martes, 24 de diciembre de 2013

7.- La casa







La casa en la que nací es más bien pequeña, pero para la percepción de un niño me parecía extremadamente grande.
La había mandando construir un emigrante a Cuba, a principios del pasado siglo, para residencia en la vejez de dos hermanas suyas.
Fue pasando el tiempo y las hermanas no llegaron a habitarla. Filomena Sobrino Rozada, sobrina de las dueñas, se la alquiló a mis padres, de recién casados. Corría el año 1947.
La casa había sido estrenada por el capataz de la carretera que se estaba abriendo de Llanes al Mazucu, hacia los años 1915 ó 1916. Me baso en que mi abuelo Marcos, nacido en 1902, había comenzado a trabajar con catorce años en la apertura de la caja en el Cuetu Trescoba, lo cual no es óbice para que la casa hubiera sido construida unos años antes.
Después estuvieron viviendo en ella, en períodos distintos, dos hermanos de mi abuelo y su familia, primero, Ramón Noriega González y Joaquina Romano y después Wences Noriega González y Serafina Bustillo Varela, cuyos hijos Cines y Siti Noriega Bustillo, nacieron en ella. Con posteridad, fue utilizada por unos vecinos del barrio en tanto que les arreglaban la suya.
El caso es que los tabiques de ladrillo encalado con arena de playa, ofrecían ya abundantes deterioros. Tampoco tenía luz eléctrica y mis padres mandaron instalar primeramente, un par de bombillas, una para cada planta del edificio, que me precedieron a mí por lo que cuento, es de oírselo decir a mis padres. No se arrinconó del todo al candil de aceite ni a la palmatoria para los frecuentes apagones por tormenta y averías que sufría la precaria línea que llegaba al pueblo desde la Central de Purón. También de oírlo decir, en la casa de mis abuelos maternos, tenían una única bombilla, cuyo cordón se subía y bajaba por el hueco de la escalera para iluminar ya sea la habitación principal, la salona, el estregal y la cocina.
El reparto primitivo de mi casa era éste: Abajo, tenía el estregal que repartía la entrada al comedor, a la cocina, a un cuarto despensa y a la escalera.
En ese corto espacio que a mí me parecía enorme, jugaba con mis canicas de barro y otros juguetes. El suelo era de ladrillos macizos asentados sobre arena de playa. Por la esquina rota de uno de los más centrales podía levantarlo y lo convertía en un provisional "gua". A falta de contrincante, jugaba con dos canicas de barro de distinto color y hacía también de árbitro.
Otra diversión para mí consistía en buscar los cochinillos del diablo, tijeretas y hormigas perdidas entre el montón de leña de la h.ornina de la cocina o algún reguero de hormigas que se colaba por las rendijas entre los ladrillos de las ventanas o del suelo. Me tumbaba para verlas de cerca y contemplar así el ir y venir suyo. Admiraba cómo se saludaban entre ellas entrechocando las antenas y ponía texto a sus charlas:
“ – ¿Voy bien por este camino?
– Sigue el sendero marcado y, al llegar a la esquina, encontrarás un terrón de azúcar. Hay que retirarlo antes de que nos lo lleven los moscardones.” – decía yo cambiando de voz.
Solía ponerles en su trayecto migas del cajón del pan, pero esta vez les había dejado una pizca del azúcar moreno que teníamos en una taza sobre el aparador. Me gustaba verlas atareadas en llevarlo a su madriguera bajo el peldaño de arranque de la escalera, una roca roja labrada con toda seguridad traída de la playa de Andrín.
Arriba, la casa disponía dos cuartos sobre la cocina y la despensa; la sala sobre el comedor; la galería y el hueco de la escalera al desván, cerrado por un puerta.
La voz de mi madre hablando con Máximina Arenas González en La Bolerina me sacó de mi investigación. Coloqué en su sitio el ladrillo, eché unos troncos al fogón de la cocina, tarea que había olvidado por culpa de los juegos y salí a recibirla.
La casa contaba también con un cuartucho reducido, que yo no me atrevo a llamarle excusado, entre la cocina y el trastero, pero que nos servía como tal. Tenía una simple tabla que a modo de tapadera impedía la entrada de algún bicho del sopláu al que comunicaba, construido con ladrillos y al que iba a parar también las aguas del albañal. Apenas tendría yo los tres o cuatro años, cuando Daniel Sánchez de la Vega, que hacía de albañil en el pueblo, tiró el tabique que lo separaba de la cocina, clausuró el maloliente desagüe y trasladó el albañal junto con el h.erradero del agua a otro sitio, con lo que en el hueco dejado se pudo colocar un aparador que había encargado a Pedro Sobrino, “Cagata”, el carpintero de Pancar. Además, “Dosio”, con restos de azulejos que trasegó de acá y allá, alicató la pared y mesetas de junto a la chapa de la cocina, dándole, para aquellos tiempos, un toque de mejora y modernidad con respecto a lo que había con anterioridad.
