El
horario era desde las nueve de la mañana que comenzaba el día
estrictamente militar hasta las dos de la tarde, salvo que surgiera
alguna contingencia.
Al
dar mis datos al oficial de guardia en la entrada, consultó la lista
y estaba asignado a la 3ª Compañía, al
mando del capitán Clemente.
Una
vez en el pabellón el furriel me indicó el lugar del cuarto de los
cabos primera donde podía dejar mi petate.
Allí
estaban ya instalados los dos compañeros del campamento: Oviedo y
Manuel A. Miguel Amieva más otro natural de Ribadesella, de nombre
José Manuel, y el hijo del brigada encargado de suministros en el
cuartel.
Justo
a la entrada, estaba la capitanía de la que salía en el momento de
mi entrada José Luis Junco hijo de Luis Junco, de
El Peral, en el concejo de Ribadedeva.
Su familia desciende de una
de las familias Junco de mi
aldea que marchó como
administradora de la casería
en
las Bajuras de Pimiango. Manuel, uno
de los tíos
de José Luis era
de la misma quinta
de mi padre y pasó a estar
a cargo del palacio de
Pimiango, en el que su
dueño, de apellido Colombres, había creado un taller de zapateros
para ayudar a las familias de Pimiango que habían abandonado el
puerto de mar en la orilla izquierda del río Deva, a causa de una
fuerte marea en la que fallecieron todos los marineros.
El benefactor hizo venir desde el condado de Noreña al personal que
enseñase del oficio, así
como las pieles encurtidas en aquel municipio y con los oficiales
llegó a
Pimiango la jerga “Mansolea”
que quiere decir “el hombre de la suela”; una forma de encriptar
entre los maestros zapateros la forma de trabajar la piel: algo
muy parecido a la “Xíriga” usada por los “Tamargos” las
tejas- A unos dos kilómetros
existió una “Tamarga”.
Luis
Junco, se hizo con la patente de las corbatas variando el proceso de
elaboración del producto que posteriormente pasó a estar fuera del
casco urbano de Unquera en otra edificación que es el
paso obligado actual de la
A8.
En
principio Luis Junco había comprado un bar a la margen izquierda de
la N-624 donde hacían parada los camioneros, pues siempre se dijo
que estos profesionales de la carretera solían elegir los mejores
sitios para reponer sus energías. Tenía también una bolera donde
se llegaron a celebrar importantes competiciones del “bolo Palma”
variedad de bolo más usada en la vertiente oriental de Asturias.
Como
el negocio le iba bien,
construyó un bloque en el
otro lado de carretera con
bar, restaurante y hotel donde
los camioneros disponían de abundante aparcamiento, en
el que trabajaron Marisa, José Luis y Francisco de forma continua a
cargo del personal; a su hija primogénita
le dejó el primitivo
establecimiento al otro lado de la N-64. Desgraciadamente, mi amigo
falleció en 2016; aficionado al ciclismo había patrocinado el
equipo local de Colombres. En la actualidad “Casa Junco el
Peral”cerró sus puertas tras los cambios estructurales viales y se
abrió otro donde se dispone de aparcamiento, gasolinera y
restaurante de la marca “Junco” que va tomando gran fama.
José
Luis había obtenido el
galón de cabo primera, por la mili normal. Nos saludamos y me contó
que acababa de recoger la “blanca” que así se llamaba la
cartilla de licencia que era un documento que
con una periodicidad de un año y de dos años en los siguientes
hasta pasados los cinco, había obligación de presentarla
en el cuartel de la guardia
civil más próximo. Le
mandé saludos para su padre y hermanos.
Cuando
llegó el capitán a hacerse cargo de la compañía, el teniente,
Faes Pomarada, nos formó en la explanada. Yo estaba al frente del
primer pelotón de la cuarta y Amieva al frente de otro de la tercera
compañía, pero a dos pasos de mí. El teniente hablaba con los
soldados de ambos pelotones que lo conocían y reían de lo que
decía, y a los dos nos dio por reír también sus ocurrencias.
El
teniente que nos vio reír, nos preguntó cual era en motivo de
nuestro jolgorio; y que a la salida pasásemos por su oficina. Me
llegé a preocupar por el mal inicio en el cuartel.
Al
salir, llamamos a su despacho y lo primero que nos preguntó fue que
de dónde éramos.
