martes, 28 de diciembre de 2021

153.- Nuevas andanzas soldadescas.

La breve escapada sirvió para sobrellevar con mejor ánimo cualquier situación penosa que pudiese darse. O sería que habíamos avanzado algún grado más en veteranía.

Me prometí tomármelo todo tal como si de una obra de teatro se tratase. Comencé a ver claro la importancia que tenía el postineo, la adulación y el mimetismo en la adaptación al ambiente militar en concreto, porque lo fui descubriendo en los demás, sin importar el grado o escalafón, galones ni estrellas. No quiere esto decir que sea una fórmula transportable a otras actividades laborales ni, mucho menos, al terreno de las relaciones humanas, por más que también las llegues a percibir.

Una noche estábamos ya en el catre, cuando se escuchó el “toque de generala”. Nos habían explicado en las clases de teórica en qué consistía y cómo debíamos actuar.

Sin encender ninguna luz, nos pusimos la indumentaria y salimos rápidos y en el más estricto silencio a formar en la explanada delante del pabellón la 3ª Cía, “Bailén”, del Capitán González; la 4ª Cía, “Ebro”, del Capitán Pose, que era la nuestra, compuestas ambas de soldados recién jurados. Además, la 1ª Cía,  “Simancas”, del Capitán Imaz y la 2ª Cía, “Gerona”, del Capitán Castruera,  ambas con cabos rojos del segundo curso. Encabezaba la marcha, el comandante del primer Batallón.

La noche estaba bien oscura, por la presencia de nubarrones que entoldaban por completo la luna y las luces de los pabellones habían sido también apagadas simulando el ataque del enemigo.

Anduvimos en silencio contenido algo más de una hora subiendo lomas por senderos entre rocas y árgomas detrás del comandante que “valientemente” abría la comitiva. Llegados a una explanada y en vista de que el enemigo no había osado dar la cara, retornamos por otros cantiles, ahora ya hablando y con jarana como quienes vuelven a casa de una verbena.

No hubiera sido la marcha perfecta, de no haber aparecido en el cielo el primer rayo y tras él un sonoro trueno que parecía echar abajo toda las peñas a rodar tras nosotros, por lo que el batallón en bloque aceleró el paso después de mandar colgar los respectivos mosquetones y cetmes con los cañones apuntando hacia el suelo en previsión de no atraer la tormenta que ya estaba sobre nuestras cabezas.

Tras los rayos, llegaron los chuzos que nos empaparon hasta los huesos, pero como ya estábamos bajo el escudo del pararrayos, echamos a correr como corzos.

La llegada no fue muy triunfal que digamos y se comentaba que el comandante había sufrido un esguince de tobillo.

Tendimos la ropa de faena en la barandilla de la terraza de la 4ª Cía que colgaban sobre el de la 3ª Cía, dejando orden de vigilancia a los turnos de la imaginaria, pues entre los dos agrupamientos existía una cierta adversidad, sólo manifiesta cuando formábamos como agrupamiento militarizado, pues estando por libre, jamás observé tirantez alguna: es más, compartíamos amistad y buen rollo.

Siempre en son de broma, nos decían cosas como estas:

Nos vemos en el desfile, "pisagûevos”.

Y por no quedar de menos, Sevilla les contestó:

“La tersera no tien pilila”.

Y todos rubricamos su ocurrencia con grandes risas.

En la formación después de regresar del desayuno, unos días después, vimos que colgaba una enorme pancarta en la fachada de la Cía. “Bailén":

La 3ª no tiene pilila

El cabo primera de servicio que llevaba la guardia no se creía lo que estaba viendo. Mandó retirarla a la vez que no pudo contener, molesto en lo personal, lanzar palabras de mal jaez a su tropa, que tenía que formarla para cuando llegasen los tres oficiales y el capitán.

Con motivo de las fiestas de Elche, algunos cabos ilicitanos de las compañías Simancas y Gerona que estaban en el pabellón detrás del nuestro, habían vuelto de permiso cargados sus petates con todo tipo de explosivos.

Nuestro dormitorio, en la pared opuesta a la terraza y escalera, tenía unos pequeños ventanales en la parte alta por donde se aireaba, para lo cual, las hojas acristaladas colgaban en verano, cosa que era de agradecer.

Una noche, ya todo el mundo dormido, creo que hasta el imaginaria lo estaba, después de un fin de semana pateando Tremp, Talarn y medio monte hasta bajar a una masía en la que nos habían contado que preparaban verdaderos manjares con productos del campo y granja, como así fue, me quedé dormido como un tronco.

De pronto, tras los ruidos de petardos que me despertaron, veo entrar por uno de los mencionados huecos en la pared posterior un objeto volador que echaba chispas en su giro y recorrió media sala hasta dar contra la pila de aseo en la que se ahogó.

No dejan de ser otra cosa que “infantiles” recuerdos que se me van desvaneciendo con el tiempo, miajas en comparación con las cruentas vivencias de anteriores y posteriores reemplazos al mío, por lo que no hay más opción que relativizarlo todo, sin negarle a cada cual la importancia que le diese.

domingo, 14 de noviembre de 2021

152.- Una accidentada escapada

  Acomodados en el "SIMCA 900" de nuestro compañero J. Adolfo, emprendimos el viaje de visita relámpago a casa. A mí me correspondió ocupar la plaza central de la banqueta posterior, entre Urvetus y el otro viajero del que no soy ya a ponerle ni cara ni nombre. A mi amigo y vecino M.M. Amieva, por ser el organizador de aquella escapada, le propusimos subir de copiloto, como así hizo. La carretera tenía buen piso, pero con demasiadas curvas y cambios de desnivel que bordeaba un barranco. Me distraía con el paisaje de rocas que desde el tren no había llegado a contemplar a la llegada. 

Después de un largo tramo de cerradas curvas, se le presentó la ocasión al conductor de poner al máximo la velocidad de su bólido. Se nos ofreció a la vista una larga recta en bajada, sin tráfico, aunque para aquella máquina era todo un reto poder superar los cien kilómetros a la hora, pero lo consiguió.


[Teniendo en cuenta que los modelos más modernos venían equipados con cuatro marchas; otros clásicos como los Renault  Dauphine, Gordini, Ondine… aún ofrecían el equipamiento de tres velocidades. A los Simca fabricados por “Barreiros” se les lanzó al mercado en España como “El coche de cinco plazas con nervio”,  que con sorna, a alguien se le ocurrió transformarlo en “El filete de los pobres, para cinco y con nervio”.]

Las altas montañas dejaban pasar por tramos, los rayos anaranjados del sol sobre el asfalto. Desde mi plaza intermedia en la bancada posterior, al frente observaba con agrado el agreste paisaje entre montañas y un largo tramo de carretera que serpenteaba paralela al río que la acompañaba a su derecha, protegida por desdentados quitamiedos de piedra. Habíamos iniciado un gran tramo recto de carretera en bajada que aparentaba un excelente piso, por lo que la manecilla del velocímetro vi que había llegado al límite mecánico marcada por el fabricante para aquel modelo de coche. 

Al igual que los dos ocupantes delanteros, pude ver cómo un zorrillo cruzaba la calzada; el piloto redujo la velocidad con varias frenadas y cambios de marcha, para permitirle alcanzar el otro carril, pero el pobre animal se paralizó en mitad de la vía. Sentimos un golpe seco bajo la carrocería del coche. 

Como no hubo signo alguno de que el golpe afectase al motor, dirección o frenos, además de no tener allí el espacio adecuado para aparcar sin ocupar la calzada, seguimos a buen ritmo el ondulado trayecto hasta dar vista al Embalse de Yesa que se nos apareció a nuestra izquierda. 

Alguien expuso la idea de pegarnos un baño, pero al resto del pasaje creo que nos conformaríamos con estirar las piernas, aligerar la fiambrera y satisfacer otras perentorias necesidades de orden fisiológico. 

J. Adolfo creyó más importante, y no es de extrañar, abrir el capó y echar un vistazo a los niveles de agua del radiador y aceite del cárter. Para tales deficiencias muy normales en los vehículos de la época, máxime en climas tan áridos y época estival, era de manual de mantenimiento, llevar reserva de agua y aceite en sendos recipientes debidamente anclados en un hueco donde también se guardaba una cuerda de nailon  para caso de tener que ser remolcado y otras herramientas extra que fueran útiles. 

