sábado, 18 de junio de 2022

158.- El primer día de prácticas (I)

 

Dentro del pequeño patio enrejado de la Escuela Graduada del Postigo, nos juntamos a la hora de inicio de las clases los docentes en prácticas; algunos pertenecían a las promociones primera y segunda, anteriores a la mía, aunque la mayor parte éramos de la tercera. En general, todos estábamos plenos de ilusión por la etapa que se nos abría.

Uno de los profesores, que bien podría ser el jefe de estudios, fue tomando nuestros nombres de dos en dos para distribuirnos por las distintas aulas. Tenía dispuesta la rotación ascendente y semanal desde el aula de párvulos a las cinco de primaria.

Aquella primera semana, a L.C. Villanueva y a mí nos correspondió comenzar en el aula de 4º de Primaria que quedaba en la planta superior.

No me imaginaba con quién habría de encontrarme. En el maestro, ataviado como todos los maestros de los colegios públicos con bata gris, reconocí en los rasgos de su cara, el cabello domeñado hacia atrás que era moda y su voz, a don Eduardo.

Eduardo Díez Álvarez había estado de maestro en la Escuela de Parres justo hasta dos cursos anteriores al de mi entrada en la escuela. Ocupaba la vivienda destinada a los maestros del segundo piso, encima mismo del aula con su esposa Goya Colgantes, natural de Reinosa, y sus dos hijos:  Eduardo, "Bayo", unos años mayor que yo y Luisito, de mi misma edad. Tras dejar la escuela de Parres, concursó el trasladó a otra escuela rural del concejo de Oviedo y así, con posterioridad, hacerlo a la Escuela Graduada del Postigo. Pero solía volver con la familia a casa de Concha y Vences que con sus tres hijas, Chiti, Marina y María Ester, vivían en la casa de La Veguca, a escasos cien metros de la mía, en cortos períodos de las vacacionales escolares.

El caso es que nos dábamos cita en el campu de la Veguca, entonces poblado de nogales, la niñería del barrio y más llegada del resto del pueblo jugaba en continua algarabía a "pillar", al escondite por los aledaños, a "bote-bote" o a las canicas, según las edades de los amigos de Bayo, algo mayores que yo y Luisito.

Era una familia muy querida en el pueblo y yo había oído narrar anécdotas referidas a la bonhomía de la pareja para con todo el que a ellos acudía a pedir ayuda, ya fuese en la gestión de los papeleos generados por una burocracia en pleno auge, a don Eduardo o en la doméstica a que atendía doña Goya. Yo tendría, rodando el tiempo, ocasión de comprobar que no se andaba nada desacertado en lo escuchado.

Cuando conté de dónde era y a qué familia pertenecía, se le iluminó el rostro. Acto seguido, sin perder más tiempo, se empleó en dar la clase como traía programada. Nosotros nos colocamos en un par de mesas que había libres, de espaldas a la cristalera de una especie de galería desde la que se veían los campos labriegos de los alrededores, hoy hollados por la autopista y poblado de enormes edificaciones.

Un cuaderno de tapas duras, y páginas numeradas y cosidas para evitar que las arrancásemos, sería el “Diario” que debíamos mostrar a quien nos lo pidiese en las visitas de evaluación que en cualquier momento del curso podrían llevarse a cabo. Además, su contenido sería referencia para la redacción de una memoria, trabajo esencial para presentar en la evaluación final de las Prácticas. Aparte de estos dos trabajos obligados, un profesor nos visitaría sin previo aviso y pediría información sobre nuestro compromiso en la docencia a la dirección de la escuela. Al final del curso escolar también nos evaluaría la directora.  

Me dio la sensación de que era el tutor adecuado para nuestras prácticas. Mi compañero pensó lo mismo y así lo comentamos a la salida. Este primer mes, solo estuvimos por las mañanas, ya que en las tardes, nos reuníamos con el resto de alumnos que hacían las prácticas en otros colegios. En la próxima carta que mandé a mis padres, les conté la coincidencia en el aula de prácticas.

Estuvimos de momento una semana en su clase y fuimos rotando en las siguientes a la de 5º, Parvulitos, 1º, 2º, 3º, 4º… .

En alguna de las aulas las prácticas resultaban más enriquecedoras que en otras. En tanto que unos maestros nos pedían que les ayudásemos en la lectura y la escritura de los alumnos con mayor dificultad de aprendizaje, otros preferían que les apoyásemos con el cálculo, lectura, escritura, Geografía, manualidades o dibujo.

Tras una primera ronda por los distintos niveles pudimos valorar la capacidad pedagógica de quienes serían nuestros “modelos” que, como fuimos comprobando, se desenvolvían dentro de una amplia gama de valores. De nosotros dependía imitar su modo de llevar la clase o simplemente evitarlo, por lo que pienso que todos nos aportaban algo que aprender en cuanto al método. 

Un sábado llamé en la puerta del piso en el bloque destinado a los maestros, en Pérez de la Sala, a unos pocos centenares de pasos de la Normal. Fui tratado por ellos como de la familia: como era la hora de la merienda me invitaron a tomar chocolate con bizcochos. Conversamos sobre las gentes, lugares y fiestas de Parres. No pude ocultar mi admiración por la biblioteca rebosante de libros que ocupaban uno de los tabiques del salón y enfrente mío las imponentes vistas del monte Aramo a través de las grandes cristaleras desnudas de los blancos cortinajes elaborados con la “Singer” por Dª Goya