domingo, 17 de diciembre de 2023

172.- Primera responsabilidad cuartelaria cumplida

La segunda semana debí tomar el mando dejado a medias en la anterior y la viví con intensidad en la que se dieron situaciones muy complicadas para cualquier novato en el laberinto cuartelario, pero no muy distante de lo percibido en los dos campamentos anteriores.

El tiempo y el espacio se curvan de modo que nos hacen percibir la vida como quien sube a una montaña para lo cual se nos ofrecen variadas rutas de las que algunas alargan y otras acortan nuestro objetivo. Es así como nos influye en la memoria personal que choca con la de otros, pues está comprobado que el efecto de la emoción personal va unida a los sentidos de la vista, olfato, gusto, oído y tacto. Creo que se puede aplicar esta premisa: “Los recuerdos son los que dan el orden temporal a los sucesos vividos”. Desde que acepto esta premisa, dejé de incomodarme si mi narración no coincide con la de los demás tertulianos, lo que no quiere decir que siempre “dé mi brazo a torcer”.

Sopeso sus aportaciones y de parecerme buenas las integro como complemento a mis recuerdos. Comparto con ellos la premisa por si les sirve, sin voces ni alteraciones, pero si alguno se obceca en echar por los suelos la mía, “cierro cremallera”, sonrío levemente y escucho. No falla: alguien, más reflexivo, la entiende.


Al final de la mañana, debo entregar el estadillo al teniente “Jula-jula”, cuyo nombre no recuerdo, pero sí lo que me pasó con él en su oficina en la recepción del cuartel.

En la lista del personal cuadraba a la perfección todos los componentes de mi compañía, pero lo que no le satisfizo fue que hubiera estampado mi firma en la parte baja, sin dejarle espacio para su firma y me gritó exasperado:

¡Cómo ez que no ha dejao espacio para la firma de su superior!

Disculpe, mi teniente –dije – lo tendré en cuenta para mañana.

¿Usté qué ez en la vida civil! Dígame.

Soy maestro, mi teniente.

¿Maeztro de qué?

De qué va a ser, mi teniente, maestro de escuela.

Así como cuento, conseguí que nunca jamás me molestara e incluso noté en él cierto entendimiento, pues ante una duda, le pedía consejo. El mote le venía dado por los veteranos del cuartel por su hoy muy respetado acento granadino.

Recuerdo hasta el sueldo del teniente, después de tantos años como militar. Quince mil pesetas rubias, tres mil más que las que aquel mismo curso comenzaría a recibir yo como profesor de EGB.


De sábado, se presentó a mi uno de los soldados que estaban diseminados por los distintos talleres. En concreto era el maestro zapatero con la pretensión de que le firmara un pase para mostrar a la salida. El motivo era el entierro de su abuela. Como es lógico, se lo extendí y le advertí que se presentase ante mí antes de dar las novedades a mi capitán.

No se preocupe, mi primera. Aquí estaré.

Llegado el lunes, a la hora de comenzar las actividades militares, fui al despachó del capitán Clemente y le conté el caso.

Veo que has aprendido la normativa, lo cual me alegra en sumo. Cumplió usted con su deber e hizo lo establecido; queda para mi cargo el resto. Este elemento, según figura en mi poder, es la quinta abuela que entierra.

Habían pasado los tres toques de diana sin aparecer, con lo que se le podía dar como prófugo. Cuando llegó, lo mandaron directamente al calabozo después de raparle el pelo al cero.

lunes, 11 de diciembre de 2023

171.-- Tercer período de milicias en el Regimiento “El Milán” de Oviedo

 

El horario era desde las nueve de la mañana que comenzaba el día estrictamente militar hasta las dos de la tarde, salvo que surgiera alguna contingencia.

Al dar mis datos al oficial de guardia en la entrada, consultó la lista y estaba asignado a la 3ª Compañía, al mando del capitán Clemente.

Una vez en el pabellón el furriel me indicó el lugar del cuarto de los cabos primera donde podía dejar mi petate.

Allí estaban ya instalados los dos compañeros del campamento: Oviedo y Manuel A. Miguel Amieva más otro natural de Ribadesella, de nombre José Manuel, y el hijo del brigada encargado de suministros en el cuartel.