Extrajo la varilla del aceite, la limpió con el cotón, la volvió a introducir para comprobar que el nivel  estaba bastante por debajo del punto medio adecuado por lo que añadió aceite hasta alcanzar la muesca del máximo permisible. Cuando revisó el bajo del coche, una lágrima de aceite resbalaba junto al tapón del cárter que limpió con el cotón y esperó un rato a ver si seguía llorando. 

La temperatura del radiador habría bajado con la parada, por lo que decidió girar despacio el tapón roscado y poder restablecer el nivel del depósito. De esa forma, al hacer un recorrido similar al que ya había rodado, volvería a comprobar los niveles, pero mejor sería, al amparo de una estación de repostaje. 

El manto de la noche no tardaría en cubrir el paisaje, por lo que ocupamos nuestras respectivas plazas para continuar la ruta por aquellos parajes que a mí me resultaban tan preciosos, por oposición a los habituales en nuestra Asturias.

En el embalse y de entre sus aguas, emergía la espadaña de una iglesia que con el estiaje no alcanzaba el nivel más alto, como quedó trazado en el ribazo. Me vino al recuerdo la presa de Riaño a que nos llevaron de excursión en tres “Autobuses Mento”, desde la catequesis del pueblo. Me imaginé alrededor de aquella torre los distintos barrios, la escuela, las fuentes, el lavadero, el abrevadero y el puente sobre el río que mueve el molino, las pisas y la herrería. 

En un cerro que debió de dominar el valle se yergue aún majestuosa la torre de homenaje del castillo que sojuzgó a la aldea perdida y sobre la torre un aparatoso nido de cañas por entre las que destacan los cuellos arqueados de una pareja de cigüeñas.   

Sería ya pasada la medianoche cuando entramos en Vizcaya. El tráfico que circulaba por las estrechas carreteras estaba esencialmente formado por largos tráileres que en las curvas ocupaban su calzada y parte de la opuesta. Un pertinaz sirimiri, para entendernos orbayu, borraba la tenue mediana de la carretera.  

A poco de dejar atrás Bilbao, en un tramo de fuerte pendiente, el motor dio en cambiar el sonido normal por otro más parecido a una pertinaz tos que nos alarmó a todos. Acto seguido, se calló y quedamos empantanados en plena curva de una carretera desconocida y en completa oscuridad. 

Por suerte, al lado mismo había un espacio fuera de la calzada donde se escuchaba caer el agua de una torrentera. No se percibía luz alguna en el tráfico por lo que con premura nos dimos arte y modo de arrastrar entre los cinco y colocarlo a salvo sobre la campera. Con ayuda de una linterna vimos que en la calzada había dejado una mancha del aceite. Como pudimos, llenamos una bolsa con la arenilla que allí encontramos y la echamos sobre la mancha de grasa. Yo me fui a situar unos metros por detrás de donde estábamos y metros por delante se colocó otro compañero. Así estuvimos un par de horas haciendo señales con las gorras a los conductores para que bajasen la velocidad. Una espesa niebla se sumó a complicar aún más la situación, en tanto que la circulación parecía aumentar y la humedad había atravesado la única ropa de bonito que llevábamos  encima puesta.  

Nuestro compañero piloto pudo por fin seguir adelante subido en un tráiler, cuyo conductor tuvo la empatía de prestarnos ayuda y le dijo que a poco de allí había una gasolinera desde la que podría llamar por teléfono a la grúa. El sol se había deshecho de la densa niebla, cuando regresó en un camión con plataforma y cargaron el vehículo. Dijo que era más conveniente para nosotros que comenzáramos a hacer el autoestop y nos deseó buena suerte, quedando en recogernos sobre las dos de la tarde del domingo. Ya había hecho una llamada a su familia y podía contar con otro coche para el regreso.  

La verdad sea dicha, vestido de soldado y con la mochila en el hombro, no nos fue difícil encontrar acomodo en camiones que por allí llegaban en dirección Santander y Oviedo.  

Amieva y yo hicimos el trayecto subidos en un camión de la empresa “Casintra” que iba de vacío para la cementera de Aboño, él quedó en el cruce de La Arquera y yo me bajé al pie de “Las Castañares”. Mino y el quinto pasajero lograron llegar, bien entrada la tarde del sábado a Oviedo, tomando de autoestop a un coche que los dejó en Lieres y otro más que los descargó en La Corredoria. 

Me mandó aviso mi amigo Amieva que estuviera para las tres de la tarde en el arcén de la pista para ser visto por J. Adolfo que en el cruce de La Arquera nos esperaría él. 

        Me despedí de mis padres y bajé a la carrera la cuesta de Las Castañares. Por estar en la carretera antes de la hora marcada y añadir el que de más echaron en llegar a recogerme, empecé a pensar si ya habrían pasado. En esas estaba cuando vi llegar un coche que puso los intermitentes y paró a aparcar delante de mí un “SIMCA 1000", al parecer más moderno y de mejor aspecto que el anterior que, según me dijo, se lo había prestado su novia.  

En La Arquera completamos el pasaje con mi amigo Amieva que nos esperaba junto al desvío a La Pereda. 

Antes de la medianoche pudimos ver las lomas donde se alza el campamento y aún teníamos un tiempo para disfrutar de la noche en Tremp, pues no pasarían lista hasta el toque de diana del lunes.

jueves, 16 de septiembre de 2021

151.- La jura

    Llegado el día del importante evento castrense, tras el desayuno, la única preocupación de los componentes de las compañías 3ª y 4ª alojadas en el pabellón “Ebro” del 1er Batallón, rondó en torno a la vestimenta y acicalamiento personal, después de haber dedicado un tiempo a bruñir con cera la culata del mauser, tallada en noble madera de ancianos nogales que habían sobrevivido al desastre de “nuestra” guerra. A decir del “simpático” monitor en las clases sobre armamento, que las llamaba “novias gallegas” por estar troquelado su fecha y lugar de fabricación, en La Coruña: “un buen soldado mira por su fusil como si de su novia se tratase…” y una retahíla más sobre lo mismo que hoy descalificaría al más estrellado de los mandos por machista; pero a la mayoría les causaba gran regocijo y normalidad.

    Las compañías 1ª y 2ª del primer batallón alojadas en el Pabellón “Simancas”, eran de alumnos del segundo curso ya con grado de cabos rojos, desfilaban con nosotros nos acompañaron en el desfile, pero obviamente no intervinieron en la jura, sino como espectadores.

    Haciendo un cálculo rápido: Las compañías estaban formadas por tres secciones de tres pelotones cada sección al mando de dos tenientes y un alférez. Cada pelotón tenía adscrito a un cabo 1º que mandaba en las dos escuadras, compuestas a su vez cada una por un cabo rojo y cuatro soldados. Por tanto, para la jura salían en cada compañía ocho soldados por cada pelotón de los nueve y que hacen un total de setenta y dos novicios por compañía. Por tanto, de las dos compañías 1ª y 2ª de cada batallón del regimiento, salían ciento cuarenta y cuatro futuros soldados. Y dado que el Regimiento se compone a su vez de cuatro Batallones, seríamos en total quinientos setenta y seis cadetes dispuestos a iniciarnos en el rango militar como soldados. Aunque estoy convencido de que en el extenso Campamento Militar de Talarn “Martín Alonso”, había otros batallones de los que salía la tropa dedicada al mantenimiento del recinto, manutención y abastecimientos, medicina, mecánica, armería, comunicaciones y Correos, construcción, vigilancia y Mayoría.

    El día no podría haber estado más caluroso que añadido a la vestimenta protocolaria: gorra militar, corbatilla sujeta por el elástico al cuello de la camisa de manga larga, guantes blancos, pantalón de cotón verde oscuro a juego con la gorra, cuyas perneras se metían dentro de las medias cañas de las botas.

    Habíamos estado la tarde anterior embetunando las botas, limpiando con “Sidol” el dorado escudo del cinturón y las hebillas de las botas. Se había abierto ya de mañana la barrera al público y las gradas del recinto se fueron llenando a rebosar de familiares de algunos de los juramentados, cuyas vestimentas con abigarrados colores daban una pincelada veraniega que me recordó las romerías de mi lejana tierrina.

