martes, 14 de enero de 2014

16.- Las canicas


El mejor de los recuerdos de mi infancia son los diversos juegos que teníamos en torno a la escuela, de la iglesia o del barrio. Podría hacer un tratado con todos ellos, si sirviera para que se recuperaran y se llevaran a la práctica, porque los niños de ahora, sólo saben jugar a la guerra de las galaxias y con los nuevos inventos electrónicos. Pero todo eso es consecuencia del progreso, y el que esté libre de culpa que tire la primera piedra. Desde luego que no yo, porque también jugábamos a guerreros, indios, vaqueros, policías, ladrones y cuándo éramos Supermanes, cuándo Capitanes Trueno y otros protagonistas figuras así del TBO.

Para cada época del año reservabamos unos determinados juegos, dependiendo del clima o de otros acontecimientos, pero el que más me fascinaba, sin lugar a dudas, era el de las canicas.

Había varios juegos relacionados con ellas y el que llevaba ventaja a los demás, era el del "gua". Llamábamos "gua" a un hoyo hecho en el campo, quitando el tapín de hierba a golpe de talón y girándolo después hasta dejarlo perfecto y con cierta profundidad. Solía haber varios distribuidos por todo el huerto de la escuela, que parecía atacado por los topos, y en el terreno arenizo de la bolera además del que había en el centro del portal hecho a conciencia, bien retacado con cemento. Jugar en estos tres sitios distintos, tenía las mismas diferencias que las que puede haber al jugar al tenis en pista, prado o playa, pongamos por caso.
Lo más excitante era jugar entre la hierba porque las canicas quedaban ocultas por las hierbas y, si antes de que el contrincante decidiera ir a por ti, había un sortilegio o abracadabra: "no se me cute", por el que nadie podía apartar la maleza para poderle "cutir" a tu canica con la suya. Pero si no te habías anda listo y el otro decía, "se me cute", podía arrancar todo lo interpuesto con tal de afinar su puntería. Se permitía, además, en ambos casos, tirar de pie en lugar de en cuclillas y no importaba ya los impedimentos que ocultaban tu canica. 
Otra forma mágica de la que se echaba mano para que no acertase el tiro el contrario.era la frase: "La cruz de la vaca", así la decíamos, yo y los demás, por no tener conocimiento nadie de la cruz de cuatro brazos, la de Caravaca. Si nos daba tiempo marcábamos con el dedo la cruz en la tierra o usábamos los dedos índice y corazón de la mano derecha sobre el índice  de la mano izquierda delante de nuestra canica a la par que pronunciábamos la frase y, la verdad sea dicha, funcionaba bastante bien, salvo que el que tirara fuese consumado tirador.

Normalmente las canicas fueron de barro hasta que llegaron las "mexicanas", de cristal. Las primeras que tuve me las trajo mi tía Piadosa cuando vino de Venezuela, junto con los primeros chicles que conocí y un enorme avión de latón, de colores que con una piedra de mechero, al empujarlo, simulaba un rugiente motor y echaba chispas por la cola.

