillo de acceso a los compartimentos. En las curvas y contra curvas, bocadillos, huevos y fruta del menú militar que nos habían entregado para el viaje, rodaban al antojo de la aceleración, hasta ser pisados por azar o a propósito. Aquí en nuestra Llingua, decimos que alguien tiene “bayura” cuándo desprecia lo humilde por pensar que se merece algo mucho mejor. Es el término más expresivo que encuentro para definir lo que les pasaba a muchos de mis compañeros de viaje.  Por esta actitud observada, cuando determiné echar mano de mis reservas particulares, lo hice con sigilo, para que no acabase en fauces tan escogidas. Cuando les entró la gazuza, tras haber dado cuenta de la golosinería comprada en la cantina, salieron a la “gueta” por los pasillos de las viandas que primero habían repudiado y arramplaban con cuanto en su camino se topaban. 

Enfrente mío viajaba uno que se había unido en Venta de Baños, procedente del País Vasco, pero que había tomado el tren en Santander con otros más que iban en otro vagón. Al igual que yo, también se interesaba por los nombres de las estaciones y el repetido paisaje tan distinto al que estábamos acostumbrados en nuestras respectivas regiones. 

Aprovechando que la basca dormitaba, creí conveniente hacerle los honores al contenido de la fiambrera que ofrecí a Iñaqui, quien aceptó gustoso y sin remilgos, a la vez que echó mano de la mochila y sacó una cazoleta a rebosar de pinchos de carne con piparras picantes y txakolí de Bizkaia, cosecha familiar, que no desdijo de la merecida fama, aunque guardada en una bota pequeña “ZZZ” en que lo mantuvo durante el trayecto.  

Después, ya metidos en la noche, me quedé dormido y así debí de pasar por Logroño, Castejón, Tudela y Casetas en la que existe un nudo de comunicaciones con dos enlaces: uno a Guadalajara y Madrid; otro por el que tomamos a Huesca, Zaragoza, Tardienta, Sariñena y en Selgua, un tercero a Barbastro, en cada una de las estaciones, es posible que se hubieran añadido más tropa, ni tampoco descarto que uno o más vagones de cola fuesen de uso civil.

La mañana había llegado y el sol anaranjado en la lejanía daba una pincelada al paisaje que era tan nuevo y alucinante para mí. A lo lejos había divisado un castillo y más tarde vi otros, en parte o totalmente demolidos por las bombas y cañonazos al ser hitos defensivos para las tropas de la reciente contienda civil. 

Me desperecé y después de comprobar que el improvisado petate seguía intacto, le advertí al compañero que mirara por él, y que lo dejaba como reserva del asiento, mientras iba al escusado. Omitiendo el detalle de lo que en él me encontré, queda para la imaginación de quien esto lea, por sus propias experiencias en recintos públicos y también en los privados de bares, tiendas y otros negocios, diré tan sólo que estaban más cercanos a ser pocilgas que escusados, con respeto para los cerdos, pues bien es sabido que cuando se les da un espacio amplio, lo mantienen más limpio que aquel hediondo cuchitril para humanos, mal llamado váter, sin gota de agua, que al abrirlo dejaba ver las traviesas de la vía correr bajo los pies. 

Ya cercano el mediodía entramos en la estación de Lleida cuya ruta principal continúa hasta Tarragona, pero después de algunas maniobras para dar descanso a las dos locomotoras y sustituirlas por otras, a mi juicio más antiguas, ruidosas y contaminantes, seguimos ruta. 

Como reseña importante, diré que la impresión primera que tuve de Lleida fue desastrosa, con las casas semiderruidas, las piedras de sillería negruzcas por las bombas, las paredes del interior de las viviendas que dejaban ver los azulejos de baño y cocina así como las escaleras, buhardillas y las vigas de madera en pedazos hechas carbón. 

Veintisiete años después volví con mi familia para mostrarles la zona y Lérida y otras poblaciones que había visto tan derruidas, ya no las reconocía de tanto como habían cambiado de aspecto. 

  Tomamos el desvío hacia Balaguer, y Tremp por la línea Lleida-Pirineus, pasando por Alcoletge, Villanova de la Barca, Térmens, Vallfogona de Balaguer, Gerb, Santllorenç de Montgai, Santa Linya, Àger, Cellers-Llimiana, Guardia de Tremp, y Palau de Tremp.

