Entiendo
que la óptica con que se mira el mundo no es la misma para todos; si
respetan la mía tanto como yo la de ellos, me daré por contento.
Al
fin y al cabo, la vida de cada uno de nosotros viene resumida en los
recuerdos que nos quedan. Con el paso de los años fueron
desapareciendo los testigos materiales de aquellos recuerdos que aún
conservo de cada curva, desnivel y de algunas rocas características
del empedrado por el que caminé tantas veces en mi niñez y
juventud. He vuelto a pasar por el camino verde que va a los sitios y
unos están intransitables, otros cubiertos de cemento o alquitrán y
algunos más desaparecidos para siempre.
De
la extensa lista de vegetales de cuyos frutos me había deleitado en
mi niñez han desaparecido los cerezos, las prunales, las piescales,
las perales y los nogales. Se conservan mejor los castaños, las
ablanales, los nisperales, y fueron en aumento los naranjos
y limoneros. Mención aparte, el árbol del tomate que
descubrí en el jardín de Tere
Sánchez de la Vega,
la de David y que Candita, la Grande, me regalaba alguno de los caídos en el jardín, cuando
acompañaba a mi madre en las tardes del taller de costura. Toda la
familia era muy aficionada al cultivo y tenía, entre las
autóctonas, otras variedades exóticas, como el alquequenje, que madre decía “apetitos”, y eso es lo que me producían al
comerlos.
Al
conjunto de todos estos frutos que afanábamos
en nuestras salidas “al buscu”, he de añadir otros como las moras, los prunos miguelinos, y las uvas asilvestradas, vestigios claros de la historia vinícola del
pueblo, tal como expresa su topónimo: parra>>Parres
y “La Viña” que da nombre a un grupo de fincas
aterrazadas al sol a la entrada del pueblo, tras pasar las Castañares. Además, conocía un acervo de plantas como diente de
león, acedera, verdolaga, los brotes de las zarzas y rosales
silvestres, hojas de los tréboles, catasolas, flores de las
calabazas y capuchinas, aparte del sabor
acerbo, por desconocidas propiedades medicinales.
Las casas abandonadas por la falta de sus últimos moradores,
quedaron a merced de los fuertes vientos, la lluvia, y la
hiedra. Algunas fueron restauradas, adaptadas para
otros dueños que cambiaron su nombre por otro extraño al lugar. En tanto, la actividad ganadera y agrícola fue desapareciendo y manteniéndose en cada lugar unas pocas explotaciones ganaderas. Nadie lo imaginaba, pero jamás se legisló a favor del sector, ni se ajustaron los
costes de explotación al de los precios de venta. Hace años ya que no se ven las tierras de maizales ni los prados
moteados de rebaños de vacas y ovejas que los pastaban y sí, en
cambio, se van cubriendo por la maleza. Recientes leyes atenazan cada
vez más el desarrollo de una agricultura y ganadería, que deviene
cada vez menos rentable. En cuestión de nada, el campo astur perderá el encanto que tanto se alabó y atrajo turismo.
Pequeñas
ayalgas
Con el tiempo, al
cavar en la tierra del huerto que rodeaba mi casa natal, fui desenterrando pequeños tesoros sentimentales para mí: canicas de barro o piedra, de vidrio, más modernas a las que decíamos “mejicanas”,
que aún hoy se siguen fabricando no sé para quién, pues los niños de
ahora están más colgados de las videoconsolas, ordenadores y móvil.
Cuando
esperábamos en la entrada al aula y en los recreos, jugábamos al
“gua”
en los soportales con las de barro, de ínfimo valor con respecto a
las de cristal. Los juegos se basaban en aumentar la colección de
canicas, a ser posibles, las más raras de ellas.
El
espíritu mercantilista que nos llevaría a la más abyecta de las
crisis, sesenta años después, se nos inculcó jugando a las
canicas. Como en lo bursátil, había ya magnates que tenían la
bolsa a rebosar y se podían permitir el lujo de trapichear con ellas
y establecían con total descaro una relación de dependencia y
esclavitud. Las canicas eran moneda de pago para hacerse con las nueces tostadas
que llevábamos para el recreo.
