martes, 15 de julio de 2014

54.- Es fiesta en la aldea

"Es día de fiesta en el pueblo. Maximina desgrana albores por entre los brezos y helechos de la Mañanga. Ya hay trajín en las cuadras. 
El olor a leche mecida invade la corralada y los gatos siguen maulladores tras el caldero de cinc. Un cohete rompe su carcasa de humo y ahuyenta el orbayu que amenaza en la Muezca. En el penduz se refugia el perro, asustado. El roncón de una gaita inicia su ronroneo y tras él afina el puntero los sones del “Asturias, patria querida”.
 En ese momento, la vida del pueblo se acelera. Las mozas corren de casa en casa, para repicar el pañuelo. Existen mujeres especializadas en hacer las lorzas y darles ese toque magistral sobre el peinado. Los chiquillos corren por los prados, saltando muros, detrás de las varetas de los cohetes. Después exhiben su colección y conservan aquella que resultó más fuerte y grande, repartiendo las demás entre los menos afortunados.
 Los ramos engalanados de roscos de pan y hortensias desfilan desde los distintos barrios para concentrarse en “El Rosal”. Allí se va reuniendo la gente en grupos, en un incesante saludo entre los que permanecen en el pueblo y aquellos que regresan de vacaciones de los distintos lugares de trabajo. Es como el retorno de las golondrinas. La alegría se cierne por el pueblo. Son aproximadamente las once y media. Como si se tratase de una lección aprendida durante años y años, las aldeanas se van colocando por orden de veteranía y estatura. Los tres ramos son portados a hombro por los mozos de acuerdo también con los grupos de edad y estatura por aquello de equilibrar y repartir adecuadamente en peso. El gaitero hace una señal al tamboritero y comienzan a tocar en tanto que arranca la comitiva.
Hay gente que por algún motivo no puede seguir la comitiva como las mujeres que quedan al tanto de la cocina, en aquellas casas donde se reúne mucha familia. Es el ama de casa quien sacrifica año tras año ese día detrás del fogón de leña.
Es curioso que en Parres el paseo procesional de iniciación no se haga acompañando al objeto de culto religioso, Santa Marina. En todos los pueblos que conozco el motivo religioso preside el acto folclórico. Después de andar un kilómetro, con alguna parada donde se acomodan los portadores su dolorido hombro, se llega a la capilla. El sol lanza sus rayos sobre el campo por entre los calveros del pequeño bosque y los evita bajo el refugio de sus ramas. Comienza la liturgia y no cesa del todo el murmullo de los saludos ni el ruido de la carretera con la llegada de nuevos coches y el insistente estallido de petardos que los chiquillos lanzan detrás de la capilla. Los corderos esperan atados al quiosco del coro ramoneando las hiedras que trepan al roble mientras lanzan quejumbrosos balidos que aportan su valor al paisaje que rememora el pasado pastoril de la fiesta. El colorido se enriquece con los globos, los vestidos, los ramos y los trajes de las aldeanas.
Se produce a duras penas el silencio, nunca absoluto mientras transcurre la misa con el sermón. Los coches siguen llegando y entremezclan el ruido de sus motores con el Credo que en esos momentos canta El Coro.
La procesión rodea el campo en emotivo «culo atrás» hasta dejar la Santa presidiendo la oferta cual Ceres divina. Ríe la gente porque un cordero se niega a caminar y es cogido en brazos por la joven que lo ofrece. Se cruzan los fotógrafos buscando el punto clave para la mejor foto y plasmar el momento. Saltan las lágrimas en aquellos que, después de muchos años separados del terruño, reviven sus recuerdos, pasando las páginas de su biografía. Acabada la ofrenda se inician los bailes en la carretera, cortada en corro por los espectadores. Se baila el pericote ensayado por el grupo y acto seguido los sones de la jota abre el ánimo de los mayores a bailarla con espontaneidad y estilo. La gente aplaude sonriente y envidiosa quizás de no poder, no atreverse o no saber bailarla. En realidad, no deja de ser una romería como otra cualquiera de las que existen en el concejo, pero Santa Marina lleva el toque especial parragués, en el marco incomparable de la campiña. 
Es la hora de la comida, y los que no bajan a sus casas, extienden los manteles por los prados de los alrededores, bajo la sombra. El yantar une a familias que durante el resto del año se ven separadas por obligaciones inexcusables.
Por la tarde, los puestos de sidra ayudan a la nostalgia mientras los músicos afinan los instrumentos. Los jóvenes acuden al campo para bailar. Las avellaneras pregonan sus sabrosas mercancías en tanto que el heladero de “Revuelta” hiende su cucharón en la rica y fría nata: En las orillas del campo los que tiran al blanco llenan de chasquidos metálicos el ambiente. 
Sonido y color pincelan el paisanaje hasta que el sol deje a la luna su labor esquivando como puede las movidas nubes que toldan “El Texéu”.
Los chiquillos, en pequeños grupos, recorremos el campo tras las varetas de cohete caídas. La avellanera recorre el campo con su cesta colgada al brazo y ofrece la mercancía por los corrillos de la gente mayor que charla. Se escucha el estallido de un globo que explota arañado entre los dedos de algún niño al que sigue sin apenas pausa un llanto desconsolador. 
Las cámaras de fotos, notarios del tiempo, emiten destellos entre la sombra de los castaños para dejar constancia del acontecimiento en no sé qué álbum o revista. Las niñas, las mozas y las ya maduras haldean su vestido de llanisca llenando el ambiente del tintineo de los corales de su dengue."
Por un instante, me vi hacer de monaguillo, sentado junto al cura en el ofrecimiento de ramos para proseguir luego la procesión y dejar en la capilla la vestimenta. Al acabar la seria labor sagrada corríamos con el resto de niños a recoger por los prados de las inmediaciones, los palos de cohete y volvíamos con nuestro trofeo que recontábamos para ver quién había conseguido más. Las manos cubiertas del negro de la pólvora quemada buscaban en el fondo del bolsillo el duro de propina que el cura nos había dado de su colecta y se nos iba en humo y estruendo de los restallones, petardos y bombas. Por la tarde, tras volver de comer al campo, algún dinero de más, entre las dádivas de padres, abuelos, tíos y el resto ahorrado durante todo el año, ayudábamos a cubrir gastos y necesidades del heladero, del barquillero, del tío vivo que empujaba los columpios a manivela, del tiro al blanco, de Sarina la avellanera, y de los puestos de Matilde y Lolina que para todo daba ese día nuestra economía. 
Me veo por la noche en la Bolera y dentro de la Casa Concejo, repleta a rabiar y llena de humo de los cigarrillos, corriendo entre las parejas que bailaban. Siento aún la adrenalina producida al correr y saltar las pandinas, para ocultarme en la penumbra de los portales de la Escuela en el juego del escondite. Me veo en los bancos del salón subido para mirar absorto a “Los Panchinos”. Panchín con su acordeón y su eterna sonrisa; Paco con su saxo y su hijo, también Paco, a la trompeta; Jordán, el hijo de Pepín de Pría, con su magistral violín y el batería del grupo con sus redobles. 
Al día siguiente me recuerdo yendo de madrugada al campo, sin que se levantasen los que pernoctaban en él para rastrear entre papeles de cucuruchos y vasos rotos y volver a casa con alguna que otra moneda perdida, juguetes rotos, avellanas, caramelos y otras tonterías que de niño rellenan el tiempo infinitamente largo de nuestra inocencia. Nada es ya como fue antaño. 



