En
las clases teóricas de las tardes, a pie del pabellón de la
compañía, los oficiales se repartían tareas “docentes” de
adiestramiento en el despiece y manejo de las armas disponibles en el
acuartelamiento.
Al
“Mauser”, del cual conocíamos todas las piezas que lo componían
con el más mínimo detalle, además: el peso, la longitud, el
alcance, la fecha y el lugar de su fabricación… esperaban de
nosotros que aprendiésemos lo mismo con otras piezas de artillería.
Para ello evaluaban nuestros conocimientos sin previo aviso y la
calificación media obtenida a lo largo del período formativo en la
academia, se añadiría a nuestro expediente académico, militar. Así
es que, como cuando nos “aprendían” el catecismo, de carrerilla
en la catequesis, en corrillos, nos hacíamos las preguntas entre los
amigos más asiduos como si de un juego se tratase, por turnos. Se
nos veía a todos en las literas, en los descansos de la jornada
militar, ojear la libreta de apuntes que guardábamos en el bolsillo
del pantalón de faena, para dar un repaso a los apuntes tomados en
las clases. “Radio macuto” había corrido la voz de que en las
clases de teórica de tal o cual día nos harían un examen.
Con
el paso de los años, se me fueron borrando todos
los detalles
de
las armas aprendidas, por
lo cual debí
acudir a la Wikipedia para completarlos.
Por
no alargar mucho
más el
tiempo narrativo,
a partir de esta entrada, puede
que dé cuenta de algunos aconteceres en la academia militar de los
dos cursos en
el campamento Martín
Alonso; de otros sucesos,
daré cuenta más
detallada para cada
uno. Tampoco
insistiré más
en
las demás
actividades
cotidianas
narradas en capítulos precedentes, cuando no tengan algún detalle
digno de mención para mí. Por
supuesto, seguimos madrugando
para la gimnasia,
desfilando,
haciendo turnos de cuartelero, la pista americana, las
duchas y la
piscina
a
la que fui recobrando un poco de confianza, sin exagerar y alguna que
otra revisión médica generalizada, las segundas dosis de la vacuna
del tétanos, el brote de cólera que hubo en el campamento debido a
las aguas del grifo o a las comidas en la cantina, ¡vaya usted a
saber! Había un desfile continuo a las letrinas de las que emanaba
un hedor pestilente.
Los que no
la padecimos, para
evitar
contagiarnos,
hacíamos una escapada al
monte raso, que por suerte con él limitaba el primer batallón.
La
siguiente arma que nos
mostraron para
manejar
fue
la
ametralladora:
MG42,
utilizada en la segunda guerra mundial, de 7,92 mm mauser y peso
11,57 kg con cargador, que era una cinta recargable de eslabón
abierto con 50 o 250 cartuchos y tambor portacintas de hasta 50 y 75
vainas, de
origen alemán.
Aparte
de memorizar todas las piezas, características bélicas y origen,
nos adiestraron uno a uno para desmontarla y volverla a recomponer en
un tiempo mínimo, con los ojos vendados. Ya en el tiro real, suponía
un serio problema tocar la carcasa
agujereada de aireación con que se
protegía el cañón que
tras uso prolongado podría ponerse al
rojo vivo. Una
pieza muy parecida a la
protección que llevan los tubos de escape de las motocicletas para
evitar su contacto con ellos.
No
llegamos a usarla, pues quedaba excluida, salvo para quienes se
especializasen con ella en el segundo curso.
Sí,
en cambio, el arma
que nos
mostraron y que debimos
aprender a manejar, lo
usamos después
de las clases teóricas fue el
“Bazooca”.
El
bazuca fue creado como arma
antitanque para uso de la infantería,
con
6,8
kg., 1,37 m. y calibre
de 90
mm en
los distintos modelos de serie M20
y
de
origen estadounidense.
Se
portaba
con una mano y se echaba al
hombro derecho
para dispararlo. Cuando
un tanque se acercaba había
que salir del
escondrijo, tras un mato, terraplén o camuflaje natural,
aprovechando
a estar en el
ángulo
ciego de
las
troneras,
por
las que guiaban los vigías al conductor del blindado artefacto.
Tumbado
y apoyado sobre los codos, se dirigía el punto central de la mira al
lugar más vulnerable de aquel monstruo de acero. Había
que mostrar
temple
de acero como el
de aquel
artefacto, al
que en caso de otra guerra, como a
las
tres acaecidas
en
el siglo y
que habían afectado a algunos de nuestros
familiares o
conocidos, nos habríamos de enfrentar.
