domingo, 18 de diciembre de 2022

162.- (V) Regreso por la Navidad

 

    Como venía siendo costumbre en prácticamente todos los centros de enseñanza, la navidad formaba parte del currículo escolar. Mi compañero y yo, echamos mano a los escasos recursos de que disponíamos y a la enorme ilusión con que desempeñábamos nuestro compromiso docente. Entre los dos hicimos un listado de actividades “singulares” según se nos iban ocurriendo en una “tormenta de ideas” y que dejamos constancia en el diario de clase.

    Las hicimos realidad en el horario de los recreos además del propio dedicado al dibujo y trabajos manuales. El maestro tutor, como ya dejé constancia en las anteriores entradas, marcaba distancia con el resto de los docentes en cuanto a actualización en la pedagogía aplicada en sus clases. Traía todos los días alguna lectura, alguna poesía, algún dibujo que fueron adornando la clase como telón de fondo sobre la ajada y negra pizarra. En los cristales de la extensa galería colgamos los dibujos de los niños y sobre los alfeizares dispusieron como escenario a los personajes del “belén” hechos con barro y plastilina: no faltaron las cabañas, la forja ni el mercado; ni la fuente con el lavadero ni tampoco el molino. Y en la lejanía, hacia Oriente, brilló la estrella que guiaba a los tres reyes sobre sus camellos y de por medio, el torreón en el palacio real.

    En realidad eran tareas muy didácticas por lo que aportaban y el divertimento que raramente se obtenía en las demás materias del curso. Por nuestra parte, no faltó la representación leída del auto “Los reyes Magos” y la elaboración de tarjetas navideñas que como valiosos regalos llevaban en el maletu camino de sus casas.

Comí de mantel y servilleta en la cafetería “Peña Tu” a unos metros de la “Estación de Económicos” perteneciente a un tocayo mío, Ramonín Vallejo Guerra, que atendía el obrador de la pastelería. Era amable con toda la clientela sin excepción que allí se concentraba a las horas de los trenes y autobuses, y por tanto, aún más si cabe con los llaniscos que entraban en las largas esperas de llegada y salida de los trenes. También atendía a los usuarios de los ALSA que había trasladado su flota a los amplios subterráneos del bloque “La Colmena” a unos pocos pasos de allí, del anterior angosto bajo al que se accedía desde Foncalada, en el que como ya conté, estaba también la sala de boxeo.

Ya anochecido, cuatro horas de viaje con sus interminables paradas en estaciones y apeaderos entramos en la estación de Llanes. A pocos pasos pasé a saludar a José Sanchez Inclán, más conocido como “Pepín el de La Gloria”, y como no podía ser menos, pedí un tazón de caldo con tropiezos de pan frito que sobrenadaban a que energizase el camino de regreso al hogar. Aparte de haber estado de pensión en casa de su hermana Josefina, también había comido en el bar siendo estudiante del bachiller y obrero de la construcción, como ya narré en este blog.

Es para mí un gusto haber gozado de su amistad y habérselo expresado con anterioridad al evento del homenaje que con justicia se le hizo esta semana en el pueblu de Boquerizu. Repetir todo lo expresado en los escritos sería un plagio, pero bien que se lo merece.

Los Altares, la capilla de La Salud, La Carúa, Las Delicias, El H.ornu, La Escuela, La Bolera, El Pasu, El Retiro, Calderón, Navariegu y la cantera de Collamera, que es límite oriental de Parres con el pueblo de Pancar, desde donde se divisa, el Cuetu Calmor, las Castañares y el campanario de la Iglesia. Pasado Llagu, atravesada las vallas de la pista y subidas Las Castañares, por el caleyón de La Madalena hice el atajo para llegar a casa.


miércoles, 26 de octubre de 2022

161.- La plaza del Fontán (IV)


No encuentro título adecuado para esta entrada, pero supongo que en el trascurso de su redacción me surja alguno que resuma la temática de la que trata.

Hay dos episodios vividos que es difícil pasar por alto, pues de ser obviados siempre me vendrían a la memoria. Es curioso cómo se deslíen sutilmente con el paso del tiempo hasta desaparecer por completo y no dejan huella, tal como ocurre con los sueños.

El grupo de prácticas en la escuela estaba compuesto por media docena de maestras y otra media de maestros. Nos unía a los doce el deseo de aprender y por el hecho de haber elegido aquel destino tan singular, quizás nos uniera también el de servir con nuestros modernos planteamientos pedagógicos al noble ejercicio de la educación. No quiero que se me interprete mal: nunca me creí superior a nadie y menos de los maestros tutores de las prácticas, algunos de los cuales fueron admirados por mí, como ya expresé a lo largo de mis años escolares y de instituto, pero está claro que nuestra promoción marcó un paso generacional que duraría lo que “un chupa-chús en un patio de recreo”, pues al “Plan del 67” le seguiría el “Plan del 81”.

Por las tardes de los miércoles que en las aulas no había clases, nos juntábamos en la Normal con algunos profesores encargados de seguir nuestros pasos y ayudarnos en las dudas o inconvenientes con que tropezásemos. Los demás días nos veíamos quienes quedábamos en Oviedo en “tertulias pedagógicas” ya sea en la biblioteca municipal, cerca de la catedral o tomando un tentempié de generosos pinchos en algún establecimiento a buen precio, principal reclamo para estudiantes.

Se acercaban las vacaciones de navidad, en las que no faltaron las primeras nevadas como toque pictórico junto a las parpadeantes lucecillas en las principales calles y plazas, en los rótulos de los establecimientos comerciales a lo largo de la calle Uría. Incluso las campanas de los relojes más emblemáticos de la ciudad habían sido ajustadas para cambiar su acostumbrado toque por otro navideño, suave y meloso como el turrón, mazapanes y peladillas que se apilaban como torres de juguete en los escaparates de las confiterías.

