miércoles, 26 de octubre de 2022

161.- La plaza del Fontán (IV)


No encuentro título adecuado para esta entrada, pero supongo que en el trascurso de su redacción me surja alguno que resuma la temática de la que trata.

Hay dos episodios vividos que es difícil pasar por alto, pues de ser obviados siempre me vendrían a la memoria. Es curioso cómo se deslíen sutilmente con el paso del tiempo hasta desaparecer por completo y no dejan huella, tal como ocurre con los sueños.

El grupo de prácticas en la escuela estaba compuesto por media docena de maestras y otra media de maestros. Nos unía a los doce el deseo de aprender y por el hecho de haber elegido aquel destino tan singular, quizás nos uniera también el de servir con nuestros modernos planteamientos pedagógicos al noble ejercicio de la educación. No quiero que se me interprete mal: nunca me creí superior a nadie y menos de los maestros tutores de las prácticas, algunos de los cuales fueron admirados por mí, como ya expresé a lo largo de mis años escolares y de instituto, pero está claro que nuestra promoción marcó un paso generacional que duraría lo que “un chupa-chús en un patio de recreo”, pues al “Plan del 67” le seguiría el “Plan del 81”.

Por las tardes de los miércoles que en las aulas no había clases, nos juntábamos en la Normal con algunos profesores encargados de seguir nuestros pasos y ayudarnos en las dudas o inconvenientes con que tropezásemos. Los demás días nos veíamos quienes quedábamos en Oviedo en “tertulias pedagógicas” ya sea en la biblioteca municipal, cerca de la catedral o tomando un tentempié de generosos pinchos en algún establecimiento a buen precio, principal reclamo para estudiantes.

Se acercaban las vacaciones de navidad, en las que no faltaron las primeras nevadas como toque pictórico junto a las parpadeantes lucecillas en las principales calles y plazas, en los rótulos de los establecimientos comerciales a lo largo de la calle Uría. Incluso las campanas de los relojes más emblemáticos de la ciudad habían sido ajustadas para cambiar su acostumbrado toque por otro navideño, suave y meloso como el turrón, mazapanes y peladillas que se apilaban como torres de juguete en los escaparates de las confiterías.

Todo ello invitaba a una falsa fraternidad, mientras tanto, los obreros de la construcción trepaban a las ocho por los andamios, tenían un receso de quince minutos para el bocadillo de las diez, dejaban el tajo a la una del mediodía para comer y reanudaban las tareas a las dos y regresaban para sus casas a las siete.

En el mercado abierto de la plaza del Fontán se iban cerrando los puestos. Era en ese momento habitual, por entre ellos, ver rondar a gentes en apariencia de opuesta posición social: las había que iban envueltas en abrigos de pieles, posiblemente regalo de “Cáritas” que aparte de protegerlas del frío del atardecer, les hacía sentir una gran autoestima; por contra, las había que preferían resaltar su carencia con remendadas y raídas telas, guantes recortados por los que asomaban luengas uñas y zapatos de época encontrados en el montón de basura del barrio.

Así vestidos para el teatro de la vida, recorrían la famosa plaza del Fontán, escenario en el que no faltaban los gatos, los chuchos y las ratas.

Solía yo atravesarla de regreso a la pensión. En una tienda donde se compraba de todo, como en las de los pueblos, tostaban cacahuetes y su olor me recordaba al que emanaba de la tienda de Colás el del Retiro en Pancar. Y de idéntica forma metía en el bolsillo de la trenca el cucurucho que a tientas lo iba despachando en nítidos recuerdos.

Un día de aquellas primeras nevadas, en lugar de tomar el tren para volver a casa, tuve que montar en un autobús junto con el resto de maestros en prácticas del Postigo para asistir al entierro en Belmonte de Miranda de uno de nuestros compañeros del que no recuerdo apenas más que su aspecto bonachón y alegre y su apodo: “Becerra”. No le importaba que así le llamásemos; como a su ídolo futbolístico: Heraldo Becerra Nunes. Era un futbolista delantero brasileño que tenía además la nacionalidad española, de su padre, natural de Trubia. Nuestro compañero lucía una melena idéntica a la de su ídolo y como además jugaba muy bien se le sorteaba para los partidos amistosos.

Había caído una buena nevada. Las estrechas calles del barrio estaban a rebosar de gente. El silencio inundó el valle minero, roto tan solo por el plañir de las campanas en la espadaña de la iglesia y los llantos de una abuela en su humilde casa.