Máquina de maniobras
Los
trenes hacían de reloj en las aldeas. Con insistentes y alargados
silbidos, pedían entrada en la estación, a su llegada por Pancar o
por Póo, al mediodía o al anochecher y anunciaban la salida de la
estación por la mañana, en ambos sentidos. Poníamos fe ciega en la
exactitud de los pitidos de los trenes, porque tampoco la precisión
horaria era tan importante, salvo para tomar uno de ellos. No en
todas las casas se
disponía
de un reloj.
Así
es como
desde todas las aldeas sabíamos, cuándo eran las siete menos diez,
momento en el que salía el primer tren
hacia Oviedo.
Le seguía el de las ocho menos veinte, hacia Santander. A las once y
media, llegaba el mercancías de Santander y, a las doce en punto
arrancaba para Oviedo. A las doce y media llegaba el viajeros de
Oviedo. Tras el consiguiente cambio de máquina, continuaba a
Santander, a la una menos cuarto. Por la tarde, otros tantos pitidos
nos avisaban del caminar del día, hasta la llegada de los trenes
procedentes de las dos capitales de provincia que pernoctaban en la
estación, entre las nueve y media y las diez de
la noche.
Los cambios de máquina se debían a que la gestión del tráfico
entre las dos capitales de provincia, estaba en manos de dos empresas
distintas: "Ferrocarriles del Cantábrico", entre
Llanes
y
Santander y "Ferrocarriles Económicos de Asturias" entre
Llanes
y
Oviedo.
En
la estación de Llanes había una diversidad de empleados
ferroviarios: maquinistas, fogoneros, factores, engrasadores,
guardagujas, guardabarreras, personal de consigna, mozos de estación,
maleteros, cargadores, limpiadoras y cantineros. Por encima de todos
ellos, estaba
el
Jefe de Estación con
toda la
responsabilidad que llevaba
sobre sus hombros.
El
tren de viajeros se componía de la máquina de vapor, cinco unidades
de pasajeros, un furgón de mercancías de gran velocidad y el furgón
de cola, especialmente diseñado para Correos.
Me
encantaba observar cómo ejecutaban las maniobras, especialmente el
giro a manivela de la máquina en la plataforma, en la zona de los
hangares y del taller donde las
revisaban
y
mantenían por las noches,
siempre con su caldera encendida
y a
punto para salir. De
su
vientre de hierro salían gorgoritos y bufidos por las válvulas de
seguridad como si padeciese de pesada digestión o le diese la tos
como a un empedernido fumador, lanzando volutas de
negro humo por
la chimenea.
Llevábamos
en
préstamo de Saturno Gutiérrez González, tío
carnal
de
mi padre, una finca en el alto de Tieves, cerrada con muro al camino
del
oeste y
por inaccesibles
castrizales
el resto de los lindes. Llevábamos allí las vacas a pastar, porque
era menos
costoso que
segarla
y traer el verde hasta casa. En varias ocasiones me quedé solo
cuidándolas para que no saltasen
el muro a pastar en las demás fincas que
había en abertal.
Además,
muy cerca del huerto
había una oquedad
sobre el techo
del túnel, por la que salía, al paso de las máquinas de vapor, una
nube de humo. A mí me daba miedo, pues era lo más parecido que para
mí representaba la descripción que nos había hecho el maestro
sobre el Vesubio, por
el dibujo mostrado
en
la
enciclopedia "Álvarez". Me preocupaba especialmente que la
Turca, vaca bastante impredecible que tenía
bien aprendido levantar
los cierres de las portillas, se escapase y se
cayese por
aquel bufón,
como ya había ocurrido según
me
previnieron,
quizás
para que las sobrevigilase.
Si
cuento ahora que yo tenía ya un reloj de pulsera, parecerá una
contradicción con lo esperado
desde el comienzo
de esta narración.
Era
un reloj
de
pulsera y forma rectangular
con
correa negra. Un reloj con una historia
aparejada
que
nunca podré olvidar:
A
mi padre, con dieciocho años, lo
habían alistado para el frente con el ejército rebelde y
cuando ocurrió
la toma de Alicante, su compañía fue
destinada
a vigilar
el
campo de concentración de Albatera Catral, donde tenían recluidos a
soldados, oficiales y principales mandos republicanos
que no habían tomado el
supuesto barco
que
los recogería en
el puerto de Alicante. Al
verse acorralados, tiraron las armas al mar para que no fueran usadas
por el enemigo. La
vida en
el campo de "Los Almendros" era
inhumana. Sólo se puede uno hacerse vaga idea al ver las películas que
tratan del tema en otras guerras menos lejanas en el
espacio y en el tiempo. A la falta de higiene y de sanidad se sumaba
la falta de alimento suficiente para resistir la ignominia a la que
se vieron sometidos. El nombre
le venía por
el
gran plantío de almendros
que
allí
hubo
antes de construir
los pabellones y los
forzados
inquilinos aprovecharon, a falta de los frutos, las
hojas
que
cocían junto
con la
alfalfa
y otras hierbas que por
allí
quedaban.
