Al toque de diana, ya estaba despierto y dispuesto a empezar una nueva etapa. El cabo de guardia nos dio las primeras normas que deberíamos aplicar cada día a la misma hora. En ese momento, es asearse, vestirse y dejar arreglada la litera. Además, era conveniente mirar alrededor de ella para retirar cualquier residuo de basura, pues de no ser así, los infractores tendrían que pasar la “mopa” a toda la nave.
A continuación, la voz del cuartelero nos aulló para que bajásemos a formar. Abajo nos esperaba el cabo primera que nos mandó “¡A formar por la derecha!”, y tras las pertinentes maniobras de ajustar las distancias tomando por referencia el brazo, el antebrazo y la mano extendida sobre el hombro izquierdo de quien estaba a nuestra derecha y al hombro derecho de quien nos precedía, las nueve filas quedaban perfectamente alineadas y la compañía formada como manda el reglamento.
Después del “¡Rompan filas!” nos dirigimos al comedor que a pocos metros nos pertenecía. En el extremo de la mesa nos esperaban las dos jarras de aluminio dispuestas a que las llevásemos a rellenar de la leche reconstruida. En una cestilla nos tenían puestos los doce bollos del rico pan pallarés, sobres de café y azúcar y varias tarrinas con mermelada de ciruela, arándano, naranja y mantequilla.
La leche no tenía el sabor de la leche cruda, espumosa, recién ordeñada de la “Marquesa” ni de la “Serrana”, pero al ser reconstruida de la leche en polvo, su sabor me era muy familiar, pues me recordaba los “caramelos” que de niño mi padre me traía de la fábrica “LACTOSA” en la que trabajaba; no eran sino el producto de elaboración de la lactosa a partir del suero que le enviaba la contigua fábrica “SADI”, dedicada a hacer el queso de barra y bola recubierto de parafina roja y la mantequilla; ambas ubicadas en el barrio San Antón de la villa de Llanes.
Al salir, cuando pasaba al lado de las mesas vacías, en la que quedaban las tarrinas de mermeladas y mantequilla sin abrir, las ponía a buen recaudo por si necesitase un tentempié a media mañana, en previsión que algún día volviesen a ponernos las citadas lentejas de la llegada. Pero ya adelanto, que sí las pusieron, pero las encontraba bien ricas y caldosinas.
La primera tarea que nos encomendaron aquel primer día fue pasar a recoger la ropa militar. El furriel encargado de tomar nuestro nombre que iba anotando en una libreta , nos daba paso hasta el lugar de distribución de los distintos uniformes en el que varios soldados nos preguntaban tan solo por la estatura ya que el resto de medidas que cualquier sastre toma con la cinta, las sacaban a ojo de buen cubero; era evidente que no disponían de más tiempo, para atender a tanto cliente que en fila se les venía encima.
Después de completar el atuendo, salimos de allí con el material necesario para transformar a un estudiante en aprendiz de militar y era así:
– Para las celebraciones especiales y las salidas domingueras: pantalón, camisa, guerrera, gorra, guantes blancos, corbata y cinturón para el traje de “bonito”.
– Para la instrucción y faena diaria: pantalón, tres cuartos, camisa, cinturón y gorra.
– Pantalón corto, zapatillas y calcetines para la gimnasia mañanera.
– Las trinchas, las botas en media caña, una bandolera y el petate en el que embutí la ropa y con el que cargué al hombro hasta mi nueva residencia de veraneo.
La siguiente tarea fue hacer los ajustes, ante la disparidad de las medidas con la auténtica talla y también revisar los botones del vestuario, pues la mayoría colgaban cual marionetas de su hilo. Cuidado especial había que poner con los de la guerrera que, por ser dorados y con el aguilucho, su falta sería más tomada en cuenta en la revista.
