miércoles, 18 de diciembre de 2019

127.- ¡Las doce en punto y Sereno, va!



A la calle Argüelles se la podía considerar como una de las arterias entre las más transitadas de la ciudad. Un rosario de establecimientos alineados en ambas aceras estaban dedicados al buen beber y comer, aparte de ser tránsito rodado entre Uría y el cruce del “Campo los patos”, por el que se salía hacia las dos cuencas del Nalón y el Caudal, Avilés, Gijón y la zona oriental. Gozaba de la cercanía de puntos importantes como el Teatro Campoamor y el Filarmónica, la Biblioteca Pública, la Plaza de la Catedral, museo Arqueológico, Universidad, estación “El Vasco”, autobuses Alvargonzález en la calle Víctor Chávarri y ALSA, en la calle Caveda.
A partir de las doce de la noche, la puerta de la Pensión Pravia, normalmente abierta de par en par durante el día, echaba la cancela para propios y extraños. Cuando esto ocurría, generalmente, algún día del fin de semana, tuvimos que esperar sentados en la escalerilla de entrada, después de vocear como se acostumbraba: ¡Sereno! Y se dejaba sentir a lo lejos la cachaba en las baldosas sueltas de la acera, a ritmo de su cojera. Lad salidas laborales para los mutilados de la guerra civil eran muy diversas, como la de guardas forestales, guardarríos, alguaciles en los ayuntamientos, conserjes de instituto, serenos o de vigilantes nocturnos en empresas y otros cargos parecidos. Fue una forma de pagarles por los años de fidelidad al régimen que detentaba el gobierno de la nación desde hacía tres décadas.
Cuando llegó ante la puerta eligió, con la precisión que da la veteranía en cualquier oficio, la llave adecuada de un conjunto de ellas que colgaba de un aro. Con su gorra y traje gris, parecido al de la policía nacional, ya daba un mucho de respeto y cierta seguridad perfilada en la seriedad de su rostro y reforzada por el báculo que le ayudaba en su ranqueante callejear y que colgaba de su brazo izquierdo cuando se disponía a abrír la reja que precedía a la puerta. Se ponía a un lado para dejarnos pasar mientras sostenía la puerta con una mano y dejaba la otra abierta a la espera de nuestra gratitud. Yo lo tenía ya acostumbrado a la propina, de darle toda la calderilla que guardaba apartada para él, procurando que no llegase al duro, moneda unidad que había sustituido a la "rubia", ya de por sí devaluada,  en todas las transacciones populares como mercados y ferias. Sólo los ricos hablaban de la peseta, con tal de poder codearse con los millonarios. Un duro era  de bastante valor convertible en un pincho de tortilla en los sitios que yo solía frecuentar como "El Peña Tú"  regentado por Ramonín Guerra, natural de Puertas, cuando esperaba la salida del tren los viernes o me bajaba de él los domingos.  
Le daba las buenas noches, al sereno que volvía a cerrar la puerta de la pensión.
Una noche de tantas otras que coincidí en la espera con mi tocayo y compañero, como le vi a él rebuscar en el bolsillo para darle la propina, pasé delante y me despedí del sereno con un “muy buenas noches”. Como era habitual, ya su mano derecha esperaba en forma de garciella, nos dio también las buenas noches, momento antes de que el poícu depositara en el huesudo cepo la poca calderilla que se topó por el bolsillo faltriquera de su traje de tergal. 
La recia y pesada puerta se cerró sola por el resorte, con un quejido quizás aprendido varios  siglos atrás junto al carbayón con cuyo gentilicio se denominan a los habitantes de Vetusta, pero a través de las gruesas tablas de roble dejó pasar una sarta de improperios suavizados por el acento de Tineo del funcionario.
– ¿Cuánto le diste? – le pregunté.
– ¡Una peseta, entre perras gordas y perrinas!
– La próxima noche que lo llamemos, vamos a tener que dormir al relente, me parece a mí – dije socarrón.
Al doblar la última esquina del pasillo, vimos que la misteriosa habitación que había vecina a la nuestra tenía el cuarterón entreabierto. No pudimos aguantar nuestra curiosidad; con la luz amarillenta de una pequeña linterna que llevaba, enfoqué al fondo del cuartucho y nuestra vista descubrió un tonel de madera como de unos cien litros de capacidad, puesto de pie y nuestro olfato nos regaló con el aroma de las flores convertidas en rica miel.
A la hora del desayuno, me llevaría una gran sorpresa. Justo tenía enfrente mío al melero que recorría las aldeas con periodicidad anual. Se anunciaba con los acordes de una flauta de tubos, de sonido parecido al que usaban los afiladores y a los cuatro vientos promocionaba su dorado producto: “Melero, miel. La rica miel de la Alcarria”
Yo recordé cuando crío de salir a la Bolerina, a comprarle un jarrón de miel que teníamos para tal menester. Lo veía, como niño que era, grande, amable, o quizás lo asociaba a los picos de pan rellenos de miel de la merienda. Llevaba colgado al hombro de una alforja de cuero un par de cuencos y una garcilla de madera de olivo con la que llenaba mi jarra.
Ahora, unos años después, me pareció mayor, con la barba entrecana, pero no me corté en decirle de cuándo y dónde yo le recordaba. Terminamos el desayuno, y le pregunté si podría venderme un tarro de los que consigo llevaba para vender por los pisos. Me dijo que si no me importaba, a la mañana siguiente me lo traería en el momento del desayuno. Por la mañana partiría – me dijo – a su tierra para regresar bien entrado el verano y hacer los recorridos por las aldeas. 
Fue la última vez que lo vi. Por la mañana, cuando pregunté por él, me dijo la patrona que había madrugado, pero que le había dejado un tarro de miel para mí y que no había querido cobrárselo de ninguna manera.



