domingo, 27 de septiembre de 2020

131.- Caja de reclutamiento en Rubín

El lunes último de junio, Arturo Gutiérrez, a la sazón cartero del pueblo, llegó con la carta esperada. Salté del carro en que me encontraba en esos momentos paliando la hierba y salí a por ella. La leí en alto para que mi padre que desde el cargaderu del pajar continuaba subiendo con las trencas una manta de hierba que conformaba las teleras y mi madre junto a la higuera preparaba unos justes para avivar la lumbre. Venía a decir el corto texto del comunicado oficial, que “Con fecha, jueves 1 de julio de 1971, a las 12h debe personarse en la Caja de reclutamiento de Rubín…”  

Llevaba ya por casa varias semanas ayudando en las tareas de la hierba por las fincas más difíciles de trajinar y en dos ocasiones había cogido el tren para recoger las últimas papeletas de las notas. Al final, había pasado también el curso segundo con todo aprobado. Así que la siega y el resto de tareas campestres no eran sino meros ejercicios lúdicos que combiné como pude con el disfrute de las numerosas fiestas que por los pueblos se producían sin descanso. 

Debido a la orografía, nuestras fincas no todas eran accesibles para la máquina de segar, a las que se accedía por unas paseras, por la ventaja que suponía usarla frente al uso exclusivo de las guadañas, aunque sólo fuese en zonas libres de rocas, abrimos en los muros unos portillos para pasar la “Bucher” que manejaba mi padre, en tanto yo iba apartando la hierba cortada que entorpecía el corte. Era el caso de las Llastrucas y Nozalín y la Bacallora, en las que la hierba una vez seca había que sacarla en cargas hasta el carro que dejábamos aparcado en el camino junto al muro de la finca. La yerba del pradón de Mañanga, la de la Cuesta, la de Jaces y la de Bárganu solíamos meterla al jenal antes de la festividad de San Pedro y las segábamos con la máquina. Al ser inamovibles los santorales, se utilizaban como calendario agrícola, tanto para la hierba, las siembras y cosechas. Aparte de las fincas nuestras de Arduengu y de Reburdión que sembrábamos, llevábamos otras cuatro fincas más, la una en el sitio de la Payota, la otra en la Paz, ambas dedicadas tanto a la siembra como a la siega, otra pequeña en Trescoba, cerrada de pared baja y la de Tieves, prestadas a mi padre por su tío materno, Saturno. La siembra la rotábamos cada año y en casi todas las citadas se plantó algo. Algunas, de difícil entrada había que cavarlas a palote y azada, en el resto se llamaba a los aradores del pueblo: Manuel el de Melia, Ignacio Sobrino o Santos el de Juanito, con los que me tocó "andar de candilón", es decir, guiar la yunta con la guiyada, en tanto que ellos llevaban el manejo de la máquina de arar. 

El tiempo atmosférico de aquel verano estuvo de nuestra parte y pudimos cumplir con el calendario.

La víspera de la partida mi madre acomodó como pudo en una bolsa de tela recia con fondo plastificado que se colgaba del hombro a modo de “bandolera” y que había resistido valientemente los avatares de las obras y del instituto, la friambera en la que entibó una tortilla y unos chorizos de los que milagrosamente quedaban colgados de la pértiga del último matacío, fritos y con cuyo aroma, estoy seguro, se despertaron los pasajeros de mi vagón en el tren que me monté a las siete en punto de la mañana. 

