El lunes último de junio, Arturo Gutiérrez, a la sazón cartero del pueblo, llegó con la carta esperada. Salté del carro en que me encontraba en esos momentos paliando la hierba y salí a por ella. La leí en alto para que mi padre que desde el cargaderu del pajar continuaba subiendo con las trencas una manta de hierba que conformaba las teleras y mi madre junto a la higuera preparaba unos justes para avivar la lumbre. Venía a decir el corto texto del comunicado oficial, que “Con fecha, jueves 1 de julio de 1971, a las 12h debe personarse en la Caja de reclutamiento de Rubín…”
Llevaba ya por casa varias semanas ayudando en las tareas de la hierba por las fincas más difíciles de trajinar y en dos ocasiones había cogido el tren para recoger las últimas papeletas de las notas. Al final, había pasado también el curso segundo con todo aprobado. Así que la siega y el resto de tareas campestres no eran sino meros ejercicios lúdicos que combiné como pude con el disfrute de las numerosas fiestas que por los pueblos se producían sin descanso.
Debido a la orografía, nuestras fincas no todas eran accesibles para la máquina de segar, a las que se accedía por unas paseras, por la ventaja que suponía usarla frente al uso exclusivo de las guadañas, aunque sólo fuese en zonas libres de rocas, abrimos en los muros unos portillos para pasar la “Bucher” que manejaba mi padre, en tanto yo iba apartando la hierba cortada que entorpecía el corte. Era el caso de las Llastrucas y Nozalín y la Bacallora, en las que la hierba una vez seca había que sacarla en cargas hasta el carro que dejábamos aparcado en el camino junto al muro de la finca. La yerba del pradón de Mañanga, la de la Cuesta, la de Jaces y la de Bárganu solíamos meterla al jenal antes de la festividad de San Pedro y las segábamos con la máquina. Al ser inamovibles los santorales, se utilizaban como calendario agrícola, tanto para la hierba, las siembras y cosechas. Aparte de las fincas nuestras de Arduengu y de Reburdión que sembrábamos, llevábamos otras cuatro fincas más, la una en el sitio de la Payota, la otra en la Paz, ambas dedicadas tanto a la siembra como a la siega, otra pequeña en Trescoba, cerrada de pared baja y la de Tieves, prestadas a mi padre por su tío materno, Saturno. La siembra la rotábamos cada año y en casi todas las citadas se plantó algo. Algunas, de difícil entrada había que cavarlas a palote y azada, en el resto se llamaba a los aradores del pueblo: Manuel el de Melia, Ignacio Sobrino o Santos el de Juanito, con los que me tocó "andar de candilón", es decir, guiar la yunta con la guiyada, en tanto que ellos llevaban el manejo de la máquina de arar.
El tiempo atmosférico de aquel verano estuvo de nuestra parte y pudimos cumplir con el calendario.
La víspera de la partida mi madre acomodó como pudo en una bolsa de tela recia con fondo plastificado que se colgaba del hombro a modo de “bandolera” y que había resistido valientemente los avatares de las obras y del instituto, la friambera en la que entibó una tortilla y unos chorizos de los que milagrosamente quedaban colgados de la pértiga del último matacío, fritos y con cuyo aroma, estoy seguro, se despertaron los pasajeros de mi vagón en el tren que me monté a las siete en punto de la mañana.