lunes, 14 de julio de 2014

53.- Los ensayos de Santa Marina

 Como fue siempre costumbre, una vez finalizadas las fiestas de San Pedro de Pancar, dan comienzo los ensayos de Santa Marina de Parres en la bolera de la Escuela.

Allí acudimos a las diez de la noche, a dar fe de nuestra admiración, respeto y nostalgia al comienzo de los bailes que deleitan todos los años a los romeros que acuden a la campiña de Santa Marina, el día 18 de julio. Aunque los años pasan de forma vertiginosa, se mantienen imborrables los sentimientos primeros con sabor agridulce de la añoranza del tiempo perdido en el pasado. Recuerdo cómo jugábamos los más críos a corretear por la bolera, mientras las panderetas con sus sonajas bailaban al aire los sones marcados por la piel del tambor y el acompañamiento de gaita. El sonido rebotado por la fachada de la escuela revierte en las casas de Pedrujerrín y de la Piniella, haciendo un fuerte eco.

Afortunadamente, cambiaron muchos conceptos en comparación con los existentes en aquella época. Antaño, los ensayos trataban esencialmente de los cánticos religiosos, tanto de la salida de ramos, la misa, la procesión y el ofrecimiento, que siguen manteniéndose tal cual.
Hogaño, salen más reforzados los bailes tradicionales que se exhiben una vez terminado el ritual religioso. 

Los más pequeños aprenden desde corta edad a dar los primeros pasos de los bailes entrenados por los jóvenes en una cadena que se continúa año tras año con la ventaja del interés que despierta en ellos, lo que hace posible que la tradición continúe tan fresca.

Los bailes que se hacen en orden a las edades, lo que asegura la continuidad a través de los años:

A) Los más pequeños se inician con el “Xiringüelín”.

B) Los medianos bailan “La Jota del Cuera” y “El Quirosanu”.

C) Los mayores bailan que lo bordan “La Jota de Cadavedo”, “El Xiringüelu”, “El Fandango” y “El Pericote” cuyos vestigios de danza ancestral vienen en su orígenes, según se dice, del pueblo de Cue y que en su forma más simple se bailaba entre dos aldeanas y un pastor que saltaba delante de ellas, forma de requiebro que se expresaba con la agilidad y fortaleza del danzante.

Para dar oportunidad a mayor cantidad de danzantes, actualmente se baila el Pericote con múltiples tríos, lo que lo hace más complicado por la coordinación de todos los participantes, que cuando se logra lo hace, si cabe, más vistoso.

En épocas de guerras o de la trashumancia, el danzante era sustituido por una moza con vestimenta masculina que hacía de "perico", de ahí lo de pericote. "No seas perico" era una frase muy oída para recriminar a la chica que gustaba de jugar como los chicos, saltando los muros o esguilando a los árboles y aún no desapareció del todo, usado por inercia mientras exista la rémora del machismo. 

Hoy van ataviados con los respectivos trajes, “de llanisca” y “de porruano”, respectivamente, términos nacidos quizás del mal uso en los distintos medios, que acaban confundiendo a los foráneos, como bien he comprobado en múltiples ocasiones, que consideran el vocablo “de llanisca” atribuible únicamente a la Villa, aunque todos los pueblos son llaniscos por pertenecer al Concejo de Llanes.

jueves, 10 de julio de 2014

52.- Las fuentes del alma


Sólo con pensar en las fuentes de todos los lugares que conocí se me hace la boca agua y lo hago para mitigar la sed mientras conduzco por las áridas tierras de La Meseta.
Hubo un tiempo de mi infancia en el que escuchaba en casa la idea de irnos a vivir a una casería de la zona central de Asturias, creo que por Noreña, para la que necesitaban una familia que la atendiese. Las condiciones laborables que ofrecían no sé si superaban con creces los beneficios obtenidos en nuestro minifundio de escasa media hectárea en propiedad. Confieso que me apenaba sobremanera la pérdida de contacto con los abuelos y resto de familia, vecinos, amigos y compañeros de escuela, maestro incluido. Una tragedia para mí y dediqué unas semanas a correr la voz.
Cuando hube avisado a todo el mundo, me di cuenta que me quedaba algo más por hacer. Tenía que despedirme de los lugares de mis juegos, las rocas que representaban en mi imaginación barcos de piratas, máquinas del tren, aviones de combate y otras niñerías. También debía recorrer las fuentes, que algunas por distantes repasaba por orden en un imaginario recorrido.
Quien nunca haya bebido del chorro de una fuente, usando las palmas de las manos y dejar que el agua se vaya por entre los dedos, o bien hundiendo la boca en un manantial, no podrá comprender lo que me pasaba.
En la Noche de San Juan, pasadas las doce, no olvidaba acercarme a beber la flor del agua en mi fuente predilecta, la Jornica y recogía unas ramas de verbena para preservarme de la picadura de una culebra. Sobre el techado de la fuente había varios ramos de flores adornándola.
Las fuentes y manantiales ocupan un lugar especial en el recuerdo de la toponimia de las aldeas. Hago memoria y surgen veinticinco nombres, lugares y hasta el sabor diferenciador de sus aguas.  No sé si aún tienen agua en las fuentes de Las Melendreras, donde vivía mi bisabuela Lisa,  La Retuerta, El Sapu, La Churra el Llanucu, La Arenal, El picón de los Riucos, Fuenteberrosa, Santa Marina, donde bebíamos tras los partidos de fútbol en el campo, Rabugandín, Reburdión, La Puerca y alguna otra más que quedan ya en olvido.
En La fuente de la O desapareció la losa grabada con un círculo y el centro que le daba nombre y que es una incógnita para mí su origen, significado y época, aunque me parezca estar viéndola todavía.

