Llegan los gitanos, aceituna y cera, con sus carromatos. Los hombres van delante, en negros caballos, sin bridas ni estribos, en busca de un lugar tranquilo para pasar la noche y los siguientes días que les permitan acampar. Bajo el toldo, una joven va trenzando con varetas de mimbre los sueños de su vida. El niño se duerme en el regazo de la abuela mientras le canta con ritmos zíngaros aprendidos de sus ancestros, historias que hablan de tragedia y melancolía.
Llegan al pueblo y van presurosos a instalar sus tiendas en las inmediaciones de Covajornu, antes de que la luna bañe de plata las ortigas y las bardanas. El sol, que juega al escondite tras la Peña Blanca, deja paso a la noche.
Un rebuzno corta el silencio del barrio y un coro de respuestas llegan de todas las direcciones. Los perros hacen temblar a la luna que soñaba con bañarse en los charcos de los caminos. Los gallos elevan también sus gritos al cielo creyendo haber llegado la madrugada.
Los gitanos, con los ayes de sus canciones, pura nostalgia de su ancestral tierra, inundan la campera y con las llamas de sus hogares perfilan las tiendas y los carromatos. Las mentas pisadas destilan su grato aroma por la campera.
Al día siguiente, domingo, con zapatos de charol las mujeres, botas herradas los hombres y alpargatas los pequeños, enfilan por el camino del Campu´l Roble a la iglesia. Un hermoso niño de mimbre se hará cristiano en la pila bautismal con el agua de la h.ornica y sus padrinos nos lanzarán caramelos cual payos, después del ite missa est, detrás del muro del pórtico. Como siempre, los recogeremos del fango entre las risas de todos los presentes, gitanos y payos.
Recuerdo, sin embargo, que en aquella ocasión nos entregaron en mano a los más pequeños, un puñado de caramelos para que no nos rebozaran los mayores entre el barro.
Los hombres de la familia de Pepe y Olvido son bien recibidos en todos los pueblos cuando llegan a tratar de asnos y caballos, lo mismo que las mujeres cuando ofrecen sus canastillas de mimbre y castaño.
Al día siguiente, en la tranquilidad del campamento se escuchan a lo lejos herraduras que hieren las rocas vivas del camino de las Pozonas. Es la máxima autoridad que les recuerda la norma que hay acordada.
Sin más, comienzan a levantar las tiendas y preparar el carromato para errar por los caminos en busca de otro lugar, en el que poder acampar otros tres días.
Van a la cueva de Moscadoria junto al río Melendru donde lavarán sus ropas y los pañales de los niños que tenderán después sobre las bardas a secar con el sol de la Mañanga.
Entre sus hábiles dedos, con mimbres de los setos tejen sus sueños y las cristalinas aguas del pozo reflejan la noble silueta de un roble añejo.
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