Tan sólo recuerdo de este último trayecto la cantidad de túneles que atravesamos, por la humareda de las máquinas de gasoil que nos entraba por las ventanillas abiertas a causa del extremo calor sufrido. En especial, el agobio fue mayor en dos de ellos que parecían no tener fin y, por la velocidad de la marcha, pensé que íbamos en subida y que los motores no podrían con todo. [1]


[1] 

Ahora, mirando en los mapas encuentro un enlace de la Wikipedia donde se lee que entre Lleida y La Pobla de Segur existen nada más ni menos que 41 túneles, 17 estaciones y 31 puentes. 

Por curiosidad, los dos túnel que recuerdo, son el de Sant Llorensç de Montgai de 3074 m. y el de Palau de Noguera-Talarn, el más largo de todos con 3499 m. Y la totalidad de los cuarenta y  uno hacen 14571 m.


// https://es.wikipedia.org/wiki/L%C3%ADnea_L%C3%A9rida-Puebla_de_Segur // 

domingo, 27 de septiembre de 2020

131.- Caja de reclutamiento en Rubín

El lunes último de junio, Arturo Gutiérrez, a la sazón cartero del pueblo, llegó con la carta esperada. Salté del carro en que me encontraba en esos momentos paliando la hierba y salí a por ella. La leí en alto para que mi padre que desde el cargaderu del pajar continuaba subiendo con las trencas una manta de hierba que conformaba las teleras y mi madre junto a la higuera preparaba unos justes para avivar la lumbre. Venía a decir el corto texto del comunicado oficial, que “Con fecha, jueves 1 de julio de 1971, a las 12h debe personarse en la Caja de reclutamiento de Rubín…”  

Llevaba ya por casa varias semanas ayudando en las tareas de la hierba por las fincas más difíciles de trajinar y en dos ocasiones había cogido el tren para recoger las últimas papeletas de las notas. Al final, había pasado también el curso segundo con todo aprobado. Así que la siega y el resto de tareas campestres no eran sino meros ejercicios lúdicos que combiné como pude con el disfrute de las numerosas fiestas que por los pueblos se producían sin descanso. 

Debido a la orografía, nuestras fincas no todas eran accesibles para la máquina de segar, a las que se accedía por unas paseras, por la ventaja que suponía usarla frente al uso exclusivo de las guadañas, aunque sólo fuese en zonas libres de rocas, abrimos en los muros unos portillos para pasar la “Bucher” que manejaba mi padre, en tanto yo iba apartando la hierba cortada que entorpecía el corte. Era el caso de las Llastrucas y Nozalín y la Bacallora, en las que la hierba una vez seca había que sacarla en cargas hasta el carro que dejábamos aparcado en el camino junto al muro de la finca. La yerba del pradón de Mañanga, la de la Cuesta, la de Jaces y la de Bárganu solíamos meterla al jenal antes de la festividad de San Pedro y las segábamos con la máquina. Al ser inamovibles los santorales, se utilizaban como calendario agrícola, tanto para la hierba, las siembras y cosechas. Aparte de las fincas nuestras de Arduengu y de Reburdión que sembrábamos, llevábamos otras cuatro fincas más, la una en el sitio de la Payota, la otra en la Paz, ambas dedicadas tanto a la siembra como a la siega, otra pequeña en Trescoba, cerrada de pared baja y la de Tieves, prestadas a mi padre por su tío materno, Saturno. La siembra la rotábamos cada año y en casi todas las citadas se plantó algo. Algunas, de difícil entrada había que cavarlas a palote y azada, en el resto se llamaba a los aradores del pueblo: Manuel el de Melia, Ignacio Sobrino o Santos el de Juanito, con los que me tocó "andar de candilón", es decir, guiar la yunta con la guiyada, en tanto que ellos llevaban el manejo de la máquina de arar. 

El tiempo atmosférico de aquel verano estuvo de nuestra parte y pudimos cumplir con el calendario.

La víspera de la partida mi madre acomodó como pudo en una bolsa de tela recia con fondo plastificado que se colgaba del hombro a modo de “bandolera” y que había resistido valientemente los avatares de las obras y del instituto, la friambera en la que entibó una tortilla y unos chorizos de los que milagrosamente quedaban colgados de la pértiga del último matacío, fritos y con cuyo aroma, estoy seguro, se despertaron los pasajeros de mi vagón en el tren que me monté a las siete en punto de la mañana. 

