Iglesia reformada, años 1962/63
Hecha la Primera Comunión, estábamos habilitados para colaborar en misas dominicales, funerales y en otros cualesquier eventos. De nuestra puesta a punto se ocupaba Modestina Sobrino Noriega, “La Sancristana”, que se empeñó en que aprendiésemos la liturgia en latín, tal como se usaba entonces. Disponía para ello de unos pequeños escenarios en cartón por los que se movían, a mano, varias siluetas de cartón que representaban monaguillos y curas, a los que vestíamos con la indumentaria apropiada a cada tipo de función religiosa, además de todos los adminículos necesarios al caso.
Hecha la Primera Comunión, estábamos habilitados para colaborar en misas dominicales, funerales y en otros cualesquier eventos. De nuestra puesta a punto se ocupaba Modestina Sobrino Noriega, “La Sancristana”, que se empeñó en que aprendiésemos la liturgia en latín, tal como se usaba entonces. Disponía para ello de unos pequeños escenarios en cartón por los que se movían, a mano, varias siluetas de cartón que representaban monaguillos y curas, a los que vestíamos con la indumentaria apropiada a cada tipo de función religiosa, además de todos los adminículos necesarios al caso.
En
nuestra hornada
éramos
tantos
aspirantes,
que
ocupábamos apretujados
los bancos laterales
del
presbiterio, desde
los que observábamos
el trajín
de
los
monaguillos mayores: Camilín
Fernández Junco, Félix Rodríguez Gutiérrez y
José Manuel Junco Junco,
diestros ayudantes que
sustituían en la capitanía de la sacristía a la anterior
generación, ya
moza
que preferían ver la misa desde la “barrera”, al fondo de la
iglesia, en el sitio de “los hombres”, con el privilegio de
entrar los últimos y salir los primeros por la puerta secundaria que
da al pórtico. Se
me ocurre pensar que se debía más
el cambio generacional a la
talla de las
vestimentas
disponibles, que a la
aparición del
bigote. Resultaba
gracioso
ver a los más pequeños pisar
la sotana al
arrodillarse a pesar de los
frunces que les había hecho la sacristana con el
cíngulo y varios imperdibles. No
había en el ropero de la sacristía, los suficientes hábitos para
todos los de nuestra
extensa
añada, si
bien es cierto, que no todos se prestaron
a
subir
al escenario de la
función.
No
obstante, por la abundante plantilla de
aspirantes,
Modestina
nos vestía a unos
con la sotana roja, a
otros
con la negra, y dejaba
salir algunos con media parte de la indumentaria al uso, lo que
provocaba todo ello las
sonrisas
de los parroquianos que llenaban las dos alas del pasillo central y
la parte bajo el coro, que por
ese espectáculo que
ofrecíamos, estaban
más
atentos que a misa.
Yo
era de los más asiduos, por la cercanía de mi casa con la iglesia,
pero también con la infantil fe que tenía en todas las enseñanzas
sacadas del misalito que me había regalado mi catequista Dª
Concha Ibáñez Parres, persona por la que guardo mucho afecto.
En
los meses de verano, regresaba al pueblo D.
Manuel Junco Vega,
el “Cura
de Calvu”, así
reconocido por ser vecino en dicho
barrio y
daba
misa todos los días a las ocho de la mañana. Yo acostumbraba
a
madrugar, por el trajín que en casa se generaba una hora
antes,
el
ruido de las arandelas y el olor inconfundible de las mollejas y
ramas de eucalipto o cádavas
con que se prendía la cocina para el desayuno. Padre salía con el
caldero, camino de la cuadra que nuestra vecina, Sole
Díaz
nos
había dejado, a escasos cincuenta metros de la casa, para
limpiar,
cebar y ordeñar las cuatro vacas que teníamos.
Desde
el
establo nos
llegaban los mugidos
de
las bellidas
que
reclamaban por derecho que se
les
pusiera
a
los
recentales bajo
sus ubres.
Yo iba con el hervidor a buscar la leche para el desayuno y así
llegar a tiempo para ayudar
a la
misa de don
Manuel. Por
más que madrugaba,
siempre
me
encontraba a
mi
amigo Juan
Armando Alles Tamés
jugando
al
frontón en
el pórtico.
Por
ser de madrugada y de voluntaria asistencia, había muy
poca concurrencia, pero la que siempre
acudía era
Modestina, mujer
que llevaba con escrupulosa aptitud el cargo que había asumido.
Apagadas
las velas y recogido el instrumental, quitábamos
los hábitos y D.
Manuel nos daba para
que
nos repartiéramos cristianamente
un
duro,
además de las formas
sin consagrar que
le habían
sobrado y que guardaba en una cajita metálica en el bolsillo de la
sotana. Con
su
textura
áspera se me pegaba en el paladar y el sabor
ácimo
me
recordaba al de la oblea
que
recubría
al
turrón
duro.
Uno
de los monaguillos salía a la puerta con las campanillas para llamar
a los feligreses. Me parecía tan importante aquella tarea que las
esmengaba a rebato y por el placer de oírlas de lo bien que
sonaban. Se disolvían los corrillos que los hombres hacían en el
campo de la iglesia, apuraban las colillas y saltando el muro del
pórtico, entraban por la puerta posterior del templo. Las mujeres
recudían los paraguas, aparcaban sus madreñas y se retocaban el
velo antes de entrar por la principal. La que precedía a las demás
tomaba el agua bendita de la pila y se la iba pasando a las que la
seguían, como muestra de amistad, confianza y educación. Hacían
todas un gesto inacabado de genuflexión enfrente del altar menor de
la entrada a la vez que se santiguaban y se iban a ocupar los bancos
vacíos o los reclinatorios familiares.
