El Real Sitio de Covadonga representa, desde tiempos pretéritos, un lugar de peregrinaje para los asturianos. Es el “Camín Jacobéu”, salvando las diferencias, más visitado después del auténtico.
Mi
abuela María se había prometido recorrerlo a pie para agradecerle a
la Santina el día en
que
sus dos
hijos
hubiesen regresado del frente sanos y salvos, aunque mucho lo había
hecho durante los tres años que duró la contienda, a la Magdalena,
que es patrona de Parres, Santa Marina, San Antón y virgen
Guadalupana que tenía más cerca. Me imagino ahora cómo se
sentiría, entre contenta por no haberlos
perdido en aquella barbarie, a la vez que apenada por la falta
de
otros familiares y allegados no menos queridos por ella. Estos
recuerdos se los escuché
narrar
en aquellas reuniones
con
los
hijos que habían podido estar presentes y los respectivos nietos, y
que se repetía cuando se volvían a juntar con alguno de los hijos
que se habían establecido allende los mares.
Cuando
mi padre regresó
licenciado del servicio
obligado de seis años y medio, mi abuela y otras amigas suyas
pusieron fecha para hacer el camino de Covadonga, sin contar con la
opinión suya,
por
lo que no
podrían
haber elegido peor día.
El
día anterior, mi padre había estado bajando cargas de rozu de la
cuesta el Pindal, hasta la noche atapecida.
Así que al día siguiente, domingo, no tenía demasiadas ganas de
hacer tal caminata y
la madre
arrancó sin
él.
Mi padre le prometió ir en cualquier otro momento, de lo que doy fe
que cumplió con
creces.
Para
mí, como crío que era, viajar a Covadonga suponía toda una
aventura, por lo lejos que me parecía.
Había
yo ido a llevar las vacas al pradón de Mañanga, como en días
anteriores. Por entonces teníamos una vaca recia e indómita,
apodada la Turca por su anterior dueño, Manuel Mijares,
vecino de Tamés a quien se la habíamos comprado. Era tal su genio y
dotes de líder que hacía de cabestro y arrastraba tras ella al
pequeño rebaño que teníamos, excepción hecha con la burra que, a
pesar del nombre, demostraba mayor nobleza e inteligencia que toda la
manada junta. La cuadrilla se dejó llevar por la Turca y la
siguieron al trote, camino abajo hasta los abrevaderos de la fuente
Patica. ¡Cuántas veces he visto entre los humanos tal proceder!, si
bien, hoy razono que en esa situación, estaban en el derecho de
beber si sentían sed, antes de que yo las encerrase en el pradón.
por muy buen pasto que allí les esperase. Aprovecharé para beber yo
también en el peyu de la fuente.
En
la fuente estaban Aurorita y José Manuel del
Dago Granda, dos hermanos que vivían en la casería Los
Carriles, y cogían agua del pequeño cuenco que el agua había
labrado y pulido en la caliza con forma de una huella de pie, de lo
que ahí viniese el nombre de Patica con el que se la conoce.
La
niña era un año menor que yo y el niño tres y yo trataba
ocasionalmente con ellos cuando iba a la finca con el ganado o en la
época de la hierba, porque siempre se les veía ocupados en las
tareas antes que jugando. Además acudían a la Escuela de La Pereda
que les caía más a mano que la de Parres.
Yo
sentía verdadera admiración cuando los veía con un rebaño de
becerras, que controlaban a voces en la distanciaa y hacían eco en
los montes o a la carreras para atajarlas por los prados colindantes
al camino. Solía yo ir a estar con ellos en la corralada de su casa,
pero me quedaba atascado en la portilla por los perros que me
ladraban sin tregua. Salían ellos a abrirme y me mandaban entrar sin
miedo. Pasada la corralada, se cruzaba el camino hacia los bosques
con un torrente que con el deshielo traía buen caudal y se
atravesaba por un puente fabricado con los puntales de la última
tala de eucaliptos. En la otra orilla, disfrutaba hozando y gruñendo
una piara de cerdos con sus retoños y cerca del bosque un rebaño de
ovejas y sus corderos ponían unas notas musicales con los lloqueros.