Todo ello invitaba a una falsa fraternidad, mientras tanto, los obreros de la construcción trepaban a las ocho por los andamios, tenían un receso de quince minutos para el bocadillo de las diez, dejaban el tajo a la una del mediodía para comer y reanudaban las tareas a las dos y regresaban para sus casas a las siete.

En el mercado abierto de la plaza del Fontán se iban cerrando los puestos. Era en ese momento habitual, por entre ellos, ver rondar a gentes en apariencia de opuesta posición social: las había que iban envueltas en abrigos de pieles, posiblemente regalo de “Cáritas” que aparte de protegerlas del frío del atardecer, les hacía sentir una gran autoestima; por contra, las había que preferían resaltar su carencia con remendadas y raídas telas, guantes recortados por los que asomaban luengas uñas y zapatos de época encontrados en el montón de basura del barrio.

Así vestidos para el teatro de la vida, recorrían la famosa plaza del Fontán, escenario en el que no faltaban los gatos, los chuchos y las ratas.

Solía yo atravesarla de regreso a la pensión. En una tienda donde se compraba de todo, como en las de los pueblos, tostaban cacahuetes y su olor me recordaba al que emanaba de la tienda de Colás el del Retiro en Pancar. Y de idéntica forma metía en el bolsillo de la trenca el cucurucho que a tientas lo iba despachando en nítidos recuerdos.

Un día de aquellas primeras nevadas, en lugar de tomar el tren para volver a casa, tuve que montar en un autobús junto con el resto de maestros en prácticas del Postigo para asistir al entierro en Belmonte de Miranda de uno de nuestros compañeros del que no recuerdo apenas más que su aspecto bonachón y alegre y su apodo: “Becerra”. No le importaba que así le llamásemos; como a su ídolo futbolístico: Heraldo Becerra Nunes. Era un futbolista delantero brasileño que tenía además la nacionalidad española, de su padre, natural de Trubia. Nuestro compañero lucía una melena idéntica a la de su ídolo y como además jugaba muy bien se le sorteaba para los partidos amistosos.

Había caído una buena nevada. Las estrechas calles del barrio estaban a rebosar de gente. El silencio inundó el valle minero, roto tan solo por el plañir de las campanas en la espadaña de la iglesia y los llantos de una abuela en su humilde casa.

viernes, 12 de agosto de 2022

160.- Anecdotario del curso en prácticas. (III)

 Situación urbana de la Escuela

    En pleno barrio Postigo Bajo que, como su nombre indica, estaba una de las puertas de entrada a la ciudad de Oviedo. En el año 1971, era un continuo ir y venir de automóviles de todas las características en tamaño y servicios. Las aulas que daban a la fachada de entrada, en el lado norte, tenían que soportar el ruido de los camiones, autobuses, coches y motos, en ambos sentidos, por una calle no muy ancha y dos aceras bajas y estrechas para los peatones. A pocos metros de la entrada había un taller mecánico que aportaba también buena parte del ruido. El edificio aún conservaba vestigios de mejores tiempos, por la verja y portilla de forja, los arcos de la puerta y ventanales ribeteados en ladrillo macizo. Las maderas precisaban una segunda mano de pintura sin satinar que las saciara después de tantos años sin ser atendidas. Los muros de piedra certificaban bien a las claras el impacto de proyectiles con los característicos desconchados en la cal que los revocaba. Por la parte del sureste, a través de la galería de la clase de 4º se veía el campo parcelado con el trajín normal de la agricultura y ganadería hasta donde la vista lo permitía: no había otro edificio que lo impidiese, salvo una nave destinada a los autobuses de la ciudad y sus talleres; vendría a ser como la cofia de una raíz que acabaría por engullirse al campo. De aquellas pequeñas granjas ganaderas salía a diario un carromato cargado con la leche para ser repartida litro a litro al pie de los pisos. Por lo demás, en pequeñas huertas se levantaban casetas de aperos, cubiles y gallineros cercados de telas metálicas, techados de uralitas y con las paredes metálicas, del reciclado de los bidones de grasa y petróleo que se echaban en basureros consentidos.

    El concepto “basurero pirata” no se conocía. Cualquier rincón del campo, bosque, río, charca, cueva, torca o acantilado podía convertirse de la mañana a la noche en un consentido depósito, no solamente de basuras, sino también de residuos de todo tipo de empresas. Incluidas las municipales.

    La calle de El Postigo estaba bien surtida de establecimientos: cafeterías, bares, panadería, zapatería. En un local, bajo los ruinosos pisos en el inicio del “Campo de los patos”, descargaba carbón un “Ebro” que posteriormente era distribuido por la ciudad en sacos de yute a bordo de una moto carro. Enfrente mismo del colegio se anunciaba en un pequeño cartel con busto de mujer tomando puntos en una media de cristal, por el día: por las noches, en el bar debajo, se mesaban las faltriqueras de los clientes que a él acudían.

    A medio centenar de metros, la vista en línea recta al norte, se dejaban ver los tanques de acero pintados de gris de los depósitos del gas natural, de los que salían gruesas tuberías de distribución aérea de unos a otros.

    Las madres, por lo general, traían a los alumnos más pequeños y venían a recogerlos, en la mañana y en la tarde. En esas cuatro ocasiones diarias tuvimos la oportunidad de hablar con ellas cuando fue necesario; las reuniones con padres, al menos en aquella escuela, no era habitual.

    Como ya creo haber explicado, me es imposible determinar el orden cronológico de los acontecimientos, por tanto los iré narrando tal como me vengan.

    Debía de ser a finales del otoño, cuando las primeras heladas dejaban una fina capa de escarcha en los pastos y el aire frío se colaba como finas cuchillas por entre los ventanales de la galería. Recuerdo que a don Eduardo no le importaba que los niños se cubrieran con el pasamontañas y zamarras para mitigarlo. A pesar de la cercana fábrica de gas, a las aulas no llegaba ni pizca de calor. Los niños habían bajado a jugar en exiguo patio y un enorme vocerío sobrepasaba prácticamente al de los motores en la vía pública. Nos dijo que si queríamos acompañarle a la dirección sin explicarnos el motivo. Le seguimos hasta un cuarto que había en el piso primero y llamó a la puerta. Una voz de mujer dijo:

    – Adelante.

