El
nacimiento de mi hermano, exactamente el mismo día y el mismo mes
que yo, pero seis años después, dio un cambio considerable a mi
infancia.
Me
llevaban
con más frecuencia a estar con mis abuelos
de Tamés y
quedarme incluso a dormir con ellos.
Me los
imagino
felices por tenerme a su vera y
yo lo estaba tanto o más.
Por
los cálculos actuales, tenían
cincuenta y dos años, pero
yo los consideraba como “viejos”, en el mejor sentido del
término. Decir viejo, entonces, en
mi opinión, no le veía el sentido peyorativo;
más
bien quería decir, sabio, entendido
de la vida, porque habían
podido superar cuantas
dificultades les habían
aparecido a lo largo del
camino.
Me
veo jugando junto a la
casa
de Tamés con una plataforma parecida a la que usaba
Clemente
para
llevar por los pueblos
el pan de Sousa. Me la había hecho
el abuelo a partir de un costero de
castaño con
aquella
pesada azuela que aún conservo de su recuerdo. Para las
ruedas, cortó
con el serrucho en rodajas un
tronco
y de la misma madera sacó una astilla para el mástil del
que yo tiraba con una cuerda y lo
hacía
rodar por
el
irregular empedrado
de junto
a la casa.
Trasegaba en
él materiales
que
encontraba
hasta
las
lastras
de junto
al leñero,
donde
tenía intención de levantar una cabaña como la que había hecho el
abuelo en la huerta del Colláu.
–
Ven
a desayunar
– me
dijo madre
desde la ventana de la cocina y en
cuanto entré por el estregal, añadió:
–
Vamos
a ir después
a
conocer al
hermanín.
No
recuerdo haber preguntado nada al respecto, por lo que estoy casi
seguro que me llevé una sorpresa buena. Ya tenía un compañero de
juegos, como los demás amigos. Se había confabulado todo mi mundo,
es decir, los vecinos de los cuatro barrios que entonces lo componían
y la extensa familia de abuelos, tíos y primos carnales y segundos
que la componían.
En
no sé qué reflexiones podrá andar un niño de seis años, de los
de ahora, con todos los conocimientos que tienen a su alcance. De lo
que estoy seguro es que lo que más me asombraba era la forma en que
hacían su trabajo las cigüeñas para saber en qué casa había que
dejar tanto niño como nacía en el pueblo. En esos pensamientos
andaba yo, mientras daba cuenta del tazón de sopas de pan y leche
que me había puesto mi abuela y me imaginaba cómo sería mi
hermano.
Asido
a la mano de la abuela recorrí el camino entre los dos barrios.
Aquel día también lo recuerdo muy soleado, por tanto, mi ánimo
estaba alegre con la noticia. Por entre las ramas de los nogales del
Cuetu y del Campillín del Palaciu, miraba al cielo por si veía a la
cigüeña pasar.
El Palaciu, en el barrio El Cuetu
No
soy a describir objetivamente lo que sentí al ver aquel niño que
ocupaba la cuna que yo había dejado de usar hacía tiempo, obra de
mi bisabuelo Félix Gutiérrez de la Vega.
–Como
eres ya un mozo, –me había dicho mi madre hacía mucho tiempo,
–vas a dormir en la cama del otro cuarto.
Yo
me sentía bien en ella, en cuya ventana llamaban las ramas del
limonero sobre los cristales cuando soplaba fuerte el viento.
Desde
hacía unos días, la cuna ocupaba un rincón de la sala. Ahora
estaba vestida con sábanas bordadas de azul y una caperuza redonda
protegía la pequeña almohada. Madre estaba en la cama y tenía en
brazos a mi hermano. Me mandó subirme a su lado y me mostró, bajo
la blanca toquilla de perlé, la cabeza del bebé y le cogí una de
sus manos. No recuerdo ahora si el sentimiento que me embargó era
similar o parecido al que tuve en el nacimiento de mis tres hijos.
Los
vecinos y familiares que acudieron a conocer al neofito se sentían
obligados a confortarme con alguna frase que les venía al apaño y
los menos me felicitaban a mí por el cumpleaños.
Desde
aquel día, mi pequeño mundo alrededor de la casa y del barrio se fue ensanchando de forma paulatina. Me consentían ir a pasar unos días
con mis tíos, Jandru, Ramón y mi prima Tere, que ya había cumplido
los nueve, a su casa de los Jorcaos en La Pereda. En otras ocasiones
iba a Vallanu, a casa de mis tíos Teru y Quini. Ese mismo año
nacería mi prima Marta María.