martes, 12 de noviembre de 2019

126.- Las prácticas de Magisterio en la Escuela Aneja.



Habíamos comenzado las prácticas rotativas por los distintos niveles de Primaria y en 1970 estrenábamos la nueva Ley General de Educación, del Ministro José Luis Villar Palasí.

En las clases de la asignatura Organización Escolar, el Sr. Fraga que también nos había dado en primero la asignatura de Didáctica nos ponía al día en lo referente al nuevo decreto. Era buen profesor y nos daba la impresión, al menos a mí, que ponía en práctica lo que explicaba: una excelente didáctica y no menos buena organización. Bastaba con escucharle para entender y asimilar el contenido del par de libros que tuvimos de apoyo; además de profesor nuestro era director en el Colegio Ventanielles.

En las aulas del Colegio “La Gesta” había muchas cosas que no nos gustaban; pero era impensable hacer una crítica de las mismas. Con las cosas negativas también se aprende si te propones no aplicarlas en tus clases.

Como en la Escuela Normal, institutos, escuelas unitarias o colegios del país, la escuela aneja de la Gesta estaba escrupulosamente dividida según género: “Niñas-Niños”; maestras-maestros; directora-director, lo mismos con los conserjes o bedeles: los separaba una gruesa pared de piedra a prueba de cañonazos. Es evidente que no habían puesto en práctica las normativas al respecto aparecidas en la Ley “Villar Palasí” del 1967 en Educación. Justo ese mismo año, pero ya en el segundo o tercer trimestre, no lo recuerdo bien, cuando llegamos de las vacaciones, nos encontramos con el muro de la Normal abierto el paso hacia la zona de las maestras, en cuya entrada se encontraba la Secretaría del centro para los papeleos oficiales, las notas, etc, y la mítica cancerbera Dª Julia que, salvo que supieras adularla con el equipo de fútbol de su querencia, te cerraba el paso a cal y canto y vigilaba a sus pupilas con exageración.

Mientras que en el primer curso nuestra asistencia a las aulas de la Aneja había consistido en ser “oyentes” y observar, tomar apuntes y comentar lo aprendido en el “Diario” que el profesor de Prácticas nos exigía, en el segundo debíamos preparar la Unidad didáctica que nos indicase el maestro tutor, para calificarnos y pasar la nota al Sr. Fidalgo que, además de ser el director del Colegio de "La Gesta", sección Niños, nos daba clases como profesor de Prácticas.

Si la imagen de la moderna E.G.B. que nos había hecho el Sr. Fraga en las clases de Didáctica y Organización Escolar era atractiva para nosotros, que ya soñábamos con aplicarla, la que percibí en aquel Colegio que debería ser un modelo andaba muy lejos de serlo, pues los maestros seguían una pedagogía rancia y pasada, pero evitábamos reflejarlo en el diario de Prácticas.
Hay que aclarar que para tomar plaza como definitivo en aquel colegio, resultaba muy difícil, pues aparte de exigir un número excesivo de puntos acumulados desde el último destino, en el Concurso General de Traslados, era preciso otras componendas aparte. Las plazas de matrícula para los alumnos estaban muy determinadas, según categorías sociales, militares o políticas.

Había varios maestros con carácter interino, de promociones anteriores al “Plan de 1967”, que era el nuestro, y que habían entrado en Magisterio con el Bachillerato Elemental. Haciendo un cálculo aproximado de la edad que tenían, habrían entrado con catorce años, añadimos tres más en la Escuela Normal y otros tres que llevaba en marcha el nuevo plan, se les puede calcular, aproximadamente, veintiuno o veintidós años. Prácticamente, de mi misma edad. Recuerdo especialmente a uno de ellos al que ya habían apodado las promociones anteriores como “Condesito”. La verdad sea dicha, iba impecablemente vestido de traje y corbata, abrigo, bufanda y guantes, en su época, que hacía gala de su apodo.

