viernes, 27 de diciembre de 2013

9.- La llegada de la cigüeña


El nacimiento de mi hermano, exactamente el mismo día y el mismo mes que yo, pero seis años después, dio un cambio considerable a mi infancia.
Me llevaban con más frecuencia a estar con mis abuelos de Tamés y quedarme incluso a dormir con ellos. Me los imagino felices por tenerme a su vera y yo lo estaba tanto o más. Por los cálculos actuales, tenían cincuenta y dos años, pero yo los consideraba como “viejos”, en el mejor sentido del término. Decir viejo, entonces, en mi opinión, no le veía el sentido peyorativo; más bien quería decir, sabio, entendido de la vida, porque habían podido superar cuantas dificultades les habían aparecido a lo largo del camino.
Me veo jugando junto a la casa de Tamés con una plataforma parecida a la que usaba Clemente para llevar por los pueblos el pan de Sousa. Me la había hecho el abuelo a partir de un costero de castaño con aquella pesada azuela que aún conservo de su recuerdo. Para las ruedas, cortó con el serrucho en rodajas un tronco y de la misma madera sacó una astilla para el mástil del que yo tiraba con una cuerda y lo hacía rodar por el irregular empedrado de junto a la casa. Trasegaba en él materiales que encontraba hasta las lastras de junto al leñero, donde tenía intención de levantar una cabaña como la que había hecho el abuelo en la huerta del Colláu.
Ven a desayunar – me dijo madre desde la ventana de la cocina y en cuanto entré por el estregal, añadió:
Vamos a ir después a conocer al hermanín.
No recuerdo haber preguntado nada al respecto, por lo que estoy casi seguro que me llevé una sorpresa buena. Ya tenía un compañero de juegos, como los demás amigos. Se había confabulado todo mi mundo, es decir, los vecinos de los cuatro barrios que entonces lo componían y la extensa familia de abuelos, tíos y primos carnales y segundos que la componían.
En no sé qué reflexiones podrá andar un niño de seis años, de los de ahora, con todos los conocimientos que tienen a su alcance. De lo que estoy seguro es que lo que más me asombraba era la forma en que hacían su trabajo las cigüeñas para saber en qué casa había que dejar tanto niño como nacía en el pueblo. En esos pensamientos andaba yo, mientras daba cuenta del tazón de sopas de pan y leche que me había puesto mi abuela y me imaginaba cómo sería mi hermano.
Asido a la mano de la abuela recorrí el camino entre los dos barrios. Aquel día también lo recuerdo muy soleado, por tanto, mi ánimo estaba alegre con la noticia. Por entre las ramas de los nogales del Cuetu y del Campillín del Palaciu, miraba al cielo por si veía a la cigüeña pasar.
El Palaciu, en el barrio El Cuetu


