viernes, 24 de enero de 2014

20.- Viaje de iniciación





El Real Sitio de Covadonga representa, desde tiempos pretéritos, un lugar de peregrinaje para los asturianos. Es el “Camín Jacobéu”, salvando las diferencias, más visitado después del auténtico.

Mi abuela María se había prometido recorrerlo a pie para agradecerle a la Santina el día en que sus dos hijos hubiesen regresado del frente sanos y salvos, aunque mucho lo había hecho durante los tres años que duró la contienda, a la Magdalena, que es patrona de Parres, Santa Marina, San Antón y virgen Guadalupana que tenía más cerca. Me imagino ahora cómo se sentiría, entre contenta por no haberlos perdido en aquella barbarie, a la vez que apenada por la falta de otros familiares y allegados no menos queridos por ella. Estos recuerdos se los escuché narrar en aquellas reuniones con los hijos que habían podido estar presentes y los respectivos nietos, y que se repetía cuando se volvían a juntar con alguno de los hijos que se habían establecido allende los mares.

Cuando mi padre regresó licenciado del servicio obligado de seis años y medio, mi abuela y otras amigas suyas pusieron fecha para hacer el camino de Covadonga, sin contar con la opinión suya, por lo que no podrían haber elegido peor día.
El día anterior, mi padre había estado bajando cargas de rozu de la cuesta el Pindal, hasta la noche atapecida. Así que al día siguiente, domingo, no tenía demasiadas ganas de hacer tal caminata y la madre arrancó sin él. Mi padre le prometió ir en cualquier otro momento, de lo que doy fe que cumplió con creces.

Para mí, como crío que era, viajar a Covadonga suponía toda una aventura, por lo lejos que me parecía.
Había yo ido a llevar las vacas al pradón de Mañanga, como en días anteriores. Por entonces teníamos una vaca recia e indómita, apodada la Turca por su anterior dueño, Manuel Mijares, vecino de Tamés a quien se la habíamos comprado. Era tal su genio y dotes de líder que hacía de cabestro y arrastraba tras ella al pequeño rebaño que teníamos, excepción hecha con la burra que, a pesar del nombre, demostraba mayor nobleza e inteligencia que toda la manada junta. La cuadrilla se dejó llevar por la Turca y la siguieron al trote, camino abajo hasta los abrevaderos de la fuente Patica. ¡Cuántas veces he visto entre los humanos tal proceder!, si bien, hoy razono que en esa situación, estaban en el derecho de beber si sentían sed, antes de que yo las encerrase en el pradón. por muy buen pasto que allí les esperase. Aprovecharé para beber yo también en el peyu de la fuente.
En la fuente estaban Aurorita y José Manuel del Dago Granda, dos hermanos que vivían en la casería Los Carriles, y cogían agua del pequeño cuenco que el agua había labrado y pulido en la caliza con forma de una huella de pie, de lo que ahí viniese el nombre de Patica con el que se la conoce.
La niña era un año menor que yo y el niño tres y yo trataba ocasionalmente con ellos cuando iba a la finca con el ganado o en la época de la hierba, porque siempre se les veía ocupados en las tareas antes que jugando. Además acudían a la Escuela de La Pereda que les caía más a mano que la de Parres.
Yo sentía verdadera admiración cuando los veía con un rebaño de becerras, que controlaban a voces en la distanciaa y hacían eco en los montes o a la carreras para atajarlas por los prados colindantes al camino. Solía yo ir a estar con ellos en la corralada de su casa, pero me quedaba atascado en la portilla por los perros que me ladraban sin tregua. Salían ellos a abrirme y me mandaban entrar sin miedo. Pasada la corralada, se cruzaba el camino hacia los bosques con un torrente que con el deshielo traía buen caudal y se atravesaba por un puente fabricado con los puntales de la última tala de eucaliptos. En la otra orilla, disfrutaba hozando y gruñendo una piara de cerdos con sus retoños y cerca del bosque un rebaño de ovejas y sus corderos ponían unas notas musicales con los lloqueros.
Llegados los calores de junio salían los primeros enjambres de las colmenas que Miguel del Dago, el padre de mis amigos, había puesto al otro lado de la carretera, al abrigo del cueto y para que libasen de los manzanos e higueras y así favoreciesen la polinización. Recuerdo a Aurorita llamar a voces a sus hermanos cuando comprobaba que estaba uno a punto de emprender el vuelo, para que la ayudasen a retenerlos. Al poco, a los gritos de Aurorita, se sumaban los de José Manuel y los de Emiliano, el mayor de los tres hermanos. Con voces bien moduladas y el sonido rítmico y bien orquestado de una teja, una sartén y una lata que tañían entre los tres, hacían posar el enjambrazón sobre la caña de cualquier manzano. ¡Cómo no iba yo a admirarles, con el control que tenían sobre el medio en el que se movían!