Los
menos afortunados, usábamos alguna
chamba perdida en la arena de la bolera o las que fabricaba con barro y horneaba entre los rescoldos de la cocina, antes de acostarme. Nuna pasaban la prueba de estrés con el
primer tiro del acero
que usaban los mayores.
Con
las pequeñas ayalgas del huerto, sentía lo mismo que un arqueólogo
al descubrir alguna pieza de una civilización perdida.
Así
es como fue transcurriendo la segunda infancia, entre los siete y los
catorce años, en el ámbito escolar; en él se asentaron las
primeras relaciones humanas que habrían de proporcionarme tantas
emociones posteriores.
El
ingreso en la Escuela
Comenzaba
con el nuevo curso mi escolarización, que prácticamente me llenó
el espacio más importante de mi actividad.
Bajé
por la Piniella con tanta alegría como susto en ver la bolera a
rebosar de niñas y niños, muy cercano al centenar. Puede
parecer una exageración, pero es creíble si digo que, de
mi misma edad, acudíamos por primera vez, cerca de la veintena.
Algunos como yo acudíamos de la mano de nuestras madres y sin
soltarnos escudriñábamos los movimientos, juegos y gritos de los
mayores. Al fin sonaron unas palmadas y alguien gritó:
–
¡Arriba!
Di
un abrazo a madre antes de seguir los pasos de los demás por el
callejón lateral derecho desde la bolera al portal bajo el aula de
los niños. Ella me siguió hasta la esquina desde la que me observó
cómo subía los tres peldaños de piedra, de la puerta de entrada.
Antes de atravesar el quicio de la puerta de acceso a la escalera, me
volví a ver su sonrisa con que me animaba y continué subiendo por
ellas tirando del maletu de madera para que no pegase contra los
peldaños.
Los
mayores que me precedían le daban los buenos días al maestro que
franqueaba la puerta de acceso al aula. Yo le saludé con la mirada,
pues fui incapaz de emitir sonido alguno en mi garganta. D. Paco,
apoyado en su cachaba, me saludó con un leve toque sobre las rubias
ondas que madre me marcaba con agua y peine para salir de casa.
Ese
simple gesto por su parte me tranquilizó. Los mayores, ya sentados,
tenían junto a ellos algunos de los novicios a los que les unía
parentesco, vecindad o simpatía, sobre sus rodillas. Una media docena
de novatos, esperábamos nuestro pupitre.
La
mayoría de los sitios eran mesas dobles de bancos plegables y
posapiés de tablillas. La tapa del escritorio se levantaba y dentro
se metían los materiales y otras pertenencias de cada alumno. El
maestro me asignó un pupitre del final del aula iluminado por las
ventanas del norte. Bajé la tabla del asiento que chirrió y me
acomodé sobre la mitad que aún le quedaba de resultas de algún
siniestro pasado. Por tener delante de mí compañeros de más edad,
debía elevarme de puntillas si quería enterarme de lo que ocurría
en la cabecera de la clase, junto a los ventanales del sur por los
que entraba el sol a raudales. A los del norte, nos llegaba sin
esfuerzo el olor acre del escusado, carente de agua corriente, que
ocupaba la esquina, justo a pocos pasos de mi sitio.
Veía
a duras penas, al maestro sentado ante su escritorio, junto a un
encerado sobre trípode y a su izquierda tenía otro más pequeño en
el que escribía las tareas de los mayores. En la pared junto a la
puerta había otro encerado y el reloj de péndulo que repetía las
horas con su carillón bien templado.
Mi
compañero de pupitre durante unos días fue mi tocayo Ramón Cerezo Sobrino, primo segundo mío, que algo me ayudaba, aunque también me aparejó algunos sobresaltos cuando D. Paco gritaba su
nombre, que yo pensaba ser el mío.