    El ritual militar que se vuelve espectáculo para el que está fuera de la plaza fue un grande desasosiego para la mayoría de los que estábamos dentro, por el calor, los nervios por hacerlo bien y la ausencia de la cantimplora del agua. Tras la arenga del coronel por los altavoces vinieron los toques de cornetín que dieron paso a los tambores de la banda militar y con ella se abrió el desfile. Por ser del primer batallón, no tuvimos tanto tiempo de espera y, por hacerlo más corto, les bastó con que coordináramos el paso al toque de tambor, el fusil sostenido con la mano derecha y al pasar junto a la bandera, en lugar de girar y parar frente a ella, bastaba con tomarla con la izquierda y simular el beso sin llevarla a los labios, para evitar con ello atrapar otro “andanciu” portado por los más besucones.

    Tras el desfile de nuestra compañía nos permitimos el lujo de ser espectadores del resto, sin romper la formación, pero en posición de descanso sin perder la compostura. Por supuesto, el grandullón de nuestra compañía, aquel que se había pasado casi todo el mes, de cuartelero, por no encontrarse calzado de su talla, se reía quizás mofándose del resto de pringados.

    El ágape que nos esperaba en los comedores incluso superó con creces al del anterior evento del 18 de julio, pero sinceramente no retuve en qué fue: si en el menú, en los postres, en el vino que lo acompañaba o en la alegría de poder escapar por tres noches de aquel hotel de veraneo en el Pirineo leridano.

    Recogidas todas las pertenencias bajo llave, metí en el costal aquello que me pareció más imprescindible: documentación, permiso de salida hasta el toque de diana del lunes, una muda, los productos de aseo, cantimplora, navaja multiusos y unos bocadillos que improvisé con las latas de conservas que guardaba en la taquilla.

   Mino y yo caminamos hasta donde nos esperaban mi amigo M. M. Amieva, otro viajero más y el conductor al pie de un “Simca 900” que su padre le había dejado para evitarle el largo viaje de ida en el tren y el que estábamos a punto de iniciar de visita relámpago a la familia. Disponer de aquel lujo no estaba al alcance de cualquier familia. Le entregué los cien duros acordados y coloqué la pequeña mochila en un hueco del maletero.

    La vida da muchas vueltas. Haciendo un salto de cuarenta años, me visita en el aula rural de Riegu, sin aviso previo, el nuevo inspector de enseñanza para la zona, por haber sido recientemente rehabilitado el noble conjunto arquitectónico como sede del “CRA II Vidiago”. Tras varias visitas y alguna entrevista evaluativa, me di cuenta que sus apellidos coincidían con los del compañero del “Simca”:  J. A. Flora A. y cuando le comenté el caso me confirmó que se trataba de su hermano mayor. 

    Nota: [J. Adolfo F. Álvarez figura en la lista de alumnos de la Escuela Normal de Magisterio de la 3ª     promoción-PLAN 67' con acceso directo al cuerpo de Profesores EGB]

    El 8 de septiembre, festividad de Nuestra Señora de la Guía en Llanes, como muchos años anteriores ocurrió igual: amaneció con fuerte sol para agobio de “aldeanas” y “pastores” ataviados con los trajes típicos de la comarca, debieran “subirla” de regreso a la capilla tras la misa solemne en la basílica llanisca. Allí arriba preside los bailes tradicionales con fandangos, seguidillas, jotas y pericotes, tras los cuales, la gente se esparce en grupos familiares o de amistades, por los prados del entorno recientemente segados, donde extienden sus manteles a comer la ensaladilla rusa, nacional, mixta o como cada uno le dé por llamarla.

    Pero este año como el anterior, el señor “Covi” manda precaución. Las nubes venidas del atlántico, por no echar siempre la culpa a nuestra vecina Galicia, cubrieron el cielo dejando en él unos océanos azulados y unas frescas rachas de aire dimen los avellanales.

    En la terraza, damos cuenta de la olorosa ensaladilla que atrae la compañía de un retén de gatunos vecinos cuyo instinto de supervivencia posee, aparte del consabido olfato, un reloj que les funciona con total exactitud. La “Trini” con sus dos cachorros que bauticé “Electrones” por el movimiento azaroso que hacen cuando les das la comida. Otra joven gata negra que perdió en el comienzo de la semana a sus dos cachorros, en el mejor de los casos, “adoptados” por alguien; en el peor, atrapados por algún depredador, miaga desconsolada. Por último, el gatazo rayón, primero en visitarnos, presunto padre de los “Electrones”, nada agresivo, pero algo desconfiado, se sienta a mi lado a la espera de que le regale una pizca de pan mojado en mi plato. Como todos los que aquí tuvimos llegaron de visita y por no ser distinto, no nos pusimos muy de acuerdo en la familia en su bautizo onomástico. 

sábado, 7 de agosto de 2021

150.- En la piscina del CIR

  Me viene al recuerdo como cabecera de esta narración otra mucho más graciosa, que un amigo y vecino me contó, sobre lo que a él le sucedió cuando se fue a tallar como voluntario sin haber cumplido la mayoría de edad, con el fin de poder elegir el cuerpo de arma y destino. 

Por estar su pueblo un extenso límite con la mar,  de ella se obtenían dos importantes fuentes de subsistencia: 

La una era el ocle que una vez seco, alcanzaba considerables beneficios monetarios, pero que no pagaban, sin embargo, las horas de trabajo, extrayéndolo con la bajada de las mareas, muchas veces en plena noche, con fuerte resaca, no se interprete mal, pues se dice así a la marea cuando en el regreso de la ola, arrastra la arena bajo tus pies y te dificulta retroceder. Andar de resaca tiene otro significado. 

De día toda la familia cooperaba en extenderlo por las fincas limítrofes hasta tenerlo seco, como se hace con la hierba, voltearlo para aprovechar el viento seco y el sol cuando se le antoja salir. 

La otra fuente de recursos en el pueblo costero es la pesca y el marisqueo, para la venta o consumo propio. 

Ambas actividades temporeras no estaban reñidas con la ganadería,  la agricultura y la construcción y todo es poco para subsistir, porque como en todo, las grandes ganancias no revierten en los trabajadores.  

“ Después de tallarme, me indicaron una ventanilla para rellenar la solicitud. El que atendía me preguntó para qué cuerpo iba a solicitar y como yo diese con mi expresión facial el aspecto de no enterarme de lo que leía, me aclaró:

– ¿Infantería, Marina o Aviación?

Yo dije que Marina, animado por las anécdotas que escuché narrar a mis vecinos que habían estado de marinos y que nada más terminar se habían enrolado en buques transatlánticos o petroleros en los que llegaron a recorrer medio mundo y disfrutado, tras nueve meses de buque, tres de vacaciones con un buen sueldo, recalado en los puertos más importantes. 

Entonces me indicó que me echara a un lado para dar paso al que me seguía en la fila y que siguiera rellenando el cuestionario por mi cuenta.

La primera cuestión que leí, ponía con un asterisco. 

1.- * ¡Sabe Vd. Nadar: Sí/No. (*Táchese lo que no proceda) 

Yo en este primer punto volví a trabarme y haciéndole una señal tras el cristal, antes de tachar lo que no debiera, de nuevo le pedí que me ayudara.”

Me imagino al clásico chupatintas de antaño mirando a mi amigo por encima de las antiparras cabalgadas sobre luenga napia, con aquella estudiada pose de superioridad que ponía la mayor parte de ellos, tan ocupados que estaban leyendo el periódico entre una espesa nube de humo de su cigarrillo. Hogaño, se prohibió el humo y se cambió el periódico por el móvil.

“– Vamos a ver, chaval, ¿tú sabes nadar, sí o no?

– ¡Es que en la marina no tienen barcos? – disimulando la sorna por asombro.”

Lo que paso a narrar, es tal como me ocurrió a mí con el tema de la natación:

Nos tuvieron ensayando el desfile para la Jura de Bandera un par de días por semana de la segunda quincena de julio y la primera de agosto, cuyos ejercicios fueron creciendo en intensidad. Como eran tan altas las temperaturas alcanzadas en aquellos secarrales, ni las sombras de los jóvenes almendros y acacias podían aliviarnos, ni aún siendo de copas más espesas, pues bajo ellos tampoco nos llevaban en las clases de teórica de las tardes. La programación del endurecimiento físico y moral de la tropa para tal evento debió emanar de ilustres testuces reunidas junto a un ventilador mientras aclaraban sus gaznates con refrescantes bebidas.  