Creo que era por septiembre. El cura, D. Luis Bolonio, había anunciado en la misa una excursión a Covadonga. Unos días antes del viaje, aprovechando una de mis visitas por los Carriles, yo los animé a ir y Elena Granda, la madre de mis amigos, les dio permiso si podía confiar en que yo me ocupase de ellos, al ser algo mayor. Así se lo prometí que no los dejaría solos ni a sol ni a sombra durante todo el viaje.
Llegado el día, Aurorita y José Manuel, junto con sus padres, acudieron a la salida de los Autocares Mento, que esperaban en el barrio los Romeros, subidos en el carro del caballo.

Estaba a punto de cumplir los ocho años. Los ojos se me iban por la ventanilla mirando el paisaje durante todo el recorrido. Pasado el pueblo de Lloviu y sin llegar al de Margolles, había otro lugar cuyo nombre ahora no soy a precisar, por las muchas reformas que se hicieron en la C.N-634, desde entonces. Recuerdo unas casas y una bolera, donde en aquel momento los parroquianos jugaban a la cuatriada. Apenas rebasado la bolera, se comenzó a escuchar un ruido rítmico en la parte trasera del autocar. El conductor lo paró al instante y se bajó a mirar lo que ocurría, pensando quizás que habíamos pinchado. Se subió por la puerta de embarque delantera y nos mandó bajar a todos pie en tierra, puesto que había que desmontar las dos ruedas derechas traseras, pues una bola se había encajado entre ellas. Con la ayuda de alguno de los viajeros y una palanca que sacó del cajón de herramientas, después de una larga hora, se pudo continuar viaje.
En las subidas, el viejo coche hacía un ensordecedor ruido dentro del habitáculo, puesto que el motor estaba justo entre el asiento del conductor y la puerta de entrada.
Durante la semana, aquella líneas de Sacramento de la Llana hacían el transporte de pasajeros y mercancías desde los pueblos a Llanes y Posada los martes y viernes, respectivamente para los mercados. Se subía a la baca por una escalerilla a colocar los sacos y los cestos de las mercancías. Incluso, había dispuestos unos bancos de madera sobre los que se sentaban los pasajeros más atrevidos o inconscientes por el peligro que suponía con el mal estado de las rutas por donde transitaban. Ni había leyes que impidiera tampoco ir subido a la escalerilla o en los pescantes laterales. Por las fotos que existen de aquel acontecimiento, pudiera ser cercano al centenar el número de participantes, por lo que habrían de ser cuando menos, dos vehículos, cosa que ahora no puedo asegurar.
Pasado el pequeño túnel de roca que hay antes de llegar al sitio, el motor parecía no poder más. El conductor, echó la galga y la chavalería y más jóvenes se bajaron para perder peso y a la vez empujar. Al final llegamos. La misa estaba a punto de comenzar y la mayoría se acercaron a la Cueva para asistir a ella.



Sin soltar la pequeña saca con la comida, recorrí junto con mis dos pupilos todos los rincones de la esplanada, siempre sin dejar de ver los autocares, no fuera a ser que se marchasen sin nosotros. Visitamos la Basílica, la estatua de Don Pelayo, las fuentes de los jardines y subimos hasta el sitio de la “campanona”, bajo la cual comimos los bocadillos de tortilla. Después bajamos por las escaleras junto al pozo, en el momento que se encontraba reunido el grupo para sacarse la foto de rigor. En un puesto de chucherías junto a los autocares que habían bajado de vacío, compramos con las cinco pesetas que me habían dado los padres de mi amigos para compartir, una bolsa de caramelos que repartimos equitativamente entre los tres. Es todo lo que recuerdo de aquel viaje que mezclo con otro más salido con posteridad también propuesto desde la catequesis con D. Luis Boloño.




No hay comentarios:

Publicar un comentario