sábado, 11 de enero de 2014

14.- Mi primer reloj


 
Máquina de maniobras

Los trenes hacían de reloj en las aldeas. Con insistentes y alargados silbidos, pedían entrada en la estación, a su llegada por Pancar o por Póo, al mediodía o al anochecher y anunciaban la salida de la estación por la mañana, en ambos sentidos. Poníamos fe ciega en la exactitud de los pitidos de los trenes, porque tampoco la precisión horaria era tan importante, salvo para tomar uno de ellos. No en todas las casas se disponía de un reloj.
Así es como desde todas las aldeas sabíamos, cuándo eran las siete menos diez, momento en el que salía el primer tren hacia Oviedo. Le seguía el de las ocho menos veinte, hacia Santander. A las once y media, llegaba el mercancías de Santander y, a las doce en punto arrancaba para Oviedo. A las doce y media llegaba el viajeros de Oviedo. Tras el consiguiente cambio de máquina, continuaba a Santander, a la una menos cuarto. Por la tarde, otros tantos pitidos nos avisaban del caminar del día, hasta la llegada de los trenes procedentes de las dos capitales de provincia que pernoctaban en la estación, entre las nueve y media y las diez de la noche. Los cambios de máquina se debían a que la gestión del tráfico entre las dos capitales de provincia, estaba en manos de dos empresas distintas: "Ferrocarriles del Cantábrico", entre Llanes y Santander y "Ferrocarriles Económicos de Asturias" entre Llanes y Oviedo.
En la estación de Llanes había una diversidad de empleados ferroviarios: maquinistas, fogoneros, factores, engrasadores, guardagujas, guardabarreras, personal de consigna, mozos de estación, maleteros, cargadores, limpiadoras y cantineros. Por encima de todos ellos, estaba el Jefe de Estación con toda la responsabilidad que llevaba sobre sus hombros.
El tren de viajeros se componía de la máquina de vapor, cinco unidades de pasajeros, un furgón de mercancías de gran velocidad y el furgón de cola, especialmente diseñado para Correos.
Me encantaba observar cómo ejecutaban las maniobras, especialmente el giro a manivela de la máquina en la plataforma, en la zona de los hangares y del taller donde las revisaban y mantenían por las noches, siempre con su caldera encendida y a punto para salir. De su vientre de hierro salían gorgoritos y bufidos por las válvulas de seguridad como si padeciese de pesada digestión o le diese la tos como a un empedernido fumador, lanzando volutas de negro humo por la chimenea.
Llevábamos en préstamo de Saturno Gutiérrez González, tío carnal de mi padre, una finca en el alto de Tieves, cerrada con muro al camino del oeste y por inaccesibles castrizales el resto de los lindes. Llevábamos allí las vacas a pastar, porque era menos costoso que segarla y traer el verde hasta casa. En varias ocasiones me quedé solo cuidándolas para que no saltasen el muro a pastar en las demás fincas que había en abertal. Además, muy cerca del huerto había una oquedad sobre el techo del túnel, por la que salía, al paso de las máquinas de vapor, una nube de humo. A mí me daba miedo, pues era lo más parecido que para mí representaba la descripción que nos había hecho el maestro sobre el Vesubio, por el dibujo mostrado en la enciclopedia "Álvarez". Me preocupaba especialmente que la Turca, vaca bastante impredecible que tenía bien aprendido levantar los cierres de las portillas, se escapase y se cayese por aquel bufón, como ya había ocurrido según me previnieron, quizás para que las sobrevigilase.
Si cuento ahora que yo tenía ya un reloj de pulsera, parecerá una contradicción con lo esperado desde el comienzo de esta narración.
Era un reloj de pulsera y forma rectangular con correa negra. Un reloj con una historia aparejada que nunca podré olvidar:
A mi padre, con dieciocho años, lo habían alistado para el frente con el ejército rebelde y cuando ocurrió la toma de Alicante, su compañía fue destinada a vigilar el campo de concentración de Albatera Catral, donde tenían recluidos a soldados, oficiales y principales mandos republicanos que no habían tomado el supuesto barco que los recogería en el puerto de Alicante. Al verse acorralados, tiraron las armas al mar para que no fueran usadas por el enemigo. La vida en el campo de "Los Almendros" era inhumana. Sólo se puede uno hacerse vaga idea al ver las películas que tratan del tema en otras guerras menos lejanas en el espacio y en el tiempo. A la falta de higiene y de sanidad se sumaba la falta de alimento suficiente para resistir la ignominia a la que se vieron sometidos. El nombre le venía por el gran plantío de almendros que allí hubo antes de construir los pabellones y los forzados inquilinos aprovecharon, a falta de los frutos, las hojas que cocían junto con la alfalfa y otras hierbas que por allí quedaban.
Algunos soldados, como mi padre, se compadecían de ellos y les daban, a escondidas de los mandos, el escaso pan que ellos mismos recibían. Les llevaban a escondidas matas de alfalfa que crecían fuera de las alambradas para, en una lata sobre tres piedras hacer un caldo y preparar una sopa con los mendrugos de pan que conseguían.
Cada dos días llegaba el camión del suministro: una lata de sardinas para tres personas y un chusco de pan para dos; eso si al llegarle a uno el turno en la cola, no dijesen que se había acabado. Como eran conscientes del destino que les esperaba, no tenían ningún apego a los objetos de valor que habían logrado conservar.
Los soldados, a cambio de la ayuda prestada, recibían relojes, cámaras, plumas estilográficas, carteras de piel con “Belarminos”, sin ningún valor ya, petacas, botas, cinturones y restos de la indumentaria militar, como cintos, botas y guantes.
Muy pocos rechazaban los obsequios ante la insistencia de los presos en lograr algo que llevar a la boca, a pesar de estar también prohibida cualquier relación con ellos. Los había tan desalmados que, bajo el pretexto de examinar el objeto del trueque, se lo quedaban sin darles nada a cambio. Al poco tiempo, sólo les quedaba una toalla para cubrirse. Las camisas pendían de las alambradas a la intemperie para desalojar a los piojos atrincherados en las costuras.
Mi padre solía reservar el chusco del mediodía para cubrir el tedio de las largas guardias y engañar el hambre, miga a miga, hasta la hora de la cena. Uno de los compañeros de su escuadra le mostró el reloj que había conseguido en trueque con el chusco del mediodía y le propuso cambiárselo por el chusco de pan. A mi padre, en el primer día de guardia que hacía en el campo le pareció chocante tan ventajosa propuesta para él, pero aceptó. Al rato regresó el soldado exhibiendo una cámara de fotos con su estuche de cuero que había canjeado por el chusco que mi padre le acaba de entregar.