Después de hacer la instrucción por compañías,  se fueron colocando en los puestos marcados sobre la pista. 

Estaban dos de Cabos Rojos: la 1ª Cía con el Capitán Imanz y la 2ª Cía. Ambas alojadas en el pabellón Simancas.   

Otras dos compañías de Soldados reclutas: la 3ª Cía y la nuestra, la 4ª Cía al mando del Capitán Pose, ambas alojadas en el pabellón Ebro. 

Los cuatro capitanes presentaron sus respectivas formaciones al Comandante que tomó el mando del 1er Bon y, acto seguido, fue indicando al joven corneta que ya estaba a su lado, las órdenes que éste trasmutaba en fuertes y agudos toques a todo el bloque del batallón. Aún parece que me resuenan tan nítidos y me transportan en volandas a aquel lugar y paisaje tan opuesto al nuestro. Mientras que escribo esto, tal fecha como aquella, vigilo las nubes que no tardan en hacerme recoger con las primeras gotas, el escritorio a techo.  

Acabada toda esta maniobra, se hicieron otras parecidas al reunirse con los demás batallones, a cuyo mando se puso el Coronel del Regimiento, tras lo cual, cada compañía regresó a su pabellón para dejar el arma, tomar las prendas y marchar a trote ligero en formación al lugar de las duchas.

Cuando llegamos, ya había varias compañías esperando en filas para hacer uso del pasillo de las duchas. Al lado mismo se encontraba la gran piscina que jamás había visto usar por las tropas; salvo un señor que debió haber sido alto mando militar, cuya cojera y mostacho canoso daban credenciales de ello, y que allí habíamos visto zambullirse varias ocasiones que hasta allí habíamos llegado algunos fines de semana en plan exploratorio del entorno. 

Alguien nos comentó que la piscina llevaba un tiempo bajo castigo militar, por el fallecimiento de alguien en ella. 

Puede que esto os sea extraño, pero en el regimiento en el que estuve el tercer verano, me enteré de que en la armería había varias armas, castigadas al haberse herido con ellas alguien por fallarles sus holgados mecanismos. Idéntico castigo solía darse a los animales y vehículos: a una mula arisca por haberle roto a coces la quijada del chaval que la limpiaba y a un jeep al que se le rompió el cable del freno por lo cual acabaron en la cuneta el teniente coronel y su chófer personal; estos sí, con una buena resaca de pasar la noche de tascas y chiringuitos. 

Hubo negociación entre los que comandaban las compañías que allí esperábamos al sol.  Fueron mandando dar media vuelta para ponernos enfrente mismo de él y sucesivamente, varios pasos al frente hasta estar en el mismo bordillo. A mí, que desfilaba en el primer pelotón de la derecha, ocupaba el  puesto cinco de la escuadra primera. Las compañías se veían más elegantes si se ordenaban por estaturas y la mía aún no siendo excesiva en comparación con la media actual, para aquellos años se encuadraba sobradamente por encima de la media.

Así es que, tras varios movimientos de pieza de ajedrez me veo frente al clorado pozo que apenas dejaba ver dos líneas blancas en el fondo. Me había correspondido la parte más honda y en ninguna ventanilla me preguntó nadie si sabía nadar. 

En casa no había baño, ni tan siquiera una manguera, así que aprovechando la relativa cercanía del pequeño  “Melendro” a su paso por la Vega, me fui con varios amigos a darnos un baño en el Pozu la raizona. Varios ya sabían nadar o bucear por lo que se tiraron nada más llegar. Mientras, los más frioleros nos bañamos en la orilla, muertos de frío en las cristalinas aguas bajo los alisos que impedían el paso de los rayos vespertinos del sol. 

Acostumbraba, por mi cuenta, aprender en las playas a las que solía ir en los veranos, algunos domingos para quitar las granas y el cansancio después de la siega o recogida de la hierba seca. 

En menos de media hora estaba en la playa de Póo; la mayor parte de los bañistas se tostaba al sol en el pedrero mientras se tomaban el bocadillo de la merienda. La playa al ser tan amplia, cuando sube la marea se va cubriendo moderadamente, salvo en el cauce del arroyo Vallina que en ella desemboca, no cubría gran cosa y yo procuraba meterme justo hasta el lugar en que nadando tocase con mis manos el fondo. Así fui aprendiendo a aguantar la respiración por más tiempo nadando a mi manera, con los ojos abiertos incluso para ver el fondo, pero al inspirar debía hacerlo de pie, pues nadie se había molestado en enseñarme. 

Volviendo a la piscina, al toque de silbato tomé todo el aire que pude meter en mis pulmones y me lancé en una perfecta plancha. Pero fue tal el contraste con el calor exterior que habíamos pasado de la espera, que solté todo el aire de reserva cuando estaba a medio trayecto  hasta la otra orilla. 

Me veo bajando en vertical, tratando de agarrar la superficie en lugar de bajar los brazos, con lo que hubiera salido por mi cuenta a flote. Escuché una voz que dijo: “no sabe nadar” y, a los pocos segundos, tenía junto a mí un compañero catalán que me sacó  tomándome de la barbilla. Yo supuse que no debía agarrarme a él para permitirle nadar y me dejé llevar a la otra orilla. Estaba seguro que habría podido llegar; sin embargo no probé tan siquiera una sola gota de agua. Tomé más aire y me dejó que alcanzara la meta desde donde le di las gracias. 

A punto estuvo la piscina de renovar su castigo por otros años más. La semana siguiente que creyeron oportuno volver a usarla me consintieron hacer los saltos desde la parte menos profunda y así fui quitando poco a poco parte del miedo. Al despertar la madrugada, Mino, mi compañero de litera me comentó que había soñado en alto; lo asocié al asunto de la piscina. 

    Desde aquel día, comenzamos a usar la piscina con mayor frecuencia que lo habitual de un principio. A mí me permitieron zambullirme a mi gusto y así, de forma progresiva, fui perdiendo el miedo.   

Otros tales percances aún persisten en mi memoria que en su momento contaré.

sábado, 31 de julio de 2021

149.- “La ensaladilla nacional” y otras sutilezas

 

    Siempre asocio la ensaladilla rusa con recuerdos de comidas sobre mantel a cuadros tendido en el campo recién segado. A pesar de ser un plato económico, en las casas se reservaba únicamente tanto para las fiestas de la aldea como para otras a las que solíamos acudir dentro de un corto radio de distancia, subidos al coche de san Fernando por lo cual el camino en sí mismo era una fiesta y una grata experiencia.

    Cito en el orden cronológico de celebración un tupido racimo de aquellas citas festivas:

San Antón de Parres, 17 de enero;

El Santu Ángel de la Guarda en El Mazucu, 1 de marzo;

Santu Medé de Pimiango, 3 de marzo;

San Felipe de Soberrón, 1 de mayo;

San Pedru de Pancar, 29 de junio;

El Carmín de Celoriu, 16 de julio;

El Cristu de La Portilla, 16 de julio;

Santa Marina de Parres, 18 de julio;

La Madalena de Llanes, 22 de julio;

Santiago de Posada, 25 de julio;

Santa Ana de Llanes, 26 de julio;

La Guadalupe de La Pereda, 2 de agosto;

Los Santucos Justo y Pástor de Porrúa, 9 de agosto;

Nuestra Señora de Póo, 16 de agosto;

San Roque, 17 de agosto,

La Guía 8 de septiembre en Llanes.

    Salvo a Santa Marina y a La Guía que eran consideradas días laborables festivos, acudir al resto de celebraciones dependía de que cayesen en domingo.

    Y en todas ellas me viene al recuerdo la imagen del mantel extendido sobre la pradera recién segada, conteniendo la ensaladilla rusa hecha con: patatines del huertu; mahonesa con huevos de las gallinas que muraban a su antojo; espárragos blancos y las anchoas encurtidas por Lolo Batalla en San Antón,  tachonada con aceitunas rellenas y tiras de pimientos rojos. 

    Para postre, no podía faltar la tarta de “Abelardo”, las corbatas de “Casa Junco” y el helado de “Lisardo Revuelta” que servía en su carrito de madera en una esquina del campo; por la tarde-noche se inundaba el aire con el olor de los churros recién fritos en el puesto de Dorila y Chucha; las avellanas tostadas de Sarita, Matilde y Lolina y el olor a pólvora quemada de los cohetes, petardos y restallones.