En la ferretería de Miguelín, de la plazuela de San Roque, había comprado una cuchara, un tenedor y un cuchillo que se sujetaban con un resorte y siempre iba con mi comida dentro de la bolsa al trabajo. Una maquinilla con hojas “Filomatic” de las que promocionaba entonces, el gran Gila, una pastilla del oloroso jabón “Palmolive”, una barra de jabón de afeitar “La Toja”, un frasco de colonia “Floid” eran los excesos permitidos mínimos y únicos, diría yo, para nuestra juventud. Porque no olvides, lector, que en aquella edad teníamos las mismas querencias que tienen los jóvenes de ahora, cuando se van de viaje de estudios. Ellos aparte llevan: el móvil con el cargador, los cascos y la tarjeta bancaria, gran variedad de ropa de vestir dependiendo si es para la playa, las terrazas o la discoteca y, por supuesto el abono a Internet, para poder comunicarse con sus amigos y no perderse. Nosotros éramos más de sobre sellado y papel o tarjeta postal y para llamar a casa, por carta se quedaba en una hora aproximada de cierto día que podíamos intentarlo desde la centralita del cuartel. Aunque antes de la guerra, en dos casonas de indianos ya disponían de agua y teléfono, no fue hasta bien entrados los setenta que se generalizó para todas. Mi madre bajaba al Rosal donde su madrina Serafina para hablar conmigo unos minutos de la que aprovechaba para hacer algo de compra.

De ropa de vestir, llevaba poco más que lo puesto: un vaquero, una camisa manga corta y un polo o niqui, un jersey de más bien entretiempo, porque a decir de mi padre, las noches en tren por tierras de Castilla y Aragón resultaban ser más bien frescas, una gorra con visera y, tanto para el sol como para “fardar”, gafas de sol con cristales que reflejaban como espejos, en una fina montura dorada que habían puesto de moda los vocalistas de las orquestas, con las que a su vez imitaban a otros artistas de la pequeña o grande pantalla. 

Además, aisladas por una bolsa de plástico, llevaba un par de mudas, dos pares de calcetines, varios pañuelos y una toalla. Íbamos de fonda completa por dos meses y allí nos darían la indumentaria, el rancho y una litera.

En mi petate aún hice hueco para mi armónica “Preciosa” de “Hohner” y la cámara “Werlisa” que había comprado en “Casa Rozas” enfrente de la Plaza del mercado en Llanes hacía poco tiempo. 

De Llanes íbamos tres milicianos con el mismo destino de la Quinta del ‘69: Ramón, el primogénito de la “Librería Maya”, Manuel Miguel Amieva, que ya había terminado las prácticas de Magisterio y yo, pero no recuerdo haberlos visto en la salida de Llanes, ni por el Centro de Reclutas de Rubín donde nos presentamos, ni tampoco en la salida de la Estación del Norte en Oviedo. Sí me encontré con muchos compañeros de estudios en la Normal y otros de los que me sonaban sus caras, de verlos a la entrada de la Escuela. 

Creo que fue en Rubín, no lo sé con certeza, en cuanto nos identificábamos, recibimos una bolsa con un par de bocadillos de carne, unos huevos duros y alguna fruta resistente al calor del vagón tal que naranjas y melocotones. Yo, por la sed, compré una botella de gaseosa de limón que embutí como pude entre la ropa del macuto, unos paquetes de chicle, caramelos mentolados y regaliz, en un quiosco de camino a la estación. 

Después de estar en la sala de espera y en los andenes ya agrupados por amistades y conocimientos de las clases, llegó un Cabo 1ª que, a no ser por el atavío de ropas que llevaba, la gorra de guerrillero medio caída que dejaba entrever una prematura calvicie, el corto bigotillo, único adorno permitido en la mili, las antes dichas gafas de sol pijas que todos llevábamos, pero que habíamos quitado bajo los techos de los andenes que lo hacían todo más oscuro, y las voces que pegaba, nadie lo hubiera visto, si no se encarama a un banco. No me extraña, pues éramos ciento y la madre. Sólo recuerdo que tras recoger en diversas paradas en el trayecto hasta Lérida a los reclutas y a los que ya tenían hecho el primer campamento, se formó un convoy de dieciséis unidades con dos máquinas de gasoil tirando de ellos. 

Los ya veteranos corrieron la voz de que se trataba del Cabo “Picurri”, chusquero del CIR N.º 12, “Ferral de Bernesga” en León. Él nos acompañaría hasta León donde se unieron más unidades al convoy.  

Había, por supuesto, otros mandos militares como oficiales, pero a los que no volvimos a ver en todo el viaje,  que pertenecían al CIR El Milán. 

viernes, 18 de septiembre de 2020

130.- Nos vamos a la mili

          En  la entrada anterior dejé aparcado el tema estudiantil para relatar otra etapa de la vida por la que la mayoría de los chavales debíamos pasar. 

