Por Carnaval, la chavalería del pueblo nos habíamos congregado en la bolera de la Escuela para salir juntos a escorrer antroxos.
―—¡Están dos en el poyu Covadonga!— avisó uno de nosotros que se había adelantado corriendo hasta Brañes.
Bajamos corriendo cuanto podíamos por el camino de la Casona del Curru a salir a la carretera, pero cuando llegamos a la esquina de la casa de Covadonga, otro vigía nos avisó que habían marchado hacia Tamés. Sólo fui a ver los faldones y los palos de dos antroxos que acababan de subir las escalerinas del caleyín la Vega Teresuca.
El caleyu estaba completamente encharcado por la lluvia de la noche anterior, motivo éste y el de su estrechez que, cuando los últimos lo acabamos de pasar, ya se escuchaba por el Cuetu gritar:
«Antroxu juera,
calderas llenas,
patatas y nabos
y buenos tragos.»
Los que seguíamos habían entrado en la corralada de Ramón el de Rosario y Adelina y estaban ante la puerta de la casa. Quisimos pasar también, pero uno de ellos, amenazante, nos escorrió a nosotros en retirada hacia el caleyín de las Pozonas y cuando ya nos vio cuesta abajo, se dio la vuelta y desaparecieron los dos, perdidos por el intrincado callejero de Tamés. Pasamos a la carrera la corralada hasta salir por donde la entrada de la casa de Fernanda en dirección al Cuetu atraídos por los cánticos y el bullicio que de allí llegaban. Nuestros perseguidos se encontraban formando parte de un nutrido grupo de antroxos a cual más estrafalario.
La comitiva de seguidores también creció al agregarse toda la chavalería de Tamés, el Cuetu y Coxigero que allí se había dado cita. Los antroxos cuchicheaban entre sí, tratando de ponerse de acuerdo qué camino tomar, pero sin que percibiéramos ni por asomo su identidad, tal era la habilidad que desplegaban en el cambio de voz.
Llegados a un acuerdo en cuanto al camino que habrían de tomar, salieron dando largos saltos apoyados en sus palos. Detrás de ellos y a una distancia más que prudencial de un par de palos, los seguimos como imanes, atraídos por una fuerza entre alegría y miedo, hacia Tresierra les cantábamos aquello de, “Antroxos juera, calderas llenas, patatas y nabos y buenos tragos” que habíamos aprendido de memoria sin saber tan siquiera el porqué de la letra, y aún hoy sigue siendo un misterio para mí, nada fácil de descifrar.
La última luz del atardecer, dio paso a la penumbra, sólo rota por momentos, cuando la luna se escapaba del abrigo de alguna nube. Desde Tresierra pasamos por la Veguca de Concha a la Caleyona. Yo aproveché para entrar en mi huerto a coger un palo de avellano de junto al leñero, mientras la comitiva se detenía en la casa de Clemente y Máxima, en la Bolerina.
Junto a la Rectoral nos esperaban dos antroxos nuevos con el rostro oculto por media de cristal y la cabeza por un raído sombrero de espantapájaros que pasaron a engrosar el grupo de mascaritos en cuanto fueron reconocidos por los que parecían dominar el cotarro. Caminaron a paso normal, lo que el mal estado de los caminos de entonces lo permitían, sin espavientos ni palos, cogido uno del brazo del otro, eso sí, moviendo ambos con gracia y salero sus voluminosos traseros repletos de cojines de paja. Los más atrevidos les propinaban distraídos palos en el mullido equipaje de popa que, cuando se volvían aquéllos, molestos para protestar, esquivaban la mirada, por lo que, en más de una ocasión, las culpas recaían sobre los que íbamos a la zaga más tranquilos. Prosiguió la marcha por la Piniella abajo hasta el Rosal y Vega de los Romeros antes de subir hasta Pedrujerrín.
