jueves, 10 de diciembre de 2020

137.- Aprendemos la instrucción

 


Milicias universitarias. IPS. Campamento de Talarm, julio y agosto, 1971, 4ª Compañía, pabellón Ebro. (primero por la izquierda de la penúltima fila). Recuerdo cosas de alguno de mis compañeros (del 1º Pelotón, 1ªSección, 4ª Compañía, 1ª Batallón, ) su provincia de origen, pero no su nombre.


Comenzamos con la instrucción, primeramente en la explanada cercana al pabellón con la formación en filas y todos los movimientos básicos a tal fin. En un principio reíamos las confusiones que cometíamos pero las risas cesaron bien pronto ante las reprimendas de los mandos, a quienes maldita la gracia que les hacía, pues iba en detrimento de su calidad como instructores. Éramos parte de una cadena que no debía romperse, pues repercutía también en el que, a nosotros nos parecía ser el último eslabón, pero pronto observamos que no era así; siempre aparecía un eslabón más alto. Para mejor describirlo, conformábamos todos una estructura piramidal, cuyo vértice suponíamos quién era, pues aquí su fotografía presidía los despachos de cada unidad; la misma pose que la que colgaba en la escuela, en el instituto y en las aulas de la Escuela Normal. 

Su nombre, repetido tres veces, era visible desde todas las posiciones del campamento, en la loma de una montaña, escrito con regodones que una compañía, quizás por honores que desconocíamos, se encargaba de encalarlos cada año. 

Después de un tiempo, seguían produciéndose confusiones en cuanto a los giros y coordinación de los brazos con el paso. El paso y braceo a “piñón fijo” para algunos fue un sufrimiento, tanto por las reprimendas de los mandos que lo ridiculizaban en público y más por las enmascaradas risas de sus “compañeros”. Se decía que a quien titubeaba por problemas de lateralidad, se le hacía calzar una alpargata y una bota, de manera que en lugar de decirle, “izquierda, derecha; izquierda, derecha…” para el desfile, se le decía, “bota, alpargata; bota alpargata…” Si os soy sincero, no vi que se le hubiese aplicado a alguien en concreto, pero sí que más de uno, al comienzo, lo hubiese necesitado.

Una vez alcanzados los objetivos mínimos como para “presentarnos en sociedad”, con el capitán al mando de la compañía, los dos tenientes y el alférez al de las secciones y los cabos primera que iban a la cabeza de los pelotones, desfilamos y maniobramos por unas pistas preparadas a tal fin. Allí nos encontramos con las demás compañías que iban a lo mismo. Era evidente la competencia habida entre todas por llevar el grupo mejor adiestrado, que se hacía explicito por la arenga que los mandos intermedios nos daban antes de salir y al volver nos halagaban cuando todo había salido a pedir de boca. De todo esto, pareciera que los capitanes no se enteraban, porque sabían ser discretos mientras todos los objetivos se iban alcanzando.  

Por darnos un respiro después de numerosas vueltas, idas y venidas, nos mandaron “descanso” con el añadido “a discreción”, orden complementaria que permitía hablar y movernos sin perder la posición del pie izquierdo como referencia del orden para continuar. En ese momento desfilaban las cuatro compañías de otro batallón y a su paso algunos compañeros les jaleaban y hacían gracias que, por lo visto, debía ser costumbre muy arraigada y formaba ya parte del acervo militar.  

Por casualidad, entre tanto soldado desconocido, reconocí algunos rostros, que en el viaje de llegada iban ocultos bajo espesa barba. Compañeros de estudios, con los que también había coincidido en el verano de campamento, en especial que ahora pueda nombrar estaban los dos llaniscos, Ramón Maya y Manuel M. Amieva, a quienes mencioné con anterioridad. Aparte de ese momento, no hubo en este primer verano, alguna otra coincidencia con ellos que recuerde. Es comprensible en parte por ser muy extenso el campamento, pertenecer a batallones distintos y porque se fueron forjando amistades nuevas, que también es lo verdaderamente interesante de experiencias como éstas. Los llamé a entrambos por su nombre patronímico seguido del gentilicio cuando estaban a mi altura y los dos por igual, tan sólo me pudieron devolver una sonrisa. El sofocante sol leridano había dejado marcado tal que un mapa con manchas oscuras en sus recién estrenados atuendos caquis. 

