jueves, 16 de marzo de 2023

164- Segundo período en Talarn, julio-agosto de 1972

 

En la terraza en la que se tendía la cosecha al amparo de humedades, guardaba en un baúl la impedimenta militar dentro de la mochila y del petate que había puesto a orear todo el mes de junio para prevenir sorpresas de última hora. Le saqué lustro a la hebilla del cinturón y embetuné las botas. Deberían estar ya libres del maldito hongo que me había atormentado las primeras semanas del regreso. Con toda la certeza, fue el “regalo” de la “putada” que nos habían gastado antes del toque de la última diana del curso pasado. Don Mariano Buj me despachó un bote con “Fongesor”, con el que empolvé el interior de las botas cada poco tiempo y así erradicar el hongo conocido como “pie de atleta”, tan habitual en playas, piscinas y duchas colectivas.

En las gorras, tanto en la de paseo como en la de campamento y en las hombreras llevaba prendido el galón rojo de cabo. En el fondo del zurrón acomodó mi madre la fiambrera que me había seguido al instituto, en las obras, al campamento de Luarca y en el primer verano de Talarn.

Las despedidas familiares, sobre todo a mis abuelos las hice los días previos de la salida.

En la estación de Oviedo nos topamos otra vez con el Cabo 1º “Picurri” procedente del CIR n.º 12 del Ferral de Bernesga en León con sus gafas oscuras que nos acompañaría en el primer trayecto.

Mucho más relajado que el año anterior, me había surtido de provisiones en la cafetería “Peña Tu” al bajarme del tren de Económicos en el que salí de Llanes a las siete de la mañana con la despedida de los primeros cohetes en Pancar que abrían el día de la festividad de San Pedro en la capilla de San Patricio y las interminables paradas por los numerosos apeaderos y estaciones antes de llegar a Vetusta: cuatro horas para un trayecto de tan sólo cien kilómetros.

Ya subidos en la Estación del Norte a la unidad que nos llevaría, las mismas paradas y en los mismos nudos de comunicaciones con las pertinentes maniobras para añadir nuevas unidades y otra máquina más de apoyo. Nuevas caras de futuros soldados y otras ya conocidas bajo la gorra con el galón rojo. Las mismas treinta y seis horas, cronometradas, por tierras leonesas, castellanas, aragonesas y catalanas.

En este viaje me impactó mucho un suceso que tras la ventanilla observé: por otra vía paralela a una distancia que ahora calculo como de unos cincuenta metros, arrancaba de un apeadero en sentido contrario al nuestro otro tren de pasajeros. Justo en el momento en que las puertas se cerraban automáticamente, se escucharon los gritos de una mujer que había quedado atrapada entre las dos hojas correderas sin haber accedido a su interior. Tardé tiempo en borrar aquel suceso a base de imaginar que no le habría ocurrido nada.

El día 1 de julio, sábado, estábamos en la 1ª CIA del pabellón “Simancas” donde nos acomodaron y nos dieron litera y taquilla en la nave superior. Debajo teníamos a la 2ª CIA. Hasta el lunes no conocimos otro mando que el Cabo 1ª que llevaba la compañía hasta el lunes. Al ser todos cabos rojos, no tuvimos otro control más que el que se hacía por las noches con la guardia militar y en el paso de barreras de la salida al campamento. Las tres comidas se servían en el comedor del curso anterior, y por ser veteranos las gestionábamos según nos convenía el menú que ofrecían.

Llegado el lunes, las tornas cambiaron. El “Simancas” era precisamente el pabellón desde el que nos lanzaban los petardos y cohetes por las ventanillas de aireación al pabellón “Ebro”.

De todos los oficiales, apenas otro que el nombre del capitán Joaquín Imanz Martínez, y lo confirman los escritos aportados por otros compañeros en una página web dedicada al Campamento de Talarn en la que colgué algunas aportaciones propias. Por tanto, no recuerdo el nombre del teniente de la primera sección que se encargó de mi adiestramiento como “Cabo especialista tirador en Morteros del 81”, artilugio al que fui destinado sin ningún consentimiento expreso por mi parte.

Al tercer pelotón de nuestra sección lo destinaron a los “Morteros del 45, verdaderos juguetes en comparación con el nuestro, digo por el peso a la hora del acarreo en los costillares, pero el peligro era el mismo, caso de accidente en el manejo.

En la segunda sección estaba el pelotón destinado a los Morteros del 120, estos mucho menos ligeros, montados sobre un eje con dos ruedas de camión y tirados por un Land Rover o “Willys”, ocupaban un asentamiento fijo también.

Otro pelotón, el 2º, pertrechado con las ametralladoras MG, granadas de mano, Bazocas y otras armas no menos cruentas que la mía, aunque sí más livianas de peso.