Justo a la entrada, estaba la capitanía de la que salía en el momento de mi entrada José Luis Junco hijo de Luis Junco, de El Peral, en el concejo de Ribadedeva. Su familia desciende de una de las familias Junco de mi aldea que marchó como administradora de la casería en las Bajuras de Pimiango. Manuel, uno de los tíos de José Luis era de la misma quinta de mi padre y pasó a estar a cargo del palacio de Pimiango, en el que su dueño, de apellido Colombres, había creado un taller de zapateros para ayudar a las familias de Pimiango que habían abandonado el puerto de mar en la orilla izquierda del río Deva, a causa de una fuerte marea en la que fallecieron todos los marineros. El benefactor hizo venir desde el condado de Noreña al personal que enseñase del oficio, así como las pieles encurtidas en aquel municipio y con los oficiales llegó a Pimiango la jerga “Mansolea” que quiere decir “el hombre de la suela”; una forma de encriptar entre los maestros zapateros la forma de trabajar la piel: algo muy parecido a la “Xíriga” usada por los “Tamargos” las tejas- A unos dos kilómetros existió una “Tamarga”.

Luis Junco, se hizo con la patente de las corbatas variando el proceso de elaboración del producto que posteriormente pasó a estar fuera del casco urbano de Unquera en otra edificación que es el paso obligado actual de la A8.

En principio Luis Junco había comprado un bar a la margen izquierda de la N-624 donde hacían parada los camioneros, pues siempre se dijo que estos profesionales de la carretera solían elegir los mejores sitios para reponer sus energías. Tenía también una bolera donde se llegaron a celebrar importantes competiciones del “bolo Palma” variedad de bolo más usada en la vertiente oriental de Asturias.

Como el negocio le iba bien, construyó un bloque en el otro lado de carretera con bar, restaurante y hotel donde los camioneros disponían de abundante aparcamiento, en el que trabajaron Marisa, José Luis y Francisco de forma continua a cargo del personal; a su hija primogénita le dejó el primitivo establecimiento al otro lado de la N-64. Desgraciadamente, mi amigo falleció en 2016; aficionado al ciclismo había patrocinado el equipo local de Colombres. En la actualidad “Casa Junco el Peral”cerró sus puertas tras los cambios estructurales viales y se abrió otro donde se dispone de aparcamiento, gasolinera y restaurante de la marca “Junco” que va tomando gran fama.


José Luis había obtenido el galón de cabo primera, por la mili normal. Nos saludamos y me contó que acababa de recoger la “blanca” que así se llamaba la cartilla de licencia que era un documento que con una periodicidad de un año y de dos años en los siguientes hasta pasados los cinco, había obligación de presentarla en el cuartel de la guardia civil más próximo. Le mandé saludos para su padre y hermanos.


Cuando llegó el capitán a hacerse cargo de la compañía, el teniente, Faes Pomarada, nos formó en la explanada. Yo estaba al frente del primer pelotón de la cuarta y Amieva al frente de otro de la tercera compañía, pero a dos pasos de mí. El teniente hablaba con los soldados de ambos pelotones que lo conocían y reían de lo que decía, y a los dos nos dio por reír también sus ocurrencias.

El teniente que nos vio reír, nos preguntó cual era en motivo de nuestro jolgorio; y que a la salida pasásemos por su oficina. Me llegé a preocupar por el mal inicio en el cuartel.


Al salir, llamamos a su despacho y lo primero que nos preguntó fue que de dónde éramos.

–De Llanes, mi teniente, le dijimos los dos a coro, firmes con la gorra en ristre como mandaba el protocolo.

– Yo soy de Villamayor. Allí tuve la casa paterna.

– Ah, mi teniente – le dije – precisamente un camión se estrelló contra ella y echó abajo una esquina del corredor.

Gracias a esta conversación, la relación con el teniente fue llevadera.


En el período de la instrucción paseábamos los pelotones por una de las calles asfaltadas junto al primer pabellón más cercano a la entrada. Hoy, el cuartel, aloja a los estudiantes universitarios, en el que se graduó mi hija recientemente.

Después nos reunía el teniente y sentados en el suelo había quienes prendían el cigarrillo mientras que los demás saboreábamos el tentempié de las diez.


Uno de los soldados que estaba al tanto de avisarle si llegaba el capitán, lo hizo sin ningún sigilo.