Después de la comida y un par de horas de descanso y siesta, nos volvían a formar para darnos las enseñanzas logísticas y clases teóricas sobre orientación, acampada, vivaqueo, ordenanzas y leyes miliares en uso. En estas clases solía intervenir uno de los dos tenientes o el alférez. Los capitanes después de la comida se debían centrar en otras tareas administrativas en la oficina de que disponían en el mismo pabellón o en reuniones a que debían acudir en la comandancia del batallón. Los cabos primera también aportaban su granito de arena, pero siempre supeditados al tema que les hubiese encomendado iniciar cualquiera de los correspondientes oficiales. 

A la mañana siguiente, tras el toque de diana, en camiseta, pantalón corto y zapatillas nos llevaron a la cancha que había delante de la capilla del campamento donde se juntaban las cuatro compañías del batallón. Subido a una plataforma elevada el instructor dirigía todos los ejercicios usando un altavoz y controlaba los movimientos de cada ejercicio, así como la sincronía de las filas. Volvíamos al pabellón para asearnos,  poner el uniforme y desayunar en el comedor. 

Una vez en el cuartel, nos pusimos las trinchas por primera vez antes de bajar a la formación y tras el  protocolo de pasar lista nos encaminaron a recoger el mosquetón, fusil “mauser”, “chopo”, “novia” y otros términos polisémicos, popularizados, con toda seguridad, de una promoción a la siguiente a través de los instructores. Era muy común, para la mayoría de aquellos, intercalar estos y otros términos malsonantes con el objetivo de hacerse los “duros” ante aquella panda de novatos que nos consideraban. Sin embargo, con ello perdían nuestro respeto antes que ganarlo, al contrario de lo ocurrido con el trato recibido de otros mandos más liberales, a quienes mostrábamos atención y el respeto debido. Habrá ocasión de ejemplificar a lo largo de estas narraciones.

Los mosquetones se guardaban en posición vertical prendidos por unas varillas de acero que atravesaba las guardas de los gatillos. Los encargados de entregarlos comprobaban la numeración que leían en alto y otros lo iban anotando en la lista al lado de nuestros nombres. Nos encomendaron que lo aprendiésemos, pues deberíamos conservarlo hasta el final del curso. 

En las primeras clases teóricas, aprendimos cada una de las partes y formas de las piezas de que se compone, el peso, las medidas y distancias alcanzadas. Ni qué decir tiene, que los resultados obtenidos en los exámenes que nos harían, influiría en la continuidad en el ámbito de las milicias. Después del fusil, vendrían otras armas y con todas ellas surgirían apuntes teóricos y exámenes orales ante el conjunto de compañeros y escritos para los que nos llevaban a las mesas del comedor, para tenernos más cómodos y controlados. 

Nos instruyeron en el mantenimiento y limpieza del fusil, para pasar revista. Además debíamos también llevar las botas, las trinchas y el cinturón como salidos del taller del zapatero o del guarnicionero. Una caja de betún “Búfalo”, un cepillo y un trapo de lana, servían para hacerlos brillar. A las partes metálicas, como botones y hebillas, las tratábamos con “Sidol”, un conocido limpia metales. Así me viene a la memoria el conjunto de pertenencias que ocupaban el cajón de mi taquilla personal protegida por un candado, cuya llave llevaba asida por un bramante a un botón auxiliar que había añadido a uno de los grandes bolsillos del pantalón. Dicha taquilla parecía ser algo así como la “Ferretería de Antonio Alonso” y la “Droguería Buj” conjuntamente, pero en miniatura. Allí guardaba a buen recaudo del amante de lo ajeno, las herramientas más necesarias: la navaja suiza de varios usos, las agujas, los botones e hilos, un espejo, el peine y todo tipo de cepillos para: dientes, ropa y calzado con todo tipo de cremas: dentífrica, solar, en especial para los mosquitos zancudos que nos sobrevolaban como helicópteros kamikazes buscando su alimento.   

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