sábado, 9 de mayo de 2020

128.- Nuevos profesores en el curso segundo y otras consideraciones

En este curso se produjeron algunos cambios estructurales en el propio edificio, como ya narré con anterioridad. La caída del muro que separaba las dos alas del edificio fue bien recibido por el alumnado y es posible que también por parte del profesorado. Sin embargo, salvo para Rosario Piñero Peleteiro, profesora de Geografía e Historia, que nos organizó en seminarios mixtos para tratar algunas unidades didácticas, para el resto del profesorado no supuso cambio alguno.

Desconozco si todo aquel movimiento de reforma fuera a originar algún conflicto interno del claustro, porque andaba más ocupado con los temarios que con la política docente a la que no teníamos acceso. Recuerdo a compañeros del tercer curso, que ya apuntaban rasgos de más veteranía, manifestarse en la calle una mañana en el recreo. Cuando nos unimos a ellos pude ver en medio del grupo a D. Manuel Álvarez Prada que advertía del hecho de haberse producido una moción de censura contra la Dirección que él presidía. Se había formado para ello una terna en la que estaba la Fraga, profesora de Matemáticas, el profesor de Música, Manuel J. González de la Vega, y la profesora de Pedagogía.

Prada aconsejaba aquietar los ánimos, sin voces, calmo; de la misma forma como explicaba, pues tanto interés desataba en nosotros que no se escuchaba en clase otro sonido, tanto es así, que su voz apenas llegaba a los que ocupábamos la última bancada. Sin embargo, me dio la sensación de verlo un tanto afectado, a pesar de estar arropado por los alumnos que a su alrededor nos apiñamos.

En este segundo curso, nuevos profesores habían formado la plantilla docente de las aulas, pero por olvido no puedo dar sus nombres, sino reseñar algunas de sus características docentes y humanas.

A la Sociología, ya de por sí atrayente y novedosa, se le añadió el buen arte de explicarla y el afable carácter de una joven profesora que debutaba en la palestra. En sus clases, nos motivaba el hecho de tenernos al tanto del estudio sociológico que para su tesis doctoral se había marcado sobre el chabolismo generado en las inmediaciones de la Térmica "Las Segadas", en la que además prestaba ayuda a la población infantil allí marginada.

Por entonces llegó también otro joven profesor que rompía los moldes con su espesa barba al estilo Ché o Castro y que por más cavilaciones que hice no recuerdo habérsela visto a ninguno de los muchos profesores que desde la entrada en el instituto la llevasen. 
[Únicamente recuerdo con barba a un antiguo compañero de obra, en el verano de 1965 que además lucía una larga cabellera, pantalones de pernera de elefante, guitarra y canciones francesas que se ganó a pulso el mote despectivo para quienes lo calificaron como "El Yeyé", pero para él no dejaba de ser un gran elogio. Su temprana emigración a Francia le había hecho diferente para los que seguíamos aquí aguantando carros y carretas.]
Al nuevo profesor le conocíamos como “El Etólogo”, rama para nosotros desconocida dentro de la Psicología Aplicada, popularizada y extendida, años después, por Félix Rodríguez de la Fuente en sus programas televisivos. Este profesor nuevo en La Normal habilitó el patio interno que veíamos desde las ventanas del segundo piso donde teníamos las clases y formaba parte de las instalaciones deportivas que jamás en los dos cursos habíamos pisado. En su patio, cubierto de hierbajos, tenía para sus observaciones experimentales un canoso y famélico asno y un no menos viejo y vocinglero cuervo. Fue un detalle que a mí no me cayó en saco roto. Cinco cursos posteriores, apasionado seguidor de los programas televisivos del citado naturalista burgalés y profesor de Ciencias Naturales, llevé conmigo a las aulas y laboratorio un cuervo y una culebra que un alumno a quien le motivaba la Biología, me había prestado. Mi intención era desmitificar para los alumnos las viejas creencias negativas de esas dos especies.