Tres cursos posteriores, el segundo de mi experiencia como maestro, escuché su nombre en una anécdota relatada por una compañera, maestra en Cabrales, cuando nos juntábamos allí también los maestros de las dos Peñamelleras.
Tras su paso por la Gesta como Interino, donde lo conocí el segundo año, fue destinado a cubrir la plaza libre que había quedado, no sé decir si como definitivo o provisional, al pueblo de Sotres, un destino de los de más altura de la provincia. He de aclarar, para que no haya lugar a malos entendidos, que entre la cantera de los maestros en ciernes para salir por la puerta grande con el título bajo el brazo, se escuchaba decir esto:
– “A mí no me importaría un destino como el de Ibias, Taramundi, Bulnes o Sotres” – a sabiendas de que en algunos de ellos habríamos de echar mano de una caballeriza para acceder a los mismos, aunque también los había más exquisitos que apuntaban a otros destinos más fáciles de cumplir.

Contaba la maestra que el “Condesito” solía bajar todos los viernes hasta Arenas para tomar el autobús de “Mento” que le llevase a su casa. Los vecinos de Sotres confiaban en él y le entregaban las ganancias para que las ingresara en la ventanilla de la sucursal bancaria correspondiente, motivo por lo que apreciaban y respetaban al maestro.
Con las fuertes nevadas de diciembre, se había convertido el paisaje en una clásica estampa navideña y quedaba borrado el trazado de la sinuosa y estrecha carretera desde Sotres hasta Poncebos. El maestro no quería perder aquel fin de semana sin poder ir a casa, a pesar de la advertencia del peligro que le habían hecho muchos vecinos. Quienes le habían entregado el dinero para ingresarlo en su cuenta, lo vigilaban en todo el trayecto que les permitió la orografía, y en no pocas ocasiones se llevaron un buen susto al verlo rodar o hundirse entre la nieve.
Las nieves continuaron la semana siguiente y la posterior con mayor intensidad, si cabe, pues quedó también cortada de los argayos el tramo de Arenas a Poncebos. De ahí que las aulas de Sotres, Tielve, Bulnes y Camarmeña decretaron unas vacaciones blancas unas semanas antes de la llegada de la Navidad.

Pasado el día de Reyes y despejada en buena parte la pista de subida a Sotres, un nuevo maestro abrió las puertas del aula. Se presentó a los padres que habían llevado a sus hijos pequeños, como el sustituto del maestro titular y las clases comenzaron con total normalidad. Todo hubiera ido sobre ruedas, a no ser por el nuevo palabrero que los niños mayores y los pequeños, por no andar a la zaga, comenzaban a usar en sus juegos y también en sus casas.
Los más pequeños confesaron escucharlas decir al maestru cuando se enfadaba con alguno de los mayores.

Alguien se encargó de dar el chivatazo desde Arenas a la Inspección de Educación sita en Cangas de Onís, desde la que se llevaba el control educativo de toda la vertiente oriental del Principado. Como en la Delegación de Educación de la calle Río San Pedro, María Antonia, la Jefa de Personal, que era como el disco duro de un ordenador actual, conocía y recordaba el nombre de los maestros más destacados de cualquier zona de Asturias y su situación administrativa y lugar de trabajo no recordaba haber firmado el cambio de docente para la escuela de Sotres, entendieron que pudiera tratarse de una simple sustitución por asuntos propios, que estaba contemplada como legal.
La sustitución podía realizarse por persona adulta con estudios medios o superiores y, lo más importante, ser poseedor de “valores morales, católicos y acordes al Régimen, sin antecedentes penales. Que no padeciese enfermedades infecto contagiosas ni físicas” El pago de emolumentos corría a cargo del contratante.

Pasada la invernada, el “Condesito” regresó y el sustituto después de aquel período tranquilo de vacaciones vividas en uno de los pueblos más emblemáticos de los Picos de Europa, se despidió con pena de sus alumnos y de los amigos que ya había echado.
En Santander tomó un barco de la naviera en la que estaba enrolado como oficial y con el que partiría en una nueva singladura. Prometió volver pronto, pues había quedado prendado del paisanaje, costumbres y, sin duda, del famoso queso “Cabrales”, del cual llevaba bien envuelto una buena muestra en la mochila.



