Motocarro que usaba el hijo de Lisardo Revuelta para las romerías de los pueblos. En esta foto, para las fiestas de Pendueles.
A
las numerosas experiencias personales que se habían prodigado ese
año habría de añadir aún otra de marcado impacto personal como
fue la extirpación de las amígdalas que venían siendo el foco
constante de mis catarros y gripes, dictamen médico Dr. Miralles
que atendía mi garganta y la de muchos llaniscos.
Era
un día soleado, al menos así lo recuerdo ahora, a pesar del trauma
que supuso para mí. No sé por qué motivo, todos mis recuerdos
visuales se enmarcan en un paisaje envuelto en mucha luz y muy pocos
lo hacen en días toldados. Creo que es por mi tendencia a ser
optimista.
Caminé
contento la primera parte de los tres largos kilómetros, pues tenía
ilusión por ver las barcas de los pescadores amarradas en el
muelle
y el oleaje de la mar rompiendo contra las compuertas junto
a la
playina del
"Sablín". La mitad
final
del
trayecto transcurrió en parte por
el sendero que cruzaba las fincas de la ería, desde la cantera de
Collamera, límite de Parres con Pancar, hasta
el camino que junto
a la boca del túnel llevaba
al alto de Tiebes. En
ese sitio, un
mercancías que preparaba las unidades antes de partir, asomó su
cabeza por
el negro hueco abierto en la roca. Una
negra
nube
de humo ascendió por el arco del túnel a enredarse entre las cañas
de los numerosos
laureles
que
poblaban la
peña.
Esperamos un
rato a
que terminara la maniobra y luego
que volvió a tragarle la tierra, cruzamos
las
vías para
salir
junto a la entrada
principal del
Palacio los Altares y la capilla de La
Salud. Seguimos
bajo las copas entretejidas de los plátanos hasta llegar al alto.
Las piernas se me volvieron remolonas, en cuanto dimos vista a los
tejados de las casas de la villa. A la derecha, la Cocina Económica
a pie de carretera y al fondo, en la lejanía, el majestuoso
palacio
de La
Guía
en
fuerte contraste de estilo arquitectónico con
otros existentes aquí; detrás
de sus torres, destacaban los encalados muros de la capilla de
Nuestra
Señora de la
Virgen de Guía, con su espadaña recortada en una franja de azul
marino ocuparon
mi atención.
A nuestra izquierda, quedó el
Hospital
de los Altares. Bajamos
a la derecha por las escaleras de Cagalín, al pequeño puente sobre
el río Carrocéu, junto al molino, que también era
central
eléctrica y fábrica de hielo.
Por
un momento, había olvidado el motivo de aquella preciosa excursión.
En la fachada del bar “El Ferroviario”, que estaba en la Calzada
descubrí la magia del artista que había conseguido que la máquina
pintada en una esquina de su fachada, la mirase desde no importa qué
sitio, siempre parecía venir al encuentro. Al rebasarla, la seguía
mirando con el rabillo del ojo y ella me seguía. Creo que no fue ese
día que la vi por primera vez, pero hasta que desapareció bajo una
capa de pintura nueva en la fachada, seguía volteándome para
comprobar si me seguía. Otro de los símbolos de nuestro pasado, que
fue borrado para siempre.
Con
esta contemplación me olvidé de la operación, y pasé a imaginar
qué dos sabores tendría mi helado. En una de las habitaciones del
“Hotel Paraíso”, pasaba consulta el cirujano que venido desde
Torrelavega, un día determinado de la semana.
Subí
las escaleras despacio como si algo tirase de mí, con bastante
pesar, contando los peldaños. Llamó mi madre con el picaporte y se
escucharon unos pasos que se acercaban, el crujido de la madera del
piso y el chirrido de la cerradura. Abrió una mujer que nos sonrió
y nos hizo pasar. Llevaba una bata blanca. Me preguntó cómo me
llamaba, para cerciorarse de que yo era el paciente al que esperaban.
Hacía tiempo que mis padres habían pedido cita a través del doctor
Miralles que me había atendido en su consulta particular, en la casa
de estilo palacete que hay junto al Convento de la Encarnación.
Logré
que apenas saliesen las palabras del cuerpo por estar sumido en
catalogar todo el contenido de la clínica. Mi mirada se había
detenido sobre las pinzas, tenazas y otros raros artilugios cuya
forma y aspecto no me daban muy buena espina.
Salió
el doctor, con su bata verde y una linterna sujeta a la frente que me
miró, pero no me dijo nada, como ignorándome. Pidió a mi madre que
me sentara en una silla de estilo de las que allí había. A mis
espaldas recuerdo que estaba el ventanal por el que entraban con
desgana los rayos de sol a iluminar el local. Me sujetaron a la silla
con una sábana, con los brazos a los costados, pero mis manos
quedaron libres para asirme a las recortadas perneras de mi pantalón
de tergal gris que había estrenado para la primera comunión. Recé
a todas las vírgenes y santas que se me vinieron in mente, pero no
lloré.
–
Abre
más la boca – dijo el barbero con un tono de voz, segura, firme,
de quien está acostumbrado a mandar. Obedecí y cerré los ojos
cuando sentí el abre boca con su inolvidable sabor a metal. La
enfermera me animó, con más amabilidad que el cirujano, diciéndome
que iba a ser cuestión de pocos minutos. Me confié con el ánimo de
la señora y me relajé a mi propia suerte. Abrí los ojos un
instante y observé a la enfermera cómo prendía el alcohol de la
bandeja del instrumental y vi que unas azuladas lenguas de fuego se
elevaban. El olor del alcohol quemado invadió la estancia.
Busqué
la mirada de mi padre. Me hizo un guiño de aprobación por mi
valentía. Aflojé la tensión de mis músculos y me abandoné algo
más relajado en la silla. No se me hizo muy largo el tiempo que echó
el galeno en recobrar las dos presas que me mostró una a una según
las iba extrayendo entre las garras de la tenacilla.
–
Ya
está; – dijo – has sido muy valiente.
La
enfermera deshizo el nudo de la sábana con que me había atado a la
silla y me limpió con ella la sangre de las comisuras de mi boca.
Madre
le preguntó si era conveniente que me diesen un helado. Contestó el
cirujano que me venía bien para evitar la hemorragia. Sonreí como
pude cuando nos despedimos de la amable enfermera que nos acompañó
hasta la puerta a despedirnos y bajé las escaleras de dos en dos los
peldaños.
Quise
hablar y decirles que las dos bolas del helado habrían de ser de
nata y chocolate, pero no fui capaz de emitir sonido alguno, tal era
el resquemor que sentía por dentro de mi garganta. Señalé las dos
cubetas preferidas al heladero de Lisardo
Revuelta que
nos despachó, pero, al fin y al cabo, tanto me hubiera dado que
fueran de otros sabores. Con el primer lametón, sentí que la
garganta se me dormía y aminoraba el ardor de la herida.
Caminé
con mis padres por el muelle del pequeño puerto, mientras despachaba
despacio, para no acabar nunca el rico helado. La brisa salada y
yodada del mar llenaba el puente. La
plaza
estaba llena de puestos de verduras y otras mercancías. El olor a
pescado se mezclaba con los olores a quesu picón del puesto de
Colio.
Pasado el Cotiellu, poco trecho antes de la fuente los “Tres
Caños”, tenía aparcado el coche de punto Víctor
Torre.
Decidieron alquilar sus servicios, con toda seguridad, para ahorrarme
la caminata de regreso a casa. Subidos al coche, durante todo el
trayecto, no perdía detalle de los movimientos de Víctor en el
manejo del volante.
Cuando
me bajé en la Bolerina, apenas sentía la quemazón. El helado había
sido mi ánimo inicial a la vez que mi medicina. Otra cosa fue al
intentar comer ese día y el siguiente.
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