En la ferretería de Miguelín, de la plazuela de San Roque, había comprado una cuchara, un tenedor y un cuchillo que se sujetaban con un resorte y siempre iba con mi comida dentro de la bolsa al trabajo. Una maquinilla con hojas “Filomatic” de las que promocionaba entonces, el gran Gila, una pastilla del oloroso jabón “Palmolive”, una barra de jabón de afeitar “La Toja”, un frasco de colonia “Floid” eran los excesos permitidos mínimos y únicos, diría yo, para nuestra juventud. Porque no olvides, lector, que en aquella edad teníamos las mismas querencias que tienen los jóvenes de ahora, cuando se van de viaje de estudios. Ellos aparte llevan: el móvil con el cargador, los cascos y la tarjeta bancaria, gran variedad de ropa de vestir dependiendo si es para la playa, las terrazas o la discoteca y, por supuesto el abono a Internet, para poder comunicarse con sus amigos y no perderse. Nosotros éramos más de sobre sellado y papel o tarjeta postal y para llamar a casa, por carta se quedaba en una hora aproximada de cierto día que podíamos intentarlo desde la centralita del cuartel. Aunque antes de la guerra, en dos casonas de indianos ya disponían de agua y teléfono, no fue hasta bien entrados los setenta que se generalizó para todas. Mi madre bajaba al Rosal donde su madrina Serafina para hablar conmigo unos minutos de la que aprovechaba para hacer algo de compra.

De ropa de vestir, llevaba poco más que lo puesto: un vaquero, una camisa manga corta y un polo o niqui, un jersey de más bien entretiempo, porque a decir de mi padre, las noches en tren por tierras de Castilla y Aragón resultaban ser más bien frescas, una gorra con visera y, tanto para el sol como para “fardar”, gafas de sol con cristales que reflejaban como espejos, en una fina montura dorada que habían puesto de moda los vocalistas de las orquestas, con las que a su vez imitaban a otros artistas de la pequeña o grande pantalla. 

Además, aisladas por una bolsa de plástico, llevaba un par de mudas, dos pares de calcetines, varios pañuelos y una toalla. Íbamos de fonda completa por dos meses y allí nos darían la indumentaria, el rancho y una litera.

En mi petate aún hice hueco para mi armónica “Preciosa” de “Hohner” y la cámara “Werlisa” que había comprado en “Casa Rozas” enfrente de la Plaza del mercado en Llanes hacía poco tiempo. 

De Llanes íbamos tres milicianos con el mismo destino de la Quinta del ‘69: Ramón, el primogénito de la “Librería Maya”, Manuel Miguel Amieva, que ya había terminado las prácticas de Magisterio y yo, pero no recuerdo haberlos visto en la salida de Llanes, ni por el Centro de Reclutas de Rubín donde nos presentamos, ni tampoco en la salida de la Estación del Norte en Oviedo. Sí me encontré con muchos compañeros de estudios en la Normal y otros de los que me sonaban sus caras, de verlos a la entrada de la Escuela. 

Creo que fue en Rubín, no lo sé con certeza, en cuanto nos identificábamos, recibimos una bolsa con un par de bocadillos de carne, unos huevos duros y alguna fruta resistente al calor del vagón tal que naranjas y melocotones. Yo, por la sed, compré una botella de gaseosa de limón que embutí como pude entre la ropa del macuto, unos paquetes de chicle, caramelos mentolados y regaliz, en un quiosco de camino a la estación. 

Después de estar en la sala de espera y en los andenes ya agrupados por amistades y conocimientos de las clases, llegó un Cabo 1ª que, a no ser por el atavío de ropas que llevaba, la gorra de guerrillero medio caída que dejaba entrever una prematura calvicie, el corto bigotillo, único adorno permitido en la mili, las antes dichas gafas de sol pijas que todos llevábamos, pero que habíamos quitado bajo los techos de los andenes que lo hacían todo más oscuro, y las voces que pegaba, nadie lo hubiera visto, si no se encarama a un banco. No me extraña, pues éramos ciento y la madre. Sólo recuerdo que tras recoger en diversas paradas en el trayecto hasta Lérida a los reclutas y a los que ya tenían hecho el primer campamento, se formó un convoy de dieciséis unidades con dos máquinas de gasoil tirando de ellos. 

Los ya veteranos corrieron la voz de que se trataba del Cabo “Picurri”, chusquero del CIR N.º 12, “Ferral de Bernesga” en León. Él nos acompañaría hasta León donde se unieron más unidades al convoy.  

Había, por supuesto, otros mandos militares como oficiales, pero a los que no volvimos a ver en todo el viaje,  que pertenecían al CIR El Milán. 

viernes, 18 de septiembre de 2020

130.- Nos vamos a la mili

          En  la entrada anterior dejé aparcado el tema estudiantil para relatar otra etapa de la vida por la que la mayoría de los chavales debíamos pasar. 

