El
invierno había llegado formalmente puntual. Una espesa capa de nieve
cubría, aquella mañana, los prados, caminos y tejados. En los
portales de la escuela esperábamos, pertrechados de pasamontañas,
bufandas, madreñas y guantes de lana, la llegada del Maestro montado
en su motocicleta, cual guerreros medievales de una ciudadela
liliputiense que esperasen a su Cid.
La
voz cortada por el frío del vigía avanzado en la pandina de la
bolera desde cuyo puesto podía ver hasta el final de La Viña, en la
curva de Las Castañares, nos alertó:
– ¡
El Maestru!
Todos
acudimos a la bolera para verlo llegar, tirando de su Lambretta,
porque la carretera había amanecido con una espesa capa de hielo. En
más de una ocasión, para venir a dar clase, recorría andando los
cinco kilómetros que hay desde Andrín a causa del mal tiempo. Traía
el almuerzo en una pequeña cesta atada con dos gomas al porta bultos
y cuando al mediodía salíamos a comer a casa, él se quedaba en el
aula y despachaba el guiso que calentaba en hornillo de alcohol.
Don
Manuel Fernández era en su forma de ser, persona amable. En
escasas ocasiones, pero obligado por la insistente impertinencia de
alguno o varios de nosotros, estallaba en ira y la descargaba, bien
a su pesar, con el que la originaba, al ver que podía perder el
control de toda la clase. Inmediatamente pasado el nubarrón, se
disculpaba con los demás por el furor desencadenado y sin dejar
pasar demasiado tiempo, acababa indultando del castigo a los
causantes. Recuerdo el rubor que cubría cara y calva y, en
ocasiones, el agua en sus ojos.
Había
perdido, nunca supimos por qué motivo, dos falanges del índice
derecho y me llamó la atención al principio de conocerle por la
forma que tenía de sujetar la estilográfica entre los dedos pulgar
y medio, en tanto el muñón del índice quedaba atrás y descasaba
sobre el casquillo de la Parker. Siempre recordaré la pose
con que enroscaba el capuchón, antes de guardarla en el bolsillo
interior de la chaqueta.
Había
llegado la nieve, cumpliendo el dicho de que “Por Todos los Santos,
la nieve por los campos”, pero se había quedado rezagada por el
Cuera y la esperábamos inocentemente en el pueblo, con la cercanía
de las Navidades, como nos habían hecho creer asociada al belén que
todos los años se hacía en la iglesia. Esas fechas navideñas
cercanas y frías servían mucho para variar el programa escolar y
reforzar otros aspectos como la lectura, el dibujo y la redacción.
De la escasa biblioteca de aula guardada bajo llave, sacaba varios
tomos que repartía para leer agrupados de tres en tres. Después,
nos pedía que copiáramos el dibujo hecho por él en la pizarra que
servía de cabecera para adornar el dictado que seguía a la lectura.
Cada cuál, según su capacidad gráfica, dábamos el toque personal
al bosquejo en creta. Al lado copió estos villancicos, con una
exquisita caligrafía que tratábamos de igualar y que nadie de
nosotros debimos entender, pero sí aprender a recitar.
"Las
pajas del pesebre,
niño
de Belén,
hoy
son rosas y flores,
mañana
serán hiel."
Antes
de salir al recreo le mostrábamos el trabajo para que con su pluma y
tinta azul nos lo calificara. Aquel día no recuerdo que a nadie le
hubiese puesto menos de un Bien.
Durante
el recreo, los líderes de la escuela hacían rodar bolas de nieve
con las que compusieron el cuerpo; los demás aportábamos otros
materiales: un saco colgado por el viento de unas bardas sirvió para
la bufanda; una escoba olvidada en el cuarto bajo las escaleras;
alambre que sirvió para hacer unas gafas y que alguien completó con
dos culos de botella verde. Lo más gracioso fue cuando José
Manuel trajo unos cagajones secos de burro a modo de botones. En
un abrir y cerrar de ojos, aquel montón de nieve se convirtió en
una esmerada escultura.
–
¡Pobre de quien lo destruya! – amenazó Petaca.
– Que
se encarguen de destruirlo el agua y el sol, añadió Angelines
a voz en grito desde una de las ventanas del aula de niñas.
Teníamos
mojada la culera y las rodillas de las caídas y el arrastre que
habíamos hecho por provisionales pistas de esquí en el huerto
escolar. Nos ardían del frío y sabañones las manos, la punta de la
nariz y las orejas, después de la incruenta boleada de nieve con que
cerramos el recreo. Bajo la sonriente mirada de Dª Carmina y
D. Manuel, por ser fechas tan especiales, habían pasado por
alto la normativa impuesta desde las “alturas” y niños y niñas
habíamos disfrutado juntos en la batalla de bolas desencadenada como
cierre del recreo.
Las
palmas del maestro y las voces de la maestra pusieron fin a tan
divertido recreo.
Como
os cuento, el voceras de turno repitió para los más despistados:
–
¡Arribaaaa!
Primera Comunión en La Iglesia Mª Magdalena de Parres.
Por la izquierda:
Fernando, Panchín, Manolo, Pili, Olguita, Josefina, Angelines, el hijo de una compañía del teatro que actuaba en Parres y Juan Armando en la primera fila.
Por la derecha:
Enci, Yoli, Ramón, FeFu, Mini, Carmelina, Amalina, Rosi y Vicente, en la segunda fila.
D. José Suárez, párroco de Parres, La Pereda y Porrúa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario