domingo, 15 de noviembre de 2020

135.- Investigamos el entorno

Es una forma de decirlo que a medida que pasaban las horas del domingo día 4, la colmena se fue repoblando de los mandos suboficiales y clase de tropa, algunos de ellos veteranos; otros, los más, llegados para realizar el último campamento de los tres que tendríamos que hacer nosotros, recién sacados de la última hornada de cadetes del IPS. 

Uno de ellos, cabo primera se dispuso a tomar el relevo, por lo que debía conocer las novedades ocurridas y comprobar por sí mismo que estaban delante de él todos los reclutas de la lista que le había entregado el sargento de Mayoría. Tendría que dar las novedades al oficial que se hiciera cargo de la compañía el lunes, para a su vez presentarla ante el capitán. Ese era el ritual militar que se seguía en todas las formaciones que se hacían a diario con nosotros. Que faltase alguien a una de ellas, no representaba ningún problema para los mandos. Pero si por cualquier causa se llegase a conocer la ausencia de alguien sin haberla consignado a tiempo, incurrían en falta muy grave. 

           Por las calles del campamento, a medida que se echaba la tarde encima, nos fuimos encontrando con mandos a los que habría que saludar, en el supuesto de que vistiésemos de uniforme y puesta la gorra militar. Como aún no habíamos recibido el equipo, el saludo quedaba reducido a un gesto de disciplina con los brazos en actitud de firmes, poco antes de pasar a su altura a la vez que se decía “A sus órdenes mi… (seguido del cargo): sargento, alférez, teniente, capitán…” Normalmente nos respondían, aunque también se daban las excepciones, sobre todo, con los de menor grado del escalafón.

Como aún nos consideraban unos novatos, y está claro que lo éramos en toda la regla, ante la ignorancia para poder descifrar el título que venía aparejado con los galones y las estrellas, tendíamos a subir un grado en el escalafón, porque nos parecía más llevadero tender al alza que a la baja. 

Como ejemplo, intercalo lo que contaba un hermano de mi abuelo paterno, repetido y narrado por un hijo suyo, al calor de la lumbre en las Nocheviejas en que la familia nos juntábamos:

“Me correspondía cumplir por primera vez la guardia y fui destinado a la garita de entrada y salida del cuartel. Debía pedirle el justificante identificativo a cualquier persona sin excepción. 

Después de varios accesos sin ninguna incidencia complicada, se me acercó un tipo cubierto de gabán que llevaba un abultado maletín y que, sin contestarme al saludo militar que le dediqué, ni tan siquiera mirarme, continuó andando por un sendero que evitaba la barrera.     

Como yo me obstiné en cortarle el paso, tal como nos había mandado el sargento, a aquel hombre no se le ocurrió otra cosa que retirar una de los pliegues del gabán para que yo le viera el uniforme que bajo él se ocultaba y así mostrarme la autoridad que representaba, a quien yo, un soldado, me había emperrado en no dejarle pasar. 

Al ver la línea de color que adornaba la pernera del pantalón, así como las borlas colgantes del fajín y la vaina del sable, se me ocurrió decir por salir del charco en el que me vi metido:  

– ¡Ni toreros ni circenses!

Tuvo que intervenir el oficial de guardia que no muy lejos observaba. Dedicó al coronel un impecable saludo y a continuación, cuando ya se disponía a reprocharme y dar castigo, oí que le decía:  

– ¡Cálmese, teniente! Y usted, soldado, preséntese en mi despacho en cuanto finalice la guardia.

Mientras me dirigía a la oficina del coronel, iba pensando en el castigo que recibiría, por lo que antes de llamar a la puerta hice un repaso de la compostura del uniforme y limpié las puntas de las botas contra las perneras del pantalón para darles brillo.  

– ¿Da usted su permiso, mi coronel? – dije después de llamar con los nudillos a la puerta y la entreabría para hacerme ver, como era norma.  

– Sí, entre, soldado. Por el celo con que cumplió su cometido, le entrego un pase para que se vaya este fin de semana a disfrutarlo con sus padres.”

Por la tarde, continuamos explorando aquella alejada parte del campamento y llegamos hasta la valla de entrada, por si nos estaba permitido salir. No llegamos a preguntarlo, al ver la negativa que les dieron a otro grupo que nos precedía.  

Nos conformamos con ver desde allí las pétreas edificaciones de la Pobla de Talarn. Una semana después, con el uniforme de “bonito”, nos subirían la barrera sin ningún requisito más y bajamos hasta Tremp, porque alguien nos informó que en ella encontraríamos sobrado abastecimiento a nuestras necesidades. A la vuelta, por tomar un respiro, paramos en la fuente de los caños, a la sombra de unos almendros, donde unos paisanos quisieron saber de dónde éramos cada uno de los cinco cadetes que nos habíamos juntado. Por ellos supe que Talarn era capital del concejo, en tanto que el crecimiento de Tremp se había debido al paso del tren, la mejora de la carretera y la construcción del embalse. 

– “Algo tendría que ver también la instalación del campamento” – pensé para mí. Aunque tan sólo fuera por las pequeñas compras en un continuo goteo que hacíamos los cientos de soldados que allí acudíamos, primordialmente los fines de semana, a los que habría de sumarse los gastos realizados por un avispero de mandos que diariamente bajaban.  

Cuesta arriba, diseminados se encontraban los demás pabellones, todos de igual arquitectura, aunque de apariencia más recientes si se toma en consideración la tierra de sus jardines a los que se habían trasplantado jóvenes acacias, tutoradas por varillas de acero corrugado, aún desprovistas del ramaje necesario para dar algo de sombra ni aun cobijo a la adusta cigarra. 

Hacia el oeste, en la lejanía, se veían las masías, en alguna de las cuales, según oímos contar a uno de los “abuelos”, que así decíamos a los veteranos del curso anterior: “– En ellas sirven ricos y abundantes platos de patatas al alioli o bravas, con huevos y picadillo. Sin olvidarnos de la ensalada mixta con productos de su huerta, en la que nunca se echa a faltar jugosos tomates, corazones de alcachofas y pimientos hechos a la brasa, lechuga hoja de roble, pepinillos en vinagreta, adornada con las sabrosas aceitunas arbequina.”

Y mientras nos lo contaba, el abuelo babeaba y nosotros pasábamos saliva. Nos había dado otra pista más para poder mantener el ánimo, ya algo resentido cuando apenas no había comenzado nada, cuatro días nada más desde que habíamos salido de casa. 

La cara y el aspecto de este informante no se me desfiguró a pesar de los años transcurridos, pues lo recordaba también de la manifestación que hicimos delante de la Normal en apoyo del director, D. Manuel Álvarez Prada, cuando le sustituyó la terna directiva. Sin embargo, ya no recuerdo su nombre, por lo que voy a adelantar otra gestión por él realizada y fue traer desde Sama un autobús de la empresa “Zapico”, con la bandera de Asturias en la luna posterior y varias cajas de sidra para celebrarlo. Con ello nos evitó otras treinta y seis tediosas horas de tren, al regreso del campamento. 

       Algunos compañeros habían venido en su propio o prestado utilitario que usaban para bajar a Tremp o largarse a Andorra, por lo que como se suele decir, “habrá que echarles de comer aparte”.  

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