domingo, 25 de octubre de 2020

134.- Los primeros amigos

  El sábado, 3 de julio de 1971 fue el primer día completo que pasamos en el campamento de Talarn. 

Al toque de diana, la primera tarea fue ir  con la toalla al hombro y el neceser a la pila “bautismal” para limpiar las telarañas del sueño. Había pasado la noche de cháchara con los más cercanos y compartido con risas las bromas y chistes que nos llegaban del otro extremo, cuando ya parecía logrado el silencio. 

Es curioso cómo se mantienen en el recuerdo aquellas sensaciones tan alejadas en el tiempo, como el aire pirenaico que venía por las noche a contrarrestar el tórrido calor del pasado día y el perfume de las hierbas de las rocallas o el constante chirrido de las chicharras camufladas en las ramas de los almendros, de repente acalladas por el lejano ronroneo de un  “jeep Wilys” de la policía militar que hacía la ronda. 

Del interior de la nave dormitorio, creo aún escuchar el sonido continuo del agua en los aseos junto con los ronquidos, de los demás, que no recuerdo a nadie que admitiese fuesen propios. 

El único fiable testigo de lo que cuento sería el desconocido compañero que le había correspondido estar de imaginaria aquella primera noche. Su misión era taparnos o traernos el botijo al grito: 

– “Imaginaria: ¡AGUA!

Agrupados como corderinos en la explanada del pabellón, observé que el rebaño había crecido, por lo cual, el ritual de la formación aplicado por el cabo primera, se ajustó a la normativa militar. Para mí, y supongo que para todos los compañeros de Magisterio, aquellas órdenes me resultaron conocidas del curso obligatorio que había hecho en julio del año precedente, en el “Colegio Menor del Cristo” en Oviedo, regido por la OJE, de clara querencia paramilitar.

Por la ausencia de la indumentaria de soldado, vestido cada cual según nuestro criterio y gusto, estábamos más identificados. Podía incluso identificar a algunos compañeros de la compañía con nombre y apellidos, al cabo de los primeros pases de lista en la formación de la explanada del pabellón.  Antes de ir al comedor, el cabo primera nos mandó romper filas para que regresáramos al pabellón con el fin de dejar ordenada la litera y recoger cualquier resto cercano a ella y, aunque aquellas tareas ya las dejé hechas antes del toque de diana, volví a subir, más por dejar  pasar el tiempo y esperar a los compañeros de las cercanas literas con quienes había ya compartido mesa en la pasada cena.

Mi litera se encontraba la primera a partir de la puerta y la de mi derecha pertenecía a uno de Oviedo, Mino, dos años o tres menor que yo, pero que ejercía ya como maestro, por haber iniciado magisterio por el plan del 57, a partir del bachillerato elemental terminado a los quince años. Pronto nos haríamos buenos amigos. 

 Sin embargo, por más que intento recordar su nombre completo, soy incapaz de conseguirlo ya que por ser tan común le llamaba por su apellido o más frecuentemente por el apócope de Mino y "Uviéu", que van a ser desde ahora los apelativos más usados en estas historias. En consecuencia, yo acabé siendo para él "Llanes" así como para el resto de la compañía, cosa que a mí me hacía sentir orgulloso al saberme algo así como el embajador de mi tierrina

Por no tener mucho más que hacer, en cuanto daban un tiempo exentos de formación y otras tareas, dimos en reconocer el entorno los dos amigos asturianos junto con otros dos más, llegados desde Valencia y Cáceres. No lejos de allí estaban las letrinas que eran unas casetas con un tejado que dejaba un espacio abierto por encima de las paredes y con puertas batientes, provistas de un simple sanitario de suelo y la cadena que accionaba una oculta cisterna de la que salía un chorro de agua que barría de un soplido toda la inmundicia dejada allí por más de un desaprensivo predecesor. 