– El capitán no es el enemigo – dijo el capitán Clemente con cierto aire de pesadumbre y decepción.


La primera semana, por mera casualidad pensé yo, me correspondió a partir del lunes comandar toda la compañía desde el final de la actividad militar sobre la una y medie de la tarde las nueve del día siguiente en el que yo le debía entregar el denominado estadillo del personal, en el cual figuraba todo el personal de la compañía. Confieso que me perdía con los que estaban ausentes: unos que estaban de guardia en Rubín, otros que tenían algún permiso especial, de baja en enfermería, el ayudante en la armería, otros en la cocina, uno en zapatería, otro en el taller de los vehículos y un largo etcétera.


A media semana, un miércoles, me llama a su despacho y me dice que me va a sustituir por el cabo primera, el hijo del brigada que estaba a cargo del suministro del acuartelamiento.

– La próxima semana, le volverá a corresponder a usted y si tiene alguna duda, no deje de acudir a mi despacho.


Me debo poner las pilas, dije para mí. No vaya a ser que corra el riesgo de acabar haciendo la mili normal en otro cuartel los meses que me faltan.


De sábado, el cabo primera me entrega el estadillo con los soldados que me deja a cargo.

De domingo, se hacía la Revista de Comisario, antes de la misa a la que había que presentarse toda la compañía, salvo los que estuviesen por alguna razón con permiso o destinos dentro o fuera del cuartel. El personal total de la compañía sobrepasaba el centenar, pero en la compañía sólo encontré once soldados y un cabo primera que se agenció de una gorra y el resto de la vestimenta de soldado. Entré con ellos en la revista de Comisario a paso ligero con la mano en el cinturón. Las demás compañías ya estaban en descanso esperándonos, con todo el personal que debía estar.

Recuerdo la guasa de mi amigo Amieva que dijo: “Parece la banda de Pancho Villa”-


Les mandé firme y saludé a los oficiales con todo el rigor militar que había aprendido en los dos veranos precedentes.

En un estrado alto se juntaron, el comandante más temido por los oficiales y el teniente de guardia que también era tal cual, de cuyos nombres perdí memoria.

Este último me preguntó por la escasez del personal de mi compañía y le di las novedades de los distintos destinos del personal, todos los que me vinieron a la cabeza.

Me mandó que ordenara descanso a mi “banda” y me retiré a mi puesto. Con las mismas, él mandó de nuevo firmes y dio la novedad al Comandante de que el batallón quedaba a sus órdenes.


Cumplido todo el protocolo, el comandante bajó a revisar todo el personal, tanto en la vestimenta como en la limpieza del calzado, trinchas, cinturón, botones y pelo.

Al cabo primero que no tenía por qué haber estado allí lo mandó a cortar el pelo.

A unos pasos de nuestro batallón estaba una compañía de la Guardia Civil, al mando del teniente Hierro, segundo hijo del capitán Hierro en el nuevo cuartel de la Benemérita de Llanes, anterior a la última reforma. Como curiosidad contaré que sus padres se casaron el mismo día que los míos y su primer hijo era de mi edad.

Ver la entrada a mi trabajo sobre el Mansolea y su relación con la Xíriga que es el habla de los tejeros del concejo de Llanes.

