Los Reyes Magos emprenden el camino. Están ya viejos y en su rostro
se les nota el desgaste con el paso del tiempo, pero en
esta época, tan esperada por los niños, les cambia el gesto y se
les cubre de alegría que trasmiten a pequeños y mayores. Son años
malos, y los caminos están perdidos de barro y zarzas que raen sus
túnicas. Aún así, en un atardecer de aquellos inocentes años, los
vi bajar por el serpenteante sendero que desciende desde la portilla de la Muezca
hasta la Vega Quintana, atravesando la Cuesta el Caballu y los
Molinos.
Se
paran en un alto desde donde pueden ver el pueblo. Un río
de aguas cristalinas en otra época del año, baja de la montaña
crecido en el invierno y acumula en los meandros cañas y hojarasca
caída en los bosques. Deja la vega partida en dos, sólo unida por
un rústico puente de troncos, sin ojos de piedra ni arcos.
De
niño, los Reyes Magos llegaban en sus camellos, según tradición,
como era conocido de todo el mundo, pero lo cierto es que yo nunca
llegué a verlos. Como mucho escuché sus pisadas fuera de la casa de
Tamés, confirmado por nuestra tía Teru a mi prima Tere y a mí.
Minutos después de haber escuchado con espanto rodar las peladillas
y caramelos que echaban a rodar arriba, en la salona.
Sea
en lo que sea, todos los años llegan y a los niños se les cuenta
cualquier milonga; otra cosa es que
se lo crean. A los Reyes Magos se les sustituye por un sinfín de
competidores y lo mismo pasa con las fechas, así que dudo que los
peques duren mucho en la ilusión, porque hoy son más listos que el
hambre pero saben disimularlo muy bien.
Aún
recuerdo que fue Nieves
Sobrino Arenas, de
los del Jogu, quien
me los hizo ver desde el Cotaxu, un atardecer que yo venía de casa
mis tíos en la Pereda. Me lo recordaba años después cuando me veía
y los dos reíamos la gracia de mi inocencia. Décadas después, que yo daba clases en la escuela de Purón, la fui a
saludar a su casa y le recordé aquel chascarrillo suyo que ella me había gastado.
–
Aquellas luces eran los faroles que alumbraban en el camino de la
cuesta a dos de mis hermanas y el sobrín que bajaban de las cabañas
de Viango, cargadas de quesos de vaca y oveja que elaboraban en la cabaña
y alguna que otra manteca – me contó riéndose mientras se le
perdía la mirada en la espesura del recuerdo de su juventud.
Al
año siguiente, había cumplido yo los siete, descubrí un envoltorio
en uno de los cajones del armario de la sala. Lo cerré y simulé no
haberlo descubierto, pues algo traía yo conmigo por algunas
conversaciones oídas respecto a los regalos de Reyes.
Se
aclaró la duda en la mañana del seis de enero. Una de mis
zapatillas guardaba el pequeño envoltorio en papel de regalo con la
etiqueta “El Siglo”, el mismo que había descubierto bajo la ropa
en el cajón del armario.
Al
desplegar el papel vi
la caja que contenía y al abrirla, los
rayos del sol que atravesaban
por
uno
de los ventanales
de la galería se
reflejaban en
la bruñida cacha de una
Preciosa
“Hohner”,
que habría de acompañarme por los caminos de mi aldea perdida.
Había
comentado en casa, mi ilusión por tener una
armónica,
de oírsela tocar a nuestro
vecino Juan
Junco Sobrino; mis padres me la habían traído por Reyes.
(En
el reverso de la caja aún se leía el precio de venta: 110 ptas., de
las de 1955. El equivalente a cuatro
días del jornal de mi padre en la fábrica de San Antón).
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