    El 18 de julio de 1971, se celebró en el campamento, el trigésimo quinto año del levantamiento con diana floreada, formación con traje de bonito y guante blanco, revista de comisario, saludo a la bandera, ofrenda al soldado desconocido, con salvas de morteros, misa solemne de campaña, y desfile de cierre acompañado por banda militar.

    Ya al borde del agotamiento por estrés y el murmullo que se traían las tripas que debían estar a punto de protagonizar por su cuenta otro levantamiento tan sonado como el que allí se celebraba, por fin nos dieron permiso para entregar al cabo cuartelero los chopos y pasar por los escusados sin más demora.

    A a mi manera y con no poca morriña quise celebrar Santa Marina y, cerrando los ojos unos segundos, traté de percibir los olores de la mi tierrinal jelechu y que por allí no llegué a topar ni por asomo. He de aclarar, que el olor a tierra seca con los aromas de las hierbas silvestres, la paja seca amontonada en los campos y los silos de trigo me son recuerdos muy gratos.

    De viernes, ya nos habían cantado a la hora de la retreta, el menú tan especial que nos esperaba para celebrar, ya ves tú, aquel triste momento del estallido de la guerra. No era la primera vez que escuchaba decir “ensaladilla nacional” y en la barra de pincheo de Vetusta, a nadie se le hubiese ocurrido etiquetarla de otro modo en el expositor.

    El menú, no tenía nada que envidiar al del mejor restaurante a pie de playa. Había una gran diferencia     con la fajina habitual en cuanto a productos, elaboración, sabor y presentación.

    Arroz con almejas, langostinos, chorizos criollos y tacos de jamón.

    Merluza en salsa verde.

    Lomo empanado y tres tarrinas de mermelada de fresa, manzana y mantequilla salada. – Dos     botellas por mesa de vino tinto del Penedés.

    Por no faltar los postres:

        . Tarta helada.

        . Pastelitos variados de hojaldre con almendra.

        . Sidra achampanada, café, chupito de coñac y un par de cigarrillos que yo intercambié con un                 compañero por dos de sus hojaldres que aún no había decidido qué hacer de ellos.


    Dieron permiso a salir del campamento y sabíamos de algunos que, poseedores de coche propio, aprovecharon para acercarse a otras localidades. Animé a Oviedo a bajar de nuevo hasta Tremp en el que esperábamos encontrar mayor movimiento de gentes y puestos de venta en la plaza.

    Por mi amigo, M. Miguel A. supe que aún quedaba asiento libre en el coche de un compañero de Oviedo. Quedó en hacerme la reserva para la salida que se gestaba para el día de la Jura de bandera. Bastaba con solicitar en la capitanía de la compañía el pase con antelación al día previsto de salida. Como me era difícil verme con dicho compañero, le dije que le avisara él por mí, en cuanto lo viese por la compañía.

    Era una aventura sin más. ¿Cómo íbamos a pensar que algo nos iba a salir mal? Aparte de esta posibilidad habían conseguido unos compañeros de magisterio, naturales de Llaviana y L’Entregu, con galones de cabo rojo, contratar un autobús de los de “Zapico” en Llangreu, pero ya estaban asignadas todas las plazas, salvo que se produjesen vacantes imprevistas por algún motivo. Me aseguraron que para final del campamento traerían no uno sino dos o los que hiciesen falta, pero que me pusiera en contacto con ellos con bastante antelación para no quedar sin plaza y saber cuántos pasajeros podían reclutar con total seguridad. Les dije que contasen ya conmigo para el regreso a casa después del finalizado el campamento, a finales de agosto.

    Por asegurar más lo del refrán "Vale más pájaro en mano que ciento volando", de lunes me puse en contacto con el dueño del coche. Era un compañero de aula en primero y segundo: J. Adolfo Flora. 

lunes, 26 de julio de 2021

148.- Callejeando por Tremp

  Nos permitían salir del campamento de Talarn los sábados y domingos sin pase con tal de vestir de “bonito”: pantalón verde de algodón, camisa de manga larga, corbata, gorra a juego con el pantalón, las botas de media caña bien embetunadas, guantes blancos sujetos al cinturón con el aguilucho destellando. Vestidos de tal guisa nos sería imposible pasar desapercibidos para la guardia militar que patrullaba la ciudad, ellos vestidos con ropas de cuartel, pero lavada “a la piedra”, por quitarle frescura al verde caqui de novato y les aportasen veteranía. 

La bajada se nos hizo larga a pie. Paramos a beber en la fuente de los siete caños de Talarn, villa situada más o menos a medio camino recorrido hasta la meta que la poníamos en la plaza de Tremp, centro comercial y social. En un puesto fijo, cual barraca de feria en el que se vendían helados en tarrinas, horchatas, granizados y otros refrescos de marca, con los que se abastecían les nens y sus mainaderas  que a esa hora del día allí se daban cita. Pedí un *cacaolat, por parecerme de más valor nutritivo y poder engañar al hambre hasta la hora del almuerzo. 

Solía tomarlo desde años va en el ambigú del “Cinemar” o en las terrazas de las cafeterías en que parábamos previo pase de la película, por no estar avezado a bebida espirituosa alguna y cómo no, por hacer gasto y poder ocupar las sillas del “Bar Palacios” de Jesús,  “Cafetería Pinín” de Armas o “Casa Ángel”, "La Gloria", "La Covadonga", Sidrería "Culetu", Bar "El Ras", "Rocamar", verdaderos iconos de la época desde los que se podía pesquisar todo el trasiego juvenil que arriba y abajo desfilaba por la calle principal, parque municipal y zonas más concurridas. Sin ningún desvío alternativo, circulaba por todas el tráfico rodado, Santander-Oviedo, además de bicis, motos o coches, también camiones de grandes dimensiones, en ambas direcciones, por lo que más de una cornisa de balconada se llevaron por delante. Las aceras, además de estrechas, estaban a ras de la calzada, así que había que compartirlas con estos vehículos que las precisaban en sus giros o al cruzarse con otros autos. No existían los móviles ni las radio emisoras portátiles, así que los agentes de tráfico municipales, daban una banderas a los conductores en el puente, para que se la entregase al otro agente que esperaba frente al ayuntamiento. 

*{Debido a la actual ventaja del internet y de la Wikipedia, sé que el origen de esa bebida está en Cataluña iniciada su elaboración y venta en 1933 por la fábrica “Latona”.} 

El desayuno ya hacía horas que había dejado sitio sobrado a nuevas aventuras culinarias por la zona de las terrazas. Acordamos poner cada uno de su bolsillo una cantidad para un fondo común con el que adquirir un variado menú en una tienda de abarrotes que cerca de allí se veía. Cada uno de los cinco que nos habíamos juntado lanzábamos una propuesta según nuestras apetencias particulares que sería muy raro que no gustasen a los demás. Como al sumar los costes de cada producto por verlo en las etiquetas del mostrador, aún no se cumplía el total de lo dispuesto en el haber comunitario, fuimos añadiendo otros productos. Las bebidas, postres y demás golosinas corrían de parte de cada cual. A una mesa de las que la misma tienda tenía sobre la acera acercamos sendas sillas plegables en que descansar y disfrutar del ágape: un fuet de casi dos cuartas que repartimos como hermanos, sendos envoltorios de  "salami", chorizón y queso, con los que rellenar dos crujientes bollos de pan por barba.  

Al otro lado de la plaza un cartel anunciaba el establecimiento “Siglo XX” que era cafetería, cine y sala de baile los fines de semana. Comprendimos sin que nadie nos lo contase, la simbiosis establecida con el estamento militar, por lo que nunca ponían impedimentos para dejar salir del campamento a la tropa, los fines de semana y a la clase de tropa y suboficiales, de diario tras finalizar el día militar. 

La policía militar vigilaba que nadie se extralimitase ni perdiese la compostura en el vestir, por lo que con el calor y la ausencia de alguna brisa en el cerrado valle trempolino se hacía insoportable. 

Pasando por alto muchas dichas y alguna que otra cuita que el tiempo se apañó en guardar cual ayalga bajo pesada losa de antigua vía romana comentaré algo que escuché a unos paisans que nos narraron cuando entablamos conversación con ellos. 