Algunos
soldados,
como mi padre, se compadecían de ellos y les daban, a escondidas de
los mandos, el escaso pan que ellos
mismos recibían.
Les
llevaban
a
escondidas matas
de alfalfa que crecían fuera de las alambradas para,
en una lata sobre tres piedras hacer un caldo y preparar
una sopa
con
los mendrugos de pan que conseguían.
Cada
dos días llegaba
el camión del suministro: una lata de sardinas
para tres personas y un chusco de pan para dos; eso si al llegarle
a uno el
turno en la cola, no dijesen
que se
había
acabado. Como eran conscientes del destino que les esperaba, no tenían ningún apego a
los objetos de valor que habían logrado conservar.
Los
soldados, a cambio de la ayuda prestada, recibían relojes, cámaras,
plumas estilográficas, carteras de piel con “Belarminos”, sin
ningún valor ya, petacas, botas, cinturones y restos de la
indumentaria militar, como cintos, botas y guantes.
Muy
pocos rechazaban los obsequios ante la insistencia de los presos en
lograr algo que llevar a la boca, a pesar de estar también prohibida
cualquier relación con ellos. Los había tan desalmados que, bajo el
pretexto de examinar el objeto del trueque, se lo quedaban sin darles
nada a cambio. Al poco tiempo, sólo les quedaba una toalla para
cubrirse. Las camisas pendían de las alambradas a la intemperie para
desalojar a los piojos atrincherados en las costuras.
Mi
padre solía reservar el chusco del mediodía para cubrir el tedio de
las largas guardias y engañar el hambre, miga
a miga,
hasta la hora de la cena. Uno
de los compañeros de
su escuadra le mostró el
reloj
que había
conseguido en trueque con el chusco del mediodía y
le
propuso cambiárselo por el chusco de pan. A mi padre, en
el
primer día de guardia que hacía en el campo le pareció chocante
tan
ventajosa propuesta para él,
pero
aceptó. Al rato
regresó el soldado exhibiendo una cámara de fotos con su
estuche
de cuero que había canjeado por el chusco que
mi padre le acaba de entregar.
Aquel
reloj acabó en uno de los cajones del armario junto con el tubo
metálico del termómetro clínico y la caja de la jeringuilla de
cristal con tres tamaños de agujas envueltas en papel engrasado. Se
me ocurrió prenderlo en la muñeca, oculto bajo el jersey y llevarlo
conmigo a Tieves.
Estación de Llanes
Con él podía controlar el tiempo corriendo desde la finca hasta la estación y después en el regreso. Nada más quedarme solo, cerré los portillos con cañas y cádavas que encontré por los alrededores y, como alma que persigue el diablo, llegué hasta la estación. Tenía tiempo suficiente para ir a ver los trenes, antes de que llegase mi madre con la comida para mí y para mi padre que trabajaba en la fábrica "Lactosa", en San Antón.
Me senté encima del talud que hay enfrente a la estación para observar el ir y venir de las locomotoras de maniobras y operarios.
En el andén, "Tarrana", mote que le venía por la acusada cojera que sufría, empujaba un carro de reparto cargado de bultos hasta la consigna. Era hermano de D. Ricardo, Jefe de la estación. Había obtenido el permiso de maletero autorizado, cosa bastante difícil de conseguir, no únicamente por el parentesco con el jefe, si no, lo más importante, por la hazaña que había protagonizado: Había evitado que un tren de mercancías chocase contra otro de pasajeros que estaba aparcado en las vías y dispuesto para salir en cuanto el otro entrase por otra vía paralela. Se dio cuenta que las agujas estaban sin cambiar cuando sintió los silbidos de aproximación del mercancías en los pasos de la Paz. Corriendo cuanto le permitían sus mermadas capacidades físicas, pudo llegar hasta el mando de la aguja y hacer el desvío hacía otra vía vacía, segundos antes de que las ruedas de la máquina llegasen al límite.
Miré el reloj y comprobé que se me había ido el santo al cielo. Temí que las vacas y el burro se hubiesen escapado. Aquel mismo día, al ponerme a retirar las cañas de la portilla, se me cayó al suelo el cristal y comprobé que también le faltaba el minutero. Por más que rebusqué entre las argañas no fui a dar con él, así que desde entonces, marcaría únicamente las horas y para eso, ya tenía el sol, los trenes y el campanario, que a él dedicaré el próximo capítulo, y lo devolví al cajón del armario de la sala. No tardé demasiado en contarlo a mis padres. A cambio, por la sinceridad, no recibí reprimenda, pero cuando hago este escrito, me vienen a la memoria otros muchos objetos que pasaron por mis manos y de los que no me quedan ya referencias de lo que fue de ellos.
Estación de Vidiago
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