Movido
por un motor
capaz
de digerir dieciséis galones de gasolina a la hora y
de
cuyo rugido se hacían eco las cumbres cercanas, a unos nos
espeluznaba y a otros los enaltecía, soñando las “Hazañas
bélicas”
leídas
en el TBO
cuando
niños. De ellos me ocuparé a su debido tiempo, pues guardo
desaboridos recuerdos “regios”.
Nos
habían advertido sobradamente el peligro de disparar estando
desprotegido de
las centellas de pólvora ardiente que escupía la
granada al salir del tubo. Para evitarlo,
al
lado
izquierdo del tubo había adosado una
armazón de acero cubierto por un cuero
que
dejaba una mirilla protegida por un cristal en el que estaba marcada
con una
cruz el
punto de mira.
Recuerdo
que
en
las clases nos
comentaron
que
a un tirador,
ya sea por querer ver el efecto del disparo o por olvidarse de los
consejos, la pólvora
le había hecho
un mal recuerdo en media cara.
La
siguiente
lección versaría sobre el
despiece
y funcionamiento de
las granadas ya
fuesen ofensivas como
defensivas
y
el comportamiento de la metralla en ambas categorías. Al día
siguiente nos llevaron a la zona de tiro, preparada para la práctica.
Nos
mostraron el parapeto semicircular
de hormigón desde
el que tendríamos que lanzarlas y la forma de hacerlo. Al ser del
tipo defensivo, la
granada esparce la metralla
a
ras de suelo un amplio círculo a su alrededor. Una
vez retirada la anilla de protección para el transporte,
describiendo
un arco vertical había
que lanzarla lo más lejos posible y acto seguido, tumbarse en el
suelo al amparo del muro.
Aquella
estructura me recordó los restos de la
cuerre
que solía
ver en
los
grandes castañedos. En ella se guardaba, las castañas protegidas
por los oricios
y las hojas caídas hasta el momento de su consumo. “A
falta de pan, buenas son tortas”
de
maíz o castañas
cocidas y asadas sobre la chapa de la cocina o entre la caliente
ceniza del llar. Y magostadas en el mismo bosque, una tarde de
domingo, toda la chiquillería de la aldea que se apuntase en
cuclillas alrededor
de la controlada fogata y
escarbando con una vara para extraer las que ya estuviesen cocidas
bajo la manta de helechos verdes que las protegían.
Las
granadas
eran
de
baquelita negra
con el águila marcada y una anilla que las protegía para
el transporte en unas pesadas cajas de madera. Nos
fueron dando una siguiendo el orden de tiro, en la zona alta a
prudente distancia. Alguien
se
había olvidado de tirar de la anilla y
una banderilla
roja marcaba
con exactitud su localización a
unos treinta metros del muro de protección y nos animaron
a hacer blanco en ella. Cuando
llegó mi turno, bajé
hasta el recinto de tiro que no me pareció tan alto para
mi talla y me tomé la confianza de lanzarla a
mi manera
para no fallar el emboque.
Acostumbrado
a tirar en el juego del
“Bolo
palma”
bolas de buen tamaño y peso y como he narrado en una entrada
anterior, había tirado también en el “Bolo
de cuatriada”
con bolas de un tamaño y peso parecido al de la granada, en
la bolera de Tuilla. Así
mismo
la
lancé y me tendí
en el suelo.
Una gran
explosión fue seguida por la ovación
de mis
compañeros
de
cuartel fue lo que evitó
el castigo del capitán Pose
que
se limitó a decirme:
–
Soldado, ¡se cree que está cuidando ovejas!
En
un altozano
por detrás del
lugar, observaban cual generales dirigiendo una batalla, el teniente
general del campamento con el comandante de nuestro batallón, aquel
paisano nuestro de quien traté en anterior ocasión y mi lanzamiento
indisciplinado quedó en una intrascendental
anécdota.
Quedaban
aún granadas
sin
usar en
las cajas y como
la mayoría de los asistentes parecían estar gozando del mejor de
los espectáculos, ávidos unos por lanzarlas y otros por escuchar el
ruido, el que allí cortaba el bacalao dio permiso para vaciarlas,
eso sí, siguiendo el protocolo adecuado, dado el peligro que
supondría no llevar cuenta de todo. Suponía
un alto riesgo dejar alguna sin explotar en medio del campo de tiro
para próximas maniobras. Supongo que después de marcharnos de allí,
algún equipo de especialistas habría limpiado de metralla el lugar.
Pasé
de
repetir el lanzamiento ya que no
me hacía maldita la gracia, recordando
a los primeros objetores de conciencia que padecían arresto por
negarse tan siquiera a coger el fusil y al sargento Norberto también
del
IPS que,
como bien narré ya, fue obligado a cumplir
todo el período normal de milicias, por haber animado en un carta
interceptada, a un amigo que estaba en calabozo.