La Jornica.
Su nombre deriva del término 'horno' que al aspirarse, según ocurre en el bable de la zona, se convierte en /h.ornu/ y por la apariencia de esta fuente con la de un horno pequeño, viene lo de  “jornica” al que se le puede sumar un matiz familiar y cariñoso.
De ella llevábamos agua para las casas de los barrios, que decíamos de 'arriba de la carretera' : Tamés, El Palaciu, El Cuetu, Coxiguero, Tresierra, La Veguca, La Caleyona, Cospechu, Campu'l Roble y La Piniella.
Es un afloramiento de agua protegido por una construcción en piedra y cubierta de mortero. Por una pequeña puerta abierta en la pared frontal, sacábamos el agua con la ayuda de un tanque que llevábamos de casa, aunque solía haber uno para uso comunitario. Cerca de ella estaba el bebedero, de factura similar y afloraban otros manantiales que convertían el lugar en una charca llena de berros y otras plantas acuáticas que mantenían las aguas claras de las que gustaba beber alguno de los animales, aunque la mayoría de ellos se iban directos al abrevadero en el que sobrenadaba una verdosa tela de algas y lentejas y bajo ella una rica fauna con renacuajos, tritones, sanguijuelas, zapateros, ditiscos, garapitos y mosquitos a los que ahuyentaban con el aire caliente de su respiración.
Siempre se decía que el agua de la Jornica, nace en las cuestas y pasa por La Ardina, donde se escuchaba el sonido de la corriente subterránea en una covacha.
Había un atajo desde La Piniella hacia la Iglesia, sobre unas paseras de piedra que sobresalían apenas entre los berros y las olorosas mentas de agua. ¡Cuántos de mis recuerdos infantiles se hundieron para siempre en aquel ensoñado paraje poblado de Xanas y Ondinas!
Por su cercanía al templo, con el agua de La Jornica se llenaba la pila bautismal y el calderín del hisopo con que se bendice a los animales que desfilan el día de San Antón y la última morada del Campo la Barrera. Mi vecina Rosi Sobrino Arenas me pasó estos versos que se cantaban por San Juan en el enrame de La Jornica, antiquísimo culto al agua, acompañados de pandero y panderetas:
I
Vamos a enramar la fuente,
la fuente de la Jornica
que con el agua que mana
se consagra y se bautiza.
II
Vamos a enramar la fuente,
la fuente de la Jornica,
donde todos los años crían
un papín y una cerica.
III
Los anabios del Cuera
bien haya quien los cortó.
Los cortó Rosa Sobrino
y un galán que le ayudó.
IV
Vamos a enramar la fuente,
la fuente del (*)Cañu nuevu,
con los anabios del Cuera,
y con la flor del romeru.
V
La fuente enramada está,
la fuente enramada queda.
La fuente enramada está
con dos arcos y banderas.

El Cañu la Viña.
Esta fuente, pudiera decirse que era para los barrios de “abajo”, aunque este término aquí carece de sentido espacial, pues de ella se servían tanto los barrios de Brañes, La Casona, La Concha, Ribaz, La Vega los Romeros, Pedrujerrín, y Recuestu, unos a nivel de la carretera y otros por encima o por debajo.
Esa diferenciación geográfica no obedecía a ningún otro criterio que el de dividir la población escolar en dos bandos a la salida de clase. Acudíamos a las tapineras con el fin de proveernos de material bélico para meternos en una batalla “campal”, nunca mejor dicho. No siempre quedaba clara la pertenencia a uno u otro bando pues los había que tenían igual querencia por ambos frentes, pues las casas de sus abuelos quedaban del otro lado. He de decir, ya sin ningún orgullo, que los de “arriba”, por cuestiones físicas gravitatorias llevábamos, casi siempre, las de ganar.
Muchos de nuestros juegos, eran así de brutos como la época que acababa de pasar y los términos usados dan fe de ello, así como: las partidas, los de arriba contra los de abajo, al soldado, al escondite por los barrios o por las cuevas, a fugados y guardias... También imitábamos a los héroes de los tebeos, con espadas y lanzas de madera como “El Capitán Trueno” y “El Jabato” o tirando de arco como “Robin Hood” y el tiragomas con el que no quedaba cristal entero de las casas en ruinas, ni tacilla aislante entera a lo largo del tendido eléctrico. Jugábamos también a “indios y vaqueros”, a “policías y ladrones” , pero los mejores juegos eran los de grupo donde se aprendía a colaborar con los demás, las interminables “partidas” de pillar y librar, a presos y carcelero en el pórtico de la iglesia o en los portales de la escuela, casi todos como dije con la misma temática bélica.
Junto a la fuente hay un bebedero y un hermoso lavadero donde los lunes, así era la costumbre entonces, las mujeres acudían con las bateas de cinc repletas de ropa. Si había sitio bastante en los dieciséis depósitos que existen, cada una elegía dos colindantes; uno para echar la ropa a remojar con un chorro de lejía y frotar, prenda por prenda, sobre la piedra finamente labrada con la pastilla del chimbo y el cepillo de cerdas, si era necesario, el otro para dar el aclarado y tomar el añil de una bolsa hundida en el agua, que les aportaba blancura y un característico olor a limpias. Si no llovía, las tendían  sobre los muros de la finca cercana para que recudieran el agua.
Los pequeños que las acompañábamos, como no puede esperar menos, jugábamos con el agua del bebedero y de un manantial a ras del suelo, La Churra, que mana de una roca de La Piniella, con un hervidero de renacuajos de sapo que llamábamos cabezones o cruzábamos de una parte a otra la pandina, sorteando las pilastras de madera que sostenían el tejado de lata.
En los recreos, antes de subir a las aulas, calmábamos la sed en esta fuente, deslizándonos por una basna bajo el nogal, que acababa haciendo añicos los pantalones y lo que es peor, nuestras piernas.
De los dos maestros que me dieron clase, el primero, D. Francisco Peláez, natural de Pechón, D. Paco,  me enviaba con el botijo a la fuente y lo subía lleno, por mandato suyo, al piso superior. He de aclarar que don Paco, seguramente por causa de la guerra, tenía un impedimento al andar y Dª Ramona, su esposa, bastantes kilos de más. Yo me beneficiaba de alguna onza de chocolate o caramelos, por mi servicio de aguador.
Con el segundo maestro, D. Manuel Fernández, de Andrín, íbamos a por agua para beber en las tardes cálidas de comienzo de verano o para llenar la botella con la que regaba el piso de madera los viernes, que me tocaba quedar a barrer. El presupuesto escolar no contemplaba la limpieza y los alumnos debíamos llevarla a cabo, por riguroso turno, asesorados por el maestro que también cogía la escoba o limpiaba el polvo de las mesas y ventanas.
La crisis de entonces era la herencia que nos había dejado la guerra. Hasta bien entrada la década de los ochenta, la limpieza de las escuelas era atendida, salvo casos excepcionales, por los propios niños, digo bien, y los maestros. No vea el lector en estas líneas apología de aquella crisis pasada para justificar lo que podamos llegar a ver con la actual. Antes bien, prefiero creer que ningún político consienta en dar pasos atrás en lo relacionado con la Escuela Pública, servicio que permite el acceso a una educación de calidad para todos, de la que como alumno guardo inmensa gratitud y como maestro defiendo.

Fuente La República
Es un testigo mudo que permaneció imborrable, a pesar de los hechos acaecidos y la represión que estos términos sufrieron.
Asentada en un cruce de caminos, servía sus aguas a los barrios Joucubil, El Jou, Calvu, La Xunca, La Campa, La Tinuta y Rupandiellu, El Cotaxu, La Bolera, Barrio Chino, El Colláu y Sabugosa.