Hablo del período militar con carácter obligatorio para todos varones salvo que se diesen estas circunstancias especiales: Padecer alguna enfermedad, traumatismo o minusvalía  que impida el desarrollo de la actividad militar. Lo más curioso eran estos dos eximentes: Tener los pies planos o ser estrecho de pecho. También la estatura por debajo de 1,60. Sin embargo, conocí a un compañero que pasó en el primer verano  una larga temporada sin salir del acuartelamiento, por no haber para él botas del tamaño adecuado y como se acercaba el día de la jura de bandera, le permitieron calzar sus playeras para entrenar el desfile. Al final, el guarnicionero del batallón le tomó las medidas y ya no pudo escaquearse. Desde ese momento pasó de hacer de cuartelero a “pisahormigas”, pateando día sí y día también los áridos terrenos donde se asentaba el campamento militar. 

La mayoría de edad estaba fijada en los 21 años, aunque de forma voluntaria se podía acceder antes, con 18 años. Los que accedían por llamamiento de Quintas tenían 16 meses de servicio, en tanto que los voluntarios tenían que hacer 20 meses, pero con la ventaja de poder elegir destino y arma, es decir, dentro de su Provincia o, si le convenía más conocer mundo, pedir otras provincias y modalidad de ejército: Tierra, Mar o Aire, siempre ajustándose a la disponibilidad de las plazas. 

Para quienes pasaban las pruebas de acceso a las “Milicias universitarias”, el tiempo de servicio se veía reducido a la mitad en períodos vacacionales distribuidos en tres veranos consecutivos de 2, 2 y 4 meses respectivamente. El primero y el segundo se dedicaba al adiestramiento militar y clases teóricas y prácticas del uso de distintos armamentos, logística, mando, etc. En ellos se iban sucediendo los grados, desde el “simple recluta” que se “dignificaba” tras la jura de bandera y se convertía en soldado y a llevar delante de su nombre el don en la correspondencia oficial. 

El segundo verano ya le daban los galones de cabo rojo que colocaba en las hombreras de las camisas, guerrera y gorros; lo mismo que en el tercer verano, era ascendido a cabo primera. Al final del segundo verano, tras un período complementario en un acuartelamiento recibía el nombramiento de alférez de complemento. En el tercer período estival de 4 meses, haría el servicio como oficial de la compañía al mando de una sección, en el acuartelamiento de su provincia o de la más cercana, si llegase el caso y así lo prefiriese. 

Aunque de todo eso se hablaba, particularmente a mí me interesaba más el hecho de terminar los estudios sin que fueran interrumpidos por el servicio militar. La inauguración del instituto me había pillado ya con los catorce años, finalizados los ocho cursos de la Enseñanza Primaria y matriculado en el Colegio “La Arquera” en el curso 1962/63. Inicié el bachiller el curso siguiente tras pasar la prueba de Ingreso y los exámenes de 1º a los que me presenté por libre con quince años, cuando lo normal era comenzar con los diez u once, aunque también coincidí con otros bastante mayores que yo. 

Algunos que iniciaban Magisterio a partir del Bachiller Elemental de cuatro cursos, con dieciocho años ya estaban dando clases en una escuela. 

El año en el que reinicié los estudios del bachiller, después de un año de pausa “logística”, dedicado al servicio de honorables oficiales de la paleta, la plomada y el nivel, me encontraba de compañero al hijo de nuestro profesor de Gimnasia, don Andrés  Moral que estaba de maestro en la escuela de Poo; había terminado estudios de Magisterio a que había accedido con bachillerato elemental y, como aún no tenía plaza ni se convocaban oposiciones, se matriculó en 5° del bachillerato Superior. Recuerdo que me parecía extraño estar de compañero con un maestro, pero supongo que encontraría alguna plaza por sustitución en alguna escuela, porque no estuvo el trimestre completo. 

¿De qué me hubiera servido terminar el bachiller con dieciocho y magisterio con veintiuno? Nunca se sabe qué puede ocurrir cuando se modifica lo más mínimo alguna de las variables de la vida. 

sábado, 29 de agosto de 2020

129.- Otras anécdotas más para contar

      Un día que recuerdo de fuertes calores se había concentrado una multitud de gente en torno a la calle Santa Susana a la que acudí con mi compañero. Nos situamos, como no iba a ser menos, en las balaustradas de las escaleras que acceden a la Plaza España, donde se encontraban establecidos el Gobierno Militar y el Gobierno Civil de la provincia. En lo más alto del muro de losas labradas, sujeto a una farola se encaramó mi tocayo, viejo compañero de instituto, ahora de fondas, posadas y clases de magisterio. No le hubiera costado mucho más encabritarse a lomos de una de las estatuas allí erigidas en blancos mármoles que más me recuerdan a los mascarones de proa de una carabela, si no fuera la mirada disuasoria que le echó uno de tantos guardias, mano en el tolete que colgaba en el cinturón de su traje gris.