En la ferretería de Miguelín, de la plazuela de San Roque, había comprado una cuchara, un tenedor y un cuchillo que se sujetaban con un resorte y siempre iba con mi comida dentro de la bolsa al trabajo. Una maquinilla con hojas “Filomatic” de las que promocionaba entonces, el gran Gila, una pastilla del oloroso jabón “Palmolive”, una barra de jabón de afeitar “La Toja”, un frasco de colonia “Floid” eran los excesos permitidos mínimos y únicos, diría yo, para nuestra juventud. Porque no olvides, lector, que en aquella edad teníamos las mismas querencias que tienen los jóvenes de ahora, cuando se van de viaje de estudios. Ellos aparte llevan: el móvil con el cargador, los cascos y la tarjeta bancaria, gran variedad de ropa de vestir dependiendo si es para la playa, las terrazas o la discoteca y, por supuesto el abono a Internet, para poder comunicarse con sus amigos y no perderse. Nosotros éramos más de sobre sellado y papel o tarjeta postal y para llamar a casa, por carta se quedaba en una hora aproximada de cierto día que podíamos intentarlo desde la centralita del cuartel. Aunque antes de la guerra, en dos casonas de indianos ya disponían de agua y teléfono, no fue hasta bien entrados los setenta que se generalizó para todas. Mi madre bajaba al Rosal donde su madrina Serafina para hablar conmigo unos minutos de la que aprovechaba para hacer algo de compra.
De ropa de vestir, llevaba poco más que lo puesto: un vaquero, una camisa manga corta y un polo o niqui, un jersey de más bien entretiempo, porque a decir de mi padre, las noches en tren por tierras de Castilla y Aragón resultaban ser más bien frescas, una gorra con visera y, tanto para el sol como para “fardar”, gafas de sol con cristales que reflejaban como espejos, en una fina montura dorada que habían puesto de moda los vocalistas de las orquestas, con las que a su vez imitaban a otros artistas de la pequeña o grande pantalla.
Además, aisladas por una bolsa de plástico, llevaba un par de mudas, dos pares de calcetines, varios pañuelos y una toalla. Íbamos de fonda completa por dos meses y allí nos darían la indumentaria, el rancho y una litera.
En mi petate aún hice hueco para mi armónica “Preciosa” de “Hohner” y la cámara “Werlisa” que había comprado en “Casa Rozas” enfrente de la Plaza del mercado en Llanes hacía poco tiempo.
De Llanes íbamos tres milicianos con el mismo destino de la Quinta del ‘69: Ramón, el primogénito de la “Librería Maya”, Manuel Miguel Amieva, que ya había terminado las prácticas de Magisterio y yo, pero no recuerdo haberlos visto en la salida de Llanes, ni por el Centro de Reclutas de Rubín donde nos presentamos, ni tampoco en la salida de la Estación del Norte en Oviedo. Sí me encontré con muchos compañeros de estudios en la Normal y otros de los que me sonaban sus caras, de verlos a la entrada de la Escuela.
Creo que fue en Rubín, no lo sé con certeza, en cuanto nos identificábamos, recibimos una bolsa con un par de bocadillos de carne, unos huevos duros y alguna fruta resistente al calor del vagón tal que naranjas y melocotones. Yo, por la sed, compré una botella de gaseosa de limón que embutí como pude entre la ropa del macuto, unos paquetes de chicle, caramelos mentolados y regaliz, en un quiosco de camino a la estación.
Después de estar en la sala de espera y en los andenes ya agrupados por amistades y conocimientos de las clases, llegó un Cabo 1ª que, a no ser por el atavío de ropas que llevaba, la gorra de guerrillero medio caída que dejaba entrever una prematura calvicie, el corto bigotillo, único adorno permitido en la mili, las antes dichas gafas de sol pijas que todos llevábamos, pero que habíamos quitado bajo los techos de los andenes que lo hacían todo más oscuro, y las voces que pegaba, nadie lo hubiera visto, si no se encarama a un banco. No me extraña, pues éramos ciento y la madre. Sólo recuerdo que tras recoger en diversas paradas en el trayecto hasta Lérida a los reclutas y a los que ya tenían hecho el primer campamento, se formó un convoy de dieciséis unidades con dos máquinas de gasoil tirando de ellos.
Los ya veteranos corrieron la voz de que se trataba del Cabo “Picurri”, chusquero del CIR N.º 12, “Ferral de Bernesga” en León. Él nos acompañaría hasta León donde se unieron más unidades al convoy.
Había, por supuesto, otros mandos militares como oficiales, pero a los que no volvimos a ver en todo el viaje, que pertenecían al CIR El Milán.
No hay comentarios:
Publicar un comentario