lunes, 30 de noviembre de 2020

136.- La transformación

Al toque de diana, ya estaba despierto y dispuesto a empezar una nueva etapa. El cabo de guardia nos dio las primeras normas que deberíamos aplicar cada día a la misma hora. En ese momento, es asearse, vestirse y dejar arreglada la litera. Además, era conveniente mirar alrededor de ella para retirar cualquier residuo de basura, pues de no ser así, los infractores tendrían que pasar la “mopa” a toda la nave. 

A continuación, la voz del cuartelero nos aulló para que bajásemos a formar. Abajo nos esperaba el cabo primera que nos mandó “¡A formar por la derecha!”, y tras las pertinentes maniobras de ajustar las distancias tomando por referencia el brazo, el antebrazo y la mano extendida sobre el hombro izquierdo de quien estaba a nuestra derecha y al hombro derecho de quien nos precedía, las nueve filas quedaban perfectamente alineadas y la compañía formada como manda el reglamento. 

Después del “¡Rompan filas!” nos dirigimos al comedor que a pocos metros nos pertenecía. En el extremo de la mesa nos esperaban las dos jarras de aluminio dispuestas a que las llevásemos a rellenar de la leche reconstruida. En una cestilla nos tenían puestos los doce bollos del rico pan pallarés, sobres de café y azúcar y varias tarrinas con mermelada de ciruela, arándano, naranja y mantequilla. 

La leche no tenía el sabor de la leche cruda, espumosa, recién ordeñada de la “Marquesa” ni de la “Serrana”, pero al ser reconstruida de la leche en polvo, su sabor me era muy familiar, pues me recordaba los “caramelos” que de niño mi padre me traía de la fábrica “LACTOSA” en la que trabajaba; no eran sino el producto de elaboración de la lactosa a partir del suero que le enviaba la contigua fábrica “SADI”, dedicada a hacer el queso de barra y bola recubierto de parafina roja y la mantequilla; ambas ubicadas en el barrio San Antón de la villa de Llanes.

Al salir, cuando pasaba al lado de las mesas vacías, en la que quedaban las tarrinas de mermeladas y mantequilla sin abrir, las ponía a buen recaudo por si necesitase un tentempié a media mañana, en previsión que algún día volviesen a ponernos las citadas lentejas de la llegada. Pero ya adelanto, que sí las pusieron, pero las encontraba bien ricas y caldosinas. 

La primera tarea que nos encomendaron aquel primer día fue pasar a recoger la ropa militar. El furriel encargado de  tomar nuestro nombre que iba anotando en una libreta , nos daba paso hasta el lugar de distribución de los distintos uniformes en el que varios soldados nos preguntaban tan solo por la estatura ya que el resto de medidas que cualquier sastre toma con la cinta, las sacaban a ojo de buen cubero; era evidente que no disponían de más tiempo, para atender a tanto cliente que en fila se les venía encima. 

Después de completar el atuendo, salimos de allí con el material necesario para transformar a un estudiante en aprendiz de militar y era así:

– Para las celebraciones especiales y las salidas domingueras: pantalón, camisa, guerrera, gorra, guantes blancos, corbata y cinturón para el traje de “bonito”.  

– Para la instrucción y faena diaria: pantalón, tres cuartos, camisa, cinturón y gorra.

– Pantalón corto, zapatillas y calcetines para la gimnasia mañanera.

– Las trinchas, las botas en media caña, una bandolera y el petate en el que embutí la ropa y con el que cargué al hombro hasta mi nueva residencia de veraneo.

La siguiente tarea fue hacer los ajustes, ante la disparidad de las medidas con la auténtica talla y también revisar los botones del vestuario, pues la mayoría colgaban cual marionetas de su hilo. Cuidado especial había que poner con los de la guerrera que, por ser dorados y con el aguilucho, su falta sería más tomada en cuenta en la revista. 

Aunque las medidas tomadas a ojo no fueron del todo exactas, se ajustaron bastante bien en todo el atavío, salvo en el pantalón de faena en el que no fui capaz de meterme, bien a pesar del buen efecto logrado con la dieta en el pensionado de los dos cursos en Oviedo.

Me pude arreglar gracias a que a mi compañero Uvieu, le quedaba sobrado de tela el suyo para su enteco cuerpo y le pareció mejor acomodado en el que a mí me había correspondido.  

Sin darnos el tiempo necesario para finalizar la tarea emprendida por todos, pues pareció transformarse el cuartel en un taller de costura, la voz desabrida del primera nos llamó a formar delante de la compañía. Esta vez, la revisión se centró en el corte del pelo, barbas y patillas. Curiosamente, todos los bigotes pasaron la prueba. 

Por comodidad más que por gusto, en los veranos, para el trabajo de la siega y de la construcción, solía llevarlo bastante corto y para el periodo de estudios, lo dejaba crecer de nuevo, por peinarlo hacia atrás y deshacerme de la raya lateral que venía usando, desde la más tierna infancia según dan prueba las primeras fotos que conservo. Además de esto, por los consejos recibidos de algunos de mis coetáneos que ya habían regresado al pueblo con la “blanca” en la boca y alguno más que continuaba en la mili, vi aconsejable pasar por la cuadrumeñera de Ramonín Melijosa, una semana antes de mi partida. 