Llegados
los calores de junio salían los primeros enjambres de las colmenas
que Miguel del Dago, el padre de mis amigos, había
puesto al otro lado de la carretera, al abrigo del cueto y para que
libasen de los manzanos e higueras y así favoreciesen la
polinización. Recuerdo a Aurorita llamar a voces a sus hermanos
cuando comprobaba que estaba uno a punto de emprender el vuelo, para
que la ayudasen a retenerlos. Al poco, a los gritos de Aurorita, se
sumaban los de José Manuel y los de Emiliano, el mayor de los
tres hermanos. Con voces bien moduladas y el sonido rítmico y bien
orquestado de una teja, una sartén y una lata que tañían entre los
tres, hacían posar el enjambrazón sobre la caña de cualquier
manzano. ¡Cómo no iba yo a admirarles, con el control que tenían
sobre el medio en el que se movían!
Creo
que era por septiembre. El cura, D. Luis Bolonio, había
anunciado en la misa una excursión a Covadonga. Unos días antes del
viaje, aprovechando una de mis visitas por los Carriles, yo los animé
a ir y Elena Granda, la madre de mis amigos, les dio
permiso si podía confiar en que yo me ocupase de ellos, al ser algo
mayor. Así se lo prometí que no los dejaría solos ni a sol ni a
sombra durante todo el viaje.
Llegado
el día, Aurorita y José Manuel, junto con sus padres, acudieron a
la salida de los Autocares Mento, que
esperaban en el barrio los Romeros, subidos en el carro del caballo.
Estaba
a punto de cumplir los ocho años. Los ojos se me iban por la
ventanilla mirando el paisaje durante todo el recorrido. Pasado el
pueblo de Lloviu y sin llegar al de Margolles, había otro lugar cuyo
nombre ahora no soy a precisar, por las muchas reformas que se
hicieron en la C.N-634, desde entonces. Recuerdo unas casas y una
bolera, donde en aquel momento los parroquianos jugaban a la
cuatriada. Apenas rebasado la bolera, se comenzó a escuchar un ruido
rítmico en la parte trasera del autocar. El conductor lo paró al
instante y se bajó a mirar lo que ocurría, pensando quizás que
habíamos pinchado. Se subió por la puerta de embarque delantera y
nos mandó bajar a todos pie en tierra, puesto que había que
desmontar las dos ruedas derechas traseras, pues una bola se había
encajado entre ellas. Con la ayuda de alguno de los viajeros y una
palanca que sacó del cajón de herramientas, después de una larga
hora, se pudo continuar viaje.
En
las subidas, el viejo coche hacía un ensordecedor ruido dentro del
habitáculo, puesto que el motor estaba justo entre el asiento del
conductor y la puerta de entrada.
Durante
la semana, aquella líneas de Sacramento de la Llana hacían el transporte de
pasajeros y mercancías desde los pueblos a Llanes y Posada los
martes y viernes, respectivamente para los mercados. Se subía a la
baca por una escalerilla a colocar los sacos y los cestos de las
mercancías. Incluso, había dispuestos unos bancos de madera sobre
los que se sentaban los pasajeros más atrevidos o inconscientes por
el peligro que suponía con el mal estado de las rutas por donde
transitaban. Ni había leyes que impidiera tampoco ir subido a la
escalerilla o en los pescantes laterales. Por las fotos que existen
de aquel acontecimiento, pudiera ser cercano al centenar el número
de participantes, por lo que habrían de ser cuando menos, dos
vehículos, cosa que ahora no puedo asegurar.
Pasado
el pequeño túnel de roca que hay antes de llegar al sitio, el motor
parecía no poder más. El conductor, echó la galga y la chavalería
y más jóvenes se bajaron para perder peso y a la vez empujar. Al
final llegamos. La misa estaba a punto de comenzar y la mayoría se
acercaron a la Cueva para asistir a ella.
Sin
soltar la pequeña saca con la comida, recorrí junto con mis dos
pupilos todos los rincones de la esplanada, siempre sin dejar de ver
los autocares, no fuera a ser que se marchasen sin nosotros.
Visitamos la Basílica, la estatua de Don Pelayo, las fuentes de los
jardines y subimos hasta el sitio de la “campanona”, bajo la cual
comimos los bocadillos de tortilla. Después bajamos por las
escaleras junto al pozo, en el momento que se encontraba reunido el
grupo para sacarse la foto de rigor. En un puesto de chucherías
junto a los autocares que habían bajado de vacío, compramos con las
cinco pesetas que me habían dado los padres de mi amigos para
compartir, una bolsa de caramelos que repartimos equitativamente
entre los tres. Es todo lo que recuerdo de aquel viaje que mezclo con
otro más salido con posteridad también propuesto desde la
catequesis con D. Luis Boloño.
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