Volviendo a las canicas y al juego del "gua", hacíamos una raya a una distancia prudencial del hoyo desde donde se "sacaba" después de establecer el orden de tiro. A veces había más de dos jugadores, de forma individual o por parejas y tríos, como en caso de los bolos. El "saque" desde la raya tenía por objeto entrar en el hoyo o dejar la canica lo más cerca posible, como pasa con el golf. Cuando eso ocurría, y si no se podía superar, se trataba de quedar alejado o escondido tras algún obstáculo imposible de retirar. Una  vez que "sacaban" todos, empezaba tirando el que había caído al "gua" o, en su defecto, el que hubiese caído más cerca de él, contra las canicas más cercanas. Los tiros eran tres, que podían ser consecutivos o alternando, según conveniese, a los demás contrincantes, por orden de cercanía. Al tirar al primero, si le dabas "bola", tenía que quedar una distancia de una canica, como menos. Si quedaban juntas, era "carambola" se alzaban para dejarlas caer y que salieran cada una para un sitio. Si se perdía turno seguía el siguiente tirador. A veces al dar "bola" intentabas que "cutiera" por encima de la canica contraria para que la propia saliera despedida cerca de otro contrario para comenzar a darle también "bola" y así repetir la acción anterior, eso dependiendo de la estrategia de cada uno, o seguir dándole "pie" y entonces la distancia que tenía que haber entre las dos canicas era de tu pie, que era otra dificultad para los que gastábamos un número alto en desventaja con los más pequeños. Si jugábamos en madreñas, las podías quitar para medir con la zapatilla. Teníamos reglas tácitas entre nosotros que respetábamos al máximo. El último tiro al contrario lo llamábamos "matute". Cuando habías hecho "matute" a uno, podías seguir en busca del resto para acabar dándoles los tres tiros a todos y sólo quedaba hacer "gua" para eliminarlos. Pero si al entrar por voluntad o por azar al "gua", o si alguien te metía para eliminarte, en el mismo acto se eliminaban todos aquellos a los que les tenías dado el "matute" contigo mismo. Los demás toques que no fuesen "matutes" ya no contaban y se comenzaba de cero.
Otro juego de canicas, tenía más que ver con la apuesta. Se hacía en la arena o en la pista con un resto de teja o trozo de tiza que solíamos despistar del encerado para éste y otros juegos, una especie de ojal o elipse donde cada jugador colocaba una canica. Se tiraba desde la raya a sacar de la elipse una de ellas que guardabas como tuya y seguías tirando hasta que no fallases y se seguía en el orden de tiro hasta dejar sin canicas el "corro" que así le llamábamos al trazo. Entonces empezaba la persecución a los contrarios, que te iban dando una canica de las ganadas, por cada tiro acertado que les dieses. Servía este juego para reponer la bolsa que ya estaba mermada. Pero también se prestaban canicas a los más novatos o jugábamos de "mentira", no siempre era "en serio", para poder jugar con alguien. En el otoño, sustituíamos las canicas del corro por nueces que al final comíamos amigablemente en los recreos.
Con las de barro, que solían venir pintadas de colores pastel en amarillo, azul, rojo y verde y había otras de piedra del color de la roca que fuese, de alabastro, más pesadas que aportaban mejor afinación al tiro. Pero los que superaban a todas eran los "aceros", rodamientos que alguien había conseguido en el taller mecánico de Antonio. Eran temidos, porque era difícil desplazarlos para medir el "pie" o sacarlos del "gua". Tanto con las de piedra como con los aceros, acabábamos con la uña del pulgar o, si tirábamos con el hueso, nos salía en el nudillo un hermoso callo. Cuando llegaron algunos compañeros de otras zonas de la provincia, hablaban de banzones. Juanjo de Sotrondio,  Félix de La Felguera, Sivi de Tuilla y alguno más que no soy a recordar en estos momentos, cogían la canica entre el pulgar y el corazón y la catapultaban con el índice. Nos llamaba la atención y nos hacía gracia, pero eran certeros tiradores.
 
A veces las partidas de canicas las iniciábamos a la salida de la escuela y continuábamos todo el camino coincidente con el de otro compañero hasta la bifurcación donde nos despedíamos hasta el día siguiente pero conservábamos los resultados del marcador.
Solíamos jugar también antes de la misa, los domingos, en el pórtico o en la campera de delante. Cada lugar guardaba su especial atractivo para nosotros, dependiendo también del público espectante que había.
Sin duda, fueron estos años, los de la época dorada de mi vida, la etapa de los juegos en grupo, de ahí que nunca sintiera especial predilección por los otros juegos sedentarios como el parchís o la baraja que también había quien las llevaba en el maletu, magañosas, de las que apañaban de los chigres que sustituían por estar, si no marcadas, ya muy manoseadas. El fútbol, por diversas causas, me atraía menos, como ya contaré. Por mi parte, creo haber hecho lo que estuvo a mi alcance para conservar esos juegos que los propicié en los recreos. Algo quedaría, pero lo más común es ver juegos sofisticados impulsados por la propaganda y el consumo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario