domingo, 19 de enero de 2014

18.- La vida en el monte


(II/3)

"En el monte comíamos miruéndanos, arbellátanos, maguyas, moras y de todo cuanto pillábamos. El sitio de Valdespadañas está en una llosa atravesada por un riachuelo de aguas cristalinas que mana allí mismo, al lado de la finca. Además de la cabaña, había una cuerre para las ovejas y una cuadra para las vacas. Tanto la cabaña nuestra como las de los animales, se mantenían limpias barriéndolas con escobas de terenos.
El suelo de la cabaña tenía el piso de barro endurecido y alisado por el uso y cuando se estropeaba se reparaba con un pegote de barro fresco. En aquel riachuelo nos aseábamos, lavábamos la ropa, y disponíamos del agua suficiente para abrevar los animales y la preparación de la comida. En el monte había muchas culebras y raro era el día que no nos tropezásemos con alguna, hecha un rueñu, tomando el sol sobre una camada de argaña. Jugábamos, en cambio, con los alagüezos que terminaban por agradecer estoicamente nuestras caricias y cerraban sus párpados, lo que nosotras interpretábamos que sería por cariño. Aparecían bajo los pequeños gurullos de hierba donde buscaban calor y humedad y escapaban al esparcer la hierba al sol.

Pero donde yo me sentía más feliz era en el sitio de La Raíz. Desde el Asomu se tiene una vista increíble de Llanes, Parres y otros pueblos. Curiosamente, la línea azulada del mar parecía elevarse a medida que subíamos.
Adorábamos al abuelo y con él lo pasábamos muy bien. A mí me gustaba aquel orden de vida que él traía, todo a su tiempo, todo en su punto. Era más complaciente con nosotras que nadie.

Mi hermana y yo teníamos unos vestidos de “Vichy” que mi madre nos había confeccionado a mano con sobrepuestos, todo ello sacado de una tela que había comprado en “El Siglo”. Los habíamos estrenado un año por la fiesta de Santa Marina. Mi abuelo los lavaba y los tendía de un espino blanco al sol. Arrimaba un cascote de teja a la lumbre y, cuando ya estaba suficientemente caliente, lo envolvía en un paño para plancharlos sobre el banco cubierto con la manta del catre; en tanto enfriaba, dejaba otro calentando cerca del llar para usarlo después. En La Raíz había muchas avellanales y, a principios de agosto, comíamos los frutos aún en leche, como forma de entretener el hambre.
Bajábamos del monte coloradas, por el sol y el aire de las alturas. De aquélla se consideraba un signo de buena salud y lujo, si a la vez se tenía el flequillo bien cortado y el calzado sano y limpio. Me habían comprado en “La Sirena” unos zapatos algo abundantes, porque estaba en edad de crecer y me tuvieron que ajustar las punteras con relleno de algodón para evitar perderlos en la primera zancada que diese. Cumplido el año, me quedaban a medida y comenzaba realmente a disfrutarlos. Al tercer año, me estaban escasos y comenzaban a molestarme. No era aún el momento de que pasasen a mi hermana, casi nuevos, del poco uso que yo les había dado y entonces les recortaban las punteras para que asomaran por ellas los dedos con lo que se prolongaba un año más su vida para mi uso. De cualquier forma, siempre quedaban para mi hermana, unos años más joven que yo, por lo que la pobre, con aquel sistema de aprovechamiento, nunca llegaba a estrenar unos propios. A ella, en cambio, le habían confeccionado un abrigo gris con el género que sacaron de una manta que habían dejado los soldados de la guerra en la casa de mis abuelos que habían requisado las tropas "nacionales" cuando tomaron el pueblo, como hicieron con otras muchas más en septiembre de 1937. Entonces, mis abuelos con mi madre y mis tíos se fueron al resguardo de la cueva de Taravirón, que daba una de sus bocas a una de las fincas que teníamos en propiedad en el cuetu de Las Cerezales. En ella nació una tía mía y, cuando pudieron regresar a la casa, porque las tropas ya la habían abandonado en su avance hacia la Tornería, se encontraron con unas mantas, olvidadas o abandonadas por dejar atrás en ellas, bien acomodadas una buena carga de pulgas y piojos.
Como bien dice el refrán que el que guarda halla, aquellas mantas servirían, un par de décadas después, para hacer de una de ellas el abrigo gris de mi hermana.
En el monte jugábamos mucho a lo que se nos ocurría; como era, por ejemplo, dar patadas a la tierra seca. Así fue que un día descubrimos un montón de balas abandonadas. Desconociendo el peligro que suponían, jugábamos con ellas y las pinábamos en filas sobre una losa de piedra, como si se tratase de un batallón de soldados. Mucha gente se dedicaba a buscar metralla por el monte y por el pueblo, para venderla a los chatarreros, pero las balas, obuses y armas debían ser entregadas en el cuartel.

Había varias covachas algo apartadas de la cabaña por las que nos metíamos a explorar. Jugábamos a que eran nuestras casas y las limpiábamos de piedra y tierra, tanto, que fue como un día encontramos en una de ellas aquellos huesos de que ya conté con anterioridad."  
        Un día de Santa Marina, en la campera, después de finalizados los actos de la mañana.La abuela Gaudiosa con sus hijos: Quini, Antonio, Argentina, Rosa; mi madre, Margarita, con el tambor y Pepe, el benjamín de los ocho hermanos. Faltan en la foto Alicia y Santos, los dos primeros. 




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