    La directora estaba centrada en estudiar para unos exámenes de la facultad de Ciencias de la Educación que le permitirían acceder al cargo de inspectora. Sin poder ocultar el asombro por nuestra llegada, nos lanzó una mirada interrogante por encima de sus gafas desde el otro lado del escritorio.

    Un flexo fulminaba con un haz amarillento la oscuridad del cuartucho y enfrente de la mesa un aparato de resistencias eléctricas le calentaba con rítmico vaivén sus pies descalzos. El leve rubor que cubrió su rostro y el tartamudeo de las cuatro palabras de su pregunta, no sé por qué, hicieron sentirme mal.

    –¿Qué les trae aquí?

    Simplemente, – contestó nuestro maestro tutor – venimos a calentarnos un rato.

    Y comenzó a frotarse las manos frente a la estufa, actitud que nos pareció justo imitar, por puro corporativismo. 

    Desde el ventanal del aula me había fijado en la niebla que como una nube de algodón de azúcar cubría los prados. Por el tendido eléctrico que abastecía al edificio, finas gotas desfilaban por ambos cables de cobre hasta llegar a las tacillas de cerámica blanca ancladas en el embreado poste de la luz. En ese punto, una vez unidas se engrosaban y caían tamborileando sobre la tapa del alcantarillado.  

    Mientras remedaba el ritual de calentamiento de mis dos colegas, puse en conocimiento de la rectora la existencia de graves rendijas en las paredes y del deterioro de la masilla en las cristaleras, motivo por el cual, eran zarandeadas por el viento, aparte de dejar pasar el agua y el frío. ¡Para algo habrían de servir los trabajos que había hecho por mi cuenta en casa, tras el aprendizaje bien aprovechado de mi servicio como peón de varios oficiales de la construcción!  

   Ya se sabe que tres garbanzos no hacen el pote, pero evidentemente lo forman si se añaden otros más. Cumplido nuestro cometido, nos despedimos de la jefa con intachable cortesía, cerramos la puerta tras nosotros y bajamos al patio de recreo a charlar sobre el suceso con el resto de colegas.

    En otra ocasión, el altavoz de la entrada de la escuela sonó de continuo, mucho más tiempo del que solía emplear. Miramos el reloj y aún no era la hora de la salida. Fue don Eduardo quien nos dijo que sería un aviso de evacuación urgente. Sin alterar, pero con voz firme, sin exageraciones mandó a los alumnos que se pusieran sus trencas y que bajasen sin atropellos las escaleras. Él cerraba el paso y nosotros vigilamos la bajada, uno a mitad de fila y el otro por delante para mantener el paso y evitar el riesgo de avalancha contra la barandilla.  

    Una alarma había comenzado a sonar en la cercana fábrica por causa de un escape del gas. Se habían concentrado varias unidades de bomberos en la estrecha calle que va desde El Campillín, sube a la altura de la fábrica para salir a la calle Argüelles. 

   Se notaba mucha agitación en el barrio y el tráfico de la nacional que atravesaba el Postigo Bajo. Había sido detenida la caravana de camiones y autobuses a un centenar de metros en ambos sentidos entre el Campillín y Campo los patos. La llama de protección de los depósitos seguía activa como de costumbre. Dos agentes llegados en un 2 CV Citroën azul descongestionaron el tráfico. 

    Algunas madres llegaron a recoger a sus hijos antes de la hora de salida y los maestros en prácticas tuvimos que mantener en la tranquilidad y jugando al resto hasta que sus padres viniesen a recogerlos.  

    Las compañeras que hacían las prácticas en el ala oeste del edificio escolar nos comentaron que algunas niñas habían sufrido signos de amodorramiento, pero por suerte las evacuaron a tiempo.  


jueves, 21 de julio de 2022

159.- Recuerdos y curiosas anécdotas (II)

 

La primera semana se nos pasó muy rápido. Yo no cesaba de añadir notas y reseñas en el diario escolar, de aplicación práctica para cuando me tocase llevar un aula. Tenía aún frescas las teorías y corrientes históricas de la Pedagogía, las reseñas prácticas de la Didáctica general y Organización, de la Psicología y de la Sociología. Sin embargo y a pesar de estos cuatro puntales que nos prepararon como auténticos adalides de la moderna escuela, en las clases de la asignatura de Prácticas de la enseñanza, el temario seguía centrado en meras gestiones burocráticas.

De esta época de aprendizaje me viene a mí el convencimiento de que no existe aprendizaje al que no se le pueda sacar jugo: habría de pasar apenas un año que, en mi primer destino como maestro, tuve que usar los modelos de documentos oficiales que como oro en paño guardaba en una carpeta de las de cartón y gomas elásticas. Fueron muchas las aplicaciones que de ella hice tanto para la escuela como para mí o para ayuda de la persona que me lo pidiese. En las aldeas y pueblos de nuestra geografía, el señor maestro, si lograba la plaza definitiva se convertía en un gestor del papeleo, a no ser que además hubiese un cura, un doctor y un farmacéutico, pues entonces automáticamente quedaba relegado, como poco al cuarto puesto en la escala social. 

Era muy repetitivo escuchar esta sentencia: “Pasa más hambre que un maestro de escuela”; no era de echarla en olvido. 

Aunque también nos hubiese hablado en clase el Sr. Fraga, (profesor de Didáctica en 1º y de Organización escolar en 2º, a la vez que profesor en un centro educativo de Ventanielles), de los inicios de la futura enseñanza programada. ¡Nos parecía tan lejana y fuera de nuestro alcance!

Recuerdo haber adquirido un libro en la Librería Cervantes que ofrecía la posibilidad de aprender según tu ritmo, pero si cometías un error en alguna de las respuestas te pedía regresar a la página donde aprendieses el tema.

Jamás me tropecé con un libro de texto así concebido, sin embargo, esa idea me sirvió para aplicarla en la evaluación inicial de los alumnos en el primer mes de clase y llevar a cabo en los meses siguientes tanto la enseñanza individualizada como la personalizada de que también trató el citado profesor de Didáctica.

Las unidades didácticas desarrolladas en las aulas de prácticas en la Escuela Aneja de La Gesta se centraban más en el contenido del aprendizaje de cada área, propuesto en el libro de texto elegido por la dirección del centro, que en la forma de llevar a cabo el aprendizaje individualizado.

Con el paso del tiempo, me fui quedando con el recuerdo de singulares sucesos ocurridos en las cinco aulas por las que fuimos desfilando, así como también de ciertos rasgos gestuales, de voz, físicos y psicológicos de los maestros durante las cinco primeras semanas del curso de prácticas.

De la prácticas en la clase de 4º pasamos a la de 5º en la segunda semana. El maestro ejercía de secretario del centro, por lo que tuvimos ocasiones de quedar a cargo del aula que dedicamos a recorrer mesa por mesa ayudando en los ejercicios de matemáticas que su tutor les había dejado escritos en el encerado.

Era un tipo afable a pesar de la firmeza de sus gestos con que llevaba la clase, pero es posible que por su cargo en el equipo directivo en un principio me pareció poco accesible. También, todo hay que decirlo, yo carecía del mágico recurso de estar al día en los resultados de la liga futbolística y otro tanto me pasaba con el boxeo, los toros o el ciclismo. Descartada también la política por motivos obvios, me quedaban pocos más recursos con los que entablar una conversación que no tratase de la escuela.

Y aún sigo adoleciendo de lo mismo, pues la cultura general de la gran mayoría sigue centrada en las mismas inquietudes que sus abuelos tenían a sus edades.

Su forma de explicar a los niños las distintas áreas, con la montura de las gafas a caballo en la misma punta de la nariz, le daba un cierto aspecto de abuelito emperrado en que aprendiesen de carrerilla la lista de los reyes godos.

En la semana tercera pasamos al aula de Parvulario, primero y segundo. El maestro era el término opuesto al descrito con anterioridad, en cuanto a la entonación y la mímica de la que se valía. Aún resuena en mi memoria el griterío de sus pupilos repitiendo la lectura de frases escritas en el encerado, mientras él señalaba palabra a palabra con la vara de avellano. En otro momento, me detendré a comentar este recurso tan socorrido en las aulas, si es que ya no lo hice en capítulos anteriores, pues fui conocedor de él desde la más tierna infancia, aunque escasas veces sin haberlo merecido.

Para atraer su atención, tanto al narrar como al leerles un cuento, usaba distintas voces para cada personaje, con variada entonación, tonalidad y ritmo. Los niños le repetían la frase o la continuaban si se las dejaba cortadas en un tramo fónico.

Nos pedía que le ayudásemos con las dificultades en la lectura de algunos niños. Recuerdo la lectura de una frase realizada por un niño de segundo:

/el taratól es duárda en la tástara te es su tása//

Le comentamos al maestro la actuación que se debería seguir con él y a ello nos dedicamos con su permiso durante el período dedicado a la lectura. En cuanto al resto de materias, también nos dejó que reforzáramos a quienes notásemos más necesitados en ellas. Fue una determinación que nos dio mucho ánimo por sabernos útiles. Nos hubiésemos quedado en esta aula todo el curso de prácticas de no haber conocido al maestro de la primera semana.

La cuarta semana nos tocó acudir al aula de tercero. Su maestro, apellidado Sandoval, casualmente era el marido de la profesora de matemáticas en la Normal. Tras su paso por el ejército, decidió meterse en la enseñanza debido a las circunstancias del momento que le favorecían.

Por aquel tiempo, la paga mensual que recibía un maestro era de ocho mil pesetas y un “plus” por hijo y un “extra” a partir del cuarto hijo, pues ya era considerado como familia numerosa. De alguna manera había que estimular la repoblación gravemente reducida por una gran lista de pestes y tragedias: I Guerra Mundial de 1914/1919, la II Guerra Mundial de 1939/1945 y sobre todo, la propia Guerra Civil de 1936/1939 que había dejado asolado el país sumido en la más cruda pobreza y fuerte hambruna.

A los maestros se les permitía usar de las llamadas “permanencias” y era un buen complemento a la escasa paga que recibían. Consistía en dar una hora diaria de más con carácter libre tanto par los maestros como para los alumnos después de un breve descanso a la salida de la tarde.

Recuerdo que cada alumno que se quedaba a las permanencias, tenía que abonar cien pesetas mensuales. No me parecía un coste exagerado para las familias, pero desde el punto de vista del maestro esa cantidad le suponía un complemento mensual de unas dos mil pesetas.

Las clases extras solían centrarse en tareas de refuerzo en conocimientos de matemáticas dentro del programa de aula, con lo que marcaban también la diferencia para los que no querían o no podían quedarse a ellas con los que sí acudían. Además, las tareas quedaban sin borrar en el encerado y en la mañana siguiente, las usaban como tareas de matemáticas para todos los que no se habían quedado en la tarde.

Harto frecuente era ver algún “funcionario” de oficina pública empezar la mañana ojeando el “papel” en lugar de atender a los ciudadanos. Y no era menos en el ámbito de la escuela, así como no bajar de la palestra para ayudarles. Aquella actitud la fuimos cambiando influenciados por la lectura de los libros de Célestin Freinet, Paulo Freire, “Fregenal de la sierra”, Lorenzo Milani: “El cura de Barbiana” y otros pedagogos más que, por cierto, ni figuraban en el índice de consulta de nuestros libros “oficiales”.

