sábado, 29 de mayo de 2021

144.- El acre olor a pólvora

 

Las clases teóricas se recibían por las tardes. Solían impartirlas los tenientes, el alférez y, en ocasiones, alguno de los cabos primera. Después de dar por finalizado el tema de la normativa y reglamento militar, se centraron en lo relacionado con el armamento que teníamos que manejar aquel primer curso. De tal forma que no había pieza, ni escotadura del mauser que no conociésemos, así como del tamaño, peso, alcance, tipo de munición, mantenimiento, limpieza y uso adecuado. El día menos pensado iríamos al campo de tiro.

Las clases las daban en las escalinatas del pabellón en un principio, pero algunos oficiales preferían llevarnos campo a través, fuera de la sombra de los edificios, a sentarnos sobre los ariscos roquedales donde los rayos del sol de justicia nos diera en toda la testera. Menos mal que los pantalones de instrucción tenían unos refuerzos allí donde más se necesitaban. Tanto es así que, estando en una de esas clases, al cambiar de asiento por variar la postura, advertí que debajo de unas piedras que moví por acomodar mi culera había una pareja de negros escorpiones. Desde aquella holgué sentarme sin antes mirar bien dónde lo hacía.

En la instrucción diaria aprendimos a llevar el fusil, cambiarlo de hombro y todas las demás evoluciones dependiendo del tipo de movimiento, siempre sin munición, ni tan siquiera en las cartucheras que colgaban del cinturón de las cinchas.

Un día, de mañana, en lugar de instrucción nos llevaron al campo de tiro. Estaba detrás de una loma que atenuaba el sonido, en un pequeño valle donde había una pequeña explanada en la que tenía montado su taller ambulante el maestro armero. Un ciento de pasos estaba la zona desde donde debíamos disparar a las siluetas que aún estaban otros cientos de metros más lejos. La verdad sea dicha que era una experiencia novedosa de la que nadie le hubiese gustado prescindir.

Yo había practicado el tiro al blanco en las casetas de las fiestas con escopetas de perdigones y el afán de sacar algún premio no era mayor que el de demostrar la buen puntería ante los que nos observaban. Harto difícil cuando la mira y el alza del cañón estaban trucados. Pues con los mauser ocurría lo mismo. En el tiro había que ajustarlos si queríamos tener una buena calificación. Tras la primera tanda de prueba debíamos tener en cuenta la desviación de los impactos en las siluetas, de forma que se pudiera ajustar el alza; pero como no se controlase del todo, había que apuntar, según nos lo pidiese o más bajo o más alto y lo mismo a derecha o izquierda.

Tras las siluetas había unas trincheras donde se resguardaban los “parcheadores” de las que no deberían salir hasta una vez finalizados los disparos y escuchado el aviso de que el peligro había pasado..

Por pelotones, a la orden de “¡Fuego!”, cada cual lo hacía a la silueta que le correspondía las cinco balas de la recámara, una a una, como no hay otra posibilidad con el mosquetón mauser. Cada tirador, una vez agotados los cinco tiros previstos, debía dejar el fusil en el suelo y retirarse unos pasos atrás de él. Cuando el conjunto de los integrantes del pelotón habían terminado de tirar, se daba el aviso de estar fuera de peligro y los que valoraban los resultados en las distintas dianas, salían de la trinchera de seguridad. Un cabo primera colocaba una plantilla cuadrada sobre el centro marcado en la silueta y leía en alto los aciertos dentro de la plantilla y el grado de dispersión del resto para cada tirador. Otro cabo anotaba los resultados que servirían para ponernos nota. Una vez comprobado el resultado de cada panel, los parcheadores tapaban los huecos, dejándolos listos para la prueba del siguiente pelotón.

Después de pasar todos por el tiro a pie, se hacía el tiro con rodilla en tierra y más tarde el tiro desde cuerpo a tierra y para todos se seguía las mismas ceremonias que para la primera. De forma que aquella tarea nos ocupó toda la mañana.

Como no es para menos, en los ejercicios de tiro lo mismo que en otras actividades del campamento, se llevaban a cabo curiosas acciones muy propias de la mejor narración picaresca y que usaban con disimulo y discreción a favor de quien mejor les caía.

Yo que había necesitado el uso de gafas para corregir la incipiente “miopía escolar” de tan sólo 0,75 dioptrías que me impedían leer con corrección desde el fondo del aula lo escrito en las pizarras, decidí llevarlas conmigo y ponérmelas para el tiro en aquella primera ocasión. Lejos de favorecerme la visión a través del alza, la gruesa montura de pasta me aportaba incomodidad, por lo que acabé por echarlas al suelo y prescindí de ellas en las siguientes tandas de disparos que hicimos, al escuchar los buenos resultados que había conseguido, yo mismo quedé más sorprendido que el cabo que me felicitó por ellos.