En cuanto a lo relacionado con la Educación Física, es bien triste que esta asignatura la diésemos únicamente de forma teórica, llegando a resultar tediosa y estresante. Las pruebas consistían en dibujar todos los pasos y ejercicios de la llamada Gimnasia sueca que era la misma que habíamos practicado en el instituto y que tanto se parecía a la practicada durante la mili. Por tanto también la usé siendo profesor como fase de calentamiento, si bien, la combinaba a mí manera con variados juegos y deportes y, por supuesto, practicando con el ejemplo.Los apuntes consistían en dibujos, simples garabatos que marcaban las posiciones y movimientos continuados. En eso, al menos, nos imaginábamos todos ser un poco “Forges”. Para colmo, aquel año se hizo una selección de alumnos para asistir al Campeonato “Magister” que tendría lugar en una provincia castellana, pero como coincidía con los exámenes de Matemáticas, no me decidí a participar en ellos en la especialidad de lanzamiento de peso. Además exigía una serie de gastos de vestuario que no me podía permitir. El ganador de aquel torneo logró peor marca que la que yo había tenido en las pruebas físicas finales que hicimos la primera y única vez que pisamos el recinto deportivo. Como consecuencia de mi renuncia, al recibir la papeleta me encontré con un suficiente que produjo una reducción de la media esperada. Me había dado clases en el Instituto y era natural de Bricia.

Por el momento, de las dieciséis asignaturas que teníamos, conocía la nota de la mayor parte de ellas más de la mitad y con la media en torno al notable. De seguir así, no me sería difícil entrar en la bolsa del acceso directo. Llegados los exámenes finales, había asignaturas en las que por la nota media obtenida estaba seguro poder pasarlas incluso con nota alta, en tanto que en otras tenía cierta desconfianza, más por la falta de seguridad en mí cuando contrastábamos dentro de la pandilla de compañeros y amigos las soluciones o respuestas a que habíamos llegado. Puede decirse que confiaba en alcanzar la media exigible para el acceso directo, meta que me había marcado desde el inicio de los estudios, pero en ocasiones, me entraban mis dudas.

La última prueba realizada fue la de Didáctica de la Historia y consistió en el análisis y comentario de un texto antiguo sobre el que tuve que aplicar las técnicas aprendidas con la Sra. Montero en la asignatura de Didáctica de la Literatura y de David Ruiz González en el Instituto de Llanes, donde sentó cátedra, nunca mejor dicho. Procuré organizar la redacción primero, para evitar repeticiones o redundancias y hacerla fácil de leer, cosa que debió de agradecer la profesora, Rosario Piñeiro Peleteiro, con un notable de media.

Las pruebas de música fueron prácticas de acompañamiento con la flauta dulce y partitura con el profesor al piano. No sé cómo pudieron mis dedos acertar a tapar los agujeros debidos, de los nervios que entraban, pero la mayoría estábamos igual. Recuerdo el sarcasmo en la cara sonriente de D. Manuel y también la de satisfacción cuando me vio tranquilo ya a media sonata. Como dato curioso, el curso anterior, primero, fue el de inicio suyo como profesor y recuerdo a decir de los que entonces cursaban segundo, el choque que supuso para ellos iniciarse con la flauta y la lectura por solfeo de una partitura. Parece ser, eso contaban, que hasta entonces, la titular de Música era una profesora con acentuada sordera que les mandaba cantar una canción asturiana y, podemos imaginar cuál era la más repetida. Pero daba igual cómo se entonase; ella únicamente debía de escucharse a sí misma, y algunos que otros, por hacerse los graciosos, se limitaban a abrir la boca y mover los labios, pero acababan recibiendo el consabido parabién de la profesora.

En resumen, que no se podía hablar de asignaturas “marías” , término escuchado por mí con bastante posteridad. Aparte de las dieciséis asignaturas, alguna de ellas, como Música, estaba dividida en parte práctica y parte de audición y reconocimiento de obras clásicas de la Historia de la Música; para Trabajos Manuales con la Srta. Chefi, Mª Josefa López Lebe, se encargaba de explicar la teoría y otra profesora nos dirigía en los trabajos prácticos; en la clase de Dibujo, se dividió la materia en parte plástica de dibujo lineal centrado en los distintos tipos de perspectiva y otra parte dedicada al estudio y comentario de obras clásicas de pintura, escultura y arquitectura; las clases de Prácticas, por último, se basaban en las prácticas propias en las aulas anejas y el aprendizaje de la redacción de distintos documentos oficiales, que algún día podríamos necesitar en el transcurso de nuestra docencia. Os aseguro, que me fueron de mucha importancia dado el mundo burocrático en el que nos movíamos, tanto para mí como para los propios alumnos y familiares a la hora de solicitudes, certificaciones, currículos, actas, registros, concursos de traslados, copias literales de documentos y hasta peritajes de firmas dubitadas, llegado el caso.

No es de extrañar, para aquel tiempo, no tan lejano, que la presencia de un maestro en el pueblo venía a aportar algo más que la enseñanza. Se decía que en los pueblos había tres autoridades importante aparte del alcalde: el cura, el médico y el maestro. Puedo asegurar, que existen otras muchas personas no menos importantes, imprescindibles, con otra perspectiva que la de aquel momento.

Pero el sentir de la generalidad de mis compañeros más habituales por lo que comentábamos se centraba en la prueba de Prácticas en el Colegio de la Gesta, ante un tribunal desconocido y unos niños resabiados de tantos aprendices de maestro que habían pasado por las aulas a lo largo de su vida escolar. Esta primera prueba se completaría con otra segunda desarrollada en el patio.

Otros profesores aparte de los citados eran nuevos:
El profesor de Matemáticas modernas era de Mieres, pero no recuerdo su nombre. Nos enseñó de forma agradable la Didáctica de las Matemáticas Modernas y fue un alivio no tener que depender de la profesora Fraga, verdadero hueso difícil de roer para los que fueron sus alumnos, no tanto por la forma de explicar, como por el carácter y trato que daba a los alumnos.

“Carrito” fue profesor de Didáctica de la Física y Química, nombre que se le aplicó por repetir esa palabra-comodín en sus explicaciones de Dinámica de la Física. Tuvo la novedad de poner el énfasis de la asignatura en lo que decía el título, al sacarnos uno por uno a explicar en el encerado las Unidades Didácticas. El contenido ya nos era conocido, por lo menos, a quienes habíamos elegido el Bachiller de Ciencias.

Fraga, profesor de Organización Escolar y en el curso anterior de Didáctica General, era director del Colegio de Ventanielles, nos puso al día en la nueva Ley de Educación que nos tocaría aplicar en nuestras aulas.

La señora Concepción Pérez Montero nos dio las clases de Didáctica de la Literatura con mucha calidad, de modo que, a pesar del exceso de datos de obras y autores, nos resultó comprensible y útil.

La profesora de Pedagogía, que el curso primero nos dio la Historia de la Pedagogía y supo estar al día en didáctica aplicada. Había ejercido con anterioridad en una universidad de América del Sur.

La profesora de Francés, María Petra Medrano era una joven, no sé ahora si nacida o simplemente estudiante en Francia que, a pesar de dar la clase en francés, con su carácter y orden fue capaz de hacer la clase atrayente.

La “Chefi”, nos dio de nuevo las clases por el mismo libro que teníamos en el curso anterior. Se trataba de un ladrillo intitulado: “Trabajos manuales y Labores del hogar” en el que por igual te explicaba cómo se hacía una vidriera, un sobre de correos o una paella valenciana. Era un libro de folios encolados por el lomo que al abrirlo se escapaban, circunstancia que más de uno aprovechó para copiar en el examen, sentados sobre ellas, cosa fácil ya que la Chefi no tenía costumbre de levantarse de su cátedra en toda la hora. Era fácil presa de la adulación por algún mozarro que la ensalzaba tanto en cuanto al saber como al físico, por supuesto con delicadeza, y con esa industria lograba que redujera el temario de examen o que lo aplazara. El resto la vitoreábamos hasta el punto exacto, antes de que se cayese del guindal y explotara en una ira de difícil contención; entonces, no solo no reducía temario, sino que añadía páginas y sin sonar el timbre salía toda alterada. Pero al día siguiente llegaba sin odios ni reparos y hasta era posible reducirla con buen tacto para no caer en el mismo torco.

Tenía otra profesora tan joven como alguno de nosotros, algo así como profesora en prácticas, que se encargó de enseñarnos distintas tareas manuales que apliqué en mis clases de papiroflexia, barro, cestería, impresión, encuadernación, marquetería, pirografía, repujado de cuero y estaño, entre otras muchas más.

Recuerdo al profesor de Política como “Makarenko”, por las continuas relaciones que en sus explicaciones hacía del pedagogo ruso, Antón Makarenko y porque era un tanto chocante para la época que vivíamos, tan siquiera mencionarlo como modelo pedagógico. Por las referencias que hacía de sus teorías noté un cierto corte con la ideología hasta entonces ensalzada en la formación del espíritu nacional del instituto.

El profesor de Religión era un cura joven del Seminario que vestía de paisano. Le llamaban el “Samaritano” y se contaba que estaba volcado en ayudar a las personas necesitadas, hasta el punto de visitarlos en sus humildes hogares y regalarles sus ropas de invierno y hasta volver al seminario descalzo. Eso se decía en su favor y por ello le aprecié.

El paso inexorable del tiempo y el extravío de mis cuadernos hace que no recuerde el nombre de la mayor parte de los profesores ni de compañeros incluso de los que compartía momentos de estudio, de recreos o clases libres en las que salíamos al parque a repasar para la siguiente o para los exámenes.