–De
Llanes, mi teniente, le dijimos los dos a coro, firmes con la gorra
en ristre como mandaba el protocolo.
–
Yo soy de Villamayor. Allí tuve la casa paterna.
–
Ah, mi teniente – le dije – precisamente un camión se estrelló
contra ella y echó abajo una esquina del corredor.
Gracias
a esta conversación, la relación con el teniente fue llevadera.
En
el período de la instrucción paseábamos los pelotones por una de
las calles asfaltadas junto al primer pabellón más cercano a la
entrada. Hoy, el cuartel, aloja a los estudiantes universitarios, en
el que se graduó mi hija recientemente.
Después
nos reunía el teniente y sentados en el suelo había quienes
prendían el cigarrillo mientras que los demás saboreábamos el
tentempié de las diez.
Uno
de los soldados que estaba al tanto de avisarle si llegaba el
capitán, lo hizo sin ningún sigilo.
–
El capitán no es el enemigo – dijo el capitán Clemente con cierto
aire de pesadumbre y decepción.
La
primera semana, por mera casualidad pensé yo, me correspondió a
partir del lunes comandar toda la compañía desde el final de la
actividad militar sobre la
una y medie de la tarde las
nueve del día siguiente en el que yo le debía entregar el
denominado estadillo
del personal, en el cual
figuraba todo el personal de
la compañía. Confieso que
me perdía con los que estaban ausentes: unos
que estaban de guardia en Rubín, otros
que tenían algún permiso
especial, de baja en
enfermería, el ayudante en la armería, otros
en la cocina, uno
en zapatería, otro
en el taller de los
vehículos y un largo
etcétera.
A
media semana, un miércoles, me llama a su despacho y me dice que me
va a sustituir por el cabo primera, el hijo del brigada que estaba a
cargo del suministro del acuartelamiento.
–
La próxima semana, le volverá a corresponder a usted y si tiene
alguna duda, no deje de acudir a mi despacho.
Me
debo poner las pilas, dije para mí. No vaya a ser que corra el
riesgo de acabar haciendo la mili normal en otro cuartel los meses
que me faltan.
De
sábado, el cabo primera me entrega el estadillo con los soldados que
me deja a cargo.
De
domingo, se hacía la Revista de Comisario, antes de la misa a la que
había que presentarse toda la compañía, salvo los que estuviesen
por alguna razón con permiso o destinos dentro o fuera del cuartel.
El personal total de la compañía sobrepasaba el centenar, pero en
la compañía sólo encontré once soldados y un cabo primera que se
agenció de una gorra y el resto de la vestimenta de soldado. Entré
con ellos en la revista de Comisario a paso ligero con la mano en el
cinturón. Las demás compañías ya estaban en descanso
esperándonos, con todo el personal que debía estar.
Recuerdo
la guasa de mi amigo Amieva que dijo: “Parece la banda de Pancho
Villa”-
Les
mandé firme y saludé a los oficiales con todo el rigor militar que
había aprendido en los dos veranos precedentes.
En
un estrado alto se juntaron, el comandante más temido por los
oficiales y el teniente de guardia que también era tal cual, de
cuyos nombres perdí memoria.
Este
último me preguntó por la escasez del personal de mi compañía y
le di las novedades de los distintos destinos del personal, todos los
que me vinieron a la cabeza.
Me
mandó que ordenara descanso a mi “banda” y me retiré a mi
puesto. Con las mismas, él mandó de nuevo firmes y dio la novedad
al Comandante de que el batallón quedaba
a sus órdenes.
Cumplido
todo el protocolo, el
comandante bajó a revisar todo el personal, tanto en
la vestimenta como en
la limpieza del calzado,
trinchas, cinturón, botones y pelo.
Al
cabo primero que no tenía por
qué
haber estado allí lo
mandó a cortar el pelo.
A
unos pasos de nuestro batallón estaba una compañía de la
Guardia Civil, al mando del
teniente Hierro, segundo hijo del capitán Hierro en el nuevo cuartel
de la Benemérita de Llanes, anterior
a la última reforma. Como
curiosidad contaré que sus padres se casaron el mismo día que los
míos y su primer hijo era
de mi edad.
Ver
la entrada a mi trabajo sobre el Mansolea y su relación con la
Xíriga que es el habla de los tejeros del concejo de Llanes.