No soy a describir objetivamente lo que sentí al ver aquel niño que ocupaba la cuna que yo había dejado de usar hacía tiempo, obra de mi bisabuelo Félix Gutiérrez de la Vega.
–Como eres ya un mozo, –me había dicho mi madre hacía mucho tiempo, –vas a dormir en la cama del otro cuarto.
Yo me sentía bien en ella, en cuya ventana llamaban las ramas del limonero sobre los cristales cuando soplaba fuerte el viento.
Desde hacía unos días, la cuna ocupaba un rincón de la sala. Ahora estaba vestida con sábanas bordadas de azul y una caperuza redonda protegía la pequeña almohada. Madre estaba en la cama y tenía en brazos a mi hermano. Me mandó subirme a su lado y me mostró, bajo la blanca toquilla de perlé, la cabeza del bebé y le cogí una de sus manos. No recuerdo ahora si el sentimiento que me embargó era similar o parecido al que tuve en el nacimiento de mis tres hijos.
Los vecinos y familiares que acudieron a conocer al neofito se sentían obligados a confortarme con alguna frase que les venía al apaño y los menos me felicitaban a mí por el cumpleaños.
Desde aquel día, mi pequeño mundo alrededor de la casa y del barrio se fue ensanchando de forma paulatina. Me consentían ir a pasar unos días con mis tíos, Jandru, Ramón y mi prima Tere, que ya había cumplido los nueve, a su casa de los Jorcaos en La Pereda. En otras ocasiones iba a Vallanu, a casa de mis tíos Teru y Quini. Ese mismo año nacería mi prima Marta María.
Me dejaban ir con mi tío Pepe, cuando pasaba por delante del huerto camino de la finca de Tresierra que limpiaba antes de llevar las vacas a pastar en la primavera. Mi recuerdo más indeleble es cuando, para limpiar las malezas, les prendió fuego y me llevó de la mano corriendo en vilo, a parapetarnos por unas grandes rocas. Al poco tiempo, se escucharon varias explosiones. Era tan común encontrar munición de la guerra al cavar o limpiar las fincas, que suponía un verdadero peligro y la gente lo sabía. Un joven del pueblo había muerto al desactivar un obús que encontró en el monte.
Comencé a llevar y traer solo las vacas a las Llastrucas, Nozalín o Mañanga. Echaba las horas muertas por el camino de regreso. Estaban talando el bosque de la Cotera del Toral. Sentado en el muro de Los Carriles, observaba los carros de bueyes que tenían los hermanos, Segis y Carlos   con que bajaban los puntales para cargar el GMC que los llevaría al embarque en la Estación de Llanes. Sentía las hachas y los tronzadores acompañar el ruido acompasado de la respiración de los madereros, el gemido de las brengas de la madera y el grito de ¡Árbol vaaaa! al poco seguido del golpe de la copa del árbol sobre el suelo. El aire se saturaba del característico olor de la savia de los eucaliptos.
Yo las encaminaba  agrupadas para evitar que se dispersaran, pero no siempre lo conseguía. La Turca, la más vieja de todas las vacas del pequeño rebaño, detentaba el mando cuando olía que no era mi padre el que llevaba la guiyada. Si sentía capricho, corría por entre los árboles de las Llastrucas en busca de un peyu de agua residual de las lluvias y era seguida de las más jóvenes, para las que no dejaba ni gota que beberse. A trescientos metros más adelante, volvía a escaparse hasta la fuente y bebederos de Patica. Yo las dejaba que volvieran y las guiaba hasta la finca donde las encerraba. Al volver por la tarde a por ellas, volvían a meterse en el bosque de Patica.
De esa mi primera etapa de la infancia, guardo un recuerdo muy celebrado que contaré.
Me había mandado madre a llevar por primera vez la comida a mi padre que trabajaba con una pareja de bueyes, a la madera en el bosque de Bolao. Conocía el camino de la Calzada que, partiendo del Jogu, nos lleva hasta el río de la Palaciana donde madre solía lavar la ropa y yo la había acompañado muchas veces antes del nacimiento de mi hermano. Me encantaba jugar en las pequeñas playas de arena fina que dejaba en el camino con las grandes crecidas. Sigue el camino, me explicaron, que sale a la carretera de Bolao, donde te esperará padre. Así lo hice después de atravesar el crecido cauce por las paseras que hay a un lado del camino.
De seguido, el camino se adentró bajo un arco continuo de avellanos y alisos que impedían la entrada del sol y adquiría un aspecto de misterio, más bien provocado por la manía que tenían los mayores de darnos miedo a los pequeños con seres mitológicos y de leyenda. Por ello apreté el paso hasta dar vista a la carretera, donde había de esperar a mi padre, sin salir. Como aún no estaba, por creerme mayor, costumbre habitual en esa edad, olvidé la promesa de la espera y di el salto para atravesar aquel regato que por las lluvias había un poco más caudal de lo común. Llevaba la comida en el carpanchu que sujetaba con una mano por las dos asas unidas. Dentro iba la tartera con el pote de fabada, el chusco de pan, una botella de café con leche y una tajada de queso de oveja curado que encargaba madre a Irundina la del Cotaxu.
Al saltar sobre la única piedra que sobresalía del agua se movió y perdí el equilibrio que recuperé al posar mis pies sobre la otra orilla, pero, al equilibrarme con los brazos, se salió el contenido de la tartera, una buena parte dentro del cesto y el resto al fondo del regato de agua, del que rescaté con premura de entre la arena y cantos rodados, las patatas y el chorizo que acomodé como pude dentro de la tartera donde venían.
Al poco de terminar el rescate, llegó padre y nos fuimos a sentar dentro de un cobertizo. Como notó a la primera el desorden del cestillo, me preguntó qué me había pasado. Yo no era a contárselo con palabras, pues las lágrimas afloraban y tampoco hizo falta pues sus dientes dieron en morder alguna dura piedrecilla que a buen seguro yo habría tomado por tierna patata. Me tranquilizó cuando  acarició mi cara con aquellas manos encallecidas y agrietadas del frío y la humedad.

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