jueves, 16 de septiembre de 2021

151.- La jura

    Llegado el día del importante evento castrense, tras el desayuno, la única preocupación de los componentes de las compañías 3ª y 4ª alojadas en el pabellón “Ebro” del 1er Batallón, rondó en torno a la vestimenta y acicalamiento personal, después de haber dedicado un tiempo a bruñir con cera la culata del mauser, tallada en noble madera de ancianos nogales que habían sobrevivido al desastre de “nuestra” guerra. A decir del “simpático” monitor en las clases sobre armamento, que las llamaba “novias gallegas” por estar troquelado su fecha y lugar de fabricación, en La Coruña: “un buen soldado mira por su fusil como si de su novia se tratase…” y una retahíla más sobre lo mismo que hoy descalificaría al más estrellado de los mandos por machista; pero a la mayoría les causaba gran regocijo y normalidad.

    Las compañías 1ª y 2ª del primer batallón alojadas en el Pabellón “Simancas”, eran de alumnos del segundo curso ya con grado de cabos rojos, desfilaban con nosotros nos acompañaron en el desfile, pero obviamente no intervinieron en la jura, sino como espectadores.

    Haciendo un cálculo rápido: Las compañías estaban formadas por tres secciones de tres pelotones cada sección al mando de dos tenientes y un alférez. Cada pelotón tenía adscrito a un cabo 1º que mandaba en las dos escuadras, compuestas a su vez cada una por un cabo rojo y cuatro soldados. Por tanto, para la jura salían en cada compañía ocho soldados por cada pelotón de los nueve y que hacen un total de setenta y dos novicios por compañía. Por tanto, de las dos compañías 1ª y 2ª de cada batallón del regimiento, salían ciento cuarenta y cuatro futuros soldados. Y dado que el Regimiento se compone a su vez de cuatro Batallones, seríamos en total quinientos setenta y seis cadetes dispuestos a iniciarnos en el rango militar como soldados. Aunque estoy convencido de que en el extenso Campamento Militar de Talarn “Martín Alonso”, había otros batallones de los que salía la tropa dedicada al mantenimiento del recinto, manutención y abastecimientos, medicina, mecánica, armería, comunicaciones y Correos, construcción, vigilancia y Mayoría.

    El día no podría haber estado más caluroso que añadido a la vestimenta protocolaria: gorra militar, corbatilla sujeta por el elástico al cuello de la camisa de manga larga, guantes blancos, pantalón de cotón verde oscuro a juego con la gorra, cuyas perneras se metían dentro de las medias cañas de las botas.

    Habíamos estado la tarde anterior embetunando las botas, limpiando con “Sidol” el dorado escudo del cinturón y las hebillas de las botas. Se había abierto ya de mañana la barrera al público y las gradas del recinto se fueron llenando a rebosar de familiares de algunos de los juramentados, cuyas vestimentas con abigarrados colores daban una pincelada veraniega que me recordó las romerías de mi lejana tierrina.

    El ritual militar que se vuelve espectáculo para el que está fuera de la plaza fue un grande desasosiego para la mayoría de los que estábamos dentro, por el calor, los nervios por hacerlo bien y la ausencia de la cantimplora del agua. Tras la arenga del coronel por los altavoces vinieron los toques de cornetín que dieron paso a los tambores de la banda militar y con ella se abrió el desfile. Por ser del primer batallón, no tuvimos tanto tiempo de espera y, por hacerlo más corto, les bastó con que coordináramos el paso al toque de tambor, el fusil sostenido con la mano derecha y al pasar junto a la bandera, en lugar de girar y parar frente a ella, bastaba con tomarla con la izquierda y simular el beso sin llevarla a los labios, para evitar con ello atrapar otro “andanciu” portado por los más besucones.