Con nuestra vestimenta que a las claras cantaba el hotel donde nos hospedábamos, no echaron más en falta que investigar de qué provincia procedíamos. Cada cual de nosotros por turno les fuimos dando cumplida noticia. Cuando preguntamos por el pueblo cercano por el que debimos pasar, uno de ellos nos explicó que Talarn, no obstante estar menos poblado en la actualidad y parecernos más rústico, seguía siendo la sede municipal del entorno, dato que hasta entonces todos desconocíamos.

Sin dejar continuar al que hacía uso de la palabra y, peor aún, cambiando de tema, intervino otro con un añadido que interpreté como la fórmula más habitual en uso de menospreciar al pueblo vecino sin ningún beneficio.

“– Los talarinos – dijo – tienen el mal aquél que se debe al agua de la fuente con los siete caños”.

Andando en el tiempo, se determinó que las cañerías del servicio de agua no deberían ser de plomo, por provocar la enfermedad conocida como saturnismo ya descubierta desde la antigüedad. Más o menos, según observé en las distintas obras por las que pasé, el uso del plomo fue sustituido progresivamente, a medida que se hacían restauraciones y nuevas viviendas; por el hierro galvanizado a partir de los años sesenta; hacia los ochenta, se extendió el uso de cobre, pero en muchas otras obras, tanto viviendas como fuentes públicas, lavaderos y abrevaderos se siguieron usando cañerías de plomo, hierro o asbesto, también de alta toxicidad, abastecidas por almacenes con alto stock de esos materiales, a precios más asequibles para el usuario o más rentables para la empresa constructora. 

La subida determinamos hacerla en un taxis Seat-1500 que al apaño encontramos aparcado justo a la salida de la villa, por el calor que hacía reverberar las áridas tierras rojizas que deberíamos atravesar hasta llegar a la entrada del campamento. En unos días se nos abonaría la soldada de 300 pesetas con la que repondríamos los excesos hechos en nuestra primera salida. 

martes, 13 de julio de 2021

147.- Los fines de semana en el campamento

 

Los fines de semana, libres de toda actividad militar, quedábamos en cada compañía a lo sumo un par de docenas de reclutas, sin contar la tropa vikinga ocupada en realizar trabajos de mantenimiento por todo el campamento; a cambio, esta mano de obra gratuita para el ejército gozaba, como ya creo haber contado antes, de ciertos privilegios como estar exentos de la gimnasia, instrucción, desfiles, teórica, tiro, pista americana; que sin lugar a dudas habrían cumplido con creces durante los tres meses de instrucción como reclutas. 

Tras el toque de retreta, quedó a nuestro cargo un cabo primera, tres hornadas anteriores a la nuestra, que había sido destinado para cumplir los cuatro meses finales del servicio. Inflado temporalmente a comandante en cumplimiento de las normativas castrenses en ausencia de otro cargo superior, no encontró mejor ocasión para elevar su ego. Me había correspondido cubrir el primer turno de “imaginaria” durante las dos primeras horas, tras el toque de silencio por lo que me pareció haber tenido suerte al no tener que cortar el horario de sueño. 

La función del imaginaria consistía en mantener en la sala dormitorio un discreto silencio y vigilar la entrada a la misma. Con el primer cambio de sábanas que tuvimos que hacer ocurrió que a más de uno le faltaba alguna de las dos piezas o la funda de la almohada. La única solución que había consistía en echar mano de las piezas de alguna de las literas vacías cuyo usuario se encontrase fuera en ese momento. Cuando llegase y notara su falta, está claro que habría de tomar “prestadas” de otra nave o “negociarlas”  en la misma lavandería. Idéntico proceder que con las gorras de instrucción; de nada servía quejarse y que te tomasen por un chivato. Cuidado especial debíamos tener con las compañías de cabos rojos que, por ser del segundo verano de campamento, mostraban gran veteranía para todo. 

El imaginaria también tenía la curiosa misión de acercar el botijo de agua fresca hasta la litera de quien lo reclamase.

– “¡Imaginaria, agua! – voceaba alguien. Iba con el agua y echaba un rato charlando con él. 

En broma, berraban desde otros rincones a la vez. Con el paso del tiempo, hasta el imaginaria más timorato hacía caso omiso; quien la necesitase de verdad debería acercarse hasta la pila del agua. Solían escucharse algunas bromas contadas con tal gracia y salero de las que era imposible no reír y coger el sueño.

Por contra, en los siguientes relevos que, con posterioridad me tocaron hacer, no se escuchaba nada salvo algunos ronquidos que paraban al instante al chascar la lengua como hacía para arrear el caballo o hacer largar a un perro. Aprovechaba la amarillenta luz de la lámpara del exterior sentado en el quicio de la entrada para leer, envuelto en la   persistente y monótona sinfonía de las impertinentes cigarras. 

Una noche, a punto estaba de finalizarse la primera guardia, cuando el imaginaria notó al trasluz de la puerta el brillo dorado de dos estrellas. 

– ¡Compañía, el oficial de guardia! – advirtió. 

En menos que canta un gallo, todos estábamos firmes al pie de nuestras  respectivas camarillas. 

El supuesto teniente  mandó que bajásemos en silencio a formar en el patio. Así lo hicimos cada uno con lo puesto, las zapatillas de gimnasia y la gorra de instrucción.  

Al fresco de la noche nos tuvo en formación de firmes hasta que le pareció  prudente que regresáramos a recobrar el sueño perdido. En el primer momento, pensé que quizás formase parte del entrenamiento en el cumplimiento de las normas que nos habían ya explicado, pero después todos supimos que el supuesto teniente no era otro que un cabo primera que hacía el primer turno y que se trataba de una novatada para lo que había tomado la gorra del teniente que se encontraba libre de servicio.  

Si un mando que debe respetar y hacer respetar las buenas normas, aprovecha los galones para intimidarlos y reírse de ellos, pierde todo el respeto, abre la puerta al desprestigio ante los demás y tarde o temprano acaba recibiendo su merecido.  

En el intervalo como de media hora que allí nos tuvo, alguien se la estaba preparando a él. 

Mieres, aprovechando que su litera ocupaba el rincón más oscuro y alejado de la salida desde la que el falso teniente nos instaba a bajar, se hizo el rezagado y entró al dormitorio de los cabos que quedaba debajo de la terraza. Había tres camastros, tan solo uno de los cuales estaba deshecho, por lo que dedujo que le pertenecería al cabo primero que nos estaba "puteando". Los otros dos estaban sin usar; sus dueños estaban a punto de llegar para el relevo de la guardia.  

Cuando ya estábamos todos en nuestras respectivas literas, se escucharon las risas de los dos cabos primera que acababan de llegar y escucharon a su compañero lanzar improperios y exclamaciones de toda guisa, cuya escritura no creo procedente expresar aquí, mientras retiraba las meadas sábanas de su camastro.

Tardó un tiempo en molestarnos y de igual forma, le volvió a salir mal la jugada, como ya contaré en otro momento..  

Ese mismo fin de semana, el sonido de una gaita me emocionó tanto que no eché tiempo en acudir a su reclamo. A la sombra de unos almendros encontré a Mieres acompañado por un grupo musical que con sus voces, palmas y un par de guitarras, le hacían coros. Me uní a ellos, primero acompañando la letra del himno asturiano que salía del puntero de la gaita grillera y ya, cuando me sentí cómodo en aquel grupo, saqué la “Preciosa” de Honner y arranqué con el “Viva Parres”; como pareció ser agrado de todos, sin pausa alguna, continué con los sones del pericote llanisco. 

Cuando miré a la luna que en ese momento iluminaba la terraza, la vi borrosa que me sonreía y le sonreí también.  

viernes, 18 de junio de 2021

146.- Nuevas experiencias diacrónicas

Por resumir los hechos y no extender el desarrollo de la narración, me veo obligado a prescindir de la línea temporal en que acontecieron conservando a ser posible los límites temporales de los diversos períodos o cursos de la milicia universitaria. Estamos con el primer curso de reclutamiento de la IPS para salir del campamento el 31 de agosto como cabos “tomateros” sellado en la cartilla militar y los galones rojos cosidos en todas las hombreras de la indumentaria. Quedan por patear decenas de kilómetros en la pista y muchos toques de cornetín que escuchar, unos que semejan los puntos suspensivos … , seguidos de otro más seco y agudo como para romper la pereza, dar ánimo o empujarnos a salir. Tras él arrancan los golpes de las baquetas en las pieles curtidas de los tambores y en el peñascal que hay de fondo rebotan y se expanden valle abajo hasta las verdosas aguas del embalse de Tremp.

