viernes, 18 de junio de 2021

146.- Nuevas experiencias diacrónicas

Por resumir los hechos y no extender el desarrollo de la narración, me veo obligado a prescindir de la línea temporal en que acontecieron conservando a ser posible los límites temporales de los diversos períodos o cursos de la milicia universitaria. Estamos con el primer curso de reclutamiento de la IPS para salir del campamento el 31 de agosto como cabos “tomateros” sellado en la cartilla militar y los galones rojos cosidos en todas las hombreras de la indumentaria. Quedan por patear decenas de kilómetros en la pista y muchos toques de cornetín que escuchar, unos que semejan los puntos suspensivos … , seguidos de otro más seco y agudo como para romper la pereza, dar ánimo o empujarnos a salir. Tras él arrancan los golpes de las baquetas en las pieles curtidas de los tambores y en el peñascal que hay de fondo rebotan y se expanden valle abajo hasta las verdosas aguas del embalse de Tremp.

– ¡Un, dos; ún, dos; ún, …; ún, dos!

– ¡Alto, Ar! ¡Derecha … Ar! ¡Izquierda… Ar! ¡Media vuelta … Ar!

– ¡Descansen, Ar! ¡A discreción!

Momento en el que, sin mover el pie izquierdo que marcaría de nuevo la posición exacta del conjunto, nos quitábamos la gorra y el sudor de la frente; charlábamos con los compañeros más cercanos de temas tan importantes como las noticias de “Radio Macuto” que últimamente nos llegaban. Siempre había alguien dispuesto a aliviar nuestras penas con algún chascarrillo gracioso traído de cualquiera de las ocho provincias andaluzas, con diferenciaciones tan sutiles que ya hacía de cada una de ellas. Cada región, así se hablaba entonces, tenía sus chascarrillos, sus bromas, sus dichos, sus gestos y su talante. Creo haberlo expresado antes, me encantaba tal variedad de gente a mi alrededor, compartiendo las mismas tareas, inquietudes y aspiraciones.

De nuevo se organizaba el rebaño al toque de atención:

Compañía: atención ... ¡Firmes … Ar!

Y seguíamos pateando el cemento hasta la compañía para cambiarnos antes de ir a las duchas.

En un espacio apartado del resto de edificaciones, había una piscina, yo diría que reglamentaria, pero que siempre la usaban otras unidades que no la nuestra y sí en cambio nos ponían frente al pasadizo de las duchas que mediría algo así como veinticinco metros. En fila, íbamos pasando bajo los chorros fríos mientras nos echábamos el jabón de modo que al llegar al final ya llegásemos aclarados. Otros chorros a presión salían por los laterales de forma que no quedaba rincón de nuestro cuerpo que no recibiera el masaje del agua del pirineo.

Algunos, se hacían los remolones o se daban la vuelta dentro del mismo pasillo, pero como había otras compañías esperando su turno expuestos al fuerte sol del mediodía, debía verse a las claras que de ellas salían no a igual ritmo con que entraban. Un par de oficiales fueron mandados a vigilar lo que ocurría, pues ya conocían de sobrado tales artimañas soldadescas, y subidos a una paredilla que para tal motivo debió de ser construida nos fustigaba con palabras que algunas dolían casi igual que de un látigo se tratase. Como suele ocurrir siempre, a los menos culpables de aquel frenado nos tocó quitar parte de la espuma con la toalla.

Con la toalla al hombro y las chancletas de goma haciendo pedorretas llegué al pabellón con el bañador “Meiba” ya seco. Para entonces, ya tenía seco el pantalón y la camisa de instrucción que vestí para irnos al comedor que, al ser día en demasía caluroso, lo tenían abierto por los cuatro costados. Dentro se entremezclaban aromas a tomillo, lavanda, manzanillas, tojos y brezales venidos para mitigar el conocido olor de las perolas.

Aquella semana estaba otro oficial de cocina y se diferenciaba con la anterior en las cantidades servidas así como en el contenido y elaboración de los platos. Pudiera ser por la ducha, el cansancio o el hambre, a mí me pareció todo más rico.

Tras la comida, un par de horas de siesta y salida a las clases teóricas que versaron, una vez pasado por el área de tiro, sobre las características de las municiones de fogueo que empezaríamos a usar.

Un día cualquiera después, nos llevaron a un terreno rocoso y arisco de vericuetos en el que resultaría fácil ocultarse  del enemigo. Todo el pelotón sería enemigo de otro pelotón de la misma compañía, por lo que deberíamos controlar los disparos para no herirnos entre nosotros. Más que nada, me daba la sensación de ir a una guerra civil, entre amigos. Unos debíamos colocar la visera hacia atrás para ser los “contrarios”. Yo de aquélla no me daba mucha cuenta de ello; hoy, les preguntaría: 

– ¿Contrarios de quién? – oye!

Nos llenamos las dos cartucheras con balas denominadas de “fogueo” que, a diferencia de las “normales”, su balín estaba hecho con madera de chopo: tampoco es que las hiciese mucho menos peligrosas. Nos encomendaron dispararlas al aire sólo para intimidar al grupo oponente.

Con los nervios de usar el fuego real y herir o ser herido, alguien contó después cómo estuvo en un tris de apretar el gatillo en un ataque sorpresa que vino a sus espaldas.

Afortunadamente, no hubo ninguna baja; tan sólo alguna lesión debida al roce con las peñas y las ariscas cardenchas.

jueves, 3 de junio de 2021

145.- Un alto en el camino

  Por tomar un respiro al tema de las milicias y cambiar de aires, vuelvo página y de un salto de apenas mil kilómetros, nos plantamos mentalmente delante de la Escuela del Profesorado. 