Hablo del período militar con carácter obligatorio para todos varones salvo que se diesen estas circunstancias especiales: Padecer alguna enfermedad, traumatismo o minusvalía  que impida el desarrollo de la actividad militar. Lo más curioso eran estos dos eximentes: Tener los pies planos o ser estrecho de pecho. También la estatura por debajo de 1,60. Sin embargo, conocí a un compañero que pasó en el primer verano  una larga temporada sin salir del acuartelamiento, por no haber para él botas del tamaño adecuado y como se acercaba el día de la jura de bandera, le permitieron calzar sus playeras para entrenar el desfile. Al final, el guarnicionero del batallón le tomó las medidas y ya no pudo escaquearse. Desde ese momento pasó de hacer de cuartelero a “pisahormigas”, pateando día sí y día también los áridos terrenos donde se asentaba el campamento militar. 

La mayoría de edad estaba fijada en los 21 años, aunque de forma voluntaria se podía acceder antes, con 18 años. Los que accedían por llamamiento de Quintas tenían 16 meses de servicio, en tanto que los voluntarios tenían que hacer 20 meses, pero con la ventaja de poder elegir destino y arma, es decir, dentro de su Provincia o, si le convenía más conocer mundo, pedir otras provincias y modalidad de ejército: Tierra, Mar o Aire, siempre ajustándose a la disponibilidad de las plazas. 

Para quienes pasaban las pruebas de acceso a las “Milicias universitarias”, el tiempo de servicio se veía reducido a la mitad en períodos vacacionales distribuidos en tres veranos consecutivos de 2, 2 y 4 meses respectivamente. El primero y el segundo se dedicaba al adiestramiento militar y clases teóricas y prácticas del uso de distintos armamentos, logística, mando, etc. En ellos se iban sucediendo los grados, desde el “simple recluta” que se “dignificaba” tras la jura de bandera y se convertía en soldado y a llevar delante de su nombre el don en la correspondencia oficial. 

El segundo verano ya le daban los galones de cabo rojo que colocaba en las hombreras de las camisas, guerrera y gorros; lo mismo que en el tercer verano, era ascendido a cabo primera. Al final del segundo verano, tras un período complementario en un acuartelamiento recibía el nombramiento de alférez de complemento. En el tercer período estival de 4 meses, haría el servicio como oficial de la compañía al mando de una sección, en el acuartelamiento de su provincia o de la más cercana, si llegase el caso y así lo prefiriese. 

Aunque de todo eso se hablaba, particularmente a mí me interesaba más el hecho de terminar los estudios sin que fueran interrumpidos por el servicio militar. La inauguración del instituto me había pillado ya con los catorce años, finalizados los ocho cursos de la Enseñanza Primaria y matriculado en el Colegio “La Arquera” en el curso 1962/63. Inicié el bachiller el curso siguiente tras pasar la prueba de Ingreso y los exámenes de 1º a los que me presenté por libre con quince años, cuando lo normal era comenzar con los diez u once, aunque también coincidí con otros bastante mayores que yo. 

Algunos que iniciaban Magisterio a partir del Bachiller Elemental de cuatro cursos, con dieciocho años ya estaban dando clases en una escuela. 

El año en el que reinicié los estudios del bachiller, después de un año de pausa “logística”, dedicado al servicio de honorables oficiales de la paleta, la plomada y el nivel, me encontraba de compañero al hijo de nuestro profesor de Gimnasia, don Andrés  Moral que estaba de maestro en la escuela de Poo; había terminado estudios de Magisterio a que había accedido con bachillerato elemental y, como aún no tenía plaza ni se convocaban oposiciones, se matriculó en 5° del bachillerato Superior. Recuerdo que me parecía extraño estar de compañero con un maestro, pero supongo que encontraría alguna plaza por sustitución en alguna escuela, porque no estuvo el trimestre completo. 

¿De qué me hubiera servido terminar el bachiller con dieciocho y magisterio con veintiuno? Nunca se sabe qué puede ocurrir cuando se modifica lo más mínimo alguna de las variables de la vida.