lunes, 11 de noviembre de 2019

125.- Anécdotas y curiosidades de la ciudad



Para quien sale de la aldea y llega a cualquier ciudad, por pequeña que se catalogue, se enfrenta ante un cúmulo de sensaciones y emociones diversas que van modificando su vida y actitudes.
Sin dejar de visitar a la familia primera que me dio pensión y a mi tía abuela María y su sobrina Rosa en el mismo barrio de Vallobín, me encontré por la calle con
Mis padres habían alquilado a Filomena la casa en la que nací y a los pocos años, se la compraron junto con dos fincas en las que iniciaron su actividad agrícola y ganadera. Corrían malos tiempos, ocho años después de acabada la guerra y el sueldo de mi padre eran veinticinco pesetas en las oficinas de Arbitrios, por lo que debía hacer otras tareas para el pago de los “premios” anuales, que así se llamaban a los intereses del capital que quedase por amortizar al final del año, como habían acordado con la vendedora. De las cuarenta y cinco mil pesetas de la cantidad inicial se irían descontando los pagos anuales hasta desaparecer la deuda monetaria, que no la afectiva con Filomena, que jamás se perdió. Hubo años en los que la balanza económica había sido negativa por causas debidas tanto a la salud de la familia como a la del ganado y otras circunstancias aparejadas a los años de posguerra que tocó vivir. Conocían muy bien las dificultades por las que estaba pasando Filomena y para ayudarla, acudieron a Rosaurina, hermana de mi abuela Araceli, que les prestó la cantidad que restaba para el pago completo de la deuda, al mismo interés anual.
Mi padre entró a trabajar en la fábrica “Lactosa” del barrio San Antón en 1955 con un sueldo de cincuenta pesetas hasta que en 1959 en que se cerró, pasó a trabajar en la ganadería de “La Talá” de Fernando Vega Escandón, para la siega del verano, cobrando sesenta y cinco pesetas y quedando fijo a partir del verano con el salario de cien pesetas.
Crucé la calle para saludarla. Le conté todo lo relacionado con mi estancia en Oviedo y me dijo que si necesitaba algo ya sabía dónde residía. Al despedirnos puso en mi mano una moneda de cincuenta pesetas que yo me negaba a tomar, pero ante su insistencia y por no parecer descortés acabé aceptándola. En otras ocasiones, la vi tras el ventanal de la vivienda y la saludaba. Es el último recuerdo que de ella guardo.
Solía pasar por la plaza de la Catedral y me gustaba entrar cuando escuchaba los sones del órgano o bien por contemplar las vidrieras y la cantería buscando en los arcos, ménsulas y capiteles el “argot” del que trata Fulcanelli en “El misterio de las catedrales” del que nos dio noticia el profesor de Química en el instituto, mientras se tomaba un descanso sentado en el pico de la mesa echando unas caladinas. Al ser un tema tan interesante para nosotros como para el mismo narrador, lanzó la pava sin apagar a la papelera y continuó explicando la tabla periódica de Mendeléyev. Una gran humareda seguida de llamas nos despertó del letargo del mediodía que algunos atribuyeron al relato de misterio con que nos regaló el bueno de D. Claudio.

En la entrada de la catedral me encontré con
Un fin de semana me enteré por una vecina que estaba ingresado en el Hospital Militar

Poco antes de que se finalizase el primer trimestre del curso, mi compañero y yo dimos con una pensión en la calle Argüelles, la “Pensión Pravia”, a pocos metros del “Bar Niza” y de “El Mesón del labrador” en los que podría cubrir, llegado el caso, alguna carestía. Quedaba muy cerca la Biblioteca Municipal, el Museo de Arqueología, varias salas de cine y otras de exposición, el Parque San Francisco, el Fontán, estaciones de autobuses, Estación del Vasco y otros servicios más, pero lo más importante era que el trayecto hasta las clases se acortaba en un tercio de la distancia con respecto a las anteriores pensiones en las que estuve. Estaba deseando hacer el cambio, pero antes me acercaría a conocerla y apalabrar el alquiler.

La sensación primera fue muy positiva, en lo que respecta al trato de las dos mujeres que regentaban las ollas y en ese momento, me parecía lo más importante de todo. Una de ellas que me pareció ser la que gobernaba aquel negocio, nos enseñó las dos únicas habitaciones que le quedaban libres, perdidas en un laberinto de pasillos cuyas maderas crujían a nuestro paso, en los que se percibía un abanico de olores a humedad, hongos y carcoma propios de las casonas viejas. Elegimos una en la que había dos camastros, una mesita compartida sobre una alfombra y un armario viejo que conservaba el estilo del ebanista por algunas piezas torneadas y otros detalles tallados; además había un lavabo con un solo grifo, que más parecía una clepsidra, con un goteo continuo que marcaba los segundos. Quedaba cerca el único escusado, de aquella ala del edificio con el que compartía tabique. Al otro lado lindaba con otra habitación que aún parecía más vieja que la elegida por nosotros, cuyo inquilino tardaríamos en conocer.

Al pasar frente a la sala comedor nos explicó los horarios convenientes para los tres refrigerios y el cierre del portón de entrada del que tendríamos acceso pasadas las doce, por medio del sereno de la zona. El ambiente que se respiraba en aquel momento entre los comensales a la hora de la cena me pareció muy tranquilo y el olor que emanaba de las humeantes fuentes me recordó la propia casa.

Faltaban unos días para que finalizase el mes que ya había pagado por adelantado a la última casera. Mientras tanto, las comidas y cenas las hacía en la Cocina Económica. Me encantaba por la limpieza, orden y variedad de platos que había a lo largo de la semana así como el sabor y la cantidad que iban parejos.

Solía coincidir con algún compañero y tenía por norma elegir los asientos de cualquier mesa que quedase incompleta, con el fin de que quedasen libres las demás mesas para tres o cuatro comensales y con ello no dar más trabajo a las chicas que cumplían con el obligado Servicio Social femenino. Unas monjas llevaban la administración y atendían en el acceso al establecimiento. Había otra entrada por la que pasaban en fila los usuarios habituales de la institución exentos de pagar y que, por supuesto, disfrutaban del mismo menú del día que los de pago y por ese detalle me agradó y animé a seguir utilizando aquel local con preferencia a otros ya conocidos. Al terminar de comer, recogía la mesa, costumbre que ya llevaba aprendida de casa y de las tres pensiones anteriores, lo que me granjeó el aprecio de las monjas que hasta se interesaban por mis exámenes y calificaciones.