Un nutrido grupo de futuros maestros esperan impacientes delante de las verjas de la escuela aneja donde iban a tener que pasar el examen de Prácticas de Magisterio. Para tantas pruebas en una misma mañana, me imagino que habría varios tribunales calificadores, porque llevarlas a cabo todas en la misma aula sería mortificante para los alumnos, aunque ya debían de estar curados de espanto. En el bloque colindante separado por una tapia del nuestro, hacían las prácticas las futuras maestras. 

En la misma aula entramos no sabría decir cuántos compañeros, de los que tan sólo recuerdo  a J. Antonio González Bode, por haber sido entrañable amigo también en el instituto llanisco. Él era residente del Colegio Menor y natural de Berbes. 

El aula de unos veinticinco alumnos de entre doce y trece años la conocíamos de haber hecho en ella las prácticas de oyente del curso primero y prácticas efectivas y semanales durante el segundo. 

Nos quedamos junto a la puerta y de pie apoyados en la pared del fondo esperando el turno de actuación. En la palestra, sendas mesas ocupadas por el tribunal calificador, uno de los cuales, por ser el profesor tutor de aquella aula, era bien conocido de todos. Tenía excelente opinión de él como tutor lo que contribuyó  mucho a recuperar mi aplomo. 

Por pasar cuanto antes aquel momento y como nadie se dio pronto ánimo en iniciar la tarea me acerqué al estrado, les entregué la ficha al jurado y me mandaron que comenzase. Cada uno de nosotros llevábamos la unidad didáctica que en la última clase de prácticas habíamos convenido con el tutor, de las que él nos había dado a elegir dentro de la programación que tenía hecha para el aula en el último trimestre. los componentes del grupo que habíamos sido asignado a ella, previamente nos reunimos para llegar a un acuerdo de la distribución de los temas a exponer, una semana antes, para poder preparar el material y el texto a exponer. 

Yo me había decidido por la Unidad Didáctica sobre la dentición, que por la profesional labor de D. Ramón Vega Escandón que había corregido a tiempo algunas caries, aún en su  totalidad conservaba y podría repasarla como “chuleta” y exponerla en amplia sonrisa a los alumnos. Les hablé de la importancia que tiene la higiene dental con un correcto cepillado después de cada comida. De un portafolio iba sacando una a una las siluetas de cartulina para ponerlas en un bastidor de cartón que simulaba las mandíbulas.  

Aún seguía entero y me había venido arriba, una vez perdido el miedo inicial. Miré a la mesa del tribunal dando a entender que había terminado por mi parte y me dieron permiso para retirarme.  

Después de mi intervención se animó a salir Bode. Yo lo conocía sobradamente desde el paso por el bachiller y me di cuenta de que no iba menos nervioso que yo. Había elegido el tema del oído y lo llevaba en varias láminas que había realizado con exquisita técnica en las que se mostraban con todo detalle cada parte del complejo órgano. En el encerado, con tizas de color escribía el nombre de cada una de ellas.

Totalmente relajado, me di cuenta de que uno de los alumnos que estaba delante de donde me encontraba levantaba la mano, pero sin aspavientos como los que suelen hacer quienes alardean de saberlo todo o por sobresalir del resto de compañeros. Afortunadamente no era para eso: cuando levantaba la mano, lo hacía con cuidado de que el presidente del tribunal, miraba para las ventanas, posiblemente tomando un respiro o recordando cualquier asunto que tenía pendiente. 

El rótulo que acababa de escribir mi amigo en el encerado tenía un error ortográfico, debido al estrés. Mirando de reojo a la mesa, aproveché el momento en que José Antonio levantó la vista al fondo donde estaba y le hice con los dos índices un aspa a la vez que los llevaba a tocar mi oreja.

El leve momento en el que los hados se pusieron de nuestra parte lo recuerdo aún tan vívido como la claridad de los ventanales que daban al sur y las barras de neón del aula; el ruido de los coches y el pitido del guardia de la rotonda; el olor a “humanidad”, como nuestro profesor de Química del 5º curso del instituto lo calificaba cuando entraba en el aula, al sudor mezclado con "Varón dandy", el olor de las gomas "Milán", la tinta de los  "Bic" y  las pinturas "Alpino".

Como un rayo el borrador que mi amigo llevaba en la mano izquierda abatió la S y la tiza en la otra mano la sustituyó por una X. 


Todo quedó en un susto y una gracia que celebramos después. Por la tarde tuvimos, nada más entrar, las pruebas de prácticas en grupo relacionadas con un deporte o juego. Debíamos ser capaces de captar la atención y colaboración de los alumnos de distintas edades. Por supuesto, que nuestras expresiones verbales, tonales y gestuales deberían ajustarse al grupo de edad de los chavales. Previamente, como en la prueba del aula, cada uno de nosotros expuso a los demás, el ejercicio que pensaba hacer.

A la hora de más calor, en la que el asfalto de la calle reverberaba emitiendo ondas del tóxico mineral, vimos que al cargo de nuestra práctica estaba nuestro profesor de Lengua D. Jesús Neira Martínez. 

Me preguntó por el juego que iba a dirigir y le expliqué que me había parecido interesante el tiro de cuerda, si es que él lo veía apropiado. Sin más comentario, me mandó dar comienzo. 

Todo fue bien, sin ninguna nota que resaltar. Habíamos pasado el mal trago y sólo faltaba conocer los resultados, pero tenía presentimiento de que no serían negativos. De ellos dependía alcanzar aquella  primera meta que me había marcado: el acceso directo, Aún quedaba el año de prácticas en un colegio de Oviedo, del que daré cuenta más adelante. Deshago el camino y me planto de nuevo en la 4ª Cía del Bon. 1º, Campamento Martín Alonso, Talarn, Lleida.