viernes, 12 de agosto de 2022

160.- Anecdotario del curso en prácticas. (III)

 Situación urbana de la Escuela

    En pleno barrio Postigo Bajo que, como su nombre indica, estaba una de las puertas de entrada a la ciudad de Oviedo. En el año 1971, era un continuo ir y venir de automóviles de todas las características en tamaño y servicios. Las aulas que daban a la fachada de entrada, en el lado norte, tenían que soportar el ruido de los camiones, autobuses, coches y motos, en ambos sentidos, por una calle no muy ancha y dos aceras bajas y estrechas para los peatones. A pocos metros de la entrada había un taller mecánico que aportaba también buena parte del ruido. El edificio aún conservaba vestigios de mejores tiempos, por la verja y portilla de forja, los arcos de la puerta y ventanales ribeteados en ladrillo macizo. Las maderas precisaban una segunda mano de pintura sin satinar que las saciara después de tantos años sin ser atendidas. Los muros de piedra certificaban bien a las claras el impacto de proyectiles con los característicos desconchados en la cal que los revocaba. Por la parte del sureste, a través de la galería de la clase de 4º se veía el campo parcelado con el trajín normal de la agricultura y ganadería hasta donde la vista lo permitía: no había otro edificio que lo impidiese, salvo una nave destinada a los autobuses de la ciudad y sus talleres; vendría a ser como la cofia de una raíz que acabaría por engullirse al campo. De aquellas pequeñas granjas ganaderas salía a diario un carromato cargado con la leche para ser repartida litro a litro al pie de los pisos. Por lo demás, en pequeñas huertas se levantaban casetas de aperos, cubiles y gallineros cercados de telas metálicas, techados de uralitas y con las paredes metálicas, del reciclado de los bidones de grasa y petróleo que se echaban en basureros consentidos.

    El concepto “basurero pirata” no se conocía. Cualquier rincón del campo, bosque, río, charca, cueva, torca o acantilado podía convertirse de la mañana a la noche en un consentido depósito, no solamente de basuras, sino también de residuos de todo tipo de empresas. Incluidas las municipales.

    La calle de El Postigo estaba bien surtida de establecimientos: cafeterías, bares, panadería, zapatería. En un local, bajo los ruinosos pisos en el inicio del “Campo de los patos”, descargaba carbón un “Ebro” que posteriormente era distribuido por la ciudad en sacos de yute a bordo de una moto carro. Enfrente mismo del colegio se anunciaba en un pequeño cartel con busto de mujer tomando puntos en una media de cristal, por el día: por las noches, en el bar debajo, se mesaban las faltriqueras de los clientes que a él acudían.

    A medio centenar de metros, la vista en línea recta al norte, se dejaban ver los tanques de acero pintados de gris de los depósitos del gas natural, de los que salían gruesas tuberías de distribución aérea de unos a otros.

    Las madres, por lo general, traían a los alumnos más pequeños y venían a recogerlos, en la mañana y en la tarde. En esas cuatro ocasiones diarias tuvimos la oportunidad de hablar con ellas cuando fue necesario; las reuniones con padres, al menos en aquella escuela, no era habitual.

    Como ya creo haber explicado, me es imposible determinar el orden cronológico de los acontecimientos, por tanto los iré narrando tal como me vengan.

    Debía de ser a finales del otoño, cuando las primeras heladas dejaban una fina capa de escarcha en los pastos y el aire frío se colaba como finas cuchillas por entre los ventanales de la galería. Recuerdo que a don Eduardo no le importaba que los niños se cubrieran con el pasamontañas y zamarras para mitigarlo. A pesar de la cercana fábrica de gas, a las aulas no llegaba ni pizca de calor. Los niños habían bajado a jugar en exiguo patio y un enorme vocerío sobrepasaba prácticamente al de los motores en la vía pública. Nos dijo que si queríamos acompañarle a la dirección sin explicarnos el motivo. Le seguimos hasta un cuarto que había en el piso primero y llamó a la puerta. Una voz de mujer dijo:

    – Adelante.