Un día que llegué el primero, elegí una mesa que había libre por ser aún la hora de apertura y, al poco tiempo, entraron dos estudiantes que me preguntaron si quedaban libres dos de las tres sillas. Les dije que sí y coloqué mis libros sobre la silla restante en previsión de que llegase mi compañero. 
Los dos chicos charlaban de sus cosas y yo, siempre abierto a los dialectos y variaciones fonéticas desde mis clases con el Sr. Neira, les escuchaba con suma atención y deleite. 
El que tenía de frente me pareció cubano, por el deje de sus expresiones que me recordó a Madeo, compañero de obra con quien trabajé en la restauración del Palacio de Meré. 
El otro, sentado a mi derecha era evidente, tanto por los rasgos fisonómicos como por la neutralización fónica de las erres en eles, tener procedencia asiática. Permanecí en silencio por el desconocimiento del tema, pero resultaba difícil pasar de ellos en un espacio tan reducido como el de aquellas mesas. 
En aquel curso, se había abierto la Facultad de Medicina y en sus aulas se habían matriculado alumnos procedentes de otros países, dato que ahora resultaría extraño consignarlo en esta narración, pero entonces sí que lo era para mí. La Facultad de Medicina estaba justo detrás de la Escuela Normal.
Ya estaba yo disfrutando de la conversación de los dos comensales lo mismo que del plato de lentejas caldosinas que aquel día servían, cuando llegó mi compañero. 
Saludó y mientras se quitaba la chaqueta y la dejaba en el respaldo de la silla, comenzó a hablarme de sus cosas, pero sin perder la atención a lo que los demás decían. En aquel momento, el chico “cubano” mencionó a un tal “Madaleno”, con un deje que me resultaba harto gracioso. 
Hice por centrarme en el exquisito sabor y olor del plato de lentejas que tanto me recordaban a las preparadas por mi abuela María y que yo iba a recoger a su casa, cuando madre tuvo que guardar reposo en cama, durante siete meses, por una pleuresía.
No se le ocurrió otra cosa que darme un leve toque con su pie derecho en el izquierdo mío, justo en el preciso momento en el que la cuchara cargada hasta los bordes estaba ya a medio camino sobre la lengua, por querer controlar la risa, el aire catapultó su contenido y una granizada que alcanzó a mi oponente. Me levanté como un resorte, en verdad dolido, y a la vez que le pedía disculpas le limpié con mi servilleta como mejor pude algunas lentejuelas que le habían alcanzado. Volví a disculparme de la víctima que le quitó importancia, terminé con el postre, me despedí de ellos y salí a la calle.
Tardaría tiempo en volver a disfrutar de aquel comedor; me las fui apañando como pude por los sitios que ya conocía y otro nuevo que encontré en la Plaza del Fontán.

[Nota: ¿Se trataría de Enrique Magdaleno? Según datos encontrados en la Web nació en 1955, por lo que en aquel año que yo escuché su nombre, tenía tan sólo quince.]


domingo, 25 de agosto de 2019

124.- Segundo curso en la Escuela Normal

Después del precedente capítulo, que resulta estar a caballo entre dos momentos narrativos bien distintos, dejo el tema militar para los siguientes y me quedo como estaba en el ámbito estudiantil.
Corría el curso 1970/71. Aún estando en la pensión de la "Prolongación Fray Ceferino" con la segunda familia de “acogida”, y como en el trato de las cien pesetas diarias, entraba nada más que el desayuno, mi compañero y yo nos buscábamos la vida en distintos comedores que fuimos conociendo por el centro de la ciudad. También hacíamos acopio de recursos que guardábamos en la maleta, bajo la cama. Lo que más echaba a faltar en el desayuno era la leche para diluir el cafe. No me bastaba con una nube ni el pocillo que nos ponían, por lo que en "Botas", que fue el primer supermercado que conocí en la calle Uria, adquirí uno y un paquete de cacao para remojar las sopas con galletas y pan de la hogaza de León que merqué en el Fontán. En una tienda de barrio que pertenecía a uno de los vecinos de la barriada de edificios de los Económicos, adquiría el sustento.  A cuenta de ello un día me dijo el tendero si podría darle clases a su hijo. Me pareció oportuno y no podía negarme, pues en el mismo bloque también le daba clases a otro chaval, hijo de uno de los maquinistas de Económicos casado en Parres con A. Mª. Quintana.  Dicho sea de paso, este matrimonio habló con mis padres el día de santa Marina de la posibilidad de que me quedase desde un principio con ellos de pensión, pero algún cambio en la estructura laboral de la familia lo hizo inviable en septiembre. Justamente el mismo día surgieron otras dos posibilidades también de gentes del pueblo: una pensión de estudiantes en el mismo centro urbano de Estelita J. y el piso en Vallobín por la que me decanté y que ya comenté.

Me di cuenta que no les gustaría saber los apaños que hacíamos para suplir el desayuno, en menoscabo del que nos daban,  y lo guardaba bajo llave en la maleta de cartón bajo mi cama. 
Así recuerdo la ocasión, en la que el “Poícu” mercó una partida de cecina de “León”, tal como le dijo el vendedor ambulante que pasó por allí voceando su mercancía. A partir de entonces tuve el concepto equivocado sobre la cecina, pues la creía  de fibrosa como el sobéu que sujeta el yugo al carro. Hoy, estoy por asegurar que aquélla la habría sacado de algún zoológico, que no de la provincia vecina. 
Acabamos frecuentando un bar en la calle Campoamor en el que daban pote diario y variado, pero fijo en cuanto al día de la semana. Yo evitaba acudir, creo que eran los martes, cuando en el menú aparecían los callos, por una mala experiencia tenida en otro comedor. 
Aquí se daban cita obreros de una empresa de construcción con los que yo me sentí bien escuchando sus cuitas con el trabajo. De otra cosa no se hablaba. Menos, de política. Nadie se hubiese atrevido a comentar los carteles que ya habían sido colgados de diversos edificios públicos, en farolas y vallas, donde nos recordaban los 25 años de paz que disfrutábamos. Algún grafitero había estampado su opinión resumida con un "Farias" y un huevo. No estaban los tiempos para ello. Algunos compañeros de mesa,  usaban de las mismas chanzas y conversaciones que yo había oído en las otras plantillas por las que yo había pasado. 
En el aire del comedor se percibía una paleta de olores que me daba referencia del oficio de cada uno de ellos, ya fuese albañil, fontanero, calderero, carpintero, electricista o pintor, en sus manos, en sus ropas y confirmado por su conversación. Aquella hora del almuerzo entre las dos mitades de la jornadas obligatoria no les daba más que para acicalarse un poco, cambiar el casco por la boina que al entrar en aquel refectorio quitaban en señal de respeto y la metían bajo el cinturón.
El lenguaje político usado en público era subliminal, diríase gestual. Nadie estaba seguro si entre los comensales no hubiese algún polizón. Yo mismo podría parecerlo. 
¡Jajaja! ¡Lástima de fotos. 

Había heredado un gabardina de época de un tío indiano venido de  Atlanta que me gustaba en demasía por la cantidad de artilugios que llevaba. El embozo me cubría la boca del frío relente invernal de Vetusta. Era talar y ceñida la cintura, con las hombreras y una solapa que sujetaba al pecho, me daba aspecto de todo menos que de estudiante. Así que me la quitaba antes de empujar tan siquiera la puerta del local y subir al comedor de la cena. Echaba en falta a los colegas de la construcción. A esa hora, ellos estarían en sus respectivas pensiones, quizás también abriendo sus zulos de comida a escondidas de la patrona. En cambio, me encontré con  otros tipos, algunos con una gabardina bastante parecida a la mía, bajo la que se ocultaba algún otro distintivo que no me hizo ninguna gracia. Así es como decidí cambiar de lugar y anduve un tiempo probando aquí y allá.
 