Aquel reloj acabó en uno de los cajones del armario junto con el tubo metálico del termómetro clínico y la caja de la jeringuilla de cristal con tres tamaños de agujas envueltas en papel engrasado. Se me ocurrió prenderlo en la muñeca, oculto bajo el jersey y llevarlo conmigo a Tieves.


 
Estación de Llanes

Con él podía controlar el tiempo corriendo desde la finca hasta la estación y después en el regreso. Nada más quedarme solo, cerré los portillos con cañas y cádavas que encontré por los alrededores y, como alma que persigue el diablo, llegué hasta la estación. Tenía tiempo suficiente para ir a ver los trenes, antes de que llegase mi madre con la comida para mí y para mi padre que trabajaba en la fábrica "Lactosa", en San Antón.
Me senté encima del talud que hay enfrente a la estación para observar el ir y venir de las locomotoras de maniobras y operarios.
En el andén, "Tarrana", mote que le venía por la acusada cojera que sufría, empujaba un carro de reparto cargado de bultos hasta la consigna. Era hermano de D. Ricardo, Jefe de la      estación. Había obtenido el permiso de maletero autorizado, cosa bastante difícil de conseguir, no únicamente por el parentesco con el jefe, si no, lo más importante, por la hazaña que había protagonizado: Había evitado que un tren de mercancías chocase contra otro de pasajeros que estaba aparcado en las vías y dispuesto para salir en cuanto el otro entrase por otra vía paralela. Se dio cuenta que las agujas estaban sin cambiar cuando sintió los silbidos de aproximación del mercancías en los pasos de la Paz. Corriendo cuanto le permitían sus mermadas capacidades físicas, pudo llegar hasta el mando de la aguja y hacer el desvío hacía otra vía vacía, segundos antes de que las ruedas de la máquina llegasen al límite.

Miré el reloj y comprobé que se me había ido el santo al cielo. Temí que las vacas y el burro se hubiesen escapado. Aquel mismo día, al ponerme a retirar las cañas de la portilla, se me cayó al suelo el cristal y comprobé que también le faltaba el minutero. Por más que rebusqué entre las argañas no fui a dar con él, así que desde entonces, marcaría únicamente las horas y para eso, ya tenía el sol, los trenes y el campanario, que a él dedicaré el próximo capítulo, y lo devolví al cajón del armario de la sala. No tardé demasiado en contarlo a mis padres. A cambio, por la sinceridad, no recibí reprimenda, pero cuando hago este escrito, me vienen a la memoria otros muchos objetos que pasaron por mis manos y de los que no me quedan ya referencias de lo que fue de ellos. 

Estación de Vidiago


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