Me
dejaban ir con mi tío Pepe, cuando pasaba por delante del huerto
camino de la finca de Tresierra que limpiaba antes de llevar las
vacas a pastar en la primavera. Mi recuerdo más indeleble es cuando,
para limpiar las malezas, les prendió fuego y me llevó de la mano
corriendo en vilo, a parapetarnos por unas grandes rocas. Al poco
tiempo, se escucharon varias explosiones. Era tan común encontrar
munición de la guerra al cavar o limpiar las fincas, que suponía un
verdadero peligro y la gente lo sabía. Un joven del pueblo había
muerto al desactivar un obús que encontró en el monte.
Comencé
a llevar y traer solo las vacas a las Llastrucas, Nozalín o Mañanga.
Echaba las horas muertas
por
el camino de
regreso.
Estaban
talando
el
bosque de la
Cotera del Toral. Sentado en el muro de Los
Carriles, observaba los carros de bueyes que
tenían los
hermanos, Segis
y
Carlos con que bajaban los
puntales para cargar el
GMC que
los llevaría al embarque en la
Estación
de Llanes. Sentía
las
hachas y los
tronzadores
acompañar
el
ruido acompasado
de
la respiración de los madereros, el gemido de las brengas
de la madera y el grito de ¡Árbol vaaaa! al
poco seguido del golpe de la copa del árbol sobre el suelo. El
aire se
saturaba del característico
olor
de
la savia de los eucaliptos.
Yo
las encaminaba agrupadas para evitar que se dispersaran, pero no
siempre lo conseguía. La Turca, la más vieja de todas las vacas del pequeño
rebaño, detentaba el mando cuando olía que no era mi padre el que
llevaba la guiyada. Si sentía capricho, corría por entre los
árboles de las Llastrucas en busca de un peyu de agua residual de
las lluvias y era seguida de las más jóvenes, para las que no dejaba
ni gota que beberse. A trescientos metros más adelante, volvía a
escaparse hasta la fuente y bebederos de Patica. Yo las dejaba que volvieran y las guiaba hasta la finca donde las encerraba. Al volver por la tarde a
por ellas, volvían a meterse en el bosque de Patica.
De
esa mi primera etapa de la infancia, guardo un recuerdo muy celebrado
que contaré.
Me
había mandado madre a llevar por primera vez la comida a mi padre que trabajaba con una pareja de bueyes, a la madera en el bosque de Bolao. Conocía el
camino de la Calzada que, partiendo del Jogu, nos lleva hasta el río
de la Palaciana donde madre solía lavar la ropa y yo la había
acompañado muchas veces antes del nacimiento de mi hermano. Me encantaba jugar en
las pequeñas playas de arena fina que dejaba en el camino con las
grandes crecidas. Sigue el camino, me explicaron, que sale a la
carretera de Bolao, donde te esperará padre. Así lo hice
después de atravesar el crecido cauce por las paseras que hay a un
lado del camino.
De
seguido, el camino se adentró
bajo un arco continuo de avellanos y alisos que impedían la entrada
del sol y adquiría
un
aspecto de misterio, más bien provocado por la
manía que tenían los mayores de darnos miedo a los pequeños con seres
mitológicos y de leyenda. Por ello apreté el
paso hasta dar
vista a
la carretera, donde había
de esperar a mi
padre, sin salir. Como
aún no estaba, por creerme mayor, costumbre habitual en esa edad,
olvidé la
promesa de la espera y
di
el salto para atravesar aquel regato que por las lluvias había un
poco más caudal de lo común. Llevaba
la comida en el
carpanchu que sujetaba con una mano por las dos asas
unidas.
Dentro
iba la tartera
con
el pote de fabada,
el chusco de pan, una botella de café con leche y una
tajada de queso de oveja curado que encargaba
madre a Irundina
la
del Cotaxu.
Al saltar sobre la única piedra que sobresalía del agua se movió y
perdí el equilibrio que recuperé al posar mis pies sobre la otra orilla,
pero, al equilibrarme con los brazos, se salió el contenido de la
tartera, una buena parte dentro del cesto y el resto al fondo del
regato de agua, del que rescaté con premura de entre la arena y
cantos rodados, las patatas y el chorizo que acomodé como pude
dentro de la tartera donde venían.
Al
poco de terminar el rescate, llegó padre y nos fuimos a sentar
dentro de un cobertizo. Como notó a la primera el desorden del
cestillo, me preguntó qué me había pasado. Yo no era a contárselo
con palabras, pues las lágrimas afloraban y tampoco hizo falta pues sus dientes dieron en
morder alguna dura piedrecilla que a buen seguro yo habría tomado por tierna patata. Me tranquilizó cuando acarició mi cara con aquellas manos
encallecidas y agrietadas del frío y la humedad.
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