Covarada es un manantial, justamente a la salida de la gran caverna que horada el Cueto Las Cerezales y viene de Corisco donde se aboluga una vez más el río Melendru, en la otra boca de la cavidad de piedra, conocida como Covarón servía a los vecinos de Vallanu.
En Covarada, lavaban las mujeres, de hinojos en la arena de la orilla y frotaban las prendas sobre las lastras inclinadas, medio hundidas en el agua del río. El sol no tardaba en acudir solícito a secar el rocío de la noche caído sobre la pequeña campera adornada de mentas y catasolas, ante aquella simulada oración, sacando del agua las empapadas sábanas las elevaban al sol y las volvían a hundir.
En el sitio y barrio de Cuetupuñu existe otro pequeño manantial que envía sus aguas al Río Vallanu entre una pequeña chopera.
A las aguas de los ríos, se llevaban las ropas de las familias en las que alguno de sus miembros padecía una afección pulmonar, que eran de tratamiento largo y mucho reposo. Había un excesivo cuidado con eso, pues las penicilinas no eran conocidas o no estaban al alcance de todo el mundo. Había pocas casas en las que no hubiese alguien afectado o en contacto con familiares que las padeciesen y eso suscitaba, dicho suavemente, un cierto recelo entre la población.
Había otros manantiales alejados del pueblo como las de La Palaciana, camino de Parres a Bolao o las de Golondrón y Jorimiga, Las Llastrucas, Patica,  perdidas todas ellas por la acción de la cantera.
 
De la fuente de Moscadoria, cercana a Santa Marina, guardo imborrables recuerdos por haber acompañado a mi madre. Lavaba al lado de un pozo que a mí me parecía profundo, a la sombra de un alloral. Cercano estaba el depósito de agua y aún puede verse la construcción hecha de cemento que debió de encauzar en un canal, de eso me di cuenta recientemente, el agua hasta Requexu, donde bien pudiera haber existido una pequeña aceña, pisa o herrería, pero sólo es una mera especulación mía.
Solían ponerse de acuerdo varias madres, para hacer más llevadero el camino y el trabajo, charlando de sus cosas y niños y problemas o amenizando el tiempo con cánticos, romances e historias. Los críos explorábamos la vecina cueva que lleva su nombre o hacíamos barcos con las cortezas de los arces que se desprendían. Al final del río lo cruza un camino de herradura y había unas paseras para vadearlo a pie enjuto. Nosotros, pequeños ingenieros aficionados al agua, la represábamos  con troncos, tapines, piedras y mollejas. Llevábamos las pequeñas balsas junto a la fuente para soltarlas y las íbamos a esperar junto a las paseras para recuperarlas con una caña de avellano. La mayoría de las veces, aquellas primitivas y liliputienses barquichuelas, quedaban atrapadas por alguna caña de laurel o acababan hundidas en el remolino central del negro pozo.
Antes de marchar para casa, teníamos que vaciar de arena nuestras playeras, casi deshecha la suela de esparto, y ponerlas a recudir al sol en un muro, en tanto dábamos fin a nuestra más excelsa merienda de garitu de pan y onza de chocolate.


miércoles, 2 de julio de 2014

51.- Barbaché, "El hombre foca"