miércoles, 6 de diciembre de 2023

22.- Soñando viajes

El sol tras los cristales del ventanal de mi cuarto arrastraba consigo los últimos retales del sueño que yo intentaba retener. Había quedado solo en la casa, pues padre ya se había marchado al trabajo en la fábrica y madre había ido a llevar las vacas a la finca de las Llastrucas.
Mi habitación era la que mejor orientada estaba, de toda la casa. La ventana de la otra habitación, la de mis padres, estaba orientada al norte y mirando por la ventana, la vista se estrellaba en las encinas del Cuetu Mirador.
Desde la mía, al este, veía la Rectoral y el campanario de la Iglesia. A la misma distancia, pero orientado al sudeste, la vieja casa de Doña Lola, en medio de su huerta tarazana que conservaba el señorío en sus grandes ventanales de cinceladas esquinas y cornisas. Unos metros más lejos, veía el tejado del Palacio de Gregorio, caserón antiguo que conservaba aún las viejas maderas de castaño de los aleros con esa pátina que dan los muchos años que tenía de existencia. A una distancia que no podía apreciar, veía la sierra plana de Purón y Sanroque y, acariciando el cielo, las estribaciones del Cuera.
El limonero plantado junto a la pared, había crecido con rapidez y sus ramas, con los fuertes vientos asurados, arañaban la cal. Había ido con mi padre a buscarlo a la casa de mis tíos, Duardo y Loles, que lo habían encaponado del que tenían junto a la cuadra, en el Jogu Cubil.
Tras la madera veteada de pequeños depósitos de resina en las contraventanas, pasaba un rayo de sol que se reflejaba en la pared del fondo. Me entretenía observando las motas blanquecinas de polvo que volaban cuando movía el cobertor. Las moscas, cual aviones de exploración, revoloteaban el espacio aéreo de mi habitación yendo alguna a aterrizar confiadamente sobre mi brazo. Muchas mañanas, escuchaba, desde la lejanía allegarse el sonido del motor de una avioneta. A pesar de los consejos que mi madre me daba para curar la tos, me tiraba de la cama y calzaba a medio pie las zapatillas para asomarme desde la galería y poder ver los aviones. Avioneta y planeador atados por un cable totalmente visible, surcaban el cielo por encima de la casa. Después de un tiempo, volvía a oírse el motor de la avioneta, de vacío, en dirección a la Cuesta el Cristo de Cue. Buscaba en el cielo el planeador, sin ruido, de fuselaje más estilizado, que hacía giros y se dejaba llevar por las térmicas como una gaviota hasta su punto de partida, que era el de su destino también. Me hubiera hecho ilusión volar en una de esas avionetas, como les había aconsejado en una ocasión a mis padres D. Antonio Celorio, nuestro médico de familia, para curarme los bronquios.
La tos se me había acentuado con el fresco de la mañana que entraba por los cristales rotos de la galería. Escuché los tazos de las madreñas de mi madre que se acercaba por la conchuca. Volví a la cama y me tapé con la manta para disimular y no contesté a las primeras llamadas que me hacía desde la portilla del huerto. Siempre encontraba algún detalle de mis incursiones fuera del lecho y yo confesaba con una sonrisa mientras dejaba de hacerme el dormido. Me recomponía la cama y removía la lana del colchón para rellenar los hoyos por donde sentía los muelles del somier. Me daba el desayuno y después me pasaba la mañana leyendo del libro que ellos leían en las noches y del que yo me había perdido el final.
En casa no teníamos libros como hoy se tienen. Mi madre se abastecía de ellos en casa de Teresa Junco, la del Curru, que ponía a nuestro alcance su abundante fondo bibliotecario. El primer paso con un libro que llegaba consistía en vestirle con el papel de estraza traído del Chispún en alguna compra. Lo poníamos en el armario de la sala, junto a la palmatoria con la que se leía, la mayoría de las noches, por avería o tormenta. Así llegaron a mis manos obras como “El Conde de Montecristo”, “Los Tres Mosqueteros” de Alexandre Dumas o las hazañas y andanzas de José María “El Tempranillo”, posiblemente, en una traducción de la obra original de Prosper Merimée.
Los primeros libros que me afianzarían en la lectura, aparte de los que en la escuela solíamos leer los viernes por la tarde, como "Viaje por España", El Quijote y otros más de obligada lectura fueron los de Marcial Lafuente Estefanía. Sus cortos diálogos y las descripciones de aquellos inhóspitos parajes del Wester americano hacían que me gustasen. Los argumentos siempre eran los mismos y básicamente consistía en el regreso al pueblo de un vaquero desconocido, que venía a librar a sus gentes del que les atenazaba y por medio siempre había una chica que solía ser cuando poco la sobrina del tirano. Lo que no sabía entonces es que el autor se pudría en una cárcel y escribía sus novelas como podía en los papeles que encontraba. Nadie conocía el verdadero sentir de estas narraciones que decían “literatura barata”.

