La
casa en la que nací es más bien pequeña, pero para la percepción
de un niño me parecía extremadamente grande.
La
había mandando construir un emigrante a Cuba, a principios del
pasado siglo, para residencia en la vejez de dos hermanas suyas.
Fue
pasando el tiempo y las hermanas no
llegaron a habitarla. Filomena
Sobrino Rozada, sobrina
de las dueñas, se la alquiló a mis
padres, de
recién casados. Corría el año 1947.
La
casa había sido estrenada por el capataz de la carretera que se
estaba abriendo de Llanes al Mazucu, hacia los años 1915 ó 1916. Me
baso en que mi abuelo Marcos, nacido en 1902, había comenzado
a trabajar con catorce años en la apertura de la caja en el Cuetu
Trescoba, lo cual no es óbice para que la casa hubiera sido
construida unos años antes.
Después
estuvieron viviendo en ella, en períodos distintos, dos hermanos de
mi abuelo y su familia, primero, Ramón Noriega González
y Joaquina Romano y después
Wences Noriega González
y Serafina
Bustillo Varela, cuyos hijos Cines y Siti Noriega
Bustillo, nacieron en ella. Con posteridad, fue utilizada por
unos vecinos del barrio en tanto que les arreglaban la suya.
El
caso es que los tabiques de ladrillo encalado con arena de playa,
ofrecían ya abundantes deterioros. Tampoco tenía luz eléctrica y
mis padres mandaron instalar primeramente, un par de bombillas, una
para cada planta del edificio, que me precedieron a mí por lo que
cuento, es de oírselo decir a mis padres. No se arrinconó del todo
al candil de aceite ni a la palmatoria para los frecuentes apagones
por tormenta y averías que sufría la precaria línea que llegaba al
pueblo desde la Central de Purón. También de oírlo decir, en la
casa de mis abuelos maternos, tenían una única bombilla, cuyo
cordón se subía y bajaba por el hueco de la escalera para iluminar
ya sea la habitación principal, la salona, el estregal y la cocina.
El
reparto primitivo de mi casa era éste: Abajo, tenía el estregal que
repartía la entrada al comedor, a la cocina, a un cuarto despensa y
a la escalera.
En
ese corto espacio que a mí me parecía enorme, jugaba con mis
canicas de barro y otros juguetes. El suelo era de ladrillos macizos
asentados sobre arena de playa. Por la esquina rota de uno de los más
centrales podía levantarlo y lo convertía en un provisional "gua".
A falta de contrincante, jugaba con dos canicas de barro de distinto
color y hacía también de árbitro.
Otra
diversión para mí consistía en buscar los cochinillos del diablo,
tijeretas y hormigas perdidas entre el montón de leña de la
h.ornina de la cocina o algún reguero de hormigas que
se colaba por las rendijas entre los ladrillos de las ventanas o del
suelo. Me tumbaba para verlas de cerca y contemplar así el ir y
venir suyo. Admiraba cómo se saludaban entre ellas entrechocando las
antenas y ponía texto a sus charlas:
“
– ¿Voy bien por este camino?
–
Sigue el sendero marcado y, al llegar a la esquina, encontrarás un
terrón de azúcar. Hay que retirarlo antes de que nos lo lleven los
moscardones.” – decía yo
cambiando de voz.
Solía
ponerles en su trayecto migas del cajón del pan, pero esta vez les
había dejado una pizca del azúcar moreno que teníamos en una taza
sobre el aparador. Me gustaba verlas atareadas en llevarlo a su
madriguera bajo el peldaño de arranque de la escalera, una roca roja
labrada con toda seguridad traída de la playa de Andrín.
Arriba,
la casa disponía dos cuartos sobre la cocina y la despensa; la sala
sobre el comedor; la galería y el hueco de la escalera al desván,
cerrado por un puerta.
La
voz de mi madre hablando
con Máximina
Arenas
González en
La Bolerina me sacó de mi
investigación.
Coloqué
en su sitio el ladrillo,
eché
unos
troncos al
fogón de la cocina,
tarea que había olvidado por culpa de los juegos y
salí
a recibirla.
La
casa contaba también con un cuartucho reducido, que yo no me atrevo
a llamarle excusado, entre la cocina y el trastero, pero que nos
servía como tal. Tenía una simple tabla que a modo de tapadera
impedía la entrada de algún bicho del sopláu al que
comunicaba, construido con ladrillos y al que iba a parar también
las aguas del albañal. Apenas tendría yo los tres o cuatro años,
cuando Daniel Sánchez de la Vega, que hacía de
albañil en el pueblo, tiró el tabique que lo separaba de la cocina,
clausuró el maloliente desagüe y trasladó el albañal junto con el
h.erradero del agua a otro sitio, con lo que en el hueco
dejado se pudo colocar un aparador que había encargado a Pedro
Sobrino, “Cagata”, el carpintero de Pancar. Además, “Dosio”,
con restos de azulejos que trasegó de acá y allá, alicató la
pared y mesetas de junto a la chapa de la cocina, dándole, para
aquellos tiempos, un toque de mejora y modernidad con respecto a lo
que había con anterioridad.