Casi perdido en la neblina de mis años mozos, guardo un suceso que tuvo lugar en el parque de Porrúa, por la fiesta del Rosario, que se celebraba en el tardío, el primer domingo de octubre. Habíamos acudido mi amigo Ramón y yo por la tarde, a eso de las cinco, al tiempo que las avellaneras montaban su quiosco ambulante. No más de una docena de críos corrían a esconderse tras los arces del recinto circular.
Antes de proseguir con la narración, por el respeto que siento por mis lectores, y también por curarme en salud de no ser creído, diré que este suceso, con el paso del tiempo, a mí también me llegó a parecer una fábula de poca o ninguna credibilidad y, según lo iba narrando, confesaba mi propia duda. Parezca realidad o fábula, quiero compartirlo.
Habíamos llegado al pueblo y, como por el parque no veíamos más que chiquillos, acordamos andar los lugares del pueblo en los que solía concentrarse la mocedad: la bolera y los tres bares, “El Pizá”, “La Guaira” y “El Cuatro”, que en el pueblo había. Desde la terraza de éste último establecimiento, escuchamos grandes voces en El Parque y a él regresamos para ver qué ocurría. Sin llegar al final de la cuesta que baja de la carretera al recinto festivo, supimos del origen de aquellas voces.
Un hombre de mediana edad, complexión atlética, tez y cabello moreno, animaba con fuerte voz a cuantos pudieran oírle que acudieran a ver la actuación del sin par Barbaché, “El hombre foca” como a sí mismo se definía.
Había tomado una de las sillas de madera plegables que se usaban en los puestos de sidra que iban por las romerías. Tras armarla, la elevó por encima de su cabeza como pluma y la dejó al fin apoyada en equilibrio sobre una de las patas sobre el callo que tenía en la punta de su barbilla. Tuvo aplausos por parte del público infantil, menos exigente que el adulto que para entonces había empezado a llegar de los caminos radiales que abocan al parque, con aire poco expectante. Pero la función sólo había hecho más que empezar.
Acto seguido, invitó a que alguno de los chavales que se habían acercado, se animara a subirse en la silla, a la que le hizo una esmerada inspección para comprobar que las tablas y los ensamblajes estaban en perfectas condiciones.
Logró convencer a uno de los muchachos y tras aconsejarle que no se soltase de la silla ni que sintiese miedo alguno, los izó, muchacho y silla, hasta dejarla como la vez anterior en equilibrio sobre su prominente y encallecido mentón. Ante el asombro de los que allí estábamos, abrió en cruz los brazos para más ostentación de su arte circense. Los aplausos se intensificaron y con ellos también la afluencia del público.
La función continuó. Pidió a unos mozalbetes que le trajeran algún objeto más pesado. No tardaron en sacarle del interior de una cuadra cercana que allí había, una de las ruedas del carro de vacas, de radios de madera de roble, calabaza de acacia y ancha banda de grueso acero. Con la misma facilidad que en el anterior ejercicio la subió sobre el mentón y la mantuvo en equilibrio con los brazos en cruz. La expectante mirada de los que allí estábamos era en sí misma otro espectáculo, por lo que no reparé en los aplausos ni creo que hicieran maldita la falta. Después de tomarse una cerveza en el puesto de sidra “Parres”, servida por “Catanga”, mozo camarero que ayudaba al dueño en las romerías, volvió a pedirles a los mozos que le hacía falta algo aún de mayor peso. Pienso que, heridos en su amor propio, sacaron de una cuneta un brengoso poste que habían dejado los obreros de la “Electra Bedón”, al ser sustituido por uno nuevo, de la línea del suministro al pueblo.  Entre cuatro se lo dejaron allí tirado, entre muchas risas y comedias, dando por sentado que con aquel palo habrían de desbaratar la actuación.
Como si tal cosa, Barbaché,  lo enderezó al cielo levantándolo entre los brazos y el pecho hasta depositarlo sobre el firme mentón. Después lo dejó caer con la misma soltura y elegancia que las veces precedentes.
