10.-
Fantasías infantiles.
Al
lado derecho de la cocina teníamos una pequeña caldera para el agua
caliente, con una tapa latonada a la que madre hacía brillar
frotando en ella con una piedra traída de La Arenal y un chorro de
vinagre o zumo de limón. En la barra, también dorada, se colgaba el
gancho de manejar las arandelas, el rodillo y alguna prenda recién
lavada. La caldera se vaciaba por un grifo del mismo material que la
tapa y la barra. Con aquellos cuatro litros de su capacidad, bastaba
y sobraba para entibiar el agua de la palangana en nuestros
lavatorios.
En
mi fantasía, aquella humeante caldera me recordaba la máquina de
vapor que hacía las maniobras en la estación, donde trabajaba mi
abuelo Santos González Cue. Imaginándome ser el
fogonero, la atizaba hasta poner incandescente la chapa y vigilaba el
nivel de agua de la pequeña caldera. Había oído decir que si se
quedaba sin agua podría llegar a estallar por los aires. No se
andaban en miramientos los mayores con tal de prevenirnos de posibles
peligros, lo que no me impedía que experimentase con el fuego. Con
el hierro incandescente grababa los leños.
Mi
abuela Araceli Sobrino Tamés me había llevado con ella un
martes al mercado coincidiendo con el día de San Antonio, pero antes
pasamos a dejar la comida a mi padre que trabajaba en la fábrica
Lactosa. Tanto el ruido ensordecedor de las máquinas y el calor de
la caldera como el olor del suero en polvo que en ella procesaban
nunca jamás se me olvidarían. Sobre la fábrica había escuchado a
mi padre narrar el funcionamiento completo y cuando entré en aquel
pequeño espacio aislado donde estaba la caldera, a pesar de los
manómetros, termómetros y demás mecanismos que la controlaban, aún
me pareció más peligrosa. Desde aquel día, la caldera de nuestra
cocina, me pareció de juguete.
El
jerraderu es el lugar
del que colgaban dos corvos de madera, por no haberlos de
hierro, de sendos pontones de los que sostenían el piso superior.
Del caldero esmaltado colgaba un canjilón blanco, usado
exclusivamente para el agua de beber y cocinar. Los otros dos
calderos eran de cinc y su agua, que también podía ser de los
bistechos, se usaba para el aseo y la limpieza.
Todos
los días había que ir a buscar el agua de La Jornica. Yo acompañaba
a mi madre y me dedicaba, en tanto que ella rellenaba los calderos,
tanque a tanque, a jugar en los pequeños manantiales que brotaban
por el terreno junto a la fuente. La fuente en sí está construida
con piedra y ladrillo revestido de cemento que cubre el manantial del
que se escapa el agua por un aliviadero en cuanto supera un cierto
nivel de carga. Por una abertura frontal se accede al agua con un
cazo para cargar los calderos. Solía haber uno para uso comunitario
sobre una repisa de la hornacina que también se usaba para beber por
él cuando la sed nos acuciaba. Si no estaba el tanque en su sitio,
arrodillados introducíamos la cabeza para beber del claro manantial
con inmaculado fondo de arena blanca.
Era
harto frecuente que varias mujeres coincidieran en la fuente, así
como poco habitual que hubiera algún hombre, hecho que hoy en día
no precisaría comentario alguno. Entonces se esperaban unas a otras,
cosa que a mí me servía a propósito para alargar el tiempo de
observación y recogida de berros, que así llamábamos a los
renacuajos de rana. Aún recuerdo el gesto de izar desde el suelo el
caldero sobre el mullido y colorido rueñu hecho de
trapos viejos que ponían sobre la cabeza y cómo, sin perder la
vertical y flexionando las rodillas, prendían las asas de otros dos
calderos o latas. Tenían memorizada cada saliente de piedra y
oquedad del camino y al llegar junto a la Rectoral se paraban con sus
cargas encima a despachar la conversación iniciada y se despedían
en aquella encrucijada camino hacía el Cuetu y Tamés, hacia
Coxiguero y Tresierra, hacia el Campu el Roble o hacia la Caleyona y
La Veguca.
Los
primeros alejamientos que hice desde mi barrio, me llevaron a
observar con detenimiento algunos edificios que producían en mí el
ensueño de lo desconocido hasta que, pasado un tiempo, los fui
visitando acompañado de algún amigo.
La casa Rectoral, camino de la Jornica.
Aparte
del campanario de la Iglesia y el coro donde estaba el armonio,
subíamos al Cuetu Mirador, perteneciente a la casa de
Cospechu, en el que hay una casina o mirador al que se accede desde
la casa, por un camino de piedra, residuo de una época de más
esplendor económico anterior a la guerra. Desde una rendija de la
vieja puerta pintada en negro, se adivinaba un arca y un par de
sillas. Una ventana al norte permitía mirar la amplia banda azulada
del cantábrico mar surcado con frecuencia por cargueros y barcos de
pesca. Habrían de pasar unos años, para que rota la puerta y
forzada la cerradura del arcón, una colección de fotografías y
postales entretenían nuestra imaginación infantil.