Ante tanta tarea prevista para inmediato, preguntaron que si alguno de los allí formados, teníamos, aunque sólo fuera someros conocimientos y práctica de peluquería. Levantaron la mano unos cuantos y les dijeron que después de romper filas, se presentaran ante el oficial de cuartel. Después de la comida, se crearon en las inmediaciones de los respectivos módulos cuarteleros, diversos puestos de peluquería a los que acudían como ovejas aquellos que habían sido advertidos de ser esquilados. 

Un sargento, que hacía el recorrido por los puestos de los improvisados "peluqueros" e iba borrando de la lista a los soldados que daba por aptos hasta que dio con una cabeza adornada de "cabras" y "calveras", por lo que, visiblemente enfadado los llevó donde uno de los provisionales peluqueros de cuyo trabajo había quedado satisfecho y le encomendó que le arreglase como mejor pudiese la cabeza del afectado, en tanto que a la del fraudulento peluquero le aplicase un número menos en la escala de corte, como justo castigo. 

Era costumbre en las milicias normales, preguntar por el oficio civil de los reclutas y podía suponer una ventaja en el entonces largo servicio militar. Había destinos más cómodos para quienes no deseaban el manejo de las armas y se presentaban como cocineros, peluqueros, guarnicioneros, zapateros, mecánicos, conductores, electricistas, fontaneros, carpinteros, pintores, etc. Algunos, por el trabajo de oficio que dominaban, conseguían permisos especiales, dietas y otras prebendas que en aquella época se daban por legales y a nadie se le hubiese ocurrido cuestionarlas. 

Recuerdo una anécdota contada por un viejo amigo. Le habían preguntado qué oficio tenía en la vida civil y a él no se le ocurrió decir otra cosa que conductor. 

“Pues fui llevado al parque donde se guardaban los coches y camiones y me mandaron que me subiera en el único camión que quedaba sin conductor.

Me acomodé en el asiento y me agarré al volante, temblando como un niño ante un juguete en la noche de reyes. Cuando me dijeron que lo arrancase, como notaron que ya tardaba y estaba indeciso, el brigada se me acercó y me preguntó qué era lo que me pasaba. 

A mí no se me ocurrió más disculpa que decirle que aquel vehículo era de distinta marca.

        – Y ¿de qué marca es el tuyo? – me dijo. 

– Es un “Chevrolet”, mi brigada – le dije, trayendo a la memoria el primer modelo que me sonaba de haberlo visto en el puesto de recogida de la leche junto a la carretera cercana a mi aldea.

– ¡Y éste de qué marca cree que es! ¡Lárguese inmediatamente de mi vista!” [F.G.T.]

domingo, 15 de noviembre de 2020

135.- Investigamos el entorno

Es una forma de decirlo que a medida que pasaban las horas del domingo día 4, la colmena se fue repoblando de los mandos suboficiales y clase de tropa, algunos de ellos veteranos; otros, los más, llegados para realizar el último campamento de los tres que tendríamos que hacer nosotros, recién sacados de la última hornada de cadetes del IPS. 

Uno de ellos, cabo primera se dispuso a tomar el relevo, por lo que debía conocer las novedades ocurridas y comprobar por sí mismo que estaban delante de él todos los reclutas de la lista que le había entregado el sargento de Mayoría. Tendría que dar las novedades al oficial que se hiciera cargo de la compañía el lunes, para a su vez presentarla ante el capitán. Ese era el ritual militar que se seguía en todas las formaciones que se hacían a diario con nosotros. Que faltase alguien a una de ellas, no representaba ningún problema para los mandos. Pero si por cualquier causa se llegase a conocer la ausencia de alguien sin haberla consignado a tiempo, incurrían en falta muy grave. 

           Por las calles del campamento, a medida que se echaba la tarde encima, nos fuimos encontrando con mandos a los que habría que saludar, en el supuesto de que vistiésemos de uniforme y puesta la gorra militar. Como aún no habíamos recibido el equipo, el saludo quedaba reducido a un gesto de disciplina con los brazos en actitud de firmes, poco antes de pasar a su altura a la vez que se decía “A sus órdenes mi… (seguido del cargo): sargento, alférez, teniente, capitán…” Normalmente nos respondían, aunque también se daban las excepciones, sobre todo, con los de menor grado del escalafón.

Como aún nos consideraban unos novatos, y está claro que lo éramos en toda la regla, ante la ignorancia para poder descifrar el título que venía aparejado con los galones y las estrellas, tendíamos a subir un grado en el escalafón, porque nos parecía más llevadero tender al alza que a la baja. 

Como ejemplo, intercalo lo que contaba un hermano de mi abuelo paterno, repetido y narrado por un hijo suyo, al calor de la lumbre en las Nocheviejas en que la familia nos juntábamos:

“Me correspondía cumplir por primera vez la guardia y fui destinado a la garita de entrada y salida del cuartel. Debía pedirle el justificante identificativo a cualquier persona sin excepción. 

