domingo, 22 de diciembre de 2013

5.- Los monaguillos


                     Iglesia reformada, años 1962/63

Hecha la Primera Comunión, estábamos habilitados para colaborar en misas dominicales, funerales y en otros cualesquier eventos. De nuestra puesta a punto se ocupaba Modestina Sobrino Noriega, “La Sancristana”, que se empeñó en que aprendiésemos la liturgia en latín, tal como se usaba entonces. Disponía para ello de unos pequeños escenarios en cartón por los que se movían, a mano, varias siluetas de cartón que representaban monaguillos y curas, a los que vestíamos con la indumentaria apropiada a cada tipo de función religiosa, además de todos los adminículos necesarios al caso.
En nuestra hornada éramos tantos aspirantes, que ocupábamos apretujados los bancos laterales del presbiterio, desde los que observábamos el trajín de los monaguillos mayores: Camilín Fernández Junco, Félix Rodríguez Gutiérrez y José Manuel Junco Junco, diestros ayudantes que sustituían en la capitanía de la sacristía a la anterior generación, ya moza que preferían ver la misa desde la “barrera”, al fondo de la iglesia, en el sitio de “los hombres”, con el privilegio de entrar los últimos y salir los primeros por la puerta secundaria que da al pórtico. Se me ocurre pensar que se debía más el cambio generacional a la talla de las vestimentas disponibles, que a la aparición del bigote. Resultaba gracioso ver a los más pequeños pisar la sotana al arrodillarse a pesar de los frunces que les había hecho la sacristana con el cíngulo y varios imperdibles. No había en el ropero de la sacristía, los suficientes hábitos para todos los de nuestra extensa añada, si bien es cierto, que no todos se prestaron a subir al escenario de la función. No obstante, por la abundante plantilla de aspirantes, Modestina nos vestía a unos con la sotana roja, a otros con la negra, y dejaba salir algunos con media parte de la indumentaria al uso, lo que provocaba todo ello las sonrisas de los parroquianos que llenaban las dos alas del pasillo central y la parte bajo el coro, que por ese espectáculo que ofrecíamos, estaban más atentos que a misa.
Yo era de los más asiduos, por la cercanía de mi casa con la iglesia, pero también con la infantil fe que tenía en todas las enseñanzas sacadas del misalito que me había regalado mi catequista Dª Concha Ibáñez Parres, persona por la que guardo mucho afecto.
En los meses de verano, regresaba al pueblo D. Manuel Junco Vega, el “Cura de Calvu”, así reconocido por ser vecino en dicho barrio y daba misa todos los días a las ocho de la mañana. Yo acostumbraba a madrugar, por el trajín que en casa se generaba una hora antes, el ruido de las arandelas y el olor inconfundible de las mollejas y ramas de eucalipto o cádavas con que se prendía la cocina para el desayuno. Padre salía con el caldero, camino de la cuadra que nuestra vecina, Sole Díaz nos había dejado, a escasos cincuenta metros de la casa, para limpiar, cebar y ordeñar las cuatro vacas que teníamos. Desde el establo nos llegaban los mugidos de las bellidas que reclamaban por derecho que se les pusiera a los recentales bajo sus ubres. Yo iba con el hervidor a buscar la leche para el desayuno y así llegar a tiempo para ayudar a la misa de don Manuel. Por más que madrugaba, siempre me encontraba a mi amigo Juan Armando Alles Tamés jugando al frontón en el pórtico.
Por ser de madrugada y de voluntaria asistencia, había muy poca concurrencia, pero la que siempre acudía era Modestina, mujer que llevaba con escrupulosa aptitud el cargo que había asumido. Apagadas las velas y recogido el instrumental, quitábamos los hábitos y D. Manuel nos daba para que nos repartiéramos cristianamente un duro, además de las formas sin consagrar que le habían sobrado y que guardaba en una cajita metálica en el bolsillo de la sotana. Con su textura áspera se me pegaba en el paladar y el sabor ácimo me recordaba al de la oblea que recubría al turrón duro.
Uno de los monaguillos salía a la puerta con las campanillas para llamar a los feligreses. Me parecía tan importante aquella tarea que las esmengaba a rebato y por el placer de oírlas de lo bien que sonaban. Se disolvían los corrillos que los hombres hacían en el campo de la iglesia, apuraban las colillas y saltando el muro del pórtico, entraban por la puerta posterior del templo. Las mujeres recudían los paraguas, aparcaban sus madreñas y se retocaban el velo antes de entrar por la principal. La que precedía a las demás tomaba el agua bendita de la pila y se la iba pasando a las que la seguían, como muestra de amistad, confianza y educación. Hacían todas un gesto inacabado de genuflexión enfrente del altar menor de la entrada a la vez que se santiguaban y se iban a ocupar los bancos vacíos o los reclinatorios familiares.