El motivo de aquella concentración de gente, a la que no faltó estudiante ni obrero, me huele que estaba orquestada para figurar en los titulares de la prensa como propaganda del sindicalismo vertical. El pretexto, el recibimiento a los emigrados a Cuba que, hasta el momento no habían podido regresar a su patria chica, tras la Revolución de Fidel, si no fuera por la buena gestión del gobierno en ciernes.

– ¡Ahí llegan! – anunció el “Poícu”, señalando hacia el inicio de la calle Santa Susana donde hace confluencia con la Conde Toreno.

Todas las cabezas, se volvían para esa dirección, y resultaban decepcionadas al ver llegar dos abuelitas en un “Seat-600”. Tras varias falsas advertencias que el improvisado vigía, “Mártínez de Poo”, hacía encaramado en el trinquete junto al mascarón de proa.

Después de varios avisos falsos que en nada concordaban con lo esperado y como se percataran de la sorna del citado, dieron muchos en aplaudirle la broma y reían sus ocurrencias.

– “¡Probinos huérfanos!”, – intercalaba en sus comentarios, modelando su voz a grave que nadie diría salida de aquel imberbe vocero. 

Efectivamente que llevaba toda la razón, pues cuando por fin llegó la comitiva de autobuses, se pudo comprobar que la edad de quienes se asomaban a las ventanillas para saludar al respetable habían ya cumplido algo más que la niñez y la mayoría eran ya ancianos que rondaban los noventa, si no los pasaban.

Otro caso de parecida índole que vivimos, ocurrió en una tarde que subíamos por la acera de la calle Marqués de Santa Cruz, a la altura del puesto de periódicos “El Escorialín”, cuando nos adelantaron dos motoristas de la Guardia Civil que abrían paso a un coche negro oficial con dos banderolas. Dentro pudimos ver la enjuta cara de la “Gran Dama” que saludaba con su mano enguantada a quienes la vitoreaban desde el parque “San Francisco”.

– “¡Adiós, Menchu!” – saludó mi tocayo a la vez que movía en alto el pañuelo como si la tratase de toda la vida.

A punto estuvo de parar uno de los motoristas que abrían la comitiva y que se nos quedó mirando un rato para comprobar si era preciso parar o no, pero al fin aceleró y decidió seguir con el cortejo.

Omito otros momentos tan cómicos o más que estos narrados, que viví junto a mi inseparable compañero, que de alguna manera contribuyó a aliviar el estrés que suponían los exámenes más que las propias clases que por lo general resultaban atrayentes.

Desearía recordar el nombre de otro de los personajes que conocí en aquella vieja posada de la calle Argüelles, pero sólo puedo describirlo por la amistad y confianza que nos ofreció a los dos estudiantes que allí nos hospedábamos.

Solíamos coincidir con él en las cenas. Era tan sólo, a decir de él, "un humilde bedel" en la Delegación de Educación y Ciencia, ubicada en la calle “Río San Pedro”. Pero tan humilde cargo que ejercía se dignificaba por encima de los demás al encaminar por los laberínticos pasillos, despachos y ventanillas burocráticas del "vuelva usted mañana" a quien le solicitase ayuda.

Su forma de hablar era totalmente pulcra y libre de palabras malsonantes que tan mal habrían ajustado a su manera de ser. Sí, por el contrario, insertaba frases del protocolo en los documentos oficiales que el profesor de Prácticas nos había dictado como esenciales para el desarrollo de nuestra futura profesión de maestros.

– No dudéis en acudir a mí “si ha menester”, que yo os orientaré por la Delegación de Educación – nos dijo la última noche que coincidimos con él en la mesa de la “Pensión Pravia”.