Después de varios accesos sin ninguna incidencia complicada, se me acercó un tipo cubierto de gabán que llevaba un abultado maletín y que, sin contestarme al saludo militar que le dediqué, ni tan siquiera mirarme, continuó andando por un sendero que evitaba la barrera.     

Como yo me obstiné en cortarle el paso, tal como nos había mandado el sargento, a aquel hombre no se le ocurrió otra cosa que retirar una de los pliegues del gabán para que yo le viera el uniforme que bajo él se ocultaba y así mostrarme la autoridad que representaba, a quien yo, un soldado, me había emperrado en no dejarle pasar. 

Al ver la línea de color que adornaba la pernera del pantalón, así como las borlas colgantes del fajín y la vaina del sable, se me ocurrió decir por salir del charco en el que me vi metido:  

– ¡Ni toreros ni circenses!

Tuvo que intervenir el oficial de guardia que no muy lejos observaba. Dedicó al coronel un impecable saludo y a continuación, cuando ya se disponía a reprocharme y dar castigo, oí que le decía:  

– ¡Cálmese, teniente! Y usted, soldado, preséntese en mi despacho en cuanto finalice la guardia.

Mientras me dirigía a la oficina del coronel, iba pensando en el castigo que recibiría, por lo que antes de llamar a la puerta hice un repaso de la compostura del uniforme y limpié las puntas de las botas contra las perneras del pantalón para darles brillo.  

– ¿Da usted su permiso, mi coronel? – dije después de llamar con los nudillos a la puerta y la entreabría para hacerme ver, como era norma.  

– Sí, entre, soldado. Por el celo con que cumplió su cometido, le entrego un pase para que se vaya este fin de semana a disfrutarlo con sus padres.”

Por la tarde, continuamos explorando aquella alejada parte del campamento y llegamos hasta la valla de entrada, por si nos estaba permitido salir. No llegamos a preguntarlo, al ver la negativa que les dieron a otro grupo que nos precedía.  

Nos conformamos con ver desde allí las pétreas edificaciones de la Pobla de Talarn. Una semana después, con el uniforme de “bonito”, nos subirían la barrera sin ningún requisito más y bajamos hasta Tremp, porque alguien nos informó que en ella encontraríamos sobrado abastecimiento a nuestras necesidades. A la vuelta, por tomar un respiro, paramos en la fuente de los caños, a la sombra de unos almendros, donde unos paisanos quisieron saber de dónde éramos cada uno de los cinco cadetes que nos habíamos juntado. Por ellos supe que Talarn era capital del concejo, en tanto que el crecimiento de Tremp se había debido al paso del tren, la mejora de la carretera y la construcción del embalse. 

– “Algo tendría que ver también la instalación del campamento” – pensé para mí. Aunque tan sólo fuera por las pequeñas compras en un continuo goteo que hacíamos los cientos de soldados que allí acudíamos, primordialmente los fines de semana, a los que habría de sumarse los gastos realizados por un avispero de mandos que diariamente bajaban.  

Cuesta arriba, diseminados se encontraban los demás pabellones, todos de igual arquitectura, aunque de apariencia más recientes si se toma en consideración la tierra de sus jardines a los que se habían trasplantado jóvenes acacias, tutoradas por varillas de acero corrugado, aún desprovistas del ramaje necesario para dar algo de sombra ni aun cobijo a la adusta cigarra. 

Hacia el oeste, en la lejanía, se veían las masías, en alguna de las cuales, según oímos contar a uno de los “abuelos”, que así decíamos a los veteranos del curso anterior: “– En ellas sirven ricos y abundantes platos de patatas al alioli o bravas, con huevos y picadillo. Sin olvidarnos de la ensalada mixta con productos de su huerta, en la que nunca se echa a faltar jugosos tomates, corazones de alcachofas y pimientos hechos a la brasa, lechuga hoja de roble, pepinillos en vinagreta, adornada con las sabrosas aceitunas arbequina.”

Y mientras nos lo contaba, el abuelo babeaba y nosotros pasábamos saliva. Nos había dado otra pista más para poder mantener el ánimo, ya algo resentido cuando apenas no había comenzado nada, cuatro días nada más desde que habíamos salido de casa. 

La cara y el aspecto de este informante no se me desfiguró a pesar de los años transcurridos, pues lo recordaba también de la manifestación que hicimos delante de la Normal en apoyo del director, D. Manuel Álvarez Prada, cuando le sustituyó la terna directiva. Sin embargo, ya no recuerdo su nombre, por lo que voy a adelantar otra gestión por él realizada y fue traer desde Sama un autobús de la empresa “Zapico”, con la bandera de Asturias en la luna posterior y varias cajas de sidra para celebrarlo. Con ello nos evitó otras treinta y seis tediosas horas de tren, al regreso del campamento. 

       Algunos compañeros habían venido en su propio o prestado utilitario que usaban para bajar a Tremp o largarse a Andorra, por lo que como se suele decir, “habrá que echarles de comer aparte”.