Ayudábamos a vestirse al cura en la sacristía y le precedíamos hasta el presbiterio para situarnos a ambos lados del altar cubiertos del hieratismo que nos imbuían el lugar, las luces, los cánticos y los rezos en latín de la gente que se levantaba con nuestra salida. A veces, nos relajábamos por la más mínima tontería que nos pasara por la cabeza, porque en el momento del más profundo de los silencios, algún ruido característico venía a romper nuestra concentración espiritual. Bastaba con la mirada reprobatoria de Modestina desde su reclinatorio, al otro lado de la barandilla que cerraba el presbiterio, para que recuperásemos nuestra compostura. Tenía tan medidos los pasos distantes a la escalinata de la comunión que siempre abría la fila para recibirla y era también la primera en volver a ocupar su reclinatorio particular.
En las procesiones, llevábamos la cruz, los cirios y el incensario, repartido según la veteranía de cada uno. En los entierros sorteábamos hacer de campaneros y comenzábamos a tañer las dos campanas en cuanto salía la comitiva del pórtico, camino de La Barrera. Había que hacer tres toques pausados por unos segundos con la “mayor” y después de una pausa un poco más larga que las anteriores, se daban otros tres toques también pausados entre sí, con la “menor”. Y se seguía el mismo esquema de toques hasta que se terminaba el sepelio.
En las fiestas de San Antón y de La Magdalena, se usaba el repique, con aire de jota que sólo los campaneros especialistas como Clemente Sobrino y su esposa Máximina Arenas sabían hacer. La misa dominical se anunciaba con tres toques repartidos en la media hora anterior a la entrada. Los sonidos de bronce llegaban hasta Rumoru, Los Carriles, Santa Marina y La Pereda, que eran los lugares que estaban más alejados. El último toque avisaba de la llegada del cura y poco después daba comienzo la santa misa.
El vocabulario que debíamos aprender, tanto para las oraciones en latín como para nombrar los objetos del culto, resultaba complicado en un principio. No era de extrañar que nos confundiéramos al ayudar, pero el cura nos señalaba lo que nos pedía con cuidado de que nadie se diera cuenta de nuestra bisoñez. Naveta, incensario, aguamanil, atril, hisopo, acetre, custodia, viril, píxide, corporal, purificador, palia, manutergio, mantel, antipendio… fueron vocablos cultos que se intercalaron con los del léxico que como campesinos ya teníamos aprendidos.
Los sitios a ocupar en las misas se distribuían tácitamente entre nosotros. Ayudar en la parte derecha del altar suponía un punto más de protagonismo, ya que te correspondía tocar las campanillas, alimentar el incensario y caltenerlo encendido hasta verte envuelto en una nube blanca de humo. También tenías que servir el agua y el vino para la consagración, además de pasar la bandeja de la comunión. A mí, que no me agradaba en especial tanto protagonismo, solía quedarme en la parte izquierda y observar cómo los demás andaban de un lado a otro. El único trabajo que nos asignaban era el de recaudadores con el cepo, pequeño cestillo de mimbres con un mango que alargábamos por entre los bancos para recoger las limosnas. Al finalizar, salíamos los primeros a la sacristía tras el presbítero.
En los días normales, dado que la eucaristía debía tomarse tras un total ayuno desde la medianoche anterior, era imprescindible que, al finalizar la misa, se tuviese un refrigerio de galletas y vino dulce para los sacerdotes oficiantes. Nadie contaba con los acólitos.
Por ese motivo, cual lazarillos, con el pretexto de ir a la sacristía a por algo, aprovechábamos el mínimo despiste de la sacristana para levantar algún bizcocho o galleta “maria” y, si se terciaba, también le dábamos algún beso callado en el bocal de la botella de “Sansón”.
Los funerales de primera estaban asistidos por tres, cuatro o más curas y al entrar en la sacristía para dejar la cestilla de las limosnas, encontraba la mesa a mantel puesto con bandejas a rebosar de queso, embutidos y jamón y que de sólo verla tan bien surtida me provocaba un intenso dolor en las glándulas salivales.
Se dice: “Si tienes un hijo pillo, mételo a monaguillo”. Me pareció acertado llevarlo a la práctica, sobre manera, en situaciones como aquélla en las que se daba trato desigual según el escalafón y los monaguillos ocupábamos el inferior.
En tanto se despedían los curas con el “Ite missa est” nos daba tiempo más que sobrado para desnudar las rodajas del chorizón y mortadela de las tripas que los envolvían, con precisión de cirujanos, de las que no hacíamos ascos. Las que se resistían a ser desvestidas, por no dejarlas de mala presencia, las comíamos enteras y estirábamos el resto por los huecos que dejaban a fin de que no se notasen las faltas.
Uso el plural, porque con quienquiera que hable de ello, me confirmará haber usado idéntico modus operandi. 

                                                           Iglesia anterior a 1924









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