viernes, 16 de octubre de 2020

133.- De Tremp a Talarn

        En Tremp nos subieron a camiones del ejército para llevarnos hasta Talarn y dejarnos en el campamento Gral. Martín Alonso, treinta y seis horas después de la salida de Oviedo. 

Sería en torno a las cuatro de la tarde, no lo puedo decir con total precisión, pero sí recuerdo  que se habían cerrado los comedores que habían usado con soldados provenientes de otras Regiones Militares, pues no descarto que el día de nuestro embarque en Oviedo, ya hubiesen llegado las restantes tropas y tampoco soy consciente de que otros hubiesen llegado detrás nuestro. A nosotros nos dejaron en la parte más alta del campamento y habría de pasar una semana, para darme cuenta de su verdadera extensión. 

Lo que nunca olvidé fue el pegote de lentejas que cayó en mi escudilla, cuando fui servido por el chaval que fue a buscar la comida del “Restaurante”, que así dimos en llamar desde ese día con sorna al comedor. La verdad sea dicha, estaba limpio, bien iluminado y aireado. Daba la sensación de que lo íbamos a estrenar nosotros y lo mejor de todo, era que nos quedaba a dos pasos del pabellón.

Visto desde la cabecera de la nave, había cuatro columnas de mesas de a doce comensales, con un pasillo central más amplio, por el que se paseaban los oficiales y otros mandos a los que les correspondía estar de guardia aquella semana. De fondo calculo que había una docena de líneas de mesas y quizás me quede corto. 

En cada cabecera de mesa más cercana al pasillo central, había dos jarras metálicas de aluminio, una para agua y otra para leche. Yo y el que tenía de frente al otro lado de la mesa cogimos una cada uno y nos fuimos a llenarlas en la cabecera de la nave donde la servían los destinados a cocina. Desde ese primer día siempre procuré ocupar un sitio similar, porque la leche había sido la principal fuente proteínica, junto con el huevo y el queso, por tenerla a pasto. Otro, del extremo opuesto de la mesa, cogió la caldereta que a su lado tenía y corrió a que se la llenasen. A los tres se nos dijo que se podía repetir, pero aquella primera vez no nos hizo falta.

  El que había traído el cocido, sirvió a todos empezando por su escudilla con tan buen tino en el cálculo que no hubo falta de regresar a cocina para rellenar la perola. 

Tareas comunitarias como la descrita ayudaron a consolidar las relaciones dentro del grupo. Con el paso de los días se contagió a otras agrupaciones mayores que a su vez influyeron en la aceptación de todos los componentes. Cada elemento se adjudicaría un rol vacante que utilizó como refuerzo para ser aceptado y protegido, cuando llegase la ocasión. Y por supuesto que llegaría. 

Con la primera cucharada que llevé a la boca, dieron mis muelas en rucar con lo que imaginé que serían trozos de algún tallo seco, semillas del barbecho o arena de las eras donde secaban al sol  para ser envasadas en los sacos de yute. 

Una de mis tareas obligadas desde bien niño, era “escoyer” un tazón de ellas, por la noche para ponerlas a remojo. Omito aquí volver a describir los “tropiezos” retirados, que se pueden leer en el primer episodio de esta historia. Justifiqué todo por la cantidad de lentejas que habrían tenido que escoger. 

– Esto es la mili, no un hotel tres estrellas –, me dije. 

Pero al analizar concienzudamente el contenido de la segunda cucharada, descubrí que se trataba de restos de ladrillo y otros materiales de construcción que hubieran dado al traste con la herramienta que por adecentarla tanto sufrimiento me habían infligido con el torno, sin anestesia, en sus consultas los doctores Estefanía y Vega, pues compartían el criterio médico de no ser muy aconsejable aplicarla a los niños. 

Rememoré las lentejas caldosinas con el huevo duro y el chorizo que dejaba a recudir en la orilla del plato para hacerle los honores como postre, embutido dentro del pico crujiente de pan ahuecado y vuelto a tapar con la miga extraída, costumbre o manía que aún tengo.

Con esas reflexiones, comí las porciones analizadas con el rico pan que allí sin tasa nos dieron, mientras que envolvía el resto en un trozo de servilleta para echarlo al cubo de la basura, me levanté y tercié la bandolera colgada al hombro, mientras con el dorso de la mano, imitando la dignidad del buen escudero, sacudía las migajas prendidas en el niqui. 