Comenzaba a sonar el nombre de una escritora de Gijón: Corín Tellado. Por agosto del año 1958, para ser exacto, vino a casa de mis primas, Bego y Tere que también vivían en Gijón, una sobrina suya de nombre Corín. Se había vestido de aldeana lo mismo que mis primas para la Guadalupe. Iniciada la romería, Juan Armando y yo fuimos a sacar a Olga, la hermana de mi amigo y Corín que hacían pareja. Era así la costumbre. Creo que mi primer baile fue un pasodoble tocado por los Panchinos desde la Terraza de la Escuela de la Pereda. Algunas parejas bailaban en el camino, debajo de los castaños. Cogidos por el hombro nos acercamos a ellas, con idéntica idea de bailar con Corín. Cuando ellas se soltaron, tuve la picardía de adelantarme y los dos hermanos acabaron bailando juntos. En la siguiente pieza, cambiamos de pareja. Cerca de nosotros, bailaban sus padres, Juan y Vicentina, que se reían de mi maniobra y de los torpes pasos de baile que debía de dar. Nosotros, en cambio, fijándonos en los suyos, los intentábamos imitar.

Mis padres solían leer algunas noches, ya en su habitación, turnándose y yo seguía atento, desde la mía contigua, al argumento de la novela, hasta quedarme dormido. Estoy seguro que de esa forma nació en mi el gusto por la lectura. Los tebeos me llegaron con bastante posteridad y, como todas las modernidades, causaban recelo para los que se empeñaban en que fuésemos, el día de mañana, personas de provecho.
En el Capitán Trueno, protagonista que le da nombre al tebeo y acompañado de Crispín y Goliath, prestaba ayuda a la sin par y lucida Sigrid, reina de Thule, quien nos hacía soñar por jardines aún desconocidos. TBO, Tío Vivo, DDT, Jaimito, Superpulgarcito, cuánto nos alegraron en nuestra gris infancia. En Hazañas Bélicas los buenos siempre eran los aliados, frente a los alemanes, más torpes en la acción que, sin embargo, si el enfrentamiento era entre ellos y los rusos, resultaban buenísimos y listos. Qué inocencia la nuestra que no veíamos el fondo de las cosas. Llegarían otros protagonistas del cómic como Jabato, Tintín, Supermán, una lista interminable de lecturas que pondrían color a nuestras propias viñetas.

1.- El Chispún

 Solía mandarme madre con encargos al “Chispún”. Aunque repetía mentalmente por el camino la lista de la compra, no era raro que, al llegar a casa, me preguntase por el pimentón al ver en cambio los pequeños envueltos del azafrán que ella no me había encargado. Volvía a recorrer el trayecto hasta la tienda, a por el pimiento, pero gustoso porque Isabel siempre tenía alguna galleta o caramelo para mí. Yo solía pedirle a mi madre caramelos recordándole que Isabel solía regalar caramelos a los niños cuando iban a comprar y no me entraba en la cabeza que no pudiera disponer de ellos al menos algún día que otro. Envueltos en papel de color, parecían salirse de aquellos tarros redondos de cristal con tapa de aluminio sobre el mostrador de la tienda. De Isabel recuerdo siempre el buen humor que para todos tenía.
Parece que la veo abrir las latas del pimentón y sacar de ellas con una paleta el rojizo polvo que echaba en un papel de estraza puesto dentro del plato de la báscula. Después de pesado lo envolvía con la misma delicadeza que un regalo y con tal arte que no se me saliese nada por el camino hasta casa. Anotaba en un cuaderno acotado por nombres de clientes, las respectivas deudas y las fechas y persona que las había originado y aguardaba hasta que nos llegase el dinero para poder pagarle en parte o en su totalidad y sin ningún interés por demora, así era de buena Isabel.