No dejaban casa atrás en la que no llamasen mas, en algunas, les aguardaba la dueña para invitarles a pasar, y el último en entrar, nos cerraba el cuarterón contra nuestras narices. Según fuese la familiaridad y el trato con que les acogiesen, nos aportaba alguna pista para conocer la identidad de alguno de los antroxos. Pegábamos la oreja a la vieja madera y mirábamos por las rendijas, cual "paparachis" a la caza de un sabroso reportaje, pues solían quitarse las máscaras para probar los buñuelos de calabaza o las rosquillas de anís que les brindaban. En algunas casas, las menos, salían con lo que quedaba en la tartera para nosotros que esperábamos al frío, pero sólo nos dejaban el olor y el azúcar aceitoso en el culo de la tartera.
Así recorrimos, incansables, los barrios de la Concha, Ribaz, Jou Cubil, Calvu, Vallanu, Sabugosa, la Covaya, don Diego, la Campa, Ropandiellu, el Colláu, la Bolera, el Cotaxu y Picu la Concha. Allí en medio de la carretera se detuvo la comitiva discutiendo si ir hasta Corisco, por el cueto de las Cerezales, pero, algunos ya cansados y otros con el disfraz en ruinoso estado, votaron por cerrar la vuelta donde se había iniciado.
Las trémulas luces de las casas, vistas desde el Cotaxu, daban a la noche un ambiente misterioso. Los perros se hablaban desde todos los barrios con sus ladridos de porcelana. Otro grupo comenzaba el recorrido con cántico monocorde:
Antroxu juera,
calderas llenas,
patatas y nabos
y buenos tragos.»
Corrimos hasta donde procedían las voces y nos encontramos con un nuevo grupo de antroxos, peor encarados que iban escorridos por mozos mayores. Las horas habían pasado raudas y era la hora prometida de regresar a casa los más pequeños.
Por las Castañares un camión dio vista a la recta de la Viña y con sus potentes faros proyectó dos jinetes encapotados sobre la pared de la escuela. Alguien dio el aviso en voz queda y el grupo carnavalesco se esfumó por los caminos.
La luna cómplice carnavalesca se desprendió de su capa de nubes y mostró la vacía bolera a la vez que cubrió de plata la charca de junto al lavadero..
Se callaron los perros, se bajaron las aldabas, se cerraron los cuarterones, se encendieron las candelas y quedó como dormida la aldea.
―—¡Están dos en el poyu Covadonga!— avisó uno de nosotros que se había adelantado corriendo hasta Brañes.
Bajamos corriendo cuanto podíamos por el camino de la Casona del Curru a salir a la carretera, pero cuando llegamos a la esquina de la casa de Covadonga, otro vigía nos avisó que habían marchado hacia Tamés. Sólo fui a ver los faldones y los palos de dos antroxos que acababan de subir las escalerinas del caleyín la Vega Teresuca.
El caleyu estaba completamente encharcado por la lluvia de la noche anterior, motivo éste y el de su estrechez que, cuando los últimos lo acabamos de pasar, ya se escuchaba por el Cuetu gritar:
«Antroxu juera,
calderas llenas,
patatas y nabos
y buenos tragos.»
Los que seguíamos habían entrado en la corralada de Ramón el de Rosario y Adelina y estaban ante la puerta de la casa. Quisimos pasar también, pero uno de ellos, amenazante, nos escorrió a nosotros en retirada hacia el caleyín de las Pozonas y cuando ya nos vio cuesta abajo, se dio la vuelta y desaparecieron los dos, perdidos por el intrincado callejero de Tamés. Pasamos a la carrera la corralada hasta salir por donde la entrada de la casa de Fernanda en dirección al Cuetu atraídos por los cánticos y el bullicio que de allí llegaban. Nuestros perseguidos se encontraban formando parte de un nutrido grupo de antroxos a cual más estrafalario.
La comitiva de seguidores también creció al agregarse toda la chavalería de Tamés, el Cuetu y Coxigero que allí se había dado cita. Los antroxos cuchicheaban entre sí, tratando de ponerse de acuerdo qué camino tomar, pero sin que percibiéramos ni por asomo su identidad, tal era la habilidad que desplegaban en el cambio de voz.
Llegados a un acuerdo en cuanto al camino que habrían de tomar, salieron dando largos saltos apoyados en sus palos. Detrás de ellos y a una distancia más que prudencial de un par de palos, los seguimos como imanes, atraídos por una fuerza entre alegría y miedo, hacia Tresierra les cantábamos aquello de, “Antroxos juera, calderas llenas, patatas y nabos y buenos tragos” que habíamos aprendido de memoria sin saber tan siquiera el porqué de la letra, y aún hoy sigue siendo un misterio para mí, nada fácil de descifrar.
La última luz del atardecer, dio paso a la penumbra, sólo rota por momentos, cuando la luna se escapaba del abrigo de alguna nube. Desde Tresierra pasamos por la Veguca de Concha a la Caleyona. Yo aproveché para entrar en mi huerto a coger un palo de avellano de junto al leñero, mientras la comitiva se detenía en la casa de Clemente y Máxima, en la Bolerina.
Junto a la Rectoral nos esperaban dos antroxos nuevos con el rostro oculto por media de cristal y la cabeza por un raído sombrero de espantapájaros que pasaron a engrosar el grupo de mascaritos en cuanto fueron reconocidos por los que parecían dominar el cotarro. Caminaron a paso normal, lo que el mal estado de los caminos de entonces lo permitían, sin espavientos ni palos, cogido uno del brazo del otro, eso sí, moviendo ambos con gracia y salero sus voluminosos traseros repletos de cojines de paja. Los más atrevidos les propinaban distraídos palos en el mullido equipaje de popa que, cuando se volvían aquéllos, molestos para protestar, esquivaban la mirada, por lo que, en más de una ocasión, las culpas recaían sobre los que íbamos a la zaga más tranquilos. Prosiguió la marcha por la Piniella abajo hasta el Rosal y Vega de los Romeros antes de subir hasta Pedrujerrín.
No dejaban casa atrás en la que no llamasen mas, en algunas, les aguardaba la dueña para invitarles a pasar, y el último en entrar, nos cerraba el cuarterón contra nuestras narices. Según fuese la familiaridad y el trato con que les acogiesen, nos aportaba alguna pista para conocer la identidad de alguno de los antroxos. Pegábamos la oreja a la vieja madera y mirábamos por las rendijas, cual "paparachis" a la caza de un sabroso reportaje, pues solían quitarse las máscaras para probar los buñuelos de calabaza o las rosquillas de anís que les brindaban. En algunas casas, las menos, salían con lo que quedaba en la tartera para nosotros que esperábamos al frío, pero sólo nos dejaban el olor y el azúcar aceitoso en el culo de la tartera.
Así recorrimos, incansables, los barrios de la Concha, Ribaz, Jou Cubil, Calvu, Vallanu, Sabugosa, la Covaya, don Diego, la Campa, Ropandiellu, el Colláu, la Bolera, el Cotaxu y Picu la Concha. Allí en medio de la carretera se detuvo la comitiva discutiendo si ir hasta Corisco, por el cueto de las Cerezales, pero, algunos ya cansados y otros con el disfraz en ruinoso estado, votaron por cerrar la vuelta donde se había iniciado.
Las trémulas luces de las casas, vistas desde el Cotaxu, daban a la noche un ambiente misterioso. Los perros se hablaban desde todos los barrios con sus ladridos de porcelana. Otro grupo comenzaba el recorrido con cántico monocorde:
Antroxu juera,
calderas llenas,
patatas y nabos
y buenos tragos.»
Corrimos hasta donde procedían las voces y nos encontramos con un nuevo grupo de antroxos, peor encarados que iban escorridos por mozos mayores. Las horas habían pasado raudas y era la hora prometida de regresar a casa los más pequeños.
Por las Castañares un camión dio vista a la recta de la Viña y con sus potentes faros proyectó dos jinetes encapotados sobre la pared de la escuela. Alguien dio el aviso en voz queda y el grupo carnavalesco se esfumó por los caminos.
La luna cómplice carnavalesca se desprendió de su capa de nubes y mostró la vacía bolera a la vez que cubrió de plata la charca de junto al lavadero..
Se callaron los perros, se bajaron las aldabas, se cerraron los cuarterones, se encendieron las candelas y quedó como dormida la aldea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario