sábado, 31 de julio de 2021

149.- “La ensaladilla nacional” y otras sutilezas

 

    Siempre asocio la ensaladilla rusa con recuerdos de comidas sobre mantel a cuadros tendido en el campo recién segado. A pesar de ser un plato económico, en las casas se reservaba únicamente tanto para las fiestas de la aldea como para otras a las que solíamos acudir dentro de un corto radio de distancia, subidos al coche de san Fernando por lo cual el camino en sí mismo era una fiesta y una grata experiencia.

    Cito en el orden cronológico de celebración un tupido racimo de aquellas citas festivas:

San Antón de Parres, 17 de enero;

El Santu Ángel de la Guarda en El Mazucu, 1 de marzo;

Santu Medé de Pimiango, 3 de marzo;

San Felipe de Soberrón, 1 de mayo;

San Pedru de Pancar, 29 de junio;

El Carmín de Celoriu, 16 de julio;

El Cristu de La Portilla, 16 de julio;

Santa Marina de Parres, 18 de julio;

La Madalena de Llanes, 22 de julio;

Santiago de Posada, 25 de julio;

Santa Ana de Llanes, 26 de julio;

La Guadalupe de La Pereda, 2 de agosto;

Los Santucos Justo y Pástor de Porrúa, 9 de agosto;

Nuestra Señora de Póo, 16 de agosto;

San Roque, 17 de agosto,

La Guía 8 de septiembre en Llanes.

    Salvo a Santa Marina y a La Guía que eran consideradas días laborables festivos, acudir al resto de celebraciones dependía de que cayesen en domingo.

    Y en todas ellas me viene al recuerdo la imagen del mantel extendido sobre la pradera recién segada, conteniendo la ensaladilla rusa hecha con: patatines del huertu; mahonesa con huevos de las gallinas que muraban a su antojo; espárragos blancos y las anchoas encurtidas por Lolo Batalla en San Antón,  tachonada con aceitunas rellenas y tiras de pimientos rojos. 

    Para postre, no podía faltar la tarta de “Abelardo”, las corbatas de “Casa Junco” y el helado de “Lisardo Revuelta” que servía en su carrito de madera en una esquina del campo; por la tarde-noche se inundaba el aire con el olor de los churros recién fritos en el puesto de Dorila y Chucha; las avellanas tostadas de Sarita, Matilde y Lolina y el olor a pólvora quemada de los cohetes, petardos y restallones.

    El 18 de julio de 1971, se celebró en el campamento, el trigésimo quinto año del levantamiento con diana floreada, formación con traje de bonito y guante blanco, revista de comisario, saludo a la bandera, ofrenda al soldado desconocido, con salvas de morteros, misa solemne de campaña, y desfile de cierre acompañado por banda militar.

    Ya al borde del agotamiento por estrés y el murmullo que se traían las tripas que debían estar a punto de protagonizar por su cuenta otro levantamiento tan sonado como el que allí se celebraba, por fin nos dieron permiso para entregar al cabo cuartelero los chopos y pasar por los escusados sin más demora.

    A a mi manera y con no poca morriña quise celebrar Santa Marina y, cerrando los ojos unos segundos, traté de percibir los olores de la mi tierrinal jelechu y que por allí no llegué a topar ni por asomo. He de aclarar, que el olor a tierra seca con los aromas de las hierbas silvestres, la paja seca amontonada en los campos y los silos de trigo me son recuerdos muy gratos.

    De viernes, ya nos habían cantado a la hora de la retreta, el menú tan especial que nos esperaba para celebrar, ya ves tú, aquel triste momento del estallido de la guerra. No era la primera vez que escuchaba decir “ensaladilla nacional” y en la barra de pincheo de Vetusta, a nadie se le hubiese ocurrido etiquetarla de otro modo en el expositor.

    El menú, no tenía nada que envidiar al del mejor restaurante a pie de playa. Había una gran diferencia     con la fajina habitual en cuanto a productos, elaboración, sabor y presentación.

    Arroz con almejas, langostinos, chorizos criollos y tacos de jamón.

    Merluza en salsa verde.

    Lomo empanado y tres tarrinas de mermelada de fresa, manzana y mantequilla salada. – Dos     botellas por mesa de vino tinto del Penedés.

    Por no faltar los postres:

        . Tarta helada.

        . Pastelitos variados de hojaldre con almendra.

        . Sidra achampanada, café, chupito de coñac y un par de cigarrillos que yo intercambié con un                 compañero por dos de sus hojaldres que aún no había decidido qué hacer de ellos.


    Dieron permiso a salir del campamento y sabíamos de algunos que, poseedores de coche propio, aprovecharon para acercarse a otras localidades. Animé a Oviedo a bajar de nuevo hasta Tremp en el que esperábamos encontrar mayor movimiento de gentes y puestos de venta en la plaza.

    Por mi amigo, M. Miguel A. supe que aún quedaba asiento libre en el coche de un compañero de Oviedo. Quedó en hacerme la reserva para la salida que se gestaba para el día de la Jura de bandera. Bastaba con solicitar en la capitanía de la compañía el pase con antelación al día previsto de salida. Como me era difícil verme con dicho compañero, le dije que le avisara él por mí, en cuanto lo viese por la compañía.

    Era una aventura sin más. ¿Cómo íbamos a pensar que algo nos iba a salir mal? Aparte de esta posibilidad habían conseguido unos compañeros de magisterio, naturales de Llaviana y L’Entregu, con galones de cabo rojo, contratar un autobús de los de “Zapico” en Llangreu, pero ya estaban asignadas todas las plazas, salvo que se produjesen vacantes imprevistas por algún motivo. Me aseguraron que para final del campamento traerían no uno sino dos o los que hiciesen falta, pero que me pusiera en contacto con ellos con bastante antelación para no quedar sin plaza y saber cuántos pasajeros podían reclutar con total seguridad. Les dije que contasen ya conmigo para el regreso a casa después del finalizado el campamento, a finales de agosto.

    Por asegurar más lo del refrán "Vale más pájaro en mano que ciento volando", de lunes me puse en contacto con el dueño del coche. Era un compañero de aula en primero y segundo: J. Adolfo Flora. 

lunes, 26 de julio de 2021

148.- Callejeando por Tremp

  Nos permitían salir del campamento de Talarn los sábados y domingos sin pase con tal de vestir de “bonito”: pantalón verde de algodón, camisa de manga larga, corbata, gorra a juego con el pantalón, las botas de media caña bien embetunadas, guantes blancos sujetos al cinturón con el aguilucho destellando. Vestidos de tal guisa nos sería imposible pasar desapercibidos para la guardia militar que patrullaba la ciudad, ellos vestidos con ropas de cuartel, pero lavada “a la piedra”, por quitarle frescura al verde caqui de novato y les aportasen veteranía. 

La bajada se nos hizo larga a pie. Paramos a beber en la fuente de los siete caños de Talarn, villa situada más o menos a medio camino recorrido hasta la meta que la poníamos en la plaza de Tremp, centro comercial y social. En un puesto fijo, cual barraca de feria en el que se vendían helados en tarrinas, horchatas, granizados y otros refrescos de marca, con los que se abastecían les nens y sus mainaderas  que a esa hora del día allí se daban cita. Pedí un *cacaolat, por parecerme de más valor nutritivo y poder engañar al hambre hasta la hora del almuerzo. 

Solía tomarlo desde años va en el ambigú del “Cinemar” o en las terrazas de las cafeterías en que parábamos previo pase de la película, por no estar avezado a bebida espirituosa alguna y cómo no, por hacer gasto y poder ocupar las sillas del “Bar Palacios” de Jesús,  “Cafetería Pinín” de Armas o “Casa Ángel”, "La Gloria", "La Covadonga", Sidrería "Culetu", Bar "El Ras", "Rocamar", verdaderos iconos de la época desde los que se podía pesquisar todo el trasiego juvenil que arriba y abajo desfilaba por la calle principal, parque municipal y zonas más concurridas. Sin ningún desvío alternativo, circulaba por todas el tráfico rodado, Santander-Oviedo, además de bicis, motos o coches, también camiones de grandes dimensiones, en ambas direcciones, por lo que más de una cornisa de balconada se llevaron por delante. Las aceras, además de estrechas, estaban a ras de la calzada, así que había que compartirlas con estos vehículos que las precisaban en sus giros o al cruzarse con otros autos. No existían los móviles ni las radio emisoras portátiles, así que los agentes de tráfico municipales, daban una banderas a los conductores en el puente, para que se la entregase al otro agente que esperaba frente al ayuntamiento. 

*{Debido a la actual ventaja del internet y de la Wikipedia, sé que el origen de esa bebida está en Cataluña iniciada su elaboración y venta en 1933 por la fábrica “Latona”.} 

El desayuno ya hacía horas que había dejado sitio sobrado a nuevas aventuras culinarias por la zona de las terrazas. Acordamos poner cada uno de su bolsillo una cantidad para un fondo común con el que adquirir un variado menú en una tienda de abarrotes que cerca de allí se veía. Cada uno de los cinco que nos habíamos juntado lanzábamos una propuesta según nuestras apetencias particulares que sería muy raro que no gustasen a los demás. Como al sumar los costes de cada producto por verlo en las etiquetas del mostrador, aún no se cumplía el total de lo dispuesto en el haber comunitario, fuimos añadiendo otros productos. Las bebidas, postres y demás golosinas corrían de parte de cada cual. A una mesa de las que la misma tienda tenía sobre la acera acercamos sendas sillas plegables en que descansar y disfrutar del ágape: un fuet de casi dos cuartas que repartimos como hermanos, sendos envoltorios de  "salami", chorizón y queso, con los que rellenar dos crujientes bollos de pan por barba.  

Al otro lado de la plaza un cartel anunciaba el establecimiento “Siglo XX” que era cafetería, cine y sala de baile los fines de semana. Comprendimos sin que nadie nos lo contase, la simbiosis establecida con el estamento militar, por lo que nunca ponían impedimentos para dejar salir del campamento a la tropa, los fines de semana y a la clase de tropa y suboficiales, de diario tras finalizar el día militar. 

La policía militar vigilaba que nadie se extralimitase ni perdiese la compostura en el vestir, por lo que con el calor y la ausencia de alguna brisa en el cerrado valle trempolino se hacía insoportable. 

Pasando por alto muchas dichas y alguna que otra cuita que el tiempo se apañó en guardar cual ayalga bajo pesada losa de antigua vía romana comentaré algo que escuché a unos paisans que nos narraron cuando entablamos conversación con ellos. 

Con nuestra vestimenta que a las claras cantaba el hotel donde nos hospedábamos, no echaron más en falta que investigar de qué provincia procedíamos. Cada cual de nosotros por turno les fuimos dando cumplida noticia. Cuando preguntamos por el pueblo cercano por el que debimos pasar, uno de ellos nos explicó que Talarn, no obstante estar menos poblado en la actualidad y parecernos más rústico, seguía siendo la sede municipal del entorno, dato que hasta entonces todos desconocíamos.

Sin dejar continuar al que hacía uso de la palabra y, peor aún, cambiando de tema, intervino otro con un añadido que interpreté como la fórmula más habitual en uso de menospreciar al pueblo vecino sin ningún beneficio.

“– Los talarinos – dijo – tienen el mal aquél que se debe al agua de la fuente con los siete caños”.

Andando en el tiempo, se determinó que las cañerías del servicio de agua no deberían ser de plomo, por provocar la enfermedad conocida como saturnismo ya descubierta desde la antigüedad. Más o menos, según observé en las distintas obras por las que pasé, el uso del plomo fue sustituido progresivamente, a medida que se hacían restauraciones y nuevas viviendas; por el hierro galvanizado a partir de los años sesenta; hacia los ochenta, se extendió el uso de cobre, pero en muchas otras obras, tanto viviendas como fuentes públicas, lavaderos y abrevaderos se siguieron usando cañerías de plomo, hierro o asbesto, también de alta toxicidad, abastecidas por almacenes con alto stock de esos materiales, a precios más asequibles para el usuario o más rentables para la empresa constructora. 

La subida determinamos hacerla en un taxis Seat-1500 que al apaño encontramos aparcado justo a la salida de la villa, por el calor que hacía reverberar las áridas tierras rojizas que deberíamos atravesar hasta llegar a la entrada del campamento. En unos días se nos abonaría la soldada de 300 pesetas con la que repondríamos los excesos hechos en nuestra primera salida. 

martes, 13 de julio de 2021

147.- Los fines de semana en el campamento

 

Los fines de semana, libres de toda actividad militar, quedábamos en cada compañía a lo sumo un par de docenas de reclutas, sin contar la tropa vikinga ocupada en realizar trabajos de mantenimiento por todo el campamento; a cambio, esta mano de obra gratuita para el ejército gozaba, como ya creo haber contado antes, de ciertos privilegios como estar exentos de la gimnasia, instrucción, desfiles, teórica, tiro, pista americana; que sin lugar a dudas habrían cumplido con creces durante los tres meses de instrucción como reclutas. 

Tras el toque de retreta, quedó a nuestro cargo un cabo primera, tres hornadas anteriores a la nuestra, que había sido destinado para cumplir los cuatro meses finales del servicio. Inflado temporalmente a comandante en cumplimiento de las normativas castrenses en ausencia de otro cargo superior, no encontró mejor ocasión para elevar su ego. Me había correspondido cubrir el primer turno de “imaginaria” durante las dos primeras horas, tras el toque de silencio por lo que me pareció haber tenido suerte al no tener que cortar el horario de sueño. 

La función del imaginaria consistía en mantener en la sala dormitorio un discreto silencio y vigilar la entrada a la misma. Con el primer cambio de sábanas que tuvimos que hacer ocurrió que a más de uno le faltaba alguna de las dos piezas o la funda de la almohada. La única solución que había consistía en echar mano de las piezas de alguna de las literas vacías cuyo usuario se encontrase fuera en ese momento. Cuando llegase y notara su falta, está claro que habría de tomar “prestadas” de otra nave o “negociarlas”  en la misma lavandería. Idéntico proceder que con las gorras de instrucción; de nada servía quejarse y que te tomasen por un chivato. Cuidado especial debíamos tener con las compañías de cabos rojos que, por ser del segundo verano de campamento, mostraban gran veteranía para todo. 

El imaginaria también tenía la curiosa misión de acercar el botijo de agua fresca hasta la litera de quien lo reclamase.

– “¡Imaginaria, agua! – voceaba alguien. Iba con el agua y echaba un rato charlando con él. 

En broma, berraban desde otros rincones a la vez. Con el paso del tiempo, hasta el imaginaria más timorato hacía caso omiso; quien la necesitase de verdad debería acercarse hasta la pila del agua. Solían escucharse algunas bromas contadas con tal gracia y salero de las que era imposible no reír y coger el sueño.

Por contra, en los siguientes relevos que, con posterioridad me tocaron hacer, no se escuchaba nada salvo algunos ronquidos que paraban al instante al chascar la lengua como hacía para arrear el caballo o hacer largar a un perro. Aprovechaba la amarillenta luz de la lámpara del exterior sentado en el quicio de la entrada para leer, envuelto en la   persistente y monótona sinfonía de las impertinentes cigarras. 

Una noche, a punto estaba de finalizarse la primera guardia, cuando el imaginaria notó al trasluz de la puerta el brillo dorado de dos estrellas. 

– ¡Compañía, el oficial de guardia! – advirtió. 

En menos que canta un gallo, todos estábamos firmes al pie de nuestras  respectivas camarillas. 

El supuesto teniente  mandó que bajásemos en silencio a formar en el patio. Así lo hicimos cada uno con lo puesto, las zapatillas de gimnasia y la gorra de instrucción.  

Al fresco de la noche nos tuvo en formación de firmes hasta que le pareció  prudente que regresáramos a recobrar el sueño perdido. En el primer momento, pensé que quizás formase parte del entrenamiento en el cumplimiento de las normas que nos habían ya explicado, pero después todos supimos que el supuesto teniente no era otro que un cabo primera que hacía el primer turno y que se trataba de una novatada para lo que había tomado la gorra del teniente que se encontraba libre de servicio.  

Si un mando que debe respetar y hacer respetar las buenas normas, aprovecha los galones para intimidarlos y reírse de ellos, pierde todo el respeto, abre la puerta al desprestigio ante los demás y tarde o temprano acaba recibiendo su merecido.  

En el intervalo como de media hora que allí nos tuvo, alguien se la estaba preparando a él. 

Mieres, aprovechando que su litera ocupaba el rincón más oscuro y alejado de la salida desde la que el falso teniente nos instaba a bajar, se hizo el rezagado y entró al dormitorio de los cabos que quedaba debajo de la terraza. Había tres camastros, tan solo uno de los cuales estaba deshecho, por lo que dedujo que le pertenecería al cabo primero que nos estaba "puteando". Los otros dos estaban sin usar; sus dueños estaban a punto de llegar para el relevo de la guardia.  

Cuando ya estábamos todos en nuestras respectivas literas, se escucharon las risas de los dos cabos primera que acababan de llegar y escucharon a su compañero lanzar improperios y exclamaciones de toda guisa, cuya escritura no creo procedente expresar aquí, mientras retiraba las meadas sábanas de su camastro.

Tardó un tiempo en molestarnos y de igual forma, le volvió a salir mal la jugada, como ya contaré en otro momento..  

Ese mismo fin de semana, el sonido de una gaita me emocionó tanto que no eché tiempo en acudir a su reclamo. A la sombra de unos almendros encontré a Mieres acompañado por un grupo musical que con sus voces, palmas y un par de guitarras, le hacían coros. Me uní a ellos, primero acompañando la letra del himno asturiano que salía del puntero de la gaita grillera y ya, cuando me sentí cómodo en aquel grupo, saqué la “Preciosa” de Honner y arranqué con el “Viva Parres”; como pareció ser agrado de todos, sin pausa alguna, continué con los sones del pericote llanisco. 

Cuando miré a la luna que en ese momento iluminaba la terraza, la vi borrosa que me sonreía y le sonreí también.