    La directora estaba centrada en estudiar para unos exámenes de la facultad de Ciencias de la Educación que le permitirían acceder al cargo de inspectora. Sin poder ocultar el asombro por nuestra llegada, nos lanzó una mirada interrogante por encima de sus gafas desde el otro lado del escritorio.

    Un flexo fulminaba con un haz amarillento la oscuridad del cuartucho y enfrente de la mesa un aparato de resistencias eléctricas le calentaba con rítmico vaivén sus pies descalzos. El leve rubor que cubrió su rostro y el tartamudeo de las cuatro palabras de su pregunta, no sé por qué, hicieron sentirme mal.

    –¿Qué les trae aquí?

    Simplemente, – contestó nuestro maestro tutor – venimos a calentarnos un rato.

    Y comenzó a frotarse las manos frente a la estufa, actitud que nos pareció justo imitar, por puro corporativismo. 

    Desde el ventanal del aula me había fijado en la niebla que como una nube de algodón de azúcar cubría los prados. Por el tendido eléctrico que abastecía al edificio, finas gotas desfilaban por ambos cables de cobre hasta llegar a las tacillas de cerámica blanca ancladas en el embreado poste de la luz. En ese punto, una vez unidas se engrosaban y caían tamborileando sobre la tapa del alcantarillado.  

    Mientras remedaba el ritual de calentamiento de mis dos colegas, puse en conocimiento de la rectora la existencia de graves rendijas en las paredes y del deterioro de la masilla en las cristaleras, motivo por el cual, eran zarandeadas por el viento, aparte de dejar pasar el agua y el frío. ¡Para algo habrían de servir los trabajos que había hecho por mi cuenta en casa, tras el aprendizaje bien aprovechado de mi servicio como peón de varios oficiales de la construcción!  

   Ya se sabe que tres garbanzos no hacen el pote, pero evidentemente lo forman si se añaden otros más. Cumplido nuestro cometido, nos despedimos de la jefa con intachable cortesía, cerramos la puerta tras nosotros y bajamos al patio de recreo a charlar sobre el suceso con el resto de colegas.

    En otra ocasión, el altavoz de la entrada de la escuela sonó de continuo, mucho más tiempo del que solía emplear. Miramos el reloj y aún no era la hora de la salida. Fue don Eduardo quien nos dijo que sería un aviso de evacuación urgente. Sin alterar, pero con voz firme, sin exageraciones mandó a los alumnos que se pusieran sus trencas y que bajasen sin atropellos las escaleras. Él cerraba el paso y nosotros vigilamos la bajada, uno a mitad de fila y el otro por delante para mantener el paso y evitar el riesgo de avalancha contra la barandilla.  

    Una alarma había comenzado a sonar en la cercana fábrica por causa de un escape del gas. Se habían concentrado varias unidades de bomberos en la estrecha calle que va desde El Campillín, sube a la altura de la fábrica para salir a la calle Argüelles. 

   Se notaba mucha agitación en el barrio y el tráfico de la nacional que atravesaba el Postigo Bajo. Había sido detenida la caravana de camiones y autobuses a un centenar de metros en ambos sentidos entre el Campillín y Campo los patos. La llama de protección de los depósitos seguía activa como de costumbre. Dos agentes llegados en un 2 CV Citroën azul descongestionaron el tráfico. 

    Algunas madres llegaron a recoger a sus hijos antes de la hora de salida y los maestros en prácticas tuvimos que mantener en la tranquilidad y jugando al resto hasta que sus padres viniesen a recogerlos.  

    Las compañeras que hacían las prácticas en el ala oeste del edificio escolar nos comentaron que algunas niñas habían sufrido signos de amodorramiento, pero por suerte las evacuaron a tiempo.