No haré más que aparcar aquí esta narración que será continuada en su preciso momento, para centrarme en otros acontecimientos que piden abrirse paso, en otro escenario bien distinto.


sábado, 9 de mayo de 2020

128.- Nuevos profesores en el curso segundo y otras consideraciones

En este curso se produjeron algunos cambios estructurales en el propio edificio, como ya narré con anterioridad. La caída del muro que separaba las dos alas del edificio fue bien recibido por el alumnado y es posible que también por parte del profesorado. Sin embargo, salvo para Rosario Piñero Peleteiro, profesora de Geografía e Historia, que nos organizó en seminarios mixtos para tratar algunas unidades didácticas, para el resto del profesorado no supuso cambio alguno.

Desconozco si todo aquel movimiento de reforma fuera a originar algún conflicto interno del claustro, porque andaba más ocupado con los temarios que con la política docente a la que no teníamos acceso. Recuerdo a compañeros del tercer curso, que ya apuntaban rasgos de más veteranía, manifestarse en la calle una mañana en el recreo. Cuando nos unimos a ellos pude ver en medio del grupo a D. Manuel Álvarez Prada que advertía del hecho de haberse producido una moción de censura contra la Dirección que él presidía. Se había formado para ello una terna en la que estaba la Fraga, profesora de Matemáticas, el profesor de Música, Manuel J. González de la Vega, y la profesora de Pedagogía.

Prada aconsejaba aquietar los ánimos, sin voces, calmo; de la misma forma como explicaba, pues tanto interés desataba en nosotros que no se escuchaba en clase otro sonido, tanto es así, que su voz apenas llegaba a los que ocupábamos la última bancada. Sin embargo, me dio la sensación de verlo un tanto afectado, a pesar de estar arropado por los alumnos que a su alrededor nos apiñamos.

En este segundo curso, nuevos profesores habían formado la plantilla docente de las aulas, pero por olvido no puedo dar sus nombres, sino reseñar algunas de sus características docentes y humanas.

A la Sociología, ya de por sí atrayente y novedosa, se le añadió el buen arte de explicarla y el afable carácter de una joven profesora que debutaba en la palestra. En sus clases, nos motivaba el hecho de tenernos al tanto del estudio sociológico que para su tesis doctoral se había marcado sobre el chabolismo generado en las inmediaciones de la Térmica "Las Segadas", en la que además prestaba ayuda a la población infantil allí marginada.

Por entonces llegó también otro joven profesor que rompía los moldes con su espesa barba al estilo Ché o Castro y que por más cavilaciones que hice no recuerdo habérsela visto a ninguno de los muchos profesores que desde la entrada en el instituto la llevasen. 
[Únicamente recuerdo con barba a un antiguo compañero de obra, en el verano de 1965 que además lucía una larga cabellera, pantalones de pernera de elefante, guitarra y canciones francesas que se ganó a pulso el mote despectivo para quienes lo calificaron como "El Yeyé", pero para él no dejaba de ser un gran elogio. Su temprana emigración a Francia le había hecho diferente para los que seguíamos aquí aguantando carros y carretas.]
Al nuevo profesor le conocíamos como “El Etólogo”, rama para nosotros desconocida dentro de la Psicología Aplicada, popularizada y extendida, años después, por Félix Rodríguez de la Fuente en sus programas televisivos. Este profesor nuevo en La Normal habilitó el patio interno que veíamos desde las ventanas del segundo piso donde teníamos las clases y formaba parte de las instalaciones deportivas que jamás en los dos cursos habíamos pisado. En su patio, cubierto de hierbajos, tenía para sus observaciones experimentales un canoso y famélico asno y un no menos viejo y vocinglero cuervo. Fue un detalle que a mí no me cayó en saco roto. Cinco cursos posteriores, apasionado seguidor de los programas televisivos del citado naturalista burgalés y profesor de Ciencias Naturales, llevé conmigo a las aulas y laboratorio un cuervo y una culebra que un alumno a quien le motivaba la Biología, me había prestado. Mi intención era desmitificar para los alumnos las viejas creencias negativas de esas dos especies.

En cuanto a lo relacionado con la Educación Física, es bien triste que esta asignatura la diésemos únicamente de forma teórica, llegando a resultar tediosa y estresante. Las pruebas consistían en dibujar todos los pasos y ejercicios de la llamada Gimnasia sueca que era la misma que habíamos practicado en el instituto y que tanto se parecía a la practicada durante la mili. Por tanto también la usé siendo profesor como fase de calentamiento, si bien, la combinaba a mí manera con variados juegos y deportes y, por supuesto, practicando con el ejemplo.Los apuntes consistían en dibujos, simples garabatos que marcaban las posiciones y movimientos continuados. En eso, al menos, nos imaginábamos todos ser un poco “Forges”. Para colmo, aquel año se hizo una selección de alumnos para asistir al Campeonato “Magister” que tendría lugar en una provincia castellana, pero como coincidía con los exámenes de Matemáticas, no me decidí a participar en ellos en la especialidad de lanzamiento de peso. Además exigía una serie de gastos de vestuario que no me podía permitir. El ganador de aquel torneo logró peor marca que la que yo había tenido en las pruebas físicas finales que hicimos la primera y única vez que pisamos el recinto deportivo. Como consecuencia de mi renuncia, al recibir la papeleta me encontré con un suficiente que produjo una reducción de la media esperada. Me había dado clases en el Instituto y era natural de Bricia.