En
un rincón del estregal, bajo el segundo descanso de la
escalera, se habilitó el aseo, bien iluminado por la ventana en la
que teníamos colgado un pequeño espejo de mano y sobre su alféizar,
un caparazón de vieira para retener la escurridiza concha del jabón
"Chimbo". Había también un estante, bajo los peldaños,
donde padre colocaba el jabón de afeitar “La Toja”, la brocha,
la maquinilla de afeitar y la caja de cuchillas “M.S.”, lejos de
mi alcance. El clásico palanganero de metal con la toalla de él
colgada y la jofaina blanca debajo eran los elementos imprescindibles
de nuestro diario aseo. Para los sábados, se usaba además la batea
y el caldero-ducha que se colgaba de uno de los pontones del cuarto
trastero, lugar un poco más discreto, que servía lo mismo para
guardar la bicicleta de padre que un saco de carbón y el cajón de
maíz de las gallinas. Éstas accedían por la ventana que da al
norte, desde el recinto vallado con tela metálica para depositar su
preciado obsequio en unos ponederos de hierba que madre había para
ello habilitado.
En
la cocina, el fogón tenía una chapa de hierro con sus tres
arandelas donde mi madre hacía fuego para todas las comidas y para
calentar el agua de la pequeña caldera
que se extraía por un grifo a la palangana.
Las
cocinas de entonces se decían “económicas”,
porque llevaban una chapa de hierro dulce que mantenía la
temperatura consiguiendo así una cocción más controlada y
tanto se podían alimentar por leña, turba o carbón.
Encender
la cocina puede parecer sencillo, pero hay
pasos previos para
no llenar la casa de humo y
eso se controla por
medio del tiro de
la chimenea y
la puerta del cenicero. Para
los días fríos y húmedos conviene
calentar
previamente
el
cañón de la chimenea, introduciendo
por la puerta del registro, un manojo
de hojas secas, al
que prendemos
fuego para cerrar de inmediato la puerta del tiro. Cuando
se oye
el bufido de
las llamas ascendiendo por el cañón de la chimenea, se
cierra
bien la puerta del tiro y es
el
momento de darle cerilla al fogón que previamente ya hemos
provisto
de hojas, justes y mollejas de eucalipto.
Hoy
es más asequible el papel, el cartón y el carbón, pero en aquellos
años de que hablo, esos elementos eran bienes escasos para la
mayoría de las casas. Inclusive también los fósforos y cerillas.
Recuerdo ir por encargo de madre a buscar fuego
a
la casa de La Veguca, porque tenían llar y solían
mantener encendidos los últimos troncos de la noche, tapados con
ceniza para que quemaran lentamente. La
tía Marina
Arenas
o
su
hija
Concha
Fernández
Arenas
con
las pinzas me echaban
un
par de ascuas en
un caldero
de cinc que para
tal encargo yo
llevaba.
En
otras casas, conocí los llares que funcionaban a tiro libre bajo una
campana que tragaba el humo del fuego sobre el que pendían las
relleras
de la que se sujetaban las calderas de cobre y
el tambor de las castañas; sobre las trébedes
el
pote, la
sartén o
la
chapa de hacer los talos.
A
un lado del llar había
previsto un rincón donde se
ponía un
banco para sentarse a desgranar
el maíz, esbillar las h.abas, tejer
o charlar, al
amor del calor guardado
en los
rescoldos, la ceniza y
la piedra de las paredes.
Antes
de irse a la cama, se apartaban los rescoldos de la piedra llar, se
barría la ceniza para
colocar encima de ella la
masa de harina de maíz sobre unas hojas secas de
castaño y
se
la cubría con
una palangana vieja. La
borona
de
maíz, los tortos y el talo eran, antaño, el pan de los pobres, eso
se solía decir. Junto con la leche recién ordeñada era un buen
comienzo del día. Hogaño, en
la cocina tradicional atrae
al turismo.
¡Cuántas
historias y leyendas no se habrán contado e inventado junto al llar!
Recuerdo
a Pelayín Noriega, albañil de Cue, cuando venía en
bicicleta. En el tejado dio un repaso a las tejas movidas por los
vientos huracanados que producían varias goteras. La que bajaba por
la chimenea fue imposible de quitar. Habría que esperar unos años
hasta disponer del cemento, porque la cal no hacía bien de aislante.
En
los días de tormenta, el monótono martilleo de aquella gotera sobre
una batea de zinc en el desván era
continuado al poco, cuando ya me adormilaba, por otra nueva nota más
grave, esta vez sobre
las tablas. Mi
padre subía para tratar de quitarla volviendo a su lugar alguna teja
movida por el viento o corregía la inclinación con un cascote entre
la teja y la ripia. Cuando esto no era posible, un nuevo sonido se
sumaba al primero sobre alguna olla, lata o caldero. Tres, cuatro y
más registros musicales recuerdo haber escuchado en mis noches e
duermevela, que es cuando los sonidos se perciben con mayor
intensidad, pero al final, me dormían. De las cuadras de Clemente
Sobrino
y
de Mino
Sánchez
me
llegaban los sonidos de las campanillas bien templadas que las vacas
tañían con el rumio. Junto a mi ventana, las ramas de la vieja
encina, hacían chinescas con la luz de la luna y aullaba con las
ráfagas del viento. Acabé acostumbrado a tan familiares sonidos.
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