He de aclarar que en las plantillas existían maestros que habían accedido a la docencia de una forma anormal, bastaba con que supiesen las cuatro reglas, leer y escribir, si habían estado militarizados en el bando oportuno, para ejercer la docencia. Tras la guerra civil se había llevado a cabo un cribado de maestros que habían sido habilitados en tiempos de la República, pero sobre todo si habían estado en las filas del “bando perdedor”, que a pesar de ser el legal, fueron calificados incongruentemente como “rebeldes”.

sábado, 18 de junio de 2022

158.- El primer día de prácticas (I)

 

Dentro del pequeño patio enrejado de la Escuela Graduada del Postigo, nos juntamos a la hora de inicio de las clases los docentes en prácticas; algunos pertenecían a las promociones primera y segunda, anteriores a la mía, aunque la mayor parte éramos de la tercera. En general, todos estábamos plenos de ilusión por la etapa que se nos abría.

Uno de los profesores, que bien podría ser el jefe de estudios, fue tomando nuestros nombres de dos en dos para distribuirnos por las distintas aulas. Tenía dispuesta la rotación ascendente y semanal desde el aula de párvulos a las cinco de primaria.

Aquella primera semana, a L.C. Villanueva y a mí nos correspondió comenzar en el aula de 4º de Primaria que quedaba en la planta superior.

No me imaginaba con quién habría de encontrarme. En el maestro, ataviado como todos los maestros de los colegios públicos con bata gris, reconocí en los rasgos de su cara, el cabello domeñado hacia atrás que era moda y su voz, a don Eduardo.

Eduardo Díez Álvarez había estado de maestro en la Escuela de Parres justo hasta dos cursos anteriores al de mi entrada en la escuela. Ocupaba la vivienda destinada a los maestros del segundo piso, encima mismo del aula con su esposa Goya Colgantes, natural de Reinosa, y sus dos hijos:  Eduardo, "Bayo", unos años mayor que yo y Luisito, de mi misma edad. Tras dejar la escuela de Parres, concursó el trasladó a otra escuela rural del concejo de Oviedo y así, con posterioridad, hacerlo a la Escuela Graduada del Postigo. Pero solía volver con la familia a casa de Concha y Vences que con sus tres hijas, Chiti, Marina y María Ester, vivían en la casa de La Veguca, a escasos cien metros de la mía, en cortos períodos de las vacacionales escolares.

El caso es que nos dábamos cita en el campu de la Veguca, entonces poblado de nogales, la niñería del barrio y más llegada del resto del pueblo jugaba en continua algarabía a "pillar", al escondite por los aledaños, a "bote-bote" o a las canicas, según las edades de los amigos de Bayo, algo mayores que yo y Luisito.

Era una familia muy querida en el pueblo y yo había oído narrar anécdotas referidas a la bonhomía de la pareja para con todo el que a ellos acudía a pedir ayuda, ya fuese en la gestión de los papeleos generados por una burocracia en pleno auge, a don Eduardo o en la doméstica a que atendía doña Goya. Yo tendría, rodando el tiempo, ocasión de comprobar que no se andaba nada desacertado en lo escuchado.

Cuando conté de dónde era y a qué familia pertenecía, se le iluminó el rostro. Acto seguido, sin perder más tiempo, se empleó en dar la clase como traía programada. Nosotros nos colocamos en un par de mesas que había libres, de espaldas a la cristalera de una especie de galería desde la que se veían los campos labriegos de los alrededores, hoy hollados por la autopista y poblado de enormes edificaciones.

Un cuaderno de tapas duras, y páginas numeradas y cosidas para evitar que las arrancásemos, sería el “Diario” que debíamos mostrar a quien nos lo pidiese en las visitas de evaluación que en cualquier momento del curso podrían llevarse a cabo. Además, su contenido sería referencia para la redacción de una memoria, trabajo esencial para presentar en la evaluación final de las Prácticas. Aparte de estos dos trabajos obligados, un profesor nos visitaría sin previo aviso y pediría información sobre nuestro compromiso en la docencia a la dirección de la escuela. Al final del curso escolar también nos evaluaría la directora.  

Me dio la sensación de que era el tutor adecuado para nuestras prácticas. Mi compañero pensó lo mismo y así lo comentamos a la salida. Este primer mes, solo estuvimos por las mañanas, ya que en las tardes, nos reuníamos con el resto de alumnos que hacían las prácticas en otros colegios. En la próxima carta que mandé a mis padres, les conté la coincidencia en el aula de prácticas.

Estuvimos de momento una semana en su clase y fuimos rotando en las siguientes a la de 5º, Parvulitos, 1º, 2º, 3º, 4º… .

En alguna de las aulas las prácticas resultaban más enriquecedoras que en otras. En tanto que unos maestros nos pedían que les ayudásemos en la lectura y la escritura de los alumnos con mayor dificultad de aprendizaje, otros preferían que les apoyásemos con el cálculo, lectura, escritura, Geografía, manualidades o dibujo.

Tras una primera ronda por los distintos niveles pudimos valorar la capacidad pedagógica de quienes serían nuestros “modelos” que, como fuimos comprobando, se desenvolvían dentro de una amplia gama de valores. De nosotros dependía imitar su modo de llevar la clase o simplemente evitarlo, por lo que pienso que todos nos aportaban algo que aprender en cuanto al método. 