Nadie podía dar crédito a lo que acababa de ver y, pensando que con esta demostración ponía punto final al espectáculo, todo el mundo aplaudió a rabiar.
Tras un corto tiempo que aprovechó para respirar, rogó por favor a los chavales que  le trajeran algo más pesado.
Se pusieron de acuerdo en un instante y volvieron al tendejón de la cercana cuadra, de donde regresaron tirando de una máquina de arar que allí se guardaba.
Para quienes no conozcan tal máquina, les diré que existen varios modelos de distinto peso, pero aquélla no era de las más ligeras y como todas, con añadido peligro de las reyeras que cortan el tapín y los paletones que voltean la secha, a lo que se añaden las dos ruedas y el eje central, todo en hierro macizo.
Aquel hombre, con la misma soltura con que manejó las anteriores cosas, sin demostrar un esfuerzo extraordinario, la sostuvo sobre las callosa barbilla, apoyada por la maneta principal con la que se maneja el aladro.
El día siguiente de este acontecimiento en que fui a ver a mis abuelos, se lo conté con el mismo lujo de detalles que aquí empleo. Mi abuelo a quien nunca le vi fabular me dio una explicación al caso y me habló de la posibilidad de aplicar sin que nos diéramos cuenta una hipnosis colectiva. No sabría decir ahora si vivido por él o escuchándolo decir a alguien, me contó que un feriante había hecho ver al público congregado cómo una gallina llevaba en el pico un poste de la luz, pero que en realidad no podía ser otra cosa que una hierba seca.
No obstante mis dudas, el tal personaje existió. Mi amigo y yo nos quedamos apartados, algo más alejados que el resto, con el inconfesable objetivo de evitar echar moneda en la boina cuando al final de su actuación lógicamente, esperábamos que pasara para cobrar justamente por su actuación. Años más tarde, hablando del caso con la gente, me dieron fe de su actuación en dos sitios: en Panes, junto a “El Comportu” y en Parres, junto a “El Fresnu”.
Pero lo que rubrica con más fuerza la fidelidad de mi narración es el comentario que uno de mis lectores del blog me hace, más o menos con estas palabras:
1.- “El personaje parece mítico; es cierto, pero existió realmente. También anduvo por León y Castilla. Yo lo vi en el Bierzo, y en San Justo, un pueblo cercano a Astorga.
Era además un tipo alto, flaco y desgarbado, sin ningún aspecto de forzudo. Julio Llamazares tiene un cuento en su libro "Escenas de cine mudo", titulado "El mundo en la barbilla", en el que relata cómo se encontró la furgoneta de Barbache, abandonada en un pueblo de Soria. En su libro cuenta el trágico final de este hombre increíble, final que, como comprenderás, no debemos desvelar”.
En un segundo comentario, después de mi respuesta dándole las gracias, me añadió más datos dignos de compartir aquí, con su permiso:
2.- “No exageras nada en lo que cuentas de ese hombre extraordinario, yo le vi sostener en la barbilla pesos mayores, que no podía subir sólo y tenían que acercárselos entre dos o tres paisanos. En el número de la escalera, después colgó arriba una silla con un hombre sentado. La primera vez lo vi en Almagarinos, en el Bierzo, estaba con mi abuelo que pesaba unos 130 kilos y quiso sostenerlo también sobre la silla, mi abuelo rehusó. La segunda vez lo vi en mi pueblo, San Justo de la Vega, con alardes parecidos. ¡Había pasado el tiempo pero me reconoció como el niño que iba con aquel hombre tan fuerte!...
Tu descripción creo que coincide bastante con mis recuerdos. Tengo el vicio de las caras, del rostro, la gestualidad, la expresión no verbal. Diría que era un gascón, barbilla prominente, desde luego, nariz afilada y aguileña, además de las otras características que hemos apuntado. Julio Llamazares en su obra dice que era francés.
Visitaré tus páginas, en algunas ya entré. Y gracias a ti de nuevo por este guapo recuerdo.” R.R.P.