        También quedaban por allí cercanos los lavaderos en los que restregamos con jabón tan sólo la ropa personal, pues las de las camas nos las recogían y a cambio nos entregaban las limpias, cada fin de semana. Por esto, había que estar pendiente del camastro, pues había desaprensivos que las mangaban para sustituir las suyas rotas a fin de  que les entregasen las limpias.  Como en más cosas que iré recordando, no se podía contar con todos. El primer año seríamos sujetos de las más insospechadas novatadas, que era mejor reírlas que llorarlas y, por supuesto callarlas. Formaban parte del entrenamiento en aquel tiempo, aunque pasadas más de tres décadas las reconocí, incluso más denigrantes y de peor gusto en el Colegio Mayor donde se alojó mi hijo.

Por el calor del clima de Lérida, procuramos lavar el pantalón, las camisas, los calcetines y demás prendas los fines de semana, pero por estar muy solicitados y no guardar vez aquel fin de semana, caminamos unos cientos de metros hasta encontrar la orilla de un torrente que desde allí se escuchaba. Había grabado un profundo surco por el arrastre de los cantos rodados traídos de una morrena glaciar sobre la roca arenisca que corría.  Después de lavarla, la tendíamos sobre las ardientes rocas y aprovechamos para ducharnos en una cascada de la fría agua del Pirineo.  

Desde allí observamos la existencia de un sendero que ascendía como una sierpe por las colinas hasta el pueblo que había visto la primera tarde de la llegada al campamento. En el cielo se perfilaban algunos tejados y muros junto con la torre de la iglesia de Santa Engràcia, que da nombre a la pequeña aldea. Acordamos visitarla en cuanto se nos brindara la primera ocasión. 

viernes, 16 de octubre de 2020

133.- De Tremp a Talarn

        En Tremp nos subieron a camiones del ejército para llevarnos hasta Talarn y dejarnos en el campamento Gral. Martín Alonso, treinta y seis horas después de la salida de Oviedo. 

Sería en torno a las cuatro de la tarde, no lo puedo decir con total precisión, pero sí recuerdo  que se habían cerrado los comedores que habían usado con soldados provenientes de otras Regiones Militares, pues no descarto que el día de nuestro embarque en Oviedo, ya hubiesen llegado las restantes tropas y tampoco soy consciente de que otros hubiesen llegado detrás nuestro. A nosotros nos dejaron en la parte más alta del campamento y habría de pasar una semana, para darme cuenta de su verdadera extensión. 

Lo que nunca olvidé fue el pegote de lentejas que cayó en mi escudilla, cuando fui servido por el chaval que fue a buscar la comida del “Restaurante”, que así dimos en llamar desde ese día con sorna al comedor. La verdad sea dicha, estaba limpio, bien iluminado y aireado. Daba la sensación de que lo íbamos a estrenar nosotros y lo mejor de todo, era que nos quedaba a dos pasos del pabellón.

Visto desde la cabecera de la nave, había cuatro columnas de mesas de a doce comensales, con un pasillo central más amplio, por el que se paseaban los oficiales y otros mandos a los que les correspondía estar de guardia aquella semana. De fondo calculo que había una docena de líneas de mesas y quizás me quede corto. 

En cada cabecera de mesa más cercana al pasillo central, había dos jarras metálicas de aluminio, una para agua y otra para leche. Yo y el que tenía de frente al otro lado de la mesa cogimos una cada uno y nos fuimos a llenarlas en la cabecera de la nave donde la servían los destinados a cocina. Desde ese primer día siempre procuré ocupar un sitio similar, porque la leche había sido la principal fuente proteínica, junto con el huevo y el queso, por tenerla a pasto. Otro, del extremo opuesto de la mesa, cogió la caldereta que a su lado tenía y corrió a que se la llenasen. A los tres se nos dijo que se podía repetir, pero aquella primera vez no nos hizo falta.

  El que había traído el cocido, sirvió a todos empezando por su escudilla con tan buen tino en el cálculo que no hubo falta de regresar a cocina para rellenar la perola. 