Ayudábamos
a vestirse al cura en la sacristía y le precedíamos hasta el
presbiterio para situarnos a ambos lados del altar cubiertos del
hieratismo que nos imbuían el lugar, las luces, los cánticos y los
rezos en latín de la gente que se levantaba con nuestra salida. A
veces, nos relajábamos por la más mínima tontería que nos pasara
por la cabeza, porque en el momento del más profundo de los
silencios, algún ruido característico venía a romper nuestra
concentración espiritual. Bastaba con la mirada reprobatoria de
Modestina desde su reclinatorio, al otro lado de la barandilla que
cerraba el presbiterio, para que recuperásemos nuestra compostura.
Tenía tan medidos los pasos distantes a la escalinata de la comunión
que siempre abría la fila para recibirla y era también la primera
en volver a ocupar su reclinatorio particular.
En
las procesiones, llevábamos la cruz, los cirios y el incensario,
repartido según la veteranía de cada uno. En los entierros
sorteábamos hacer de campaneros y comenzábamos a tañer las dos
campanas en cuanto salía la comitiva del pórtico, camino de La
Barrera. Había que hacer tres toques pausados por unos segundos con
la “mayor” y después de una pausa un poco más larga que las
anteriores, se daban otros tres toques también pausados entre sí,
con la “menor”. Y se seguía el mismo esquema de toques hasta que
se terminaba el sepelio.
En
las fiestas de San Antón y de La Magdalena, se usaba el repique, con
aire de jota que sólo los campaneros especialistas como Clemente
Sobrino
y su esposa Máximina
Arenas
sabían hacer.
La misa dominical se anunciaba con tres toques repartidos
en
la media hora anterior a la entrada. Los sonidos de bronce llegaban
hasta Rumoru, Los Carriles, Santa Marina y La Pereda, que eran los
lugares que
estaban más
alejados. El último toque avisaba de la llegada del cura y poco
después daba comienzo la santa misa.
El
vocabulario que debíamos aprender, tanto para las oraciones en latín
como para nombrar los objetos del culto, resultaba complicado en un
principio. No era de extrañar que nos confundiéramos al ayudar,
pero el cura nos señalaba lo que nos pedía con cuidado de que nadie
se diera cuenta de nuestra bisoñez. Naveta, incensario, aguamanil,
atril, hisopo, acetre, custodia, viril, píxide, corporal,
purificador, palia, manutergio, mantel, antipendio… fueron vocablos
cultos que se intercalaron con los del léxico que como campesinos ya
teníamos aprendidos.
Los
sitios a ocupar en las misas se distribuían tácitamente entre
nosotros. Ayudar en la parte derecha del altar suponía un punto más
de protagonismo, ya que te correspondía tocar las campanillas,
alimentar el incensario y caltenerlo encendido hasta verte
envuelto en una nube blanca de humo. También tenías que servir el
agua y el vino para la consagración, además de pasar la bandeja de
la comunión. A mí, que no me agradaba en especial tanto
protagonismo, solía quedarme en la parte izquierda y observar cómo
los demás andaban de un lado a otro. El único trabajo que nos
asignaban era el de recaudadores con el cepo, pequeño cestillo de
mimbres con un mango que alargábamos por entre los bancos para
recoger las limosnas. Al finalizar, salíamos los primeros a la
sacristía tras el presbítero.
En
los días normales, dado que la eucaristía debía tomarse tras un
total ayuno desde la medianoche anterior, era imprescindible que, al
finalizar la misa, se tuviese un refrigerio de galletas y vino dulce
para los sacerdotes oficiantes. Nadie contaba con los acólitos.
Por
ese motivo, cual lazarillos, con el pretexto de ir a la sacristía a
por algo, aprovechábamos el mínimo despiste de la sacristana para
levantar algún bizcocho o galleta “maria” y, si se terciaba,
también le dábamos algún beso callado en el bocal de la botella de
“Sansón”.
Los
funerales de primera estaban asistidos por tres, cuatro o más curas
y al entrar en la sacristía para dejar la cestilla de las limosnas,
encontraba la mesa a mantel puesto con bandejas a rebosar de queso,
embutidos y jamón y que de sólo verla tan bien surtida me provocaba
un intenso dolor en las glándulas salivales.
Se
dice: “Si tienes un hijo pillo, mételo a monaguillo”. Me pareció
acertado llevarlo a la práctica, sobre manera, en situaciones como
aquélla en las que se daba trato desigual según el escalafón y los
monaguillos ocupábamos el inferior.
En
tanto se despedían los curas con el “Ite missa est” nos daba
tiempo más que sobrado para desnudar las rodajas del chorizón y
mortadela de las tripas que los envolvían, con precisión de
cirujanos, de las que no hacíamos ascos. Las que se resistían a ser
desvestidas, por no dejarlas de mala presencia, las comíamos enteras
y estirábamos el resto por los huecos que dejaban a fin de que no se
notasen las faltas.
Uso
el plural, porque con quienquiera que hable de ello, me confirmará
haber usado idéntico modus operandi.
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