Confirma su existencia, una lectora del blog con este comentario que le agradezco.

3.-

(23 de abril de 2017)
Estherrible ha dejado un nuevo comentario en su entrada "51.- Barbache, "El hombre foca"": 

"Vivió sus últimos años en Sant Feliu de Guíxols (Girona), en una cabaña en el bosque. Cuando bajaba al pueblo, ya muy mayor, haraposo, sucio y me atrevería a decir que la mayoría de veces algo bebido, levantaba sillas, vallas de seguridad y lo que hiciese falta al grito de "Otro número!...". Los niños le amábamos (tengo 40 años). Se hacía llamar Barbacoa. Al final le acogieron las monjas del hospital del pueblo y allí acabó. Cuenta la leyenda que era un artista de circo y no se sabe por qué lo dejó. Siempre había querido saber más de él. Muchas gracias!"

4.- whitefalcon_64

Su nombre real era Casimiro Pascual Cruañas. Habia nacido en la calle Trafalgar de Sant Feliu de Guixols (Girona), vecino de mi padre. Despues de unas décadas fuera de la población, regresó a mediados de los 70 (yo debia tener 10-12 años).Se hacía llamar BARBACHÉ-BARBACOA "el hombre foca", y se ganaba la vida con sus
números circenses en los descansos de partidos de fútbol, verbenas u otros eventos locales. Solía explicar que habia estado ingresado en un hospital de Oviedo, y su compañero de habitación fué Mario César Jacquet, un futbolista sudamericano del Real Oviedo a principios de los 70. Barbacoa (o Barbaché) era un enamorado del futbol y le gustaba en los descansos de los partidos del equipo local ponerse de portero y que los crios le chutáramos penalties. Cuando paraba alguno, solia decir a gritos, con voz de radio.... HA PARADO RAMALLETS, SEÑORES !!. Aqui se le tiene un grandisimo recuerdo. Era una buena persona a la que todo el pueblo apreciaba, aunque tuvo algun episodio desagradable cuando cayó en el alcoholismo. Las monjas del hospital local lo apartaron de tal adicción, hasta el final de sus días.

Gracias!
Me agrada tener tantas referencias sobre aquel personaje que, por lo que le vi hacer tan extraordinario para un chavalín que yo era, llegué a pensar que pudiera ser un sueño, o como me contaba mi abuelo cuando se lo expliqué, pudiera ser que nos hubiera hipnotizado a todos los allí presentes. Gracias por vuestros datos que vienen a corroborar lo que vieron mis ojos.