Como estaba estipulado, teníamos que recoger todas las vainas extraídas por las uñas del cerrojo y algunas caían alejadas y las recogía otro tirador o se perdían entre la maleza y rocallas. Al entregarlas, el encargado de las municiones solía hacer la vista gorda siempre que no se viese vigilado por su superior. Es otro detalle más de la picaresca ya establecida a lo largo de los años, pues detalles como estos los conocía yo de ser oídos, tal que cual, a mi padre narrar de su largo período militar obligado de seis años y medio, entre 1937 y 1944 y que yo recojo en el libro A los Quintos del 40’ .

Una vez en la compañía, nos dedicamos a limpiar con escrúpulo todas las piezas del fusil para pasar la correspondiente inspección. Por azar, el parcheador que me había correspondido era un amigo de la 3ª compañía con la que compartíamos el pabellón “EBRO”. Me confesó días después, mientras esperábamos una vez que hacíamos el descanso, que había hundido la tapa de su “bic” para simular el impacto de aquellos tiros que se me habían ido a tomar vientos fuera del panel y a hundirse en el talud de tierra del fondo.


1º Pelotón, 1ª Sección, 4ª Compañía, 1º Batallón, pabellón "EBRO" 1971

Del pequeño valle llegaba el olor acre de la pólvora y en nuestros oídos los sonidos de las detonaciones y el eco de la montaña que los repetía.

martes, 11 de mayo de 2021

143.- La pista americana y otras diversiones militares

  Un ejercicio considerado como fundamental para el adiestramiento militar es la conocida como “Pista americana”, que se popularizó a través de las salas de cine y en la pequeña pantalla. Como en las demás actividades por conocer, la fama precedía a la práctica, explicaciones dadas por los veteranos, con añadidos no exentos de exageraciones con tal de asombrar al novel o subir su propio ego. No obstante, todo hay que decirlo, la realidad, en cierto modo, superaba la ficción, al menos para algunos de los novicios. 

Para quienes se paren a leer estos renglones, sin pretender dar una explicación exhaustiva, procuraré ser preciso en los detalles más relevantes, que aún puedo rescatar del progresivo olvido.   

La pista consistía en pasar distintos obstáculos en un supuesto campo de batalla, el primero de los cuales era un muro alto de hormigón. Había que trepar a la cumbre a la carrera por una pared inclinada con la ayuda de una cuerda que de la cimera colgaba y dejarse caer al otro lado flexionando todas las articulaciones para repartir el peso propio y el añadido con la impedimenta, que rematábamos con una voltereta para mitigar el impacto con el suelo de tierra. Esa primera prueba toda la compañía la pasó con mejor o peor elegancia, pues se dieron casos sin mayor importancia sanitaria como leves rasponazos con el cemento en la subida y alguna torceduras de tobillo en la caída. Menos mal que el enemigo era ficticio. 

El siguiente obstáculo consistía en trepar por un armazón completo todo él en madera, con tablas horizontalmente clavadas en sólidas pilastras. Una vez alcanzada la cumbre, había que bascular el tronco hasta alcanzar con la mano derecha la primera tabla del descenso por la otra cara y saltar de nuevo, pero esta vez evitando caer en un foso de agua y barro; más de uno llevó su bautizo de guerrillero con risas y coñas por parte de fatos, que en todas las artes existen, que quienes acostumbran a reírse de las desgracias ajenas. 

Hasta este punto, se puede ver que no doy noticia de la impedimenta de un soldado que teóricamente se entrena para una batalla, porque pasados los años mozos, me siento incapaz de haber llevado el casco, el fusil, las cartucheras y la mochila en tales pruebas ya que se vería acrecentado el peso sino también, a excepción del primero citado, el riesgo de importantes daños físicos. Vamos a suponer que todo lo citado lo recogimos para seguir la prueba siguiente, como así fue por recordarla mucho mejor. 

Consistía en atravesar un campo de alambradas y minado, para lo que había que tumbarse y meterse bajo el alambre de espinos y reptar con las puntas de las botas, las rodillas y los codos, portando el mosquetón entre las dos manos, de forma a no quedar enganchados por la culera del acerado espino.  