Otro lugar que descubrimos estaba en un piso sobre los Juzgados de la “Plaza del Ayuntamiento”, para cuando debía acudir a la Biblioteca Municipal, de la que estaba cerca. A las tres de la tarde, se entraba en las clases a pasar las seis horas de seguido, salvo que faltase algún profesor y nos podíamos acercar a una cafetería,  el “Mesón del estudiante”  de “González Besada” donde servían pinchos de tortilla a tres pesetas, que tomaba como merienda. 
A la salida, por el invierno, recuerdo pasar por cerca de la plaza de la Catedral, a mano izquierda, estaba el “Hogar del Productor” donde me ponían un bocadillo de mejillones de “Albo” y una cerveza por cinco pesetas en total. 
Conocí otros: en la plaza “El Fontán”, en la calle “El Rosal” uno perteneciente a un llanisco, de apellido San Pedro donde se quedaba una sobrina suya, compañera mía de Magisterio y también del Instituto en Llanes. 
Pero pronto di con el sitio mejor que se acomodaba a mi horario de clases, menús  que ofrecía y la presencia, sabor y ambiente que allí había, además de la estabilidad de los precios. Era ni más ni menos que “La Cocina Económica”. Estaba atendida por Hermanas de la Caridad y un equipo de chicas estudiantes que cumplían el obligado Servicio Social, como yo habría de cumplir sin tardar, el Servicio Militar. No sabría decir con seguridad, el precio de cada menú. Creo que en un principio se pagaban diez pesetas y con posterioridad lo llegué a pagar a veinte, porque seguí yendo en el curso siguiente. 
Ese dispendio mío en comidas aparte del pago por la pensión y desayuno pude sostenerlo a cuenta de las dos clases particulares a domicilio, que ya dije, diariamente hacía. Había vuelto a conseguir la prórroga de la beca, por haber aprobado todas las asignaturas en junio, lo que me permitió mayor holgura para no depender de los escasos recursos del campo y comprar los libros de texto y otros que para complemento aconsejaban tener a mano que me surtía de las librerías Cervantes y Santa Teresa.
Las clases eran más duras cada vez, pero el trato de buenos compañeros me sirvió de mucho apoyo. Solíamos reunirnos varios en las inmediaciones de la Escuela para repasar los apuntes cuando me percaté de la cantidad de fallas que en ellos tenía, a pesar de estar siempre atento a las explicaciones de todas las asignaturas, que ya de por sí eran muchas, pero la de Dibujo lineal, se había geminado en otra dedicada a la Historia del Arte, dada por otra profesora. Así como en la de Manualidades, que era mayormente un tocho de apuntes dedicado a la cultura en las distintas Regiones, habían sacado otra clase en la que se nos exigía entregar trabajos manuales para cuya ejecución había que adquirir diversos materiales. 
El caso es que al cotejar mis apuntes, me di cuenta de los errores en los mismos, esencialmente en anglicismos que algunos profesores usaban y que por mi desconocimiento no sabía reproducir gráficamente. 
Ese detalle y otros que después advertí, me hizo acudir a la consulta de “Navarro Óptico” que había en "Uría" donde se me detectó una miopía “escolar”, debida al estudio con mala iluminación, eso me dijeron. Al día siguiente fui a recoger las gafas y, al usarlas en clase, vi a la perfección los apuntes de la lejana pizarra, los nítidos y variados tonos de colores en los coches.  Las agujas del reloj de la Escandalera al bajar por "Marqués de Santa Cruz", sin necesidad de fruncir el ceño como tenía que hacer hasta entonces. Salíamos a las nueve de la noche de la última de las seis clases diarias. Tenía que solucionar la cena por el camino y pasar a limpio con la “Lettera 32” los apuntes tomados además de repasar algún tema de los libros. Dejaría algo para el día siguiente, que no era poco, desde las ocho hasta la hora de comer. 
Eché de menos a ratos, el jornal de las nueve horas, del que volvía a casa cansado, pero creía en lo que estaba haciendo y esperaba con ilusiones el futuro. 

lunes, 3 de junio de 2019

123.- "Prórroga por estudios del Servicio Militar y pruebas para las Milicias Universitarias"


Un guardia civil al que mi padre y yo solíamos tratar durante las obras que llevábamos a cabo en el Barrio La Moría, donde aquél vivía, me animaba a que me presentase para las próximas pruebas que para la Benemérita se harían en breve.
Pasé por el nuevo Cuartel, pero para tramitar la prórroga por estudios. Si me la concedían podría disponer de los tres años necesarios para terminar mis estudios de Magisterio que ya estaba dispuesto a iniciar.
Recuerdo cuando me atendieron en las oficinas del cuartel, que uno de los dos guardias que allí cubrían los expedientes, después de recogerme los certificados de matrícula en Oviedo y el expedido por D. Antonio Celorio, mi médico de cabecera, para completar el expediente de la solicitud habría de cubrir la trayectoria política de mis ascendientes durante la guerra civil.
La pregunta más o menos literalmente la recuerdo así:
– “¿Su padre en qué bando sirvió?
Yo me vine un poco arriba y sin miramiento ni reparo al momento ni al lugar en que estaba, le contesté que mirase bien en los registros a que comprobara cómo mi padre había sido movilizado con dieciochos años para echar obligatoriamente seis y medio por distintos cuarteles militares.
Unos meses después, recibimos en casa una notificación de la prórroga al servicio militar por un período de un año y renovable siempre que justificase la matrícula y continuación de los estudios. La única especificación decía algo así:
“No haber participado en ninguna algarada estudiantil ni tener algún dato negativo en el registro de Penales.”

Fue a inicios del curso académico 70/71 cuando me enteré por otros compañeros de la posibilidad de hacer las Milicias Universitarias, si bien, tras muchos papeleos previos, prueba física y psicotécnica para seleccionar a los aspirantes. Hube de acudir al Acuartelamiento de Rubín donde se solicitaban. Allí me tomaron los datos y entregué el certificado de prórroga por estudios. En un folio que me dieron, venía expresado el lugar y fecha de las pruebas de aptitud y actitud para el desempeño militar, pues después de los dos primeros cursos de campamento, seríamos ascendidos a Alféreces de Complemento, grado con el que cumpliríamos el tercer período como oficiales en el mismo acuartelamiento de El Milán, en Oviedo.
Las pruebas psicotécnicas consistieron en contestar a cuestiones que ponían de manifiesto a las claras, nuestra idea sobre el ejército y lo que representaba en aquel momento, como servicio al régimen tanto o más que como a la defensa patria. Había una batería de pruebas de todo tipo visual, cognitivo, razonamiento numérico, lingüístico, etc. en las que echamos varias horas.
Una vez conocido el resultado de quiénes habían pasado el listón, anunciaron la fecha de las pruebas físicas que tendrían lugar en las instalaciones deportivas del CAU, pertenecientes a los Colegios Mayores “América” y “San Gregorio”.