Por el momento, de las dieciséis asignaturas que teníamos, conocía la nota de la mayor parte de ellas más de la mitad y con la media en torno al notable. De seguir así, no me sería difícil entrar en la bolsa del acceso directo. Llegados los exámenes finales, había asignaturas en las que por la nota media obtenida estaba seguro poder pasarlas incluso con nota alta, en tanto que en otras tenía cierta desconfianza, más por la falta de seguridad en mí cuando contrastábamos dentro de la pandilla de compañeros y amigos las soluciones o respuestas a que habíamos llegado. Puede decirse que confiaba en alcanzar la media exigible para el acceso directo, meta que me había marcado desde el inicio de los estudios, pero en ocasiones, me entraban mis dudas.

La última prueba realizada fue la de Didáctica de la Historia y consistió en el análisis y comentario de un texto antiguo sobre el que tuve que aplicar las técnicas aprendidas con la Sra. Montero en la asignatura de Didáctica de la Literatura y de David Ruiz González en el Instituto de Llanes, donde sentó cátedra, nunca mejor dicho. Procuré organizar la redacción primero, para evitar repeticiones o redundancias y hacerla fácil de leer, cosa que debió de agradecer la profesora, Rosario Piñeiro Peleteiro, con un notable de media.

Las pruebas de música fueron prácticas de acompañamiento con la flauta dulce y partitura con el profesor al piano. No sé cómo pudieron mis dedos acertar a tapar los agujeros debidos, de los nervios que entraban, pero la mayoría estábamos igual. Recuerdo el sarcasmo en la cara sonriente de D. Manuel y también la de satisfacción cuando me vio tranquilo ya a media sonata. Como dato curioso, el curso anterior, primero, fue el de inicio suyo como profesor y recuerdo a decir de los que entonces cursaban segundo, el choque que supuso para ellos iniciarse con la flauta y la lectura por solfeo de una partitura. Parece ser, eso contaban, que hasta entonces, la titular de Música era una profesora con acentuada sordera que les mandaba cantar una canción asturiana y, podemos imaginar cuál era la más repetida. Pero daba igual cómo se entonase; ella únicamente debía de escucharse a sí misma, y algunos que otros, por hacerse los graciosos, se limitaban a abrir la boca y mover los labios, pero acababan recibiendo el consabido parabién de la profesora.

En resumen, que no se podía hablar de asignaturas “marías” , término escuchado por mí con bastante posteridad. Aparte de las dieciséis asignaturas, alguna de ellas, como Música, estaba dividida en parte práctica y parte de audición y reconocimiento de obras clásicas de la Historia de la Música; para Trabajos Manuales con la Srta. Chefi, Mª Josefa López Lebe, se encargaba de explicar la teoría y otra profesora nos dirigía en los trabajos prácticos; en la clase de Dibujo, se dividió la materia en parte plástica de dibujo lineal centrado en los distintos tipos de perspectiva y otra parte dedicada al estudio y comentario de obras clásicas de pintura, escultura y arquitectura; las clases de Prácticas, por último, se basaban en las prácticas propias en las aulas anejas y el aprendizaje de la redacción de distintos documentos oficiales, que algún día podríamos necesitar en el transcurso de nuestra docencia. Os aseguro, que me fueron de mucha importancia dado el mundo burocrático en el que nos movíamos, tanto para mí como para los propios alumnos y familiares a la hora de solicitudes, certificaciones, currículos, actas, registros, concursos de traslados, copias literales de documentos y hasta peritajes de firmas dubitadas, llegado el caso.

No es de extrañar, para aquel tiempo, no tan lejano, que la presencia de un maestro en el pueblo venía a aportar algo más que la enseñanza. Se decía que en los pueblos había tres autoridades importante aparte del alcalde: el cura, el médico y el maestro. Puedo asegurar, que existen otras muchas personas no menos importantes, imprescindibles, con otra perspectiva que la de aquel momento.