¡Cuántos viejos colmados como el Chispún aún guardarán viejos recuerdos en sus altos anaqueles, respetando un orden y estilo como si obedeciesen a una norma establecida de diseño y disposición en el local! En cajones con la tapa algo inclinada, pienso yo por impedir que persona o animal se subiese a ellas, guardaba las harinas y las legumbres que debíamos escoger en casa antes de echarlas a remojo si queríamos conservar los dientes. En la era, donde se habían puesto a secar al sol, se trillaban con gradias de madera con incrustaciondes de sílex, por lo que no era nada raro encontrarlas.
Eran los tiempos de la posguerra, del hambre y la necesidad y a nada se le hacía ascos.
Recuerdo un tiempo que duró hasta que se acabó el saco de arroz abierto que, al escogerlo sobre el mantel de hule de la mesa, para echar para la cena, encontrábamos piedras de mechero. Padre las guardó en un diminuto sobre de papel rojo encerado en la caja metálica donde tenía la mecha, el algodón, un frasco con gotero para añadir la gasolina al mechero y otros objetos que en conjunto era para mí como un auténtico tesoro.
El colmado
Colgados de tornos de madera y clavos de herrero de los pontones, se exponía al público, toda suerte de cacharros: calderos, lecheras, potas, sartenes, embudos, coladeres, y piñeras para la harina del maíz. También había calzado: katiuscas, corizas de goma, Chirucas, madreñas, unas sin pintar y otras de negro. De la viga principal, bajo el piso superior, colgaban las herramientas de labranza: azadas, gachapos, praderas, guadañas, martillos y yuncas de picar. En rincón, estaban las palas y las trencas. En los anaqueles de la estantería, detrás del mostrador, había diversas cajas de zapatillas “Wamba”, según talla; cajas con mantas, colchas, sábanas, toallas, pañuelos, lencerías, encajes, lanas, medias y calcetines. En otras cajas más pequeñas, etiquetadas con los mismos productos que contenían: botones, automáticos, cremalleras, lorzas y puntillas. Había además una larga lista de lo más surtido en productos de ferretería: puntas, herraduras, clavos de herrar las vacas de tiro, los caballos o los asnos; gomas y tazos herrados para las madreñas, tachuelas y medias lunas para el calzado.
Como ya dije, también disponían del material escolar que precisábamos para todo el curso: gomas, lápices, pizarras y pizarrines, libretas, plumas, plumieres, ferretes, tintas o papel secante además de Catones de lectura y alguna que otra “Enciclopedia Álvarez”.
Tanto Isabel como José y sus hijos Paco, Lelé y Sefu eran afables con los clientes, aunque fuesen también clientes de otros establecimientos. Por aquel tiempo recuerdo como poco otros tres establecimientos, pero en ninguno había la variedad de productos que en el Chispún. Fiaban las compras a la espera de que pasase la quincena, en que pagaba la leche Felipe Concha que recogía Lina Junco en el bajo de la casa; arriba su hermana Serafina Junco tenía también tienda de pan. 
Isabel Cabrera Mendoza, no apremiaba a nadie y anotaba en el cuaderno de los clientes todas las compras que pendiente. Previamente le decía mi madre o yo por encargo de ella:

