lunes, 23 de diciembre de 2013

6.- Por un helado de "Revuelta"


Motocarro que usaba el hijo de Lisardo Revuelta para las romerías de los pueblos. En esta foto, para las fiestas de Pendueles.
 A las numerosas experiencias personales que se habían prodigado ese año habría de añadir aún otra de marcado impacto personal como fue la extirpación de las amígdalas que venían siendo el foco constante de mis catarros y gripes, dictamen médico Dr. Miralles que atendía mi garganta y la de muchos llaniscos.
Era un día soleado, al menos así lo recuerdo ahora, a pesar del trauma que supuso para mí. No sé por qué motivo, todos mis recuerdos visuales se enmarcan en un paisaje envuelto en mucha luz y muy pocos lo hacen en días toldados. Creo que es por mi tendencia a ser optimista.
Caminé contento la primera parte de los tres largos kilómetros, pues tenía ilusión por ver las barcas de los pescadores amarradas en el muelle y el oleaje de la mar rompiendo contra las compuertas junto a la playina del "Sablín". La mitad final del trayecto transcurrió en parte por el sendero que cruzaba las fincas de la ería, desde la cantera de Collamera, límite de Parres con Pancar, hasta el camino que junto a la boca del túnel llevaba al alto de Tiebes. En ese sitio, un mercancías que preparaba las unidades antes de partir, asomó su cabeza por el negro hueco abierto en la roca. Una negra nube de humo ascendió por el arco del túnel a enredarse entre las cañas de los numerosos laureles que poblaban la peña. Esperamos un rato a que terminara la maniobra y luego que volvió a tragarle la tierra, cruzamos las vías para salir junto a la entrada principal del Palacio los Altares y la capilla de La Salud. Seguimos bajo las copas entretejidas de los plátanos hasta llegar al alto. Las piernas se me volvieron remolonas, en cuanto dimos vista a los tejados de las casas de la villa. A la derecha, la Cocina Económica a pie de carretera y al fondo, en la lejanía, el majestuoso palacio de La Guía en fuerte contraste de estilo arquitectónico con otros existentes aquí; detrás de sus torres, destacaban los encalados muros de la capilla de Nuestra Señora de la Virgen de Guía, con su espadaña recortada en una franja de azul marino ocuparon mi atención. A nuestra izquierda, quedó el Hospital de los Altares. Bajamos a la derecha por las escaleras de Cagalín, al pequeño puente sobre el río Carrocéu, junto al molino, que también era central eléctrica y fábrica de hielo.
Por un momento, había olvidado el motivo de aquella preciosa excursión. En la fachada del bar “El Ferroviario”, que estaba en la Calzada descubrí la magia del artista que había conseguido que la máquina pintada en una esquina de su fachada, la mirase desde no importa qué sitio, siempre parecía venir al encuentro. Al rebasarla, la seguía mirando con el rabillo del ojo y ella me seguía. Creo que no fue ese día que la vi por primera vez, pero hasta que desapareció bajo una capa de pintura nueva en la fachada, seguía volteándome para comprobar si me seguía. Otro de los símbolos de nuestro pasado, que fue borrado para siempre.
Con esta contemplación me olvidé de la operación, y pasé a imaginar qué dos sabores tendría mi helado. En una de las habitaciones del “Hotel Paraíso”, pasaba consulta el cirujano que venido desde Torrelavega, un día determinado de la semana.
Subí las escaleras despacio como si algo tirase de mí, con bastante pesar, contando los peldaños. Llamó mi madre con el picaporte y se escucharon unos pasos que se acercaban, el crujido de la madera del piso y el chirrido de la cerradura. Abrió una mujer que nos sonrió y nos hizo pasar. Llevaba una bata blanca. Me preguntó cómo me llamaba, para cerciorarse de que yo era el paciente al que esperaban. Hacía tiempo que mis padres habían pedido cita a través del doctor Miralles que me había atendido en su consulta particular, en la casa de estilo palacete que hay junto al Convento de la Encarnación.
Logré que apenas saliesen las palabras del cuerpo por estar sumido en catalogar todo el contenido de la clínica. Mi mirada se había detenido sobre las pinzas, tenazas y otros raros artilugios cuya forma y aspecto no me daban muy buena espina.
Salió el doctor, con su bata verde y una linterna sujeta a la frente que me miró, pero no me dijo nada, como ignorándome. Pidió a mi madre que me sentara en una silla de estilo de las que allí había. A mis espaldas recuerdo que estaba el ventanal por el que entraban con desgana los rayos de sol a iluminar el local. Me sujetaron a la silla con una sábana, con los brazos a los costados, pero mis manos quedaron libres para asirme a las recortadas perneras de mi pantalón de tergal gris que había estrenado para la primera comunión. Recé a todas las vírgenes y santas que se me vinieron in mente, pero no lloré.
Abre más la boca – dijo el barbero con un tono de voz, segura, firme, de quien está acostumbrado a mandar. Obedecí y cerré los ojos cuando sentí el abre boca con su inolvidable sabor a metal. La enfermera me animó, con más amabilidad que el cirujano, diciéndome que iba a ser cuestión de pocos minutos. Me confié con el ánimo de la señora y me relajé a mi propia suerte. Abrí los ojos un instante y observé a la enfermera cómo prendía el alcohol de la bandeja del instrumental y vi que unas azuladas lenguas de fuego se elevaban. El olor del alcohol quemado invadió la estancia.
Busqué la mirada de mi padre. Me hizo un guiño de aprobación por mi valentía. Aflojé la tensión de mis músculos y me abandoné algo más relajado en la silla. No se me hizo muy largo el tiempo que echó el galeno en recobrar las dos presas que me mostró una a una según las iba extrayendo entre las garras de la tenacilla.
Ya está; – dijo – has sido muy valiente.
La enfermera deshizo el nudo de la sábana con que me había atado a la silla y me limpió con ella la sangre de las comisuras de mi boca.
Madre le preguntó si era conveniente que me diesen un helado. Contestó el cirujano que me venía bien para evitar la hemorragia. Sonreí como pude cuando nos despedimos de la amable enfermera que nos acompañó hasta la puerta a despedirnos y bajé las escaleras de dos en dos los peldaños.
Quise hablar y decirles que las dos bolas del helado habrían de ser de nata y chocolate, pero no fui capaz de emitir sonido alguno, tal era el resquemor que sentía por dentro de mi garganta. Señalé las dos cubetas preferidas al heladero de Lisardo Revuelta que nos despachó, pero, al fin y al cabo, tanto me hubiera dado que fueran de otros sabores. Con el primer lametón, sentí que la garganta se me dormía y aminoraba el ardor de la herida.

Caminé con mis padres por el muelle del pequeño puerto, mientras despachaba despacio, para no acabar nunca el rico helado. La brisa salada y yodada del mar llenaba el puente. La plaza estaba llena de puestos de verduras y otras mercancías. El olor a pescado se mezclaba con los olores a quesu picón del puesto de Colio. Pasado el Cotiellu, poco trecho antes de la fuente los “Tres Caños”, tenía aparcado el coche de punto Víctor Torre. Decidieron alquilar sus servicios, con toda seguridad, para ahorrarme la caminata de regreso a casa. Subidos al coche, durante todo el trayecto, no perdía detalle de los movimientos de Víctor en el manejo del volante.
Cuando me bajé en la Bolerina, apenas sentía la quemazón. El helado había sido mi ánimo inicial a la vez que mi medicina. Otra cosa fue al intentar comer ese día y el siguiente.


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