Un sábado llamé en la puerta del piso en el bloque destinado a los maestros, en Pérez de la Sala, a unos pocos centenares de pasos de la Normal. Fui tratado por ellos como de la familia: como era la hora de la merienda me invitaron a tomar chocolate con bizcochos. Conversamos sobre las gentes, lugares y fiestas de Parres. No pude ocultar mi admiración por la biblioteca rebosante de libros que ocupaban uno de los tabiques del salón y enfrente mío las imponentes vistas del monte Aramo a través de las grandes cristaleras desnudas de los blancos cortinajes elaborados con la “Singer” por Dª Goya


miércoles, 16 de marzo de 2022

157.- Tercer curso en prácticas

     Septiembre de 1971. Comienzan a clase los alumnos y alumnas de la 5ª promoción del Plan del ‘67 y nuevas caras se concentran en la acera del largo edificio entre las que reconozco la de mi prima hermana Marta. Me comenta que estará de pensión en un piso con dos compañeras de instituto y que queda muy cerca de las clases. Le doy ánimos, pues  reconocí en ella una inquietud similar a la que de mí se adueñaba el primer día del curso. No logré nunca entender por qué los demás me notaban tranquilo cuando no lo estaba, ante un examen o cualquier evento novedoso. Le dije que todo saldría bien, porque sabía de su responsabilidad y que le dedicara todo el tiempo que pudiese. Le muestro el nuevo edificio levantado detrás de la Normal: la Facultad de Medicina en la que estudia Ana, nuestra prima en común y compañera del instituto.

    Veo también compañeros de los dos cursos anteriores que se presentan a los exámenes pendientes para septiembre.

    Llaman a los de tercero y me despido de ella que está más calmada. No obstante le insisto que si necesita ayuda, no dude en decírmelo. Este primer trimestre haremos las prácticas sólo de mañana, rotando semanalmente por todos los cursos desde 1º a 5º en la escuela que hoy mismo nos darán a elegir. Por las tardes tendremos que reunirnos con determinados profesores de la Normal que van a tutelar nuestras prácticas.

    La directora, la Sra. Fraga, tiene la batuta este año después de la terna elegida para darle un puntapié al profesor de Psicología, D. Manuel Prada.

    Nos dirigieron a una de las aulas en el piso bajo, y lo más curioso es que nos indicaron la entrada por la sección de las alumnas, ruta que hasta el curso anterior era acceso “prohibido” por el cancerbero, la Sra. Julia, salvo estrictamente para gestionar algún trámite en Secretaría. La conserje, respetando las últimas directrices, parecía llevar de buen talante la novedosa situación de igualdad entre sexos, por lo que no nos hizo falta elogiar los resultados futbolísticos de su equipo favorito, sino que incluso, más bien por puro revanchismo, alguno llegó a estazarle en la cara el ascenso en la liga del equipo en competición con el suyo. Tan cambiada la noté que hasta pude verla sonreír: desde aquel día me pareció más encantadora de lo esperado sin el traje gris tan parecido al de los serenos y guardias de seguridad que los dos cursos anteriores vestía.

    Entrados en una amplia aula, los que habíamos pasado el segundo curso y, teniendo en cuenta el orden según calificaciones, de una lista de Colegios públicos de Oviedo, nos dieron a elegir a los maestros y maestras. Había un colegio inaugurado recientemente, “San Pedro de los Arcos” que, a decir de quienes lo habían visitado, era una bicoca ya que tenía comedor; y que quienes se prestaban a  vigilar después el patio hasta la entrada de la tarde, además de la comida, recibía un pago nada despreciable. Me parecía una buena idea, pues habían subido el coste mensual de la pensión donde me quedaba.  Por el mismo precio que el curso pasado, tendría la habitación compartida y el desayuno; para la cena existían abundantes establecimientos como el “El Figón del Cid”, “Casa el abuelo”, “El Niza, “El Mesón del labrador” y otros muchos más establecimientos cernidos por Uvetus como la Cocina Económica que acabé de nuevo frecuentando en cuanto fui echando en el olvido el desafortunado acontecimiento que con anterioridad ya narré.

    Entre los que allí nos presentamos para el reparto de aulas de prácticas, estaba L C. Villanueva Yenes. No habíamos coincidido en las aulas, a causa de la distribución que se hacía por apellidos. En el cursillo de verano del primer curso y en las horas de recreo repasando para la siguiente clase o examen solíamos coincidir en el pequeño parque de Llamaquique o frecuentando el chiringuito que mejor pincho de tortilla y a mejor precio nos sirviesen, en una apresurada escapada. Yo por complementar el desayuno de la pensión y en su caso, por el madrugón de tomar el tren en Avilés y la carrera desde la estación. Con frecuencia, lo sé por compañeros que tenía en el aula, llegaban con retraso los que venían de otras zonas, ya fuese en tren como en autobús. Sin embargo, como es normal, el conserje les abría la puerta y ningún profesor de aula les reprendía.

    Yo sabía de habérselo oído contar que su padre trabajaba en “ENSIDESA”, y en ese momento me explicó que en su taller trabajaba con Luis, hijo menor de uno de los maestros de la Escuela Graduada en el Postigo Bajo.

    Para mí, esos datos no me aportaban mucho ni poco; lo que sí me hizo decidir fue tener un buen compañero.

    Como era de esperar, las primeras once peticiones se hicieron para los colegios de más postín y a mí no me fue difícil elegirla. Media docena de maestros con otra cantidad igual de maestras, fuimos esa mañana a presentarnos en la dirección de la citada Escuela.

sábado, 19 de febrero de 2022

156.- Se percibe un ambiente más distendido

A continuación del adiestramiento en distintas armas singulares, en las que habríamos de profundizar en el siguiente campamento debimos pasar la prueba teórica final. Sentados sobre los escalones delante del pabellón, unos días después de haber pasado el examen, esperábamos a conocer los resultados, según nos fueran nombrando, no en orden de los apellidos, como solía ocurrir, sino de acuerdo con la nota obtenida. Presidían la mesa, el capitán Pose, los dos tenientes y el alférez.

Llevé una sorpresa grande al dar comienzo el alférez la lista por los dos apellidos, sin orden alfabético que cada cual debía apostillar con su nombre, seguido del obligado presente. No había esperado que esto ocurriera.

Me puse de pie a la vez que miraba incrédulo por si todo hubiese sido un error, pero no: me encontré con las caras vueltas de mis compañeros del pelotón y quizás las de toda la compañía que me mostraban aprecio y amistad. Escuché las voces del granadino y del samartiniego: “¡Bravo, Asturias! ; ¡Bravo, Llanes!