Tareas comunitarias como la descrita ayudaron a consolidar las relaciones dentro del grupo. Con el paso de los días se contagió a otras agrupaciones mayores que a su vez influyeron en la aceptación de todos los componentes. Cada elemento se adjudicaría un rol vacante que utilizó como refuerzo para ser aceptado y protegido, cuando llegase la ocasión. Y por supuesto que llegaría. 

Con la primera cucharada que llevé a la boca, dieron mis muelas en rucar con lo que imaginé que serían trozos de algún tallo seco, semillas del barbecho o arena de las eras donde secaban al sol  para ser envasadas en los sacos de yute. 

Una de mis tareas obligadas desde bien niño, era “escoyer” un tazón de ellas, por la noche para ponerlas a remojo. Omito aquí volver a describir los “tropiezos” retirados, que se pueden leer en el primer episodio de esta historia. Justifiqué todo por la cantidad de lentejas que habrían tenido que escoger. 

– Esto es la mili, no un hotel tres estrellas –, me dije. 

Pero al analizar concienzudamente el contenido de la segunda cucharada, descubrí que se trataba de restos de ladrillo y otros materiales de construcción que hubieran dado al traste con la herramienta que por adecentarla tanto sufrimiento me habían infligido con el torno, sin anestesia, en sus consultas los doctores Estefanía y Vega, pues compartían el criterio médico de no ser muy aconsejable aplicarla a los niños. 

Rememoré las lentejas caldosinas con el huevo duro y el chorizo que dejaba a recudir en la orilla del plato para hacerle los honores como postre, embutido dentro del pico crujiente de pan ahuecado y vuelto a tapar con la miga extraída, costumbre o manía que aún tengo.

Con esas reflexiones, comí las porciones analizadas con el rico pan que allí sin tasa nos dieron, mientras que envolvía el resto en un trozo de servilleta para echarlo al cubo de la basura, me levanté y tercié la bandolera colgada al hombro, mientras con el dorso de la mano, imitando la dignidad del buen escudero, sacudía las migajas prendidas en el niqui. 

A partir de aquí el orden de los acontecimientos, salvo algunos de más relevancia, pueden andar desordenados en el tiempo, pero no creo que desmerezcan, pues en lo esencial serán una descripción fidedigna, al menos bajo la perspectiva del narrador, como ocurre en la totalidad de ellas, vengan de quien vengan. 

El campamento estaba constituido por diversos pabellones, sede cada cual de una determinada Cía. Eran edificios de dos plantas, la superior con una terraza abalaustrada a la que abocaba la escalera de acceso. Todos los pabellones guardaban idéntico proyecto de obra, visto desde afuera, pero pudieran tener alguna diferencia dependiendo del año de ejecución. Se me ocurre ahora, pero entonces lo que menos me preocupaba era eso; simplemente me parecían idénticos. Nuestro pabellón denominado "EBRO" albergaba la 4ª compañía y disponían como todos, por delante, de una franja de terreno árido como el resto del campamento, convertido en parterre, gracias a la dedicación de algunos compañeros que volcaron su interés en que fuera el mejor de las cuatro compañías del primer batallón. Actitud que llenó de entusiasmo al capitán. A cambio, gozarían de alguna aparejada exención, la que me parece bien merecida. Había una “pica” un tanto consentida y provocada por la misma oficialidad con la 3ª, compañía llamada “BAILÉN” que quedaba paralela con la nuestra. Me doy cuenta ahora, de que aquella estrategia motivadora nos ayudó psicológicamente a sobrellevar con dignidad las situaciones más estresantes que se dieron.  “A ver cuál de las dos compañías es la mejor”, era la idea que rondaba por la cabeza de todos, ya sea en jardinería, en el desfilar o en la pista americana. 

Cada pabellón disponía de una explanada para formación de la compañía. Habíamos salido de Oviedo el jueves día 1 de julio, así que estoy contando lo que percibí el viernes y aún nos faltaba la vestimenta para pasar desapercibidos. En la compañía quedaba al mando tan sólo un cabo primera, el cabo furriel y un cuartelero de cada planta. Según el listado que tenía en sus manos, me correspondía la segunda planta. Desde su corredor se divisaba al norte un pueblo perdido en la montaña, Santa Engracia y al este el embalse Sant Antoni de Tremp. El cuartelero distribuyó las literas según un número que se nos adjudicó en orden a los apellidos.  