- Ten la cuenta echada que mañana es San Cobro y te traigo las perras. 

- Sabes de sobra que no hay ninguna prisa; cuando se os arregle - solía decirnos.

- Gracias, Isabel, pero como dice el refrán, "el que pagó descansa... 
- Pero más descansó el que cobró", remataba ella.

Había un dicho muy popular en el pueblo para cuando alguien te pedía compartir una golosina o lo que fuese, si se trataba de quien por contra nunca compartía de lo suyo:
-¿Me das un poco?
- Pues, di "pende". 
- "Pende". 
-"En el Chispún se vende". Pero lo más común era compartir la media onza del "La Cibeles" y un trozo del chusco. Aunque niños, sabíamos distinguir quiénes lo pedían incluso con la mirada, por hambre o necesidad de los auténticos gorrones. 
Cubierta la deuda, a pesar de la demora, siempre añadía a la cesta algún producto como regalo. 
Al fondo de la tienda, estaba la cocina, donde Isabel atendía el pote para la familia y para los maderistas o peones de la cantera que acudían a comer al mediodía. En algunas ocasiones, sus hijos se encargaban de acercarles la comida hasta el mismo trabajo. El chigre corría a cargo de José y cuando servía los porrones o las medias de vino, tiraba de cuchillo para sacar una tira del bacalao salado que colgaba encima del mostrador, o si era un “Sansón” lo acompañaba de algunas galletas. Conocía de sobra, las apetencias de la clientela habitual por lo que servía las mesas sin que le hicieran el pedido; como mucho, "lo de siempre", José.
La bolera o los portales de la escuela eran para mí el paso obligado para ir al Chispún, así que escuchaba cantar la lección o las tablas con aquella monótona cantinela que me hacía anhelar el comienzo para mí de las clases.
Las voces del maestro y su vara restañando sobre el encerado pidiendo silencio, me despertaban del ensueño y continuaba mi camino hasta la tienda.
Del mismo año éramos trece niños y once niñas nacidas en Parres: José Manuel Fernández, marcharía a Sotrondio y Rosi Gutiérrez Martínez, de Corisco iría a la Pereda. Aún quedarían para Parres: María Mar Quintana Fernández del Picu la Concha, Mini Romano Sordo, del Cotaxu, Fernando Quintana Platas y Manuel Junco Arenas, de Sabugosa, Félix Penanes González, de Vallanu, José Sobrino Quintana, Pepín el del Jogu, Josefina Cabrera Fernández y Angelines Noriega Quintana, de D. Diego, Amalina Junco Romano, de Ribaz, Carmelina Sánchez Ríos, de la Concha, Juan Armando Alles Tamés, de La Casona, Marigén Alonso Gómez  y Sefu González Cabrera, de Brañes, Cheles Fernández Fernández y Francisco Tamés Fernández, de Pedrujerrín, Angelines Junco Cabrera, de Coxiguero, José Noriega Santoveña y Salvador Junco Sobrino, de Tamés y yo, de La Caleyona. Dos varones, fallecieron de niños: El hijo de Lili y Nel el de Melia Mendoza y Manuel Fernández de pequeñín, por lo que nunca supe su nombre; Juan Miguel Bilbao Penanes con él compartí barrio y juegos hasta los seis años, hijo de Mª Josefa y Miguel. 
Hubo quien achacó tanto nacimiento a la bendición de Pío XII, pero creo que es mejor achacarlo a la ley de conservación de la especie, después del descalabro que llevó el censo tras la guerra civil, la subsiguiente miseria, el exilio político y la emigración laboral.
La prueba de ello es que con la recuperación de la economía por la emigración y el auge de la construcción e industria se produjo una disminución considerable en las matrículas, hasta el punto de llegar a desaparecer muchas escuelas.
El caso es, que debida a tanta chiquillería, las aulas se veían desbordadas y faltas de espacio para que todos entrásemos a la vez. La solución fue, que para los nacidos con posterioridad al inicio de la clases de septiembre, como era mi caso, tuviésemos que esperar al curso siguiente para la matrícula. Así que yo, moría por estar en la escuela como otros de mi misma edad, pero nacidos con anterioridad al mes de inicio escolar.

Pero, ocurrió que, llegadas las vacaciones de ese mismo verano, regresó de Oviedo al pueblo para disfrutarlas, el que fue mi apreciado y bien recordado primer maestro, Manuel Alonso Gómez. Su madre era Vicentina Gómez Sobrino, la de Generosa y su padre, D. Manuel Alonso Crespo, estaba de maestro en San Roque, pero al que no soy a recordar. Vivían en la casa familiar de Brañes, frente al Chispún el matrimonio con sus hijos: Manolín, Chucho, Elenita, Chenti, Marigén y Mina. La casa quedó cerrada tras la emigración de la familia a Venezuela, en el año 1955. 


lunes, 4 de diciembre de 2023

169.-La coral asturiana

 


Tras la experiencia narrada en el anterior capítulo, la amistad que se generó en particular con el que ostentaba el segundo puesto fue en aumento. Prometí dedicarle esta entrada a él como principal protagonista y ahí va.


Se acercaba la fiesta principal en el pueblo de Tremp, el 15 de agosto, declarada como fiesta “de guardar” obligada para todos. En el calendario aún se la destaca en rojo, pero antes de proseguir con lo propuesto, me siento con la necesidad de aclarar este punto:

«En tales fiestas “nacionales”, a los campesinos que tenían que segar la hierba para dar de comer al ganado, no se les permitía trabajar con la misma libertad que al dueño de un restaurante, bar y similar que trajinaba en las terrazas y ocupando la mitad de las aceras junto al establecimiento. Lo veo normal, pues es un sector que tiene que aprovechar el tirón del verano, sea la fecha que sea. Es una cadena: los productos del campo llegaban al establecimiento a través del mercado de la plaza o servido en directo por los lecheros, pescadores o campesinos.

Pero en algunos casos extremos era el mismo cura quien lo hacía a pesar de que recibía del parroquiano su parte a través del sacristán que una vez al año pasaba por las casas con su medida para recoger diezmos y primicias para tal o cual santo; de las moliendas el molinero extraía una muestra del grano con la maquila para venderlo como harina a las tiendas y también una parte debía entregarla a la parroquia. Ya fuera algún otro chivato que ponía la denuncia en el cuartel, se presentaba la pareja sobre sus enormes caballos, fusil a la espalda en el sitio para imponer una multa de mayor valor que toda la leche que se podía ordeñar en una quincena. 