Me recuerdo ahora de una situación similar narrada con anterioridad, cuando en el salón de actos del instituto asistimos los alumnos a la apertura del curso, ocho años antes y algunas más, con alto grado de similitud con la presente, a lo largo de mi existencia.

La víspera de la marcha, me dediqué a poner en orden el contenido del petate y vigilar que el camastro conservase sábanas, almohada y manta, pues alguien podría darles el cambio con las suyas, por la mañana antes de que viniesen los de la lavandería.

Después de pasar por la ducha y cambiar de muda y poner los calcetines nuevos que reservaba para las salidas, vestí el pantalón y la camisa y calé la gorra dispuesto a tender mis sueños sobre la cama. Las noches empezaban a ser más frescas. Lograda su meta biológica con nuestra sangre, los mosquitos habían regresado al embalse y esperarían allí el inicio del próximo campamento. Até las botas a los hierros del pie de la litera y de un salto me subí a ella. A Uviéu le pareció mejor idea tumbarse vestido y calzado.

Toda precaución es insuficiente ante el afán de quienes, para ganarse la admiración de la manada, no reparan en hacer “gracias” que a ellos no les hicieran ninguna. Nadie dormía y en toda la sala se escuchaban bromas y chascarrillos que hacían reír de ocurrentes que nos parecían. Hasta el imaginaria relajando su cometido se sumó al cachondeo, hasta bien entrada la madrugada que caí en un profundo sueño acunado por un coro de ronquidos.

Acostumbrado a levantarme temprano, desperté antes del toque de diana y me dispuse a calzar las botas, pero no estaban donde las había dejado atadas. A mi compañero y a los otros dos les habían atado entre sí los cordones de las dos botas de modo que al tirarse del catre se diesen de bruces sobre el suelo. Los despierto y salimos a mirar por la terraza: una pila de botas adornaba el centro de la explanada de formación.

Nos dedicamos a rebuscar entre ellas y dar cada uno con las propias. Yo las podría reconocer por unos raspones que les había hecho en las punteras, al reptar en la pista americana; además los cordones que empezaban a deshilacharse los había acortado y perdido las buyetas.

Pero como por lo general todas tenían tales marcas de uso, cuando di con las que más posibilidades tenían de ser las mías, se me ocurrió olerles el betún que usaba para protegerlas de la humedad, para asegurarme de calzar las mías.

Después del desayuno, debíamos cambiarnos la ropa de faena por la de paseo, para pasar revista y recoger los pases que servirían para realizar el viaje gratis en autobuses públicos o trenes.

A los asturianos en la salida del campamento nos esperaba un hermoso autobús verde de la empresa llangreana “Zapico”. En la luneta trasera, los organizadores, aquellos dos compañeros de Magisterio, un par de promociones anterior a la mía que nos habían informado del viaje, habían colgado una pancarta con el  "¡Puxa Asturies!”.

Entre cánticos de alegría, el de Mieres desde el fondo del autocar infló la gaita y el de Parres acompañó como mejor supo con su armónica Hohner “Preciosa”.


domingo, 6 de febrero de 2022

155.- El manejo de distintas armas

 

En las clases teóricas de las tardes, a pie del pabellón de la compañía, los oficiales se repartían tareas “docentes” de adiestramiento en el despiece y manejo de las armas disponibles en el acuartelamiento.

Al “Mauser”, del cual conocíamos todas las piezas que lo componían con el más mínimo detalle, además: el peso, la longitud, el alcance, la fecha y el lugar de su fabricación… esperaban de nosotros que aprendiésemos lo mismo con otras piezas de artillería. Para ello evaluaban nuestros conocimientos sin previo aviso y la calificación media obtenida a lo largo del período formativo en la academia, se añadiría a nuestro expediente académico, militar. Así es que, como cuando nos “aprendían” el catecismo, de carrerilla en la catequesis, en corrillos, nos hacíamos las preguntas entre los amigos más asiduos como si de un juego se tratase, por turnos. Se nos veía a todos en las literas, en los descansos de la jornada militar, ojear la libreta de apuntes que guardábamos en el bolsillo del pantalón de faena, para dar un repaso a los apuntes tomados en las clases. “Radio macuto” había corrido la voz de que en las clases de teórica de tal o cual día nos harían un examen.

Con el paso de los años, se me fueron borrando todos los detalles de las armas aprendidas, por lo cual debí acudir a la Wikipedia para completarlos.

Por no alargar mucho más el tiempo narrativo, a partir de esta entrada, puede que dé cuenta de algunos aconteceres en la academia militar de los dos cursos en el campamento Martín Alonso; de otros sucesos, daré cuenta más detallada para cada uno. Tampoco insistiré más en las demás actividades cotidianas narradas en capítulos precedentes, cuando no tengan algún detalle digno de mención para mí. Por supuesto, seguimos madrugando para la gimnasia, desfilando, haciendo turnos de cuartelero, la pista americana, las duchas y la piscina a la que fui recobrando un poco de confianza, sin exagerar y alguna que otra revisión médica generalizada, las segundas dosis de la vacuna del tétanos, el brote de cólera que hubo en el campamento debido a las aguas del grifo o a las comidas en la cantina, ¡vaya usted a saber! Había un desfile continuo a las letrinas de las que emanaba un hedor pestilente. Los que no la padecimos, para evitar contagiarnos, hacíamos una escapada al monte raso, que por suerte con él limitaba el primer batallón.

La siguiente arma que nos mostraron para manejar fue la ametralladora:

MG42, utilizada en la segunda guerra mundial, de 7,92 mm mauser y peso 11,57 kg con cargador, que era una cinta recargable de eslabón abierto con 50 o 250 cartuchos y tambor portacintas de hasta 50 y 75 vainas, de origen alemán.