A partir de aquí el orden de los acontecimientos, salvo algunos de más relevancia, pueden andar desordenados en el tiempo, pero no creo que desmerezcan, pues en lo esencial serán una descripción fidedigna, al menos bajo la perspectiva del narrador, como ocurre en la totalidad de ellas, vengan de quien vengan. 

El campamento estaba constituido por diversos pabellones, sede cada cual de una determinada Cía. Eran edificios de dos plantas, la superior con una terraza abalaustrada a la que abocaba la escalera de acceso. Todos los pabellones guardaban idéntico proyecto de obra, visto desde afuera, pero pudieran tener alguna diferencia dependiendo del año de ejecución. Se me ocurre ahora, pero entonces lo que menos me preocupaba era eso; simplemente me parecían idénticos. Nuestro pabellón denominado "EBRO" albergaba la 4ª compañía y disponían como todos, por delante, de una franja de terreno árido como el resto del campamento, convertido en parterre, gracias a la dedicación de algunos compañeros que volcaron su interés en que fuera el mejor de las cuatro compañías del primer batallón. Actitud que llenó de entusiasmo al capitán. A cambio, gozarían de alguna aparejada exención, la que me parece bien merecida. Había una “pica” un tanto consentida y provocada por la misma oficialidad con la 3ª, compañía llamada “BAILÉN” que quedaba paralela con la nuestra. Me doy cuenta ahora, de que aquella estrategia motivadora nos ayudó psicológicamente a sobrellevar con dignidad las situaciones más estresantes que se dieron.  “A ver cuál de las dos compañías es la mejor”, era la idea que rondaba por la cabeza de todos, ya sea en jardinería, en el desfilar o en la pista americana. 

Cada pabellón disponía de una explanada para formación de la compañía. Habíamos salido de Oviedo el jueves día 1 de julio, así que estoy contando lo que percibí el viernes y aún nos faltaba la vestimenta para pasar desapercibidos. En la compañía quedaba al mando tan sólo un cabo primera, el cabo furriel y un cuartelero de cada planta. Según el listado que tenía en sus manos, me correspondía la segunda planta. Desde su corredor se divisaba al norte un pueblo perdido en la montaña, Santa Engracia y al este el embalse Sant Antoni de Tremp. El cuartelero distribuyó las literas según un número que se nos adjudicó en orden a los apellidos.  

Nos dieron a cada uno las dos sábanas, el almohadón y un cobertor de algodón, cuyas franjas debían quedar a una medida que nos fijó para que todas las literas guardasen uniformidad en la revista que habría de hacerse de lunes. Aquel detalle era tan sólo un atisbo de lo que estaba por venir.  

El dormitorio era una nave larga de norte a sur con dos filas de literas metálicas adosadas por el cabecero a las paredes. A mí me correspondió la pared del este, al lado de la puerta de salida al corredor. Había un pasillo amplio central por todo lo largo donde nos pasaban revista al lado de las literas. No era muy común que lo hiciera algún oficial, sino más bien la clase de tropa, pero por motivos muy concretos. Al norte de la nave, había una pila redonda de metal con grifos a su alrededor y los urinarios constantemente irrigados y unas bolas higiénicas que perfumaban el ambiente. Además, unas pequeñas ventanas abiertas constantemente a lo largo de la pared hacían más soportable el pegajoso calor estival del día. Por la noche, en cambio, el fresco aire de la montaña nos envolvía con los perfumes de la lavanda, el tomillo, la manzanilla y del hinojo.   

Daba gracia vernos cada cuál con su personal indumentaria veraniega, cuando el sábado y domingo siguientes a nuestra llegada, nos sacaron a la explanada para formarnos para todo. Algunos aún conservaban las barbas, patillas y melenas que se habían convertido en signos revolucionarios o al menos, contestatarios. 

Aparte de los tres toques del día militar como son a diana, a fajina y a retreta conocimos ese  fin de semana el toque a formación, mandado por el cabo primera para darnos más órdenes que cumplir en el acuartelamiento. En ausencia de otro mando de rango superior, se convertía automáticamente en comandante en funciones con la entera  responsabilidad de llevarlo todo bajo su control.   


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