Me viene al recuerdo el apelativo que le dieron en un pueblo cercano al párroco: “rompesobeos”. 

Para los que no tuvisteis ocasión de conocerlo, el sobeo es una pieza de cuero colocada en el centro del yugo que unce las dos vacas que tiran de la pértiga del carro. 

Tampoco me imagino al cura, cuchillo en mano cortando tan gruesa pieza, por lo que me induce a darle al mote un sentido metafórico.  Vendría a querer decir algo así como entorpecer la faena, o también que alguien se prestase a ejecutarla. Este riesgo obligaba a la víspera doble ración o si no complementarla con heno.»

Mi amigo, solía entonar con su templada voz de bajo, piezas del cancionero asturiano, algunas de ellas en bable en las reuniones que montaba junto a su compañía y a ellas acudí por mi afición a la música con mi inseparable “Preciosa” armónica en el fondo de un bolsillo del pantalón de faena 

Nos comentó su idea que a todos nos pareció estupenda y comenzaron los ensayos. 

En un local de Tremp se representaban obras de teatro, proyecciones de cine, actuaciones musicales y, como viene al caso, también corales en esa autonomía.

Nos dijo que él mismo se encargaría de contactar con los organizadores del evento para ver si tenían un hueco para unos asturianos del campamento.

Tenía ya prevista una lista de canciones que arrancaba con un popurrí en un tono jocoso y hasta picaro que daba pie a otras tonadas. 

Un día antes de la actuación, nos dio la noticia. “Vamos a mostrar nuestra tierrina, así que nadie se nos venga abajo”. Todas las tardes tendremos que ensayar sin faltar.


El día de la actuación, ni qué decir tiene que quien más y quien menos temblábamos como las hojas de un abedul con el menor soplo de aire, por lo que también se le conoce como “temblón” o “tembladera”, en el proscenio mientras escuchábamos las corales catalanas y los efusivos aplausos del educado público.

“Y como cierre a esta actuación coral, tenemos el gusto de escuchar a un grupo de cadetes del campamento Martín Alonso en representación de Asturias”.

Se abrió el telón, se encendieron los focos del fondo del escenario que nos impedían ver a nadie y comenzamos con el popurrí que decía así como con picardía:

“El bonete del cura va por el río/ y el cura va diciendo… paxarines que venís cantando a la orilla de la fuente/ a coyer el trébole, el trébole, /la nueche de san Xuan

san Xuan y la Madalena fueron xuntos a melones/ y en medio del melonar/ san Xuan perdió los… Coxeime esi gatu pintu que vien per la …/ Carretera d’ Avilés, un carreteru cantaba/ al son de los esquilones que su pareja llevaba //”

Tras una lluvia de aplausos entonamos otras piezas del repertorio astur como:

“Fiesta en la aldea”, , “La fuente de la Xana”, “La mina y el mar” y de cierre como era de esperar, nuestro himno “Asturias, patria querida” que más de un espectador coreó.

Cuando se apagaron las luces que nos impedía ver al “respetable”, una señora mayor se nos acercó llorando:

– Mi abuelo paterno era de Gijón. Trabajó en la mina la ´Camocha´ y de niña se la escuchaba cantar a mi padre, por lo que la letra despertó en mí los lejanos años de mi infancia. Muchas gracias, asturianinos.

El director del grupo que se había bajado a darle un abrazo de parte de todos nosotros se subió de un salto al escenario y con un aire hierático nos dio la señal de cantar como teníamos previsto la canción de cierre: el “Asturias, patria querida”. Omito su letra, porque apuesto que no haya rincón en el mundo en el que no se conozca y sea entonada en las farándulas de fiestas, cuando los ánimos se suben. El cierre de cualquier orquesta en las verbenas del verano no debe intentarse sin tocarla y los que aún se tienen de pie la danzan con los brazos en alto y el grito del vocalista al que todos acompañan:

¡Puxa Asturias!

Asina mismo ocurrió en aquella hermosa tierra de Lleida, un quince de agosto del `72.