miércoles, 1 de enero de 2014

12.- Los Reyes Magos


Los Reyes Magos emprenden el camino. Están ya viejos y en su rostro se les nota el desgaste con el paso del tiempo, pero en esta época, tan esperada por los niños, les cambia el gesto y se les cubre de alegría que trasmiten a pequeños y mayores. Son años malos, y los caminos están perdidos de barro y zarzas que raen sus túnicas. Aún así, en un atardecer de aquellos inocentes años, los vi bajar por el serpenteante sendero que desciende desde la portilla de la Muezca hasta la Vega Quintana, atravesando la Cuesta el Caballu y los Molinos.
Se paran en un alto desde donde pueden ver el pueblo. Un río de aguas cristalinas en otra época del año, baja de la montaña crecido en el invierno y acumula en los meandros cañas y hojarasca caída en los bosques. Deja la vega partida en dos, sólo unida por un rústico puente de troncos, sin ojos de piedra ni arcos.
De niño, los Reyes Magos llegaban en sus camellos, según tradición, como era conocido de todo el mundo, pero lo cierto es que yo nunca llegué a verlos. Como mucho escuché sus pisadas fuera de la casa de Tamés, confirmado por nuestra tía Teru a mi prima Tere y a mí. Minutos después de haber escuchado con espanto rodar las peladillas y caramelos que echaban a rodar arriba, en la salona.
Sea en lo que sea, todos los años llegan y a los niños se les cuenta cualquier milonga; otra cosa es que se lo crean. A los Reyes Magos se les sustituye por un sinfín de competidores y lo mismo pasa con las fechas, así que dudo que los peques duren mucho en la ilusión, porque hoy son más listos que el hambre pero saben disimularlo muy  bien.
Aún recuerdo que fue Nieves Sobrino Arenas, de los del Jogu, quien me los hizo ver desde el Cotaxu, un atardecer que yo venía de casa mis tíos en la Pereda. Me lo recordaba años después cuando me veía y los dos reíamos la gracia de mi inocencia. Décadas después, que yo daba clases en la escuela de Purón, la fui a saludar a su casa y le recordé aquel chascarrillo suyo que ella me había gastado.
– Aquellas luces eran los faroles que alumbraban en el camino de la cuesta a dos de mis hermanas y el sobrín que bajaban de las cabañas de Viango, cargadas de quesos de vaca y oveja que elaboraban en la cabaña y alguna que otra manteca – me contó riéndose mientras se le perdía la mirada en la espesura del recuerdo de su juventud.
Al año siguiente, había cumplido yo los siete, descubrí un envoltorio en uno de los cajones del armario de la sala. Lo cerré y simulé no haberlo descubierto, pues algo traía yo conmigo por algunas conversaciones oídas respecto a los regalos de Reyes.

Se aclaró la duda en la mañana del seis de enero. Una de mis zapatillas guardaba el pequeño envoltorio en papel de regalo con la etiqueta “El Siglo”, el mismo que había descubierto bajo la ropa en el cajón del armario.
Al desplegar el papel vi la caja que contenía y al abrirla, los rayos del sol que atravesaban por uno de los ventanales de la galería se reflejaban en la bruñida cacha de una PreciosaHohner”, que habría de acompañarme por los caminos de mi aldea perdida. Había comentado en casa, mi ilusión por tener una armónica, de oírsela tocar a nuestro vecino Juan Junco Sobrino; mis padres me la habían traído por Reyes.

(En el reverso de la caja aún se leía el precio de venta: 110 ptas., de las de 1955. El equivalente a cuatro días del jornal de mi padre en la fábrica de San Antón).

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