Aunque las medidas tomadas a ojo no fueron del todo exactas, se ajustaron bastante bien en todo el atavío, salvo en el pantalón de faena en el que no fui capaz de meterme, bien a pesar del buen efecto logrado con la dieta en el pensionado de los dos cursos en Oviedo.
Me pude arreglar gracias a que a mi compañero Uvieu, le quedaba sobrado de tela el suyo para su enteco cuerpo y le pareció mejor acomodado en el que a mí me había correspondido.
Sin darnos el tiempo necesario para finalizar la tarea emprendida por todos, pues pareció transformarse el cuartel en un taller de costura, la voz desabrida del primera nos llamó a formar delante de la compañía. Esta vez, la revisión se centró en el corte del pelo, barbas y patillas. Curiosamente, todos los bigotes pasaron la prueba.
Por comodidad más que por gusto, en los veranos, para el trabajo de la siega y de la construcción, solía llevarlo bastante corto y para el periodo de estudios, lo dejaba crecer de nuevo, por peinarlo hacia atrás y deshacerme de la raya lateral que venía usando, desde la más tierna infancia según dan prueba las primeras fotos que conservo. Además de esto, por los consejos recibidos de algunos de mis coetáneos que ya habían regresado al pueblo con la “blanca” en la boca y alguno más que continuaba en la mili, vi aconsejable pasar por la cuadrumeñera de Ramonín Melijosa, una semana antes de mi partida.
Ante tanta tarea prevista para inmediato, preguntaron que si alguno de los allí formados, teníamos, aunque sólo fuera someros conocimientos y práctica de peluquería. Levantaron la mano unos cuantos y les dijeron que después de romper filas, se presentaran ante el oficial de cuartel. Después de la comida, se crearon en las inmediaciones de los respectivos módulos cuarteleros, diversos puestos de peluquería a los que acudían como ovejas aquellos que habían sido advertidos de ser esquilados.
Un sargento, que hacía el recorrido por los puestos de los improvisados "peluqueros" e iba borrando de la lista a los soldados que daba por aptos hasta que dio con una cabeza adornada de "cabras" y "calveras", por lo que, visiblemente enfadado los llevó donde uno de los provisionales peluqueros de cuyo trabajo había quedado satisfecho y le encomendó que le arreglase como mejor pudiese la cabeza del afectado, en tanto que a la del fraudulento peluquero le aplicase un número menos en la escala de corte, como justo castigo.
Era costumbre en las milicias normales, preguntar por el oficio civil de los reclutas y podía suponer una ventaja en el entonces largo servicio militar. Había destinos más cómodos para quienes no deseaban el manejo de las armas y se presentaban como cocineros, peluqueros, guarnicioneros, zapateros, mecánicos, conductores, electricistas, fontaneros, carpinteros, pintores, etc. Algunos, por el trabajo de oficio que dominaban, conseguían permisos especiales, dietas y otras prebendas que en aquella época se daban por legales y a nadie se le hubiese ocurrido cuestionarlas.
Recuerdo una anécdota contada por un viejo amigo. Le habían preguntado qué oficio tenía en la vida civil y a él no se le ocurrió decir otra cosa que conductor.
“Pues fui llevado al parque donde se guardaban los coches y camiones y me mandaron que me subiera en el único camión que quedaba sin conductor.
Me acomodé en el asiento y me agarré al volante, temblando como un niño ante un juguete en la noche de reyes. Cuando me dijeron que lo arrancase, como notaron que ya tardaba y estaba indeciso, el brigada se me acercó y me preguntó qué era lo que me pasaba.
A mí no se me ocurrió más disculpa que decirle que aquel vehículo era de distinta marca.
– Y ¿de qué marca es el tuyo? – me dijo.
– Es un “Chevrolet”, mi brigada – le dije, trayendo a la memoria el primer modelo que me sonaba de haberlo visto en el puesto de recogida de la leche junto a la carretera cercana a mi aldea.
– ¡Y éste de qué marca cree que es! ¡Lárguese inmediatamente de mi vista!” [F.G.T.]
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