    Tras el desfile de nuestra compañía nos permitimos el lujo de ser espectadores del resto, sin romper la formación, pero en posición de descanso sin perder la compostura. Por supuesto, el grandullón de nuestra compañía, aquel que se había pasado casi todo el mes, de cuartelero, por no encontrarse calzado de su talla, se reía quizás mofándose del resto de pringados.

    El ágape que nos esperaba en los comedores incluso superó con creces al del anterior evento del 18 de julio, pero sinceramente no retuve en qué fue: si en el menú, en los postres, en el vino que lo acompañaba o en la alegría de poder escapar por tres noches de aquel hotel de veraneo en el Pirineo leridano.

    Recogidas todas las pertenencias bajo llave, metí en el costal aquello que me pareció más imprescindible: documentación, permiso de salida hasta el toque de diana del lunes, una muda, los productos de aseo, cantimplora, navaja multiusos y unos bocadillos que improvisé con las latas de conservas que guardaba en la taquilla.

   Mino y yo caminamos hasta donde nos esperaban mi amigo M. M. Amieva, otro viajero más y el conductor al pie de un “Simca 900” que su padre le había dejado para evitarle el largo viaje de ida en el tren y el que estábamos a punto de iniciar de visita relámpago a la familia. Disponer de aquel lujo no estaba al alcance de cualquier familia. Le entregué los cien duros acordados y coloqué la pequeña mochila en un hueco del maletero.

    La vida da muchas vueltas. Haciendo un salto de cuarenta años, me visita en el aula rural de Riegu, sin aviso previo, el nuevo inspector de enseñanza para la zona, por haber sido recientemente rehabilitado el noble conjunto arquitectónico como sede del “CRA II Vidiago”. Tras varias visitas y alguna entrevista evaluativa, me di cuenta que sus apellidos coincidían con los del compañero del “Simca”:  J. A. Flora A. y cuando le comenté el caso me confirmó que se trataba de su hermano mayor. 

    Nota: [J. Adolfo F. Álvarez figura en la lista de alumnos de la Escuela Normal de Magisterio de la 3ª     promoción-PLAN 67' con acceso directo al cuerpo de Profesores EGB]

    El 8 de septiembre, festividad de Nuestra Señora de la Guía en Llanes, como muchos años anteriores ocurrió igual: amaneció con fuerte sol para agobio de “aldeanas” y “pastores” ataviados con los trajes típicos de la comarca, debieran “subirla” de regreso a la capilla tras la misa solemne en la basílica llanisca. Allí arriba preside los bailes tradicionales con fandangos, seguidillas, jotas y pericotes, tras los cuales, la gente se esparce en grupos familiares o de amistades, por los prados del entorno recientemente segados, donde extienden sus manteles a comer la ensaladilla rusa, nacional, mixta o como cada uno le dé por llamarla.

    Pero este año como el anterior, el señor “Covi” manda precaución. Las nubes venidas del atlántico, por no echar siempre la culpa a nuestra vecina Galicia, cubrieron el cielo dejando en él unos océanos azulados y unas frescas rachas de aire dimen los avellanales.

    En la terraza, damos cuenta de la olorosa ensaladilla que atrae la compañía de un retén de gatunos vecinos cuyo instinto de supervivencia posee, aparte del consabido olfato, un reloj que les funciona con total exactitud. La “Trini” con sus dos cachorros que bauticé “Electrones” por el movimiento azaroso que hacen cuando les das la comida. Otra joven gata negra que perdió en el comienzo de la semana a sus dos cachorros, en el mejor de los casos, “adoptados” por alguien; en el peor, atrapados por algún depredador, miaga desconsolada. Por último, el gatazo rayón, primero en visitarnos, presunto padre de los “Electrones”, nada agresivo, pero algo desconfiado, se sienta a mi lado a la espera de que le regale una pizca de pan mojado en mi plato. Como todos los que aquí tuvimos llegaron de visita y por no ser distinto, no nos pusimos muy de acuerdo en la familia en su bautizo onomástico.