Las pruebas físicas venían a ser más o menos como las que habíamos tenido que pasar en las clases de Ed. Física y Deportes durante mi período de bachiller en el Instituto de Llanes y muy similares a las realizadas en el campamento obligatorio que tuvimos en el Colegio Menor de “El Cristo”, a excepción de la trepa por cuerda que jamás yo había practicado: Carrera de 100m./14s. ; salto altura: 1,10m. ; salto longitud: 3,75m. ; Salto caballo: 1,25m. con trampolín a 0,75m.
Un amigo y compañero de clase, Jesús Izquierdo, muy aficionado al deporte, tenía la entrada abierta al Gimnasio del Seminario y allá fuimos con él varios aspirantes a las milicias. En este local practicamos todo tipo de pruebas que tendríamos que pasar.
Otra curiosidad de la vida, fue encontrarme con D. Raúl, párroco de Poo que me había bautizado en Parres y con el que hice de monaguillo en las fiestas y celebraciones a las que acudían dos curas más, para oficiar la misa junto con el titular del pueblo. Estaba a cargo de la Biblioteca del Seminario y como lo reconocí de inmediato, me presenté y le recordé su paso por la iglesia de Parres, a la que acudía en su "Guzzi" y cómo tras el “Ite missa est” los monaguillos nos desprendíamos de los hábitos de monagos y bajábamos a la carrera el Caleyón de la Magdalena hasta Las Castañares donde la aparcaba contra el ribazo de la finca de tía Gloria, mientras tanto los tres tonsurados se quitaban los hábitos del ceremonial, y rompían el ayuno con la suculenta mesa que Modestina Sobrino Noriega les tenía preparada en la sacristía.
Al bueno de D. Raúl se le iluminó la cara, por el cúmulo de recuerdos que le llegaban de su actividad pasada y me regaló una mueca conspiratoria. Cuando nos despedimos me invitó a que hiciera uso de la Biblioteca cuanto la necesitase.

Así con todo, la trepa por cuerda no se me daba nada bien y me pude llegar a desanimar si no fuera porque mi padre que subía por ella como un gato puso todo el empeño. De la viga cumbre del h.enal colgó la cuerda de amarrar la hierba al carro y la pasó por un hueco que hizo entre los zardos que hacían de sollado. Hasta el suelo, habría una altura muy cercana a los cinco metros.
Según las normas que nos dijeron los veteranos que ya la habían realizado en los cursos anteriores, se podía subir a pulso o ayudado con los pies.
Una vez bien sujetas las manos a lo más alto que se pudiese en la cuerda bastaba con tomarla con la parte externa de la bota derecha para, acto seguido, recogerla con la parte externa de la bota izquierda y pasarla por debajo de la derecha y aprovechar esa especie de escalón que hace la rigidez de la gruesa cuerda para subir las manos un nuevo tramo. Después de varios intentos el primer día y en los sucesivos fines de semana lograba subir y bajar sin ningún esfuerzo por la del gimnasio que estaba a más altura.
De la prueba recuerdo hoy, la tensión y los nervios al verme en aquel ambiente tan recargado de gorras, estrellas, distintivos, botas y correajes.
Los saltos de altura, longitud, pértiga, plinto y potro con trampolín, supusieron para algunos de los aspirantes, la imposibilidad de hacer las milicias universitarias, lo que acarreaba duplicar el tiempo de servicio militar y lo que sería peor, la pausa de los estudios en la carrera.

Afortunadamente, no tuve ningún fallo en las marcas estipuladas como mínimas para pasar la prueba. Al finalizar los ejercicios, supimos quiénes los habíamos superado, no obstante debimos esperar a comprobar los resultados definitivos en el panel expuesto en el Gobierno Militar sito en la Plaza España.

Pertenezco por el año de nacimiento a la Quinta del 69’, es decir, al año en que cumplía los 21 años, edad en la que se comenzaba el servicio militar obligatorio. Se hacía un sorteo cuatrimestral por apellidos para adjudicarnos el destino del campamento inicial antes de la jura de bandera, así como el del destino final del servicio. Éste podía ser dentro o fuera de la península. El campamento de instrucción de reclutas era generalmente para el Ejército de Tierra, el CIR 12 de El Ferral de Bernesga, León; (7ª Región Militar para Asturias, León, Zamora, Salamanca y Valladolid).
El aviso nos lo entregó en mano, el entonces a la sazón, nuestro cartero, Arturo Gutiérrez. Bajamos de los pueblos de Parres los nuevos quintos para presentarnos al ritual del tallaje llevado a cabo en una de las estancias del Ayuntamiento, por un guardia municipal. Todo se resumió en ponernos con la espalda, nuca y talones pegados a una regleta graduada por la que se deslizaría el tope para señalar la estatura. Recuerdo lo que podría llamarse la primera “novatada”, muy propias del ámbito militar, de la que fuimos objeto por pare de los “veteranos” que ya habían pasado por el mismo trance. Y era que tenían por costumbre dejar caer sobre la cabeza del neófito, el pesado índice de medida.