Aparte de memorizar todas las piezas, características bélicas y origen, nos adiestraron uno a uno para desmontarla y volverla a recomponer en un tiempo mínimo, con los ojos vendados. Ya en el tiro real, suponía un serio problema tocar la carcasa agujereada de aireación con que se protegía el cañón que tras uso prolongado podría ponerse al rojo vivo. Una pieza muy parecida a la protección que llevan los tubos de escape de las motocicletas para evitar su contacto con ellos. No llegamos a usarla, pues quedaba excluida, salvo para quienes se especializasen con ella en el segundo curso.

Sí, en cambio, el arma que nos mostraron y que debimos aprender a manejar, lo usamos después de las clases teóricas fue el Bazooca”.

El bazuca fue creado como arma antitanque para uso de la infantería, con 6,8 kg., 1,37 m. y calibre de 90 mm en los distintos modelos de serie M20 y de origen estadounidense.

Se portaba con una mano y se echaba al hombro derecho para dispararlo. Cuando un tanque se acercaba había que salir del escondrijo, tras un mato, terraplén o camuflaje natural, aprovechando a estar en el ángulo ciego de las troneras, por las que guiaban los vigías al conductor del blindado artefacto.

Tumbado y apoyado sobre los codos, se dirigía el punto central de la mira al lugar más vulnerable de aquel monstruo de acero. Había que mostrar temple de acero como el de aquel artefacto, al que en caso de otra guerra, como a las tres acaecidas en el siglo y que habían afectado a algunos de nuestros familiares o conocidos, nos habríamos de enfrentar. Movido por un motor capaz de digerir dieciséis galones de gasolina a la hora y de cuyo rugido se hacían eco las cumbres cercanas, a unos nos espeluznaba y a otros los enaltecía, soñando las “Hazañas bélicasleídas en el TBO cuando niños. De ellos me ocuparé a su debido tiempo, pues guardo desaboridos recuerdos “regios”.

Nos habían advertido sobradamente el peligro de disparar estando desprotegido de las centellas de pólvora ardiente que escupía la granada al salir del tubo. Para evitarlo, al lado izquierdo del tubo había adosado una armazón de acero cubierto por un cuero que dejaba una mirilla protegida por un cristal en el que estaba marcada con una cruz el punto de mira.

Recuerdo que en las clases nos comentaron que a un tirador, ya sea por querer ver el efecto del disparo o por olvidarse de los consejos, la pólvora le había hecho un mal recuerdo en media cara.

La siguiente lección versaría sobre el despiece y funcionamiento de las granadas ya fuesen ofensivas como defensivas y el comportamiento de la metralla en ambas categorías. Al día siguiente nos llevaron a la zona de tiro, preparada para la práctica. Nos mostraron el parapeto semicircular de hormigón desde el que tendríamos que lanzarlas y la forma de hacerlo. Al ser del tipo defensivo, la granada esparce la metralla a ras de suelo un amplio círculo a su alrededor. Una vez retirada la anilla de protección para el transporte, describiendo un arco vertical había que lanzarla lo más lejos posible y acto seguido, tumbarse en el suelo al amparo del muro.

Aquella estructura me recordó los restos de la cuerre que solía ver en los grandes castañedos. En ella se guardaba, las castañas protegidas por los oricios y las hojas caídas hasta el momento de su consumo. “A falta de pan, buenas son tortas” de maíz o castañas cocidas y asadas sobre la chapa de la cocina o entre la caliente ceniza del llar. Y magostadas en el mismo bosque, una tarde de domingo, toda la chiquillería de la aldea que se apuntase en cuclillas alrededor de la controlada fogata y escarbando con una vara para extraer las que ya estuviesen cocidas bajo la manta de helechos verdes que las protegían.

Las granadas eran de baquelita negra con el águila marcada y una anilla que las protegía para el transporte en unas pesadas cajas de madera. Nos fueron dando una siguiendo el orden de tiro, en la zona alta a prudente distancia. Alguien se había olvidado de tirar de la anilla y una banderilla roja marcaba con exactitud su localización a unos treinta metros del muro de protección y nos animaron a hacer blanco en ella. Cuando llegó mi turno, bajé hasta el recinto de tiro que no me pareció tan alto para mi talla y me tomé la confianza de lanzarla a mi manera para no fallar el emboque.

Acostumbrado a tirar en el juego delBolo palma” bolas de buen tamaño y peso y como he narrado en una entrada anterior, había tirado también en el “Bolo de cuatriada” con bolas de un tamaño y peso parecido al de la granada, en la bolera de Tuilla. Amismo la lancé y me tendí en el suelo. Una gran explosión fue seguida por la ovación de mis compañeros de cuartel fue lo que evitó el castigo del capitán Pose que se limitó a decirme:

        – Soldado, ¡se cree que está cuidando ovejas!

En un altozano por detrás del lugar, observaban cual generales dirigiendo una batalla, el teniente general del campamento con el comandante de nuestro batallón, aquel paisano nuestro de quien traté en anterior ocasión y mi lanzamiento indisciplinado quedó en una intrascendental anécdota.

Quedaban aún granadas sin usar en las cajas y como la mayoría de los asistentes parecían estar gozando del mejor de los espectáculos, ávidos unos por lanzarlas y otros por escuchar el ruido, el que allí cortaba el bacalao dio permiso para vaciarlas, eso sí, siguiendo el protocolo adecuado, dado el peligro que supondría no llevar cuenta de todo. Suponía un alto riesgo dejar alguna sin explotar en medio del campo de tiro para próximas maniobras. Supongo que después de marcharnos de allí, algún equipo de especialistas habría limpiado de metralla el lugar.

Pasé de repetir el lanzamiento ya que no me hacía maldita la gracia, recordando a los primeros objetores de conciencia que padecían arresto por negarse tan siquiera a coger el fusil y al sargento Norberto también del IPS que, como bien narré ya, fue obligado a cumplir todo el período normal de milicias, por haber animado en un carta interceptada, a un amigo que estaba en calabozo.