En un rincón del estregal, bajo el segundo descanso de la escalera, se habilitó el aseo, bien iluminado por la ventana en la que teníamos colgado un pequeño espejo de mano y sobre su alféizar, un caparazón de vieira para retener la escurridiza concha del jabón "Chimbo". Había también un estante, bajo los peldaños, donde padre colocaba el jabón de afeitar “La Toja”, la brocha, la maquinilla de afeitar y la caja de cuchillas “M.S.”, lejos de mi alcance. El clásico palanganero de metal con la toalla de él colgada y la jofaina blanca debajo eran los elementos imprescindibles de nuestro diario aseo. Para los sábados, se usaba además la batea y el caldero-ducha que se colgaba de uno de los pontones del cuarto trastero, lugar un poco más discreto, que servía lo mismo para guardar la bicicleta de padre que un saco de carbón y el cajón de maíz de las gallinas. Éstas accedían por la ventana que da al norte, desde el recinto vallado con tela metálica para depositar su preciado obsequio en unos ponederos de hierba que madre había para ello habilitado.
En la cocina, el fogón tenía una chapa de hierro con sus tres arandelas donde mi madre hacía fuego para todas las comidas y para calentar el agua de la pequeña caldera que se extraía por un grifo a la palangana.
Las cocinas de entonces se decían “económicas”, porque llevaban una chapa de hierro dulce que mantenía la temperatura consiguiendo así una cocción más controlada y tanto se podían alimentar por leña, turba o carbón.
Encender la cocina puede parecer sencillo, pero hay pasos previos para no llenar la casa de humo y eso se controla por medio del tiro de la chimenea y la puerta del cenicero. Para los días fríos y húmedos conviene calentar previamente el cañón de la chimenea, introduciendo por la puerta del registro, un manojo de hojas secas, al que prendemos fuego para cerrar de inmediato la puerta del tiro. Cuando se oye el bufido de las llamas ascendiendo por el cañón de la chimenea, se cierra bien la puerta del tiro y es el momento de darle cerilla al fogón que previamente ya hemos provisto de hojas, justes y mollejas de eucalipto. Hoy es más asequible el papel, el cartón y el carbón, pero en aquellos años de que hablo, esos elementos eran bienes escasos para la mayoría de las casas. Inclusive también los fósforos y cerillas. Recuerdo ir por encargo de madre a buscar fuego a la casa de La Veguca, porque tenían llar y solían mantener encendidos los últimos troncos de la noche, tapados con ceniza para que quemaran lentamente. La tía Marina Arenas o su hija Concha Fernández Arenas con las pinzas me echaban un par de ascuas en un caldero de cinc que para tal encargo yo llevaba.
En otras casas, conocí los llares que funcionaban a tiro libre bajo una campana que tragaba el humo del fuego sobre el que pendían las relleras de la que se sujetaban las calderas de cobre y el tambor de las castañas; sobre las trébedes el pote, la sartén o la chapa de hacer los talos.
A un lado del llar había previsto un rincón donde se ponía un banco para sentarse a desgranar el maíz, esbillar las h.abas, tejer o charlar, al amor del calor guardado en los rescoldos, la ceniza y la piedra de las paredes. Antes de irse a la cama, se apartaban los rescoldos de la piedra llar, se barría la ceniza para colocar encima de ella la masa de harina de maíz sobre unas hojas secas de castaño y se la cubría con una palangana vieja. La borona de maíz, los tortos y el talo eran, antaño, el pan de los pobres, eso se solía decir. Junto con la leche recién ordeñada era un buen comienzo del día. Hogaño, en la cocina tradicional atrae al turismo.
¡Cuántas historias y leyendas no se habrán contado e inventado junto al llar!
Recuerdo a Pelayín Noriega, albañil de Cue, cuando venía en bicicleta. En el tejado dio un repaso a las tejas movidas por los vientos huracanados que producían varias goteras. La que bajaba por la chimenea fue imposible de quitar. Habría que esperar unos años hasta disponer del cemento, porque la cal no hacía bien de aislante.
En los días de tormenta, el monótono martilleo de aquella gotera sobre una batea de zinc en el desván era continuado al poco, cuando ya me adormilaba, por otra nueva nota más grave, esta vez sobre las tablas. Mi padre subía para tratar de quitarla volviendo a su lugar alguna teja movida por el viento o corregía la inclinación con un cascote entre la teja y la ripia. Cuando esto no era posible, un nuevo sonido se sumaba al primero sobre alguna olla, lata o caldero. Tres, cuatro y más registros musicales recuerdo haber escuchado en mis noches e duermevela, que es cuando los sonidos se perciben con mayor intensidad, pero al final, me dormían. De las cuadras de Clemente Sobrino y de Mino Sánchez me llegaban los sonidos de las campanillas bien templadas que las vacas tañían con el rumio. Junto a mi ventana, las ramas de la vieja encina, hacían chinescas con la luz de la luna y aullaba con las ráfagas del viento. Acabé acostumbrado a tan familiares sonidos.



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