Al pelotón de mi amigo Ovetus, el 3º, lo destinaron a la especialidad del Cañón del 180 con retroceso, que por su peso debía permanecer camuflado con una lona y asentado sobre una plataforma de acero.

La tercera sección la llamábamos “Los pisahormigas” portadores de los fusiles de asalto CETME C-64 calibre 7,62 mm. en cargador extraíble curvo de 30 cartuchos, cuyo alcance máximo era de 1600 m. en una cadencia de tiro en ráfaga de 750 cartuchos/minuto sobre trípode que traía incorporado. Además con él se podían lanzar granadas.


Durante todo el mes lo dedicaron a la instrucción y preparación del escenario ofensivo contra un objetivo determinado. Los dos pelotones de la sección de morteros fuimos entrenados a desfilar con el material que se iba a utilizar llegado el día “D” que nadie parecía conocer, salvo los altos mandos. Lo mismo hicieron los compañeros del Mortero 45.

Ni “Radio macuto” fue capaz de ponerle fecha. Al teniente poco o casi nada le pudimos sacar, salvo que tendría lugar en un paraje ya utilizado por las quintas precedentes a la nuestra como zona de tiro, distinta de la utilizada el verano anterior con los “Mausser” y las granadas de mano. Fue cosa de investigar preguntando a los soldados de remplazo que atendían las instalaciones sin los cuales, allí no funcionaría nada. En el vacío militar producido los fines de semana, nos dedicamos a inspeccionar la zona, por las lomas, al Oeste de nuestro pabellón. A una distancia como de medio kilómetro o poco más, vimos una roca pintada de blanco que destacaba sobre el resto del entorno, cubierto de vegetación herbácea y retamas que estaban en flor.

Cerca se veían los restos de una masía bombardeada en tiempos de guerra.

A mí me correspondió el mando de la primera escuadra del segundo pelotón y “pasear” sobre los hombros el cañón que me recordaba a las viejas tuberías de hierro de las traídas de agua del manantial al depósito del pueblo. Los giros, los cambio de sentido y otros movimientos como el cambio de hombro me dejaban derrengado. Me seguían: el cabo cargador, el cabo que portaba el trípode colgado por trinchas a la espalda, el cabo proveedor y el último que soportaba a sus espaldas sujeta por trinchas la placa base. Curiosamente mi escuadra la componían cuatro gallegos que seguían a un asturiano.

Nos habían numerado de esta forma: la 1ª escuadra y la 2ª coincidían con las propias del primer pelotón. La 3ª que era la nuestra y la 4ª eran las escuadras de nuestro segundo pelotón. Ambos pelotones pertenecíamos a “Morteros del 81” para el día “D”.

Llegué a sentir animadversión por el teniente de mi sección. Cuando mandaba hacer el cambio de sentido en el desfile de entrenamiento, mi benjamín compañero, que más me recordaba a una tortuga carey por los bultos de la placa base que tenía para clavar en tierra. Agotado por el peso y el calor del estío leridano, el teniente le “animaba” propinándole algún que otro toque con el lateral de la bota. Al fin, el que más y el que menos reía lo que en sus propias carnes no ocurría. Sin embargo, cuando nos daba instrucciones técnicas aparte, parecía ser otro bien distinto que nos comentaba la incidencia como si tal cosa no hubiese ocurrido. Era un oficial con cara de pocos amigos que se mostraba duro y exigente en la instrucción, pero me di cuenta que cuando el capitán se retiraba a su oficina para mandar los informes a la comandancia, siguiendo el hilo de rigor de cualquier estamento oficial, nos mandaba descanso bajo la primera sombra que encontrásemos y el ambiente se distendía.

Comprendí el compromiso que tenía de que todo saliese bien y no se produjera ningún accidente. Era pequeño, seco de carnes, pero correoso.

Sentía pena por el cabo que llevaba la placa del mortero que debía pesar más que él, pero no parecía estar resentido con el oficial. El teniente, tras aquellos descansos, nos pareció a todos algo más accesible.

Era posible, nos confesó, que le dieran el ascenso a capitán y un destino más cercano a su casa. Necesitaba estar cerca de la familia y todos lo entendimos.

Por las mañanas seguía haciéndose la gimnasia en las frías mañanas cuando el sol aún no había sobrepasado por encima del embalse de Sant Antoni, acompañados esta vez con el nuevo fusil, bastante más pesado que el “chopo” del pasado verano. Y a pesar de ello, el capitán instructor que nos dirigía desde la torre de la capilla se podría hacer un rosario de cuentas con tanto molinete, pase, cambio y giro, ya de pie, de sentado como tumbado. Menos mal que quedaba lejos y no podía escuchar nuestros rezos.