Al cabo del día,  en el grupo de compañeros más cercano, la conversación se centró en la reciente actividad llevada a cabo y cada cual, evitando narrar algún momento penoso vivido, hacía hincapié en algún detalle ajeno o narraba el propio del que había sabido salir airoso, aderezándolo con una pizca de humor con que olvidarlo y curtirse como buen soldado. No éramos conscientes de lo que aún habríamos de experimentar, aunque lo viésemos todo como un gran escenario al que de forma voluntaria habíamos subido, los más, por pura conveniencia y los menos, por gusto o anhelo de entrar en aquel engranaje que tenía visos de estar bien engrasado. 

Después del primer mes de estancia, percibí que la rebeldía que sentía  ante las ordenanzas absurdas y fuera de ética que había que acatar por el simple hecho de venir de un superior,  estaba haciéndome daño, pues no podíamos luchar contra ellas, por mucha camaradería que nos arropase. Cada cual libraba sus infiernos como podía.  

Les expliqué la idea a mis amigos que estuvieron de acuerdo conmigo en ponerse la misma máscara para subirse al escenario desde aquel momento. Así, confabulados a la par, pasaríamos desapercibidos, siempre que supiéramos interpretar nuestro papel sin exageraciones: fue como un juego de esos que ahora llaman de “rol” y lo ensayamos juntos, unos minutos después cuando dio en pasar a nuestro lado el cabo primera que aquella semana le correspondía comandar la compañía en ausencia de los oficiales. 

Como un resorte nos levantamos los confabulados al grito de “¡firmes, el cabo primera!”, como sacado del manual del buen soldado que en las clases de teórica ya nos habían explicado. Me pareció ver en la expresión sonriente del aludido pinceladas de asombro y orgullo a la vez, a no  ser que él también llevase su propia máscara.

Por la tarde, a la hora de la siesta, llegó el correo. El encargado de repartirlo, subido a un banco iba leyendo en alto el nombre de cada receptor que contestaba: ¡AQUÍ!  y los que estaban por medio se iban pasando la carta en alto hasta hacerla llegar a su destinatario. Algunos recibían el paquete que esperaban y con alborozo lo besaban y meneaban  como sonajas. Todos se quedaban hasta haber acabado el reparto, por si acaso llegaba otra más, por inesperada. Unos pocos se mantenían al margen, bien sea por haberla recibido recientemente o por no tener a nadie que les escribiese.

Cada cual elegía un “rinconcito” para leerla, soñar o imaginarse en su aldea, pueblo o ciudad. 

Envuelto en papel oscuro entre los pliegues de la carta, me mandaban mis padres dos billetes de 100 pesetas, uno de su parte y otro de la parte de mis abuelos, los padres de mi madre. Escrita mayormente por mi padre, con su letra tan peculiar, de haberla aprendido de las tareas de su hermano Jesús que le precedía con tres años, y al que habían mandado a hacer la Primaria en el colegio de La Salle de La Arquera. Él no había podido acudir, pues nada más salir de la escuela, sin haber cumplido los catorce, comenzó a trabajar como criado de cuadra. En la casona ya correteaban ocho hermanos más que le seguían en edad, prácticamente de dos en dos años de diferencia. Imitaba la caligrafía inglesa de su hermano mayor y la conservó hasta última hora. 

Varios renglones más le seguían, con la letra irregular de mi madre, a quien la guerra la pilló con diez años y anteriormente algunos procesos gripales que la privaron de los bancos de la escuela. Me había pedido que pasara por alto las faltas que cometiese, cuando me escribiera a la pensión de Oviedo y me mandaba besos de los “viejos”, dicho siempre con cariño, sus padres, pero a los que yo siempre les dije padre y madre por oírselo decir así a ella. No obstante la mejoría obtenida con las clases que de mí tomaba y el ánimo que los dos le dábamos, la hacía totalmente legible y con su caligrafía personalizada que nunca intenté ni por asomo cambiar. Únicamente me centré en la ortografía. En cambio, el proceso lector estaba bien definido y consolidado. Lectora incansable, tanto y más que mi padre, era capaz de rememorar los argumentos, nombres de personajes, de cualquier novela que por su mano pasase y si en casa no teníamos apenas una decena de libros aparte de las enciclopedias escolares mías y los libros de texto de mis bachilleratos, se servía de la biblioteca municipal por mi medio y de los que le prestaba una amiga suya, Teresa Junco, que después en mis manos paraban también.

Dicha carta y otras que le siguieron a esta, junto con unas fotos sacadas con mi Werlisa, se extraviaron, quiero creer, entre las páginas de los libros de mi biblioteca y que aún confío recuperar. 

Aún conservo la vieja cámara, propia de museo, arte retro o vintage, pero que quedó superada por otra posterior y en estas dos últimas décadas, con creces, por la cámara del móvil.