El sábado, 3 de julio de 1971 fue el primer día completo que pasamos en el campamento de Talarn.
Al toque de diana, la primera tarea fue ir con la toalla al hombro y el neceser a la pila “bautismal” para limpiar las telarañas del sueño. Había pasado la noche de cháchara con los más cercanos y compartido con risas las bromas y chistes que nos llegaban del otro extremo, cuando ya parecía logrado el silencio.
Es curioso cómo se mantienen en el recuerdo aquellas sensaciones tan alejadas en el tiempo, como el aire pirenaico que venía por las noche a contrarrestar el tórrido calor del pasado día y el perfume de las hierbas de las rocallas o el constante chirrido de las chicharras camufladas en las ramas de los almendros, de repente acalladas por el lejano ronroneo de un “jeep Wilys” de la policía militar que hacía la ronda.
Del interior de la nave dormitorio, creo aún escuchar el sonido continuo del agua en los aseos junto con los ronquidos, de los demás, que no recuerdo a nadie que admitiese fuesen propios.
El único fiable testigo de lo que cuento sería el desconocido compañero que le había correspondido estar de imaginaria aquella primera noche. Su misión era taparnos o traernos el botijo al grito:
– “Imaginaria: ¡AGUA!
Agrupados como corderinos en la explanada del pabellón, observé que el rebaño había crecido, por lo cual, el ritual de la formación aplicado por el cabo primera, se ajustó a la normativa militar. Para mí, y supongo que para todos los compañeros de Magisterio, aquellas órdenes me resultaron conocidas del curso obligatorio que había hecho en julio del año precedente, en el “Colegio Menor del Cristo” en Oviedo, regido por la OJE, de clara querencia paramilitar.
Por la ausencia de la indumentaria de soldado, vestido cada cual según nuestro criterio y gusto, estábamos más identificados. Podía incluso identificar a algunos compañeros de la compañía con nombre y apellidos, al cabo de los primeros pases de lista en la formación de la explanada del pabellón. Antes de ir al comedor, el cabo primera nos mandó romper filas para que regresáramos al pabellón con el fin de dejar ordenada la litera y recoger cualquier resto cercano a ella y, aunque aquellas tareas ya las dejé hechas antes del toque de diana, volví a subir, más por dejar pasar el tiempo y esperar a los compañeros de las cercanas literas con quienes había ya compartido mesa en la pasada cena.
Mi litera se encontraba la primera a partir de la puerta y la de mi derecha pertenecía a uno de Oviedo, Mino, dos años o tres menor que yo, pero que ejercía ya como maestro, por haber iniciado magisterio por el plan del 57, a partir del bachillerato elemental terminado a los quince años. Pronto nos haríamos buenos amigos.
Sin embargo, por más que intento recordar su nombre completo, soy incapaz de conseguirlo ya que por ser tan común le llamaba por su apellido o más frecuentemente por el apócope de Mino y "Uviéu", que van a ser desde ahora los apelativos más usados en estas historias. En consecuencia, yo acabé siendo para él "Llanes" así como para el resto de la compañía, cosa que a mí me hacía sentir orgulloso al saberme algo así como el embajador de mi tierrina.
Por no tener mucho más que hacer, en cuanto daban un tiempo exentos de formación y otras tareas, dimos en reconocer el entorno los dos amigos asturianos junto con otros dos más, llegados desde Valencia y Cáceres. No lejos de allí estaban las letrinas que eran unas casetas con un tejado que dejaba un espacio abierto por encima de las paredes y con puertas batientes, provistas de un simple sanitario de suelo y la cadena que accionaba una oculta cisterna de la que salía un chorro de agua que barría de un soplido toda la inmundicia dejada allí por más de un desaprensivo predecesor.
También quedaban por allí cercanos los lavaderos en los que restregamos con jabón tan sólo la ropa personal, pues las de las camas nos las recogían y a cambio nos entregaban las limpias, cada fin de semana. Por esto, había que estar pendiente del camastro, pues había desaprensivos que las mangaban para sustituir las suyas rotas a fin de que les entregasen las limpias. Como en más cosas que iré recordando, no se podía contar con todos. El primer año seríamos sujetos de las más insospechadas novatadas, que era mejor reírlas que llorarlas y, por supuesto callarlas. Formaban parte del entrenamiento en aquel tiempo, aunque pasadas más de tres décadas las reconocí, incluso más denigrantes y de peor gusto en el Colegio Mayor donde se alojó mi hijo.
Por el calor del clima de Lérida, procuramos lavar el pantalón, las camisas, los calcetines y demás prendas los fines de semana, pero por estar muy solicitados y no guardar vez aquel fin de semana, caminamos unos cientos de metros hasta encontrar la orilla de un torrente que desde allí se escuchaba. Había grabado un profundo surco por el arrastre de los cantos rodados traídos de una morrena glaciar sobre la roca arenisca que corría. Después de lavarla, la tendíamos sobre las ardientes rocas y aprovechamos para ducharnos en una cascada de la fría agua del Pirineo.
Desde allí observamos la existencia de un sendero que ascendía como una sierpe por las colinas hasta el pueblo que había visto la primera tarde de la llegada al campamento. En el cielo se perfilaban algunos tejados y muros junto con la torre de la iglesia de Santa Engràcia, que da nombre a la pequeña aldea. Acordamos visitarla en cuanto se nos brindara la primera ocasión.
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