(II/3)
"En el
monte comíamos miruéndanos, arbellátanos, maguyas, moras y de todo
cuanto pillábamos. El sitio de Valdespadañas está en
una llosa atravesada por un riachuelo de aguas cristalinas que mana
allí mismo, al lado de la finca. Además de la cabaña, había una
cuerre para las ovejas y una cuadra para las vacas. Tanto la cabaña
nuestra como las de los animales, se mantenían limpias barriéndolas
con escobas de terenos.
El suelo de
la cabaña tenía el piso de barro endurecido y alisado por el uso y
cuando se estropeaba se reparaba con un pegote de barro fresco. En
aquel riachuelo nos aseábamos, lavábamos la ropa, y disponíamos
del agua suficiente para abrevar los animales y la preparación de la
comida. En el monte había muchas culebras y raro era el día que no
nos tropezásemos con alguna, hecha un rueñu, tomando el sol sobre
una camada de argaña. Jugábamos, en cambio, con los alagüezos que
terminaban por agradecer estoicamente nuestras caricias y cerraban
sus párpados, lo que nosotras interpretábamos que sería por
cariño. Aparecían bajo los pequeños gurullos de hierba donde
buscaban calor y humedad y escapaban al esparcer la hierba al sol.
Pero donde
yo me sentía más feliz era en el sitio de La Raíz. Desde el
Asomu se tiene una vista increíble de Llanes, Parres y otros
pueblos. Curiosamente, la línea azulada del mar parecía elevarse a
medida que subíamos.
Adorábamos
al abuelo y con él lo pasábamos muy bien. A mí me gustaba aquel
orden de vida que él traía, todo a su tiempo, todo en su punto. Era
más complaciente con nosotras que nadie.
Mi hermana
y yo teníamos unos vestidos de “Vichy” que mi madre nos había
confeccionado a mano con sobrepuestos, todo ello sacado de una tela
que había comprado en “El Siglo”. Los habíamos estrenado un año
por la fiesta de Santa Marina. Mi abuelo los lavaba y los tendía de
un espino blanco al sol. Arrimaba un cascote de teja a la lumbre y,
cuando ya estaba suficientemente caliente, lo envolvía en un paño
para plancharlos sobre el banco cubierto con la manta del catre; en
tanto enfriaba, dejaba otro calentando cerca del llar para usarlo
después. En La Raíz había muchas avellanales y, a principios de
agosto, comíamos los frutos aún en leche, como forma de entretener
el hambre.
Bajábamos
del monte coloradas, por el sol y el aire de las alturas. De aquélla
se consideraba un signo de buena salud y lujo, si a la vez se tenía
el flequillo bien cortado y el calzado sano y limpio. Me habían
comprado en “La Sirena” unos zapatos algo abundantes, porque
estaba en edad de crecer y me tuvieron que ajustar las punteras con
relleno de algodón para evitar perderlos en la primera zancada que
diese. Cumplido el año, me quedaban a medida y comenzaba realmente a
disfrutarlos. Al tercer año, me estaban escasos y comenzaban a
molestarme. No era aún el momento de que pasasen a mi hermana, casi
nuevos, del poco uso que yo les había dado y entonces les recortaban
las punteras para que asomaran por ellas los dedos con lo que se
prolongaba un año más su vida para mi uso. De cualquier forma,
siempre quedaban para mi hermana, unos años más joven que yo, por
lo que la pobre, con aquel sistema de aprovechamiento, nunca llegaba
a estrenar unos propios. A ella, en cambio, le habían confeccionado
un abrigo gris con el género que sacaron de una manta que habían
dejado los soldados de la guerra en la casa de mis abuelos que habían
requisado las tropas "nacionales" cuando tomaron el pueblo,
como hicieron con otras muchas más en septiembre de 1937. Entonces,
mis abuelos con mi madre y mis tíos se fueron al resguardo de la
cueva de Taravirón, que daba una de sus bocas a una de las
fincas que teníamos en propiedad en el cuetu de Las Cerezales.
En ella nació una tía mía y, cuando pudieron regresar a la casa,
porque las tropas ya la habían abandonado en su avance hacia la
Tornería, se encontraron con unas mantas, olvidadas o abandonadas
por dejar atrás en ellas, bien acomodadas una buena carga de pulgas
y piojos.
Como bien
dice el refrán que el que guarda halla, aquellas mantas servirían,
un par de décadas después, para hacer de una de ellas el abrigo
gris de mi hermana.
En el monte
jugábamos mucho a lo que se nos ocurría; como era, por ejemplo, dar
patadas a la tierra seca. Así fue que un día descubrimos un montón
de balas abandonadas. Desconociendo el peligro que suponían,
jugábamos con ellas y las pinábamos en filas sobre una losa de
piedra, como si se tratase de un batallón de soldados. Mucha gente
se dedicaba a buscar metralla por el monte y por el pueblo, para
venderla a los chatarreros, pero las balas, obuses y armas debían
ser entregadas en el cuartel.
Había
varias covachas algo apartadas de la cabaña por las que nos metíamos
a explorar. Jugábamos a que eran nuestras casas y las limpiábamos
de piedra y tierra, tanto, que fue como un día encontramos en una de
ellas aquellos huesos de que ya conté con anterioridad."
Un día de Santa Marina, en la campera, después de finalizados los actos de la mañana.La abuela Gaudiosa con sus hijos: Quini, Antonio, Argentina, Rosa; mi madre, Margarita, con el tambor y Pepe, el benjamín de los ocho hermanos. Faltan en la foto Alicia y Santos, los dos primeros.
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