En
la huerta de Joaquina Romano, de
la Caleyona había
un pozo de agua que conservaba la cruceta de la que debió de colgar
la polea, la cuerda y el caldero. Lo habían cubierto de tablones y
grandes morrillos, por el peligro que suponía para cualquier niño
intruso como nosotros, cuando la casa quedó deshabitada. Tenía allí
unos cuantos manzanos, un par de perales sanjuaneras y un prunal a
los que le dábamos continuos tientos con la pértiga. Los limoneros,
ni por su conocida acidez, tampoco salían mejor parados. Era un acto
de valentía para los críos entrar en aquel lugar mágico a cutir
nidos de raitanes y cericos en las viejas paredes de la huertona,
completamente tomadas de hiedra sobre las que revoloteaban verdaderos
enjambres de abejas.
En
la Casona de D. Fermín Gárgolas y
Dª Paca Díaz, al morir estos, quedó viviendo unos
años más Dª Lola Díaz, asistida
por una mujer hasta
su fallecimiento. De esa manera le quedó el nombre de La Casona
de Doña
Lola y era otro de los centros de nuestro interés, aparte por
el aspecto que tenía el edificio con sus enormes galerías
acristaladas como por la dificultad que en sí tenía atravesar la
alta verja, para acceder a las peras y a las naranjas. Pero como la
herrumbre se había apoderado de la forja, nos colábamos por una
entrada menor, en desuso que estaba ya tomada de bardas y ortigas. El
ruido de los ventanales entreabiertos movidos por el viento y el
crujido de las maderas al subir las escaleras de los dos pisos, junto
con el aleteo de los murciélagos, añadían los detalles que les
faltaba a nuestra imaginación calenturienta. Si llegaba la noche, no
quiero ni contaros, pues a todo este misterio se añadía el canto de
la lechuza desde una de las luceras abiertas sobre el tejado.
En
la esbilla del maíz en
nuestra casa,
una noche otoñal en la que el viento había cortocircuitado el
tendido, alumbrada
la estancia del estregal por
la mortecina luz del
candil
de aceite, escuché de
crío una
narración sobre el día que que murió la última moradora de la
Casona doña
Lola.
Maximina Arenas,
mi vecina,
junto con otras vecinas
más estaban acompañando a la mujer que agonizaba, y se habían ido
a la cocina, pues a su lado bien poco podían ya hacer, más que
rezar y eso ya lo habían hecho con toda la devoción exigible en
tales momentos. Al poco, sintieron todas las del velatorio el golpe
como
de una
silla al caerse
en el suelo de madera, seguido de un aleteo
de paloma que
salía por la
ventana entreabierta de la alcoba de
la señora. Según sus creencias, se dijeron que con seguridad había
sido el alma de la finada.
Desde
esa noche en la que escuché dicho suceso, al
pasar por junto a la alta muralla, miraba de reojo las grandes
balconadas, y aceleraba el paso, hasta llegar al Cuetu desde donde ya
divisaba los tejados de la casa y cuadra de mis abuelos en Tamés. De
regreso, sobre todo si era atardecido, lo hacía a pura carrera, la
vista puesta en la única luz del poste de la Rectoral, desde donde
ya vería la Bolerina y la pequeña portilla del huerto de casa junto
a la higuera.
La Casona Doña Lola.
El
Palaciu de Gregorío García Fresno y Logia Díaz,
a pesar de conocerlo por acudir en muchas ocasiones con mis padres a
la esfueya del maíz o de tertulia, ocultó para mí rincones
secretos, que sólo pude calibrar en su magnitud pasados los años,
invitado por Logia, su última moradora, tras el fallecimiento
de su segundo hijo, Javier.
No
me extrañó la fantasía y misterio desatados hacia el lugar, en mi
infancia y que aún mantengo. Siempre creeré, hasta que alguien me
lo desmienta, que debió de ser algo así como un palacio del Temple,
pues es mucha coincidencia que, a escasos cien metros, en el barrio
de Tamés, hubo un convento monjil, como escuché contar entonces, a
los más viejos del lugar y de cuya existencia da fe una inscripción
sobre el cargadero de piedra de una de sus ventanas, junto a la
entrada norte en la corralada de Fernanda Noriega Galguera. Es
bastante común encontrar tan cercanas ambas construcciones. El
Palacio tiene una gran galería bien orientada al sur. Se accedía a
la parte habitada, por una escalera de piedra arenisca. Debajo está
la bodega con altura considerable, con respecto al tamaño que suelen
tener la mayor parte de las casas del pueblo. Enormes vigas están
sostenidas por fuertes columnas prismáticas de roble, descansando
sobre basas de piedra caliza.
Fuera,
atado a una cadena, dormía Moro en una caseta, bajo uno de los
muchos nogales del Campillín, y tenía por costumbre ladrar sin
desesperación cuando alguien pasaba por el camino al otro lado del
huerto.
En
una noche de luna llena que yo regresaba de casa de mis abuelos, noté
su negrura por entre las sombras de los nogales, saltó el muro y
echó sobre mí sus dos manos, como saludándome y sentí sus ásperos
y cálidos lametones en mi cara. Nunca más le tuve miedo y cuando
pasaba por el camino lo llamaba y Moro me ladraba como lo hacen los
perros a los que reconocen como amigos.
El Palaciu del Cuetu
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