– ¡Un, dos; ún, dos; ún, …; ún, dos!

– ¡Alto, Ar! ¡Derecha … Ar! ¡Izquierda… Ar! ¡Media vuelta … Ar!

– ¡Descansen, Ar! ¡A discreción!

Momento en el que, sin mover el pie izquierdo que marcaría de nuevo la posición exacta del conjunto, nos quitábamos la gorra y el sudor de la frente; charlábamos con los compañeros más cercanos de temas tan importantes como las noticias de “Radio Macuto” que últimamente nos llegaban. Siempre había alguien dispuesto a aliviar nuestras penas con algún chascarrillo gracioso traído de cualquiera de las ocho provincias andaluzas, con diferenciaciones tan sutiles que ya hacía de cada una de ellas. Cada región, así se hablaba entonces, tenía sus chascarrillos, sus bromas, sus dichos, sus gestos y su talante. Creo haberlo expresado antes, me encantaba tal variedad de gente a mi alrededor, compartiendo las mismas tareas, inquietudes y aspiraciones.

De nuevo se organizaba el rebaño al toque de atención:

Compañía: atención ... ¡Firmes … Ar!

Y seguíamos pateando el cemento hasta la compañía para cambiarnos antes de ir a las duchas.

En un espacio apartado del resto de edificaciones, había una piscina, yo diría que reglamentaria, pero que siempre la usaban otras unidades que no la nuestra y sí en cambio nos ponían frente al pasadizo de las duchas que mediría algo así como veinticinco metros. En fila, íbamos pasando bajo los chorros fríos mientras nos echábamos el jabón de modo que al llegar al final ya llegásemos aclarados. Otros chorros a presión salían por los laterales de forma que no quedaba rincón de nuestro cuerpo que no recibiera el masaje del agua del pirineo.

Algunos, se hacían los remolones o se daban la vuelta dentro del mismo pasillo, pero como había otras compañías esperando su turno expuestos al fuerte sol del mediodía, debía verse a las claras que de ellas salían no a igual ritmo con que entraban. Un par de oficiales fueron mandados a vigilar lo que ocurría, pues ya conocían de sobrado tales artimañas soldadescas, y subidos a una paredilla que para tal motivo debió de ser construida nos fustigaba con palabras que algunas dolían casi igual que de un látigo se tratase. Como suele ocurrir siempre, a los menos culpables de aquel frenado nos tocó quitar parte de la espuma con la toalla.

Con la toalla al hombro y las chancletas de goma haciendo pedorretas llegué al pabellón con el bañador “Meiba” ya seco. Para entonces, ya tenía seco el pantalón y la camisa de instrucción que vestí para irnos al comedor que, al ser día en demasía caluroso, lo tenían abierto por los cuatro costados. Dentro se entremezclaban aromas a tomillo, lavanda, manzanillas, tojos y brezales venidos para mitigar el conocido olor de las perolas.

Aquella semana estaba otro oficial de cocina y se diferenciaba con la anterior en las cantidades servidas así como en el contenido y elaboración de los platos. Pudiera ser por la ducha, el cansancio o el hambre, a mí me pareció todo más rico.

Tras la comida, un par de horas de siesta y salida a las clases teóricas que versaron, una vez pasado por el área de tiro, sobre las características de las municiones de fogueo que empezaríamos a usar.

Un día cualquiera después, nos llevaron a un terreno rocoso y arisco de vericuetos en el que resultaría fácil ocultarse  del enemigo. Todo el pelotón sería enemigo de otro pelotón de la misma compañía, por lo que deberíamos controlar los disparos para no herirnos entre nosotros. Más que nada, me daba la sensación de ir a una guerra civil, entre amigos. Unos debíamos colocar la visera hacia atrás para ser los “contrarios”. Yo de aquélla no me daba mucha cuenta de ello; hoy, les preguntaría: 

– ¿Contrarios de quién? – oye!

Nos llenamos las dos cartucheras con balas denominadas de “fogueo” que, a diferencia de las “normales”, su balín estaba hecho con madera de chopo: tampoco es que las hiciese mucho menos peligrosas. Nos encomendaron dispararlas al aire sólo para intimidar al grupo oponente.

Con los nervios de usar el fuego real y herir o ser herido, alguien contó después cómo estuvo en un tris de apretar el gatillo en un ataque sorpresa que vino a sus espaldas.

Afortunadamente, no hubo ninguna baja; tan sólo alguna lesión debida al roce con las peñas y las ariscas cardenchas.

jueves, 3 de junio de 2021

145.- Un alto en el camino

  Por tomar un respiro al tema de las milicias y cambiar de aires, vuelvo página y de un salto de apenas mil kilómetros, nos plantamos mentalmente delante de la Escuela del Profesorado. 

Un nutrido grupo de futuros maestros esperan impacientes delante de las verjas de la escuela aneja donde iban a tener que pasar el examen de Prácticas de Magisterio. Para tantas pruebas en una misma mañana, me imagino que habría varios tribunales calificadores, porque llevarlas a cabo todas en la misma aula sería mortificante para los alumnos, aunque ya debían de estar curados de espanto. En el bloque colindante separado por una tapia del nuestro, hacían las prácticas las futuras maestras. 

En la misma aula entramos no sabría decir cuántos compañeros, de los que tan sólo recuerdo  a J. Antonio González Bode, por haber sido entrañable amigo también en el instituto llanisco. Él era residente del Colegio Menor y natural de Berbes. 

El aula de unos veinticinco alumnos de entre doce y trece años la conocíamos de haber hecho en ella las prácticas de oyente del curso primero y prácticas efectivas y semanales durante el segundo. 

Nos quedamos junto a la puerta y de pie apoyados en la pared del fondo esperando el turno de actuación. En la palestra, sendas mesas ocupadas por el tribunal calificador, uno de los cuales, por ser el profesor tutor de aquella aula, era bien conocido de todos. Tenía excelente opinión de él como tutor lo que contribuyó  mucho a recuperar mi aplomo. 

Por pasar cuanto antes aquel momento y como nadie se dio pronto ánimo en iniciar la tarea me acerqué al estrado, les entregué la ficha al jurado y me mandaron que comenzase. Cada uno de nosotros llevábamos la unidad didáctica que en la última clase de prácticas habíamos convenido con el tutor, de las que él nos había dado a elegir dentro de la programación que tenía hecha para el aula en el último trimestre. los componentes del grupo que habíamos sido asignado a ella, previamente nos reunimos para llegar a un acuerdo de la distribución de los temas a exponer, una semana antes, para poder preparar el material y el texto a exponer. 

Yo me había decidido por la Unidad Didáctica sobre la dentición, que por la profesional labor de D. Ramón Vega Escandón que había corregido a tiempo algunas caries, aún en su  totalidad conservaba y podría repasarla como “chuleta” y exponerla en amplia sonrisa a los alumnos. Les hablé de la importancia que tiene la higiene dental con un correcto cepillado después de cada comida. De un portafolio iba sacando una a una las siluetas de cartulina para ponerlas en un bastidor de cartón que simulaba las mandíbulas.  

Aún seguía entero y me había venido arriba, una vez perdido el miedo inicial. Miré a la mesa del tribunal dando a entender que había terminado por mi parte y me dieron permiso para retirarme.  

Después de mi intervención se animó a salir Bode. Yo lo conocía sobradamente desde el paso por el bachiller y me di cuenta de que no iba menos nervioso que yo. Había elegido el tema del oído y lo llevaba en varias láminas que había realizado con exquisita técnica en las que se mostraban con todo detalle cada parte del complejo órgano. En el encerado, con tizas de color escribía el nombre de cada una de ellas.

Totalmente relajado, me di cuenta de que uno de los alumnos que estaba delante de donde me encontraba levantaba la mano, pero sin aspavientos como los que suelen hacer quienes alardean de saberlo todo o por sobresalir del resto de compañeros. Afortunadamente no era para eso: cuando levantaba la mano, lo hacía con cuidado de que el presidente del tribunal, miraba para las ventanas, posiblemente tomando un respiro o recordando cualquier asunto que tenía pendiente. 

El rótulo que acababa de escribir mi amigo en el encerado tenía un error ortográfico, debido al estrés. Mirando de reojo a la mesa, aproveché el momento en que José Antonio levantó la vista al fondo donde estaba y le hice con los dos índices un aspa a la vez que los llevaba a tocar mi oreja.

El leve momento en el que los hados se pusieron de nuestra parte lo recuerdo aún tan vívido como la claridad de los ventanales que daban al sur y las barras de neón del aula; el ruido de los coches y el pitido del guardia de la rotonda; el olor a “humanidad”, como nuestro profesor de Química del 5º curso del instituto lo calificaba cuando entraba en el aula, al sudor mezclado con "Varón dandy", el olor de las gomas "Milán", la tinta de los  "Bic" y  las pinturas "Alpino".

Como un rayo el borrador que mi amigo llevaba en la mano izquierda abatió la S y la tiza en la otra mano la sustituyó por una X. 


Todo quedó en un susto y una gracia que celebramos después. Por la tarde tuvimos, nada más entrar, las pruebas de prácticas en grupo relacionadas con un deporte o juego. Debíamos ser capaces de captar la atención y colaboración de los alumnos de distintas edades. Por supuesto, que nuestras expresiones verbales, tonales y gestuales deberían ajustarse al grupo de edad de los chavales. Previamente, como en la prueba del aula, cada uno de nosotros expuso a los demás, el ejercicio que pensaba hacer.

A la hora de más calor, en la que el asfalto de la calle reverberaba emitiendo ondas del tóxico mineral, vimos que al cargo de nuestra práctica estaba nuestro profesor de Lengua D. Jesús Neira Martínez. 

Me preguntó por el juego que iba a dirigir y le expliqué que me había parecido interesante el tiro de cuerda, si es que él lo veía apropiado. Sin más comentario, me mandó dar comienzo. 

Todo fue bien, sin ninguna nota que resaltar. Habíamos pasado el mal trago y sólo faltaba conocer los resultados, pero tenía presentimiento de que no serían negativos. De ellos dependía alcanzar aquella  primera meta que me había marcado: el acceso directo, Aún quedaba el año de prácticas en un colegio de Oviedo, del que daré cuenta más adelante. Deshago el camino y me planto de nuevo en la 4ª Cía del Bon. 1º, Campamento Martín Alonso, Talarn, Lleida.

sábado, 29 de mayo de 2021

144.- El acre olor a pólvora

 

Las clases teóricas se recibían por las tardes. Solían impartirlas los tenientes, el alférez y, en ocasiones, alguno de los cabos primera. Después de dar por finalizado el tema de la normativa y reglamento militar, se centraron en lo relacionado con el armamento que teníamos que manejar aquel primer curso. De tal forma que no había pieza, ni escotadura del mauser que no conociésemos, así como del tamaño, peso, alcance, tipo de munición, mantenimiento, limpieza y uso adecuado. El día menos pensado iríamos al campo de tiro.

Las clases las daban en las escalinatas del pabellón en un principio, pero algunos oficiales preferían llevarnos campo a través, fuera de la sombra de los edificios, a sentarnos sobre los ariscos roquedales donde los rayos del sol de justicia nos diera en toda la testera. Menos mal que los pantalones de instrucción tenían unos refuerzos allí donde más se necesitaban. Tanto es así que, estando en una de esas clases, al cambiar de asiento por variar la postura, advertí que debajo de unas piedras que moví por acomodar mi culera había una pareja de negros escorpiones. Desde aquella holgué sentarme sin antes mirar bien dónde lo hacía.

En la instrucción diaria aprendimos a llevar el fusil, cambiarlo de hombro y todas las demás evoluciones dependiendo del tipo de movimiento, siempre sin munición, ni tan siquiera en las cartucheras que colgaban del cinturón de las cinchas.

Un día, de mañana, en lugar de instrucción nos llevaron al campo de tiro. Estaba detrás de una loma que atenuaba el sonido, en un pequeño valle donde había una pequeña explanada en la que tenía montado su taller ambulante el maestro armero. Un ciento de pasos estaba la zona desde donde debíamos disparar a las siluetas que aún estaban otros cientos de metros más lejos. La verdad sea dicha que era una experiencia novedosa de la que nadie le hubiese gustado prescindir.

Yo había practicado el tiro al blanco en las casetas de las fiestas con escopetas de perdigones y el afán de sacar algún premio no era mayor que el de demostrar la buen puntería ante los que nos observaban. Harto difícil cuando la mira y el alza del cañón estaban trucados. Pues con los mauser ocurría lo mismo. En el tiro había que ajustarlos si queríamos tener una buena calificación. Tras la primera tanda de prueba debíamos tener en cuenta la desviación de los impactos en las siluetas, de forma que se pudiera ajustar el alza; pero como no se controlase del todo, había que apuntar, según nos lo pidiese o más bajo o más alto y lo mismo a derecha o izquierda.

Tras las siluetas había unas trincheras donde se resguardaban los “parcheadores” de las que no deberían salir hasta una vez finalizados los disparos y escuchado el aviso de que el peligro había pasado..

Por pelotones, a la orden de “¡Fuego!”, cada cual lo hacía a la silueta que le correspondía las cinco balas de la recámara, una a una, como no hay otra posibilidad con el mosquetón mauser. Cada tirador, una vez agotados los cinco tiros previstos, debía dejar el fusil en el suelo y retirarse unos pasos atrás de él. Cuando el conjunto de los integrantes del pelotón habían terminado de tirar, se daba el aviso de estar fuera de peligro y los que valoraban los resultados en las distintas dianas, salían de la trinchera de seguridad. Un cabo primera colocaba una plantilla cuadrada sobre el centro marcado en la silueta y leía en alto los aciertos dentro de la plantilla y el grado de dispersión del resto para cada tirador. Otro cabo anotaba los resultados que servirían para ponernos nota. Una vez comprobado el resultado de cada panel, los parcheadores tapaban los huecos, dejándolos listos para la prueba del siguiente pelotón.

Después de pasar todos por el tiro a pie, se hacía el tiro con rodilla en tierra y más tarde el tiro desde cuerpo a tierra y para todos se seguía las mismas ceremonias que para la primera. De forma que aquella tarea nos ocupó toda la mañana.

Como no es para menos, en los ejercicios de tiro lo mismo que en otras actividades del campamento, se llevaban a cabo curiosas acciones muy propias de la mejor narración picaresca y que usaban con disimulo y discreción a favor de quien mejor les caía.

Yo que había necesitado el uso de gafas para corregir la incipiente “miopía escolar” de tan sólo 0,75 dioptrías que me impedían leer con corrección desde el fondo del aula lo escrito en las pizarras, decidí llevarlas conmigo y ponérmelas para el tiro en aquella primera ocasión. Lejos de favorecerme la visión a través del alza, la gruesa montura de pasta me aportaba incomodidad, por lo que acabé por echarlas al suelo y prescindí de ellas en las siguientes tandas de disparos que hicimos, al escuchar los buenos resultados que había conseguido, yo mismo quedé más sorprendido que el cabo que me felicitó por ellos.

Como estaba estipulado, teníamos que recoger todas las vainas extraídas por las uñas del cerrojo y algunas caían alejadas y las recogía otro tirador o se perdían entre la maleza y rocallas. Al entregarlas, el encargado de las municiones solía hacer la vista gorda siempre que no se viese vigilado por su superior. Es otro detalle más de la picaresca ya establecida a lo largo de los años, pues detalles como estos los conocía yo de ser oídos, tal que cual, a mi padre narrar de su largo período militar obligado de seis años y medio, entre 1937 y 1944 y que yo recojo en el libro A los Quintos del 40’ .

Una vez en la compañía, nos dedicamos a limpiar con escrúpulo todas las piezas del fusil para pasar la correspondiente inspección. Por azar, el parcheador que me había correspondido era un amigo de la 3ª compañía con la que compartíamos el pabellón “EBRO”. Me confesó días después, mientras esperábamos una vez que hacíamos el descanso, que había hundido la tapa de su “bic” para simular el impacto de aquellos tiros que se me habían ido a tomar vientos fuera del panel y a hundirse en el talud de tierra del fondo.


1º Pelotón, 1ª Sección, 4ª Compañía, 1º Batallón, pabellón "EBRO" 1971

Del pequeño valle llegaba el olor acre de la pólvora y en nuestros oídos los sonidos de las detonaciones y el eco de la montaña que los repetía.