Nos dieron a cada uno las dos sábanas, el almohadón y un cobertor de algodón, cuyas franjas debían quedar a una medida que nos fijó para que todas las literas guardasen uniformidad en la revista que habría de hacerse de lunes. Aquel detalle era tan sólo un atisbo de lo que estaba por venir.  

El dormitorio era una nave larga de norte a sur con dos filas de literas metálicas adosadas por el cabecero a las paredes. A mí me correspondió la pared del este, al lado de la puerta de salida al corredor. Había un pasillo amplio central por todo lo largo donde nos pasaban revista al lado de las literas. No era muy común que lo hiciera algún oficial, sino más bien la clase de tropa, pero por motivos muy concretos. Al norte de la nave, había una pila redonda de metal con grifos a su alrededor y los urinarios constantemente irrigados y unas bolas higiénicas que perfumaban el ambiente. Además, unas pequeñas ventanas abiertas constantemente a lo largo de la pared hacían más soportable el pegajoso calor estival del día. Por la noche, en cambio, el fresco aire de la montaña nos envolvía con los perfumes de la lavanda, el tomillo, la manzanilla y del hinojo.   

Daba gracia vernos cada cuál con su personal indumentaria veraniega, cuando el sábado y domingo siguientes a nuestra llegada, nos sacaron a la explanada para formarnos para todo. Algunos aún conservaban las barbas, patillas y melenas que se habían convertido en signos revolucionarios o al menos, contestatarios. 

Aparte de los tres toques del día militar como son a diana, a fajina y a retreta conocimos ese  fin de semana el toque a formación, mandado por el cabo primera para darnos más órdenes que cumplir en el acuartelamiento. En ausencia de otro mando de rango superior, se convertía automáticamente en comandante en funciones con la entera  responsabilidad de llevarlo todo bajo su control.   


sábado, 10 de octubre de 2020

132.- Trayecto en ferrocarril de Oviedo a Tremp

  Para ser justo, el trayecto recorrido en tren lo completé con mapas de la época, al haber extraviado el bloc de notas en que había anotado los nombres de las estaciones por las que pasaba. Los más importantes me eran conocidos de haberlos aprendido para el examen libre de Geografía en el 1º del Bachiller, así como las Comarcas de las que eran capital. Por la noche, debido al cansancio y a la escasa iluminación en las estaciones menores por las que el tren pasó de largo, comencé a perder el interés inicial, adormecido con el desfile fugaz de las macilentas luces en los apeaderos de las aldeas y el sonido de la campana automáticamente accionada y desactivada con las cuchillas instaladas sobre determinadas traviesas. 

Por la ventanilla entreabierta me entraba el olor característico de la paja del trigo, sujeta en pacas que como enormes ladrillos formaban grandes castilletes en los áridos campos. 

Me vino al recuerdo cuando escribo, la de veces que no habría ido con el carro tirado por el burro hasta “El Almacén” que tenía en Llanes, junto a la torre, Pepe Mier, "El Zapateru", vecino de mi aldea, casado con Isa, prima de mi madre. En el almacén, Pepe vendía las pacas de paja que traía por camiones y cuando en pleno invierno ya se había terminado con las gavillas de la paya de maíz, para mantener la producción lechera, se recurría a la paja del trigo y la harina del maíz híbrido que allí en un molino eléctrico producía. En una ocasión en que yo llevaba el dinero muy justo, tenía que calcular a partir del precio del saco, el resto dedicado a la compra restante de la paja, por lo que le pedí que me dijera el precio de ambas. Como percibió el gesto en mi cara cuando me lo dijo, metió su manaza dentro de un saco de harina y dejó caer un puñado desde lo alto, a la vez que me decía:

– “Taro, esto es oro molido”. Y mientras reía, dejó entrever su dentadura parcialmente coronada con el preciado metal, signo de distinción y éxito de un indiano.   

Pasamos por Mieres, Pola de Lena, Puente los Fierros, Busdongo y León, donde paró el tren para recoger a los reclutas de la provincia, con el mismo destino que el nuestro. Ninguna cara conocida entonces, pero en algún caso coincidiríamos sin saberlo entonces, en el mismo pabellón de la 4ª Cía. del 1er Bon. o si no en la explanada de la gimnasia frente a la capilla, todas las mañanas o acaso en los desfiles por compañías, banda militar incluida para ensayar la jura de bandera. 

En el pabellón de mi compañía predominaban vascos, catalanes, andaluces y canarios. En cambio, de Asturias éramos sólo tres: Mieres, Oviedo y Llanes. 

Seguimos por El Burgo, Palencia, hasta llegar a Venta de Baños, donde el jefe de estación nos advirtió que podríamos bajarnos como mucho media hora. La cantina de la estación en un momento quedó desabastecida. Yo aún conservaba intacta la tortilla, porque para la merienda consentí en echarle el diente al primer bocadillo de carne, dura como suela de zapato, por lo que disfruté más del segundo plato, los dos huevos duros y alguno más que dentro del compartimento se nos había  colado.  

Algunos compañeros del vagón hacían señales con los brazos mientras voceaban, porque se creyeron olvidados en el andén, cuando el convoy inició maniobras para enganchar nuevas unidades. Se había hecho de noche. Con el ruido de los topes, las cadenas de enganche y los saltos producidos en los cambios de vía, todo cubierto ahora por una espesa niebla, me hizo perder la orientación; nunca mejor dicho, perdí el norte. Acostumbrado a tener siempre al norte la mar cantábrica y al sur la sierra del Cuera, no sabía en qué sentido marchábamos. Por el lento traqueteo de los cortes del carril y de las macilentas luces de los postes, supuse que estaríamos haciendo maniobras para un cambio de vía y tomar nueva dirección. 

Sabía por las clases de Geografía que aquella estación resultaba ser un importante nudo de comunicaciones con dos desvíos: uno proveniente de Valladolid, Burgos y Santander y el otro por el que seguiríamos a Burgos, Briviesca y Miranda. 

En esta última parada se hicieron diversas maniobras que nos alejaron de la estación a los que íbamos montados en los vagones de cabecera, para recomponer todo el conjunto del convoy militar, en total de dieciséis, si por el tiempo transcurrido no me engaño.

La tropa, perdida la euforia del inicio, ahora, quien no dormitaba estroncado en el asiento propio, ocupaba el contiguo sin ningún miramiento, cuan largo era. En consecuencia, alguien viajaba de pie, en el pasillo de acceso a los compartimentos. En las curvas y contra curvas, bocadillos, huevos y fruta del menú militar que nos habían entregado para el viaje, rodaban al antojo de la aceleración, hasta ser pisados por azar o a propósito. Aquí en nuestra Llingua, decimos que alguien tiene “bayura” cuándo desprecia lo humilde por pensar que se merece algo mucho mejor. Es el término más expresivo que encuentro para definir lo que les pasaba a muchos de mis compañeros de viaje.  Por esta actitud observada, cuando determiné echar mano de mis reservas particulares, lo hice con sigilo, para que no acabase en fauces tan escogidas. Cuando les entró la gazuza, tras haber dado cuenta de la golosinería comprada en la cantina, salieron a la “gueta” por los pasillos de las viandas que primero habían repudiado y arramplaban con cuanto en su camino se topaban. 

Enfrente mío viajaba uno que se había unido en Venta de Baños, procedente del País Vasco, pero que había tomado el tren en Santander con otros más que iban en otro vagón. Al igual que yo, también se interesaba por los nombres de las estaciones y el repetido paisaje tan distinto al que estábamos acostumbrados en nuestras respectivas regiones. 

Aprovechando que la basca dormitaba, creí conveniente hacerle los honores al contenido de la fiambrera que ofrecí a Iñaqui, quien aceptó gustoso y sin remilgos, a la vez que echó mano de la mochila y sacó una cazoleta a rebosar de pinchos de carne con piparras picantes y txakolí de Bizkaia, cosecha familiar, que no desdijo de la merecida fama, aunque guardada en una bota pequeña “ZZZ” en que lo mantuvo durante el trayecto.  

Después, ya metidos en la noche, me quedé dormido y así debí de pasar por Logroño, Castejón, Tudela y Casetas en la que existe un nudo de comunicaciones con dos enlaces: uno a Guadalajara y Madrid; otro por el que tomamos a Huesca, Zaragoza, Tardienta, Sariñena y en Selgua, un tercero a Barbastro, en cada una de las estaciones, es posible que se hubieran añadido más tropa, ni tampoco descarto que uno o más vagones de cola fuesen de uso civil.

La mañana había llegado y el sol anaranjado en la lejanía daba una pincelada al paisaje que era tan nuevo y alucinante para mí. A lo lejos había divisado un castillo y más tarde vi otros, en parte o totalmente demolidos por las bombas y cañonazos al ser hitos defensivos para las tropas de la reciente contienda civil. 

Me desperecé y después de comprobar que el improvisado petate seguía intacto, le advertí al compañero que mirara por él, y que lo dejaba como reserva del asiento, mientras iba al escusado. Omitiendo el detalle de lo que en él me encontré, queda para la imaginación de quien esto lea, por sus propias experiencias en recintos públicos y también en los privados de bares, tiendas y otros negocios, diré tan sólo que estaban más cercanos a ser pocilgas que escusados, con respeto para los cerdos, pues bien es sabido que cuando se les da un espacio amplio, lo mantienen más limpio que aquel hediondo cuchitril para humanos, mal llamado váter, sin gota de agua, que al abrirlo dejaba ver las traviesas de la vía correr bajo los pies. 

Ya cercano el mediodía entramos en la estación de Lleida cuya ruta principal continúa hasta Tarragona, pero después de algunas maniobras para dar descanso a las dos locomotoras y sustituirlas por otras, a mi juicio más antiguas, ruidosas y contaminantes, seguimos ruta. 

Como reseña importante, diré que la impresión primera que tuve de Lleida fue desastrosa, con las casas semiderruidas, las piedras de sillería negruzcas por las bombas, las paredes del interior de las viviendas que dejaban ver los azulejos de baño y cocina así como las escaleras, buhardillas y las vigas de madera en pedazos hechas carbón. 

Veintisiete años después volví con mi familia para mostrarles la zona y Lérida y otras poblaciones que había visto tan derruidas, ya no las reconocía de tanto como habían cambiado de aspecto. 

  Tomamos el desvío hacia Balaguer, y Tremp por la línea Lleida-Pirineus, pasando por Alcoletge, Villanova de la Barca, Térmens, Vallfogona de Balaguer, Gerb, Santllorenç de Montgai, Santa Linya, Àger, Cellers-Llimiana, Guardia de Tremp, y Palau de Tremp.

Tan sólo recuerdo de este último trayecto la cantidad de túneles que atravesamos, por la humareda de las máquinas de gasoil que nos entraba por las ventanillas abiertas a causa del extremo calor sufrido. En especial, el agobio fue mayor en dos de ellos que parecían no tener fin y, por la velocidad de la marcha, pensé que íbamos en subida y que los motores no podrían con todo. [1]


[1] 

Ahora, mirando en los mapas encuentro un enlace de la Wikipedia donde se lee que entre Lleida y La Pobla de Segur existen nada más ni menos que 41 túneles, 17 estaciones y 31 puentes. 

Por curiosidad, los dos túnel que recuerdo, son el de Sant Llorensç de Montgai de 3074 m. y el de Palau de Noguera-Talarn, el más largo de todos con 3499 m. Y la totalidad de los cuarenta y  uno hacen 14571 m.


// https://es.wikipedia.org/wiki/L%C3%ADnea_L%C3%A9rida-Puebla_de_Segur //