Además
recuerdo el calendario “Zaragozano”, aquel del fraile que, con
varilla y capucha, marcaba la humedad del aire y la tendencia del
tiempo que habría de hacer. El crucifijo, entre dos ventanales de la
pared del sur, estaba flanqueado a diestra por un cuadro de la Inmaculada y
a siniestra por el de un general de traje gris y mirada altiva que
parecía echarnos en cara nuestra posibilidad de aprender y ser
hombres de pro, meta tan escuchada entonces; a su lado libre, colgaba otro cuadro, la imagen de un hombre con traje
oscuro y mirada que nos perseguía, adornado con un yugo y unas flechas. Escuché al maestro decir que eran algo así
como "padres de la patria", según lecturas que nos hacía de los libros. Eso jamás me lo creí.
Como vi que nadie me ponía tarea que hacer, saqué del maletu la libreta, la pluma regalo de mi padre que aún conservo, y el tarro de tinta “Pelícano”. Escribí mi nombre en la primera página. El metal de la pluma, en mano tan inexperta, levantaba trocitos de celulosa que se rellenaban con un charco de tinta azul a su paso y un sinfín de ramificaciones que yo detenía con el papel secante. También mis dedos se teñían sin remedio.
Mi
padre, con delicada caligrafía “inglesa” aprendida de su hermano
mayor, tío Jesús, al que habían mandado al Colegio de la Arquera,
había escrito mi nombre y apellidos en la portada. Tras el fracaso
de la escritura a pluma, la limpié como vi que hacían los mayores,
pasándola repetidas veces por entre los cabellos. Intenté copiar mi
nombre con el lapicero, a base de borrar los fallos con la goma
“Milán”, y cerrar y abrir la portada. Después de esta primera
tarea, como no me llegaba otra, cambié la libreta y el lápiz, por
la pizarra y el pizarrín. De uno de los laterales del marco, traían
un agujero del que madre había sujetado con bramante un trapo para
usarlo de borrador. Conservaba todavía la etiqueta de cartón que
hacía Isabel
en el que se conservaba a lápiz el precio: 3,6 ptas.
El
último día de agosto, que es mi santo, me había llevado madre al
“Chispún”. José
la
había descolgado de un pontón y me la entregó en mano. Había otra
pizarra mayor junto a la mía, cuyo precio apenas aumentaba en peseta
y media, pero no cabía en mi maletu. Con el pizarrín
rasgué el silencio de la clase en el que los mayores, que usaban la
mesona,
andaban sumergidos por la lectura, nudillos en la cabeza y codos en
el pupitre los medianos escribían las frases que el maestro les
dictaba, mientras vigilaba por entre las mesas apoyado en su cachaba.
El quejido de la pizarra arañada por el pizarrín, guió sus paseos
hasta la zona de los párvulos. En la mano libre llevaba un hermoso
libro cerrado, pero marcado con su dedo índice, en cuya portada
había pintados dos jinetes a lomo de caballo y asno del que leía y
dictaba.
Levanté
la vista y me dedicó una mueca de agrado que interpreté como
aprobación. Continué, ahora más resuelto, dibujando mis paisajes
recordados en mi pizarra.
En
el recreo, aún lo recuerdo, tuve algún tropiezo desagradable con
algunos de mis coetáneos, incitados por quienes deseaban tener un
espectáculo gratuito. Como no es de mi condición el carácter
peleón, aquellos primeros días me hubiesen chafado el deseo mío de
ir a la escuela, de no haber mediado uno de los mayores. Pedro
Fernández Junco,
siete años mayor que yo, se compadeció de mi adversidad y medió en
el asunto. Advirtió a los que maquinaban las peleas, que si volvían
a repetirse, tendrían que vérselas con él.
Unos
días después, al llegar al portal no encontré a mi mentor. Pasada
la edad escolar, continuó estudios en el Colegio
de la Arquera. Cuando
volvía del colegio, subía a saludar al maestro y me preguntaba cómo
me iba todo. Aquel detalle nunca lo olvidé jamás y pasados los
años, charlaba con él en el molino de Las Mestas que la familia
poseía, cuando iba a llevar y buscar la molienda del maíz. Muchos
años después, le recordé aquellos episodios tan importantes para
mí, pero que él no las recordaba quizás porque las obras buenas
suelen olvidarse si se hacen por convencimiento.
Como
maestro que fui, entendí y disculpé aquellas pautas de la manada.
Nuestros juegos eran de lo más primitivo, con morrillos
y tapines,
cual guerreros medievales esgrimíamos espadas y lanzas hechas de
varetas de avellano y como guerrilleros o vaqueros del Oeste, con
imaginación convertíamos cualquier raíz era una pistola.
Mi
primer maestro escolar
La
escuela de Parres vendría a tener unos ochenta alumnos entre las dos
aulas, para el curso 1954/55. El primer maestro que conocí, D.
Francisco Peláez,
era de Pechón, pueblo de la costa cántabra entre las bahías de
Tinamayor y Tinamenor. Padecía una minusvalía en un pie que le
dejaba el talón en el aire, motivo por el cual usaba una cachaba.
Como me contaron muchos años después, era causa de una herida de
guerra, pero no puedo asegurar si por ser combatiente en ella o no.
Jamás volví a saber de él, hasta que treinta de años después vi
una fotografía expuesta en un bar de Pechón. Su mujer, era andaluza
y en ocasiones les visitaba un sobrino que se quedaba en el pueblo
por las fiestas. Don Paco y doña Ramona ocupaban la casa vivienda
correspondiente al aula de los chicos, en el piso superior. La
vivienda de la maestra, no la recuerdo nunca ocupada. De las cuatro
que recuerdo, una venía de Póo, otra de Pancar y otra que se
quedaba de pensión en una casa del pueblo.
En
el aula se hacían entonces tres grupos: la Sección Tercera para los
que empezábamos, sentados en el tercio norte de la sala, como ya
dije; la Sección Segunda para los que ya dominaban la lectura, la
escritura y el cálculo básico, hacia el medio de la sala y la
Sección Primera, de los mayores, en el tercio sur, cercana a la mesa
del maestro. Las secciones Tercera y Segunda usaban los pupitres que
habían sido estrenados en la inauguración de la reforma de la
escuela del año 1926 por la que se añadiría un aula más a la
única que tenía el edificio viejo, así como las viviendas de los
maestros y sus desvanes correspondientes. Los alumnos de la Primera,
en cambio, usaban una mesa larga de banco corrido cuyo escritorio se
levantaba para guardar libros y materiales, y alguna otra más,
dependiendo del número de matrícula.
La
ubicación de los parvulinos estaba, por tanto, al fondo de la clase,
y esto no beneficiaba en nada nuestra conducta ni aprendizaje. Si el
sol andaba por encima del Cuera era imposible ver con claridad la
cara del maestro ni lo que ponía en el encerado por el reflejo de la
intensa luz.
Tres
ventanas de la pared del oeste dejaban entrar una luz mortecina por
las sombras constantes de los saúcos y laureles que limitaban el
huerto escolar con la huerta del Palacio. En esta pared apoyaba una
vitrina cerrada con llave que guardaba una exigua biblioteca
compuesta por una decena de “Quijotes”, otra decena de “Lecturas
de España”, libro que narraba las penalidades de dos hermanos,
Gonzalo y Antonio, huérfanos, que viajaban por toda la piel de toro,
aún humeante de la guerra provocada precisamente por la sublevación
de aquel militar calvo con bigotillo y mirada beatífica, con el
pretexto de enseñarnos geografía, que no está nada mal. Lo
negativo del libro, el adoctrinamiento político inmerso en cada
capítulo.
Aparte,
una vieja enciclopedia, varios diccionarios ya sin lomos ni tapas y
otra colección de libros todos adornados por detrás con el mismo
escudo de flechas y yugo y otros manuscritos de los que imitábamos
las letras capitulares y las de los textos plagadas de enlaces,
adornos exuberantes que nos atraían por exóticas.
Una
balanza de precisión con todo el conjunto de pesas y las medidas en
cinc para líquidos y otras de cartón, cilíndricas, para los
áridos. Además estaban varios paquetes de tizas, una caja con
lápices sin afilar, otra de gomas, y la botella de tinta con la que
el maestro rellenaba los tinteros de loza de las mesas de los
mayores, con un corcho de cánula de cálamo. En el otro recipiente
de loza blanca de todas las mesas echábamos nosotros mismos el agua
de otra botella con el mismo cuidado que un camarero en la terraza
del “Bar Palacios” procurando no derramar ni una sola gota. A
alguno de los mayores les encargaba bajar a la fuente del Cañu a por
un balde de agua para la baza del pequeño retrete al que nos estaba
prohibido por norma entrar, pero que siempre despedía ese olor
característico de escusado de estación. Sólo se usaba para los
casos más perentorios del maestro, porque no recuerdo haberlo usado
jamás y si sufrido en mis narices. Desde un cristal roto y opaco de
su ventano el maestro hacía de vigía y controlaba al que había
bajado a por agua y ver si se dedicaba a dimir a morrillazo
limpio el nogal inclinado de los de la Piniella. Normalmente, para
las necesidades mayores, aprovechábamos los recreos y si no,
pedíamos permiso para ello con aquel eufemismo tan socorrido de “ir
a tirar el pantalón”,
a la Vega Teresuca donde nos aliviábamos a nuestro gusto y podíamos
disponer de un gran surtido de hierbas y hojas de diversas texturas
que distinguíamos cual expertos botánicos, por la cuenta que nos
traía.
Los
recreos se hacían en los portales. Los niños jugábamos
esencialmente a las chapas o al “gua”
con canicas de barro en un “poche”
que el albañil habría dejado con tal cuenta, perfectamente labrado
en el mismo centro del soportal.
Un
alto y ancho muro de cal y piedra divisorio apartaba en los juegos a
ambos sexos, tal era el maniqueísmo de la época con que celosamente
se protegía la falsa moral imperante. En el medio divisorio de la
frontera, sobre un mástil que hacía ángulo agudo con la pared sur
del edificio, se izaba la bandera a lo que recuerdo, no sé en qué
fechas históricas, que nos ponían firmes, brazo en alto y palma
abierta a cantar el himno nacional.
En
tanto que las niñas se entregaban al juego de la comba, corros y
bailes, en los portales, los niños jugábamos en la bolera, los
mayores al balón y los más pequeños a “pescar”
que así llamábamos al hecho de pillar a "dela"
o "librar".
Los
juegos mixtos también existían, pero normalmente, fuera del
estricto horario escolar.
Tras
el recreo, para la Aritmética acudíamos con las pizarras en fila
hasta una esquina de la mesa del maestro a que nos mirase el
resultado de los ejercicios copiados de la pizarra y que agrupaba por
capacidades, antes de dejarnos salir al recreo. Una vez corregido y
si estaba todo bien, con el agua del tintero que había al lado
izquierdo de nuestro pupitre y un trapo colgado de la pizarra
borrábamos lo escrito, aunque era más socorrida la saliva y la
manga del jersey. Volvíamos a copiar la tarea que durante el recreo,
el maestro había escrito en el otro encerado, al lado del reloj.
Solía
ponernos problemas de varias operaciones del cálculo aritmético,
basados en situaciones reales, como la compra de comestibles y otras
así.
Por
las tardes nos cultivaban, o mejor dicho, nos labraban el espíritu
nacionalista y el religioso, de forma que no sabría diferenciarse
uno del otro.
A
la salida, nos despedíamos con un "usted lo pase bien"
que, por la velocidad con que lo decían los mayores y mi bisoñez
del primer año de escolín, con lo que tardé varios días en
comprender el verdadero significado. Y es el caso que a mí me sonaba
el nombre de Javier,
uno
de mis compañeros mayores, hijo de Gregorio y Logia con el que solía
jugar en su casa del Palaciu.
ç
– “¡Mmmm...Javieeeee!”, era como yo interpretaba la despedida. Me lo aclararon en casa, cuando se lo comenté.
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