Pero el sentir de la generalidad de mis compañeros más habituales por lo que comentábamos se centraba en la prueba de Prácticas en el Colegio de la Gesta, ante un tribunal desconocido y unos niños resabiados de tantos aprendices de maestro que habían pasado por las aulas a lo largo de su vida escolar. Esta primera prueba se completaría con otra segunda desarrollada en el patio.

Otros profesores aparte de los citados eran nuevos:
El profesor de Matemáticas modernas era de Mieres, pero no recuerdo su nombre. Nos enseñó de forma agradable la Didáctica de las Matemáticas Modernas y fue un alivio no tener que depender de la profesora Fraga, verdadero hueso difícil de roer para los que fueron sus alumnos, no tanto por la forma de explicar, como por el carácter y trato que daba a los alumnos.

“Carrito” fue profesor de Didáctica de la Física y Química, nombre que se le aplicó por repetir esa palabra-comodín en sus explicaciones de Dinámica de la Física. Tuvo la novedad de poner el énfasis de la asignatura en lo que decía el título, al sacarnos uno por uno a explicar en el encerado las Unidades Didácticas. El contenido ya nos era conocido, por lo menos, a quienes habíamos elegido el Bachiller de Ciencias.

Fraga, profesor de Organización Escolar y en el curso anterior de Didáctica General, era director del Colegio de Ventanielles, nos puso al día en la nueva Ley de Educación que nos tocaría aplicar en nuestras aulas.

La señora Concepción Pérez Montero nos dio las clases de Didáctica de la Literatura con mucha calidad, de modo que, a pesar del exceso de datos de obras y autores, nos resultó comprensible y útil.

La profesora de Pedagogía, que el curso primero nos dio la Historia de la Pedagogía y supo estar al día en didáctica aplicada. Había ejercido con anterioridad en una universidad de América del Sur.

La profesora de Francés, María Petra Medrano era una joven, no sé ahora si nacida o simplemente estudiante en Francia que, a pesar de dar la clase en francés, con su carácter y orden fue capaz de hacer la clase atrayente.

La “Chefi”, nos dio de nuevo las clases por el mismo libro que teníamos en el curso anterior. Se trataba de un ladrillo intitulado: “Trabajos manuales y Labores del hogar” en el que por igual te explicaba cómo se hacía una vidriera, un sobre de correos o una paella valenciana. Era un libro de folios encolados por el lomo que al abrirlo se escapaban, circunstancia que más de uno aprovechó para copiar en el examen, sentados sobre ellas, cosa fácil ya que la Chefi no tenía costumbre de levantarse de su cátedra en toda la hora. Era fácil presa de la adulación por algún mozarro que la ensalzaba tanto en cuanto al saber como al físico, por supuesto con delicadeza, y con esa industria lograba que redujera el temario de examen o que lo aplazara. El resto la vitoreábamos hasta el punto exacto, antes de que se cayese del guindal y explotara en una ira de difícil contención; entonces, no solo no reducía temario, sino que añadía páginas y sin sonar el timbre salía toda alterada. Pero al día siguiente llegaba sin odios ni reparos y hasta era posible reducirla con buen tacto para no caer en el mismo torco.

Tenía otra profesora tan joven como alguno de nosotros, algo así como profesora en prácticas, que se encargó de enseñarnos distintas tareas manuales que apliqué en mis clases de papiroflexia, barro, cestería, impresión, encuadernación, marquetería, pirografía, repujado de cuero y estaño, entre otras muchas más.

Recuerdo al profesor de Política como “Makarenko”, por las continuas relaciones que en sus explicaciones hacía del pedagogo ruso, Antón Makarenko y porque era un tanto chocante para la época que vivíamos, tan siquiera mencionarlo como modelo pedagógico. Por las referencias que hacía de sus teorías noté un cierto corte con la ideología hasta entonces ensalzada en la formación del espíritu nacional del instituto.

El profesor de Religión era un cura joven del Seminario que vestía de paisano. Le llamaban el “Samaritano” y se contaba que estaba volcado en ayudar a las personas necesitadas, hasta el punto de visitarlos en sus humildes hogares y regalarles sus ropas de invierno y hasta volver al seminario descalzo. Eso se decía en su favor y por ello le aprecié.

El paso inexorable del tiempo y el extravío de mis cuadernos hace que no recuerde el nombre de la mayor parte de los profesores ni de compañeros incluso de los que compartía momentos de estudio, de recreos o clases libres en las que salíamos al parque a repasar para la siguiente o para los exámenes.