sábado, 10 de octubre de 2020

132.- Trayecto en ferrocarril de Oviedo a Tremp

  Para ser justo, el trayecto recorrido en tren lo completé con mapas de la época, al haber extraviado el bloc de notas en que había anotado los nombres de las estaciones por las que pasaba. Los más importantes me eran conocidos de haberlos aprendido para el examen libre de Geografía en el 1º del Bachiller, así como las Comarcas de las que eran capital. Por la noche, debido al cansancio y a la escasa iluminación en las estaciones menores por las que el tren pasó de largo, comencé a perder el interés inicial, adormecido con el desfile fugaz de las macilentas luces en los apeaderos de las aldeas y el sonido de la campana automáticamente accionada y desactivada con las cuchillas instaladas sobre determinadas traviesas. 

Por la ventanilla entreabierta me entraba el olor característico de la paja del trigo, sujeta en pacas que como enormes ladrillos formaban grandes castilletes en los áridos campos. 

Me vino al recuerdo cuando escribo, la de veces que no habría ido con el carro tirado por el burro hasta “El Almacén” que tenía en Llanes, junto a la torre, Pepe Mier, "El Zapateru", vecino de mi aldea, casado con Isa, prima de mi madre. En el almacén, Pepe vendía las pacas de paja que traía por camiones y cuando en pleno invierno ya se había terminado con las gavillas de la paya de maíz, para mantener la producción lechera, se recurría a la paja del trigo y la harina del maíz híbrido que allí en un molino eléctrico producía. En una ocasión en que yo llevaba el dinero muy justo, tenía que calcular a partir del precio del saco, el resto dedicado a la compra restante de la paja, por lo que le pedí que me dijera el precio de ambas. Como percibió el gesto en mi cara cuando me lo dijo, metió su manaza dentro de un saco de harina y dejó caer un puñado desde lo alto, a la vez que me decía:

– “Taro, esto es oro molido”. Y mientras reía, dejó entrever su dentadura parcialmente coronada con el preciado metal, signo de distinción y éxito de un indiano.   

Pasamos por Mieres, Pola de Lena, Puente los Fierros, Busdongo y León, donde paró el tren para recoger a los reclutas de la provincia, con el mismo destino que el nuestro. Ninguna cara conocida entonces, pero en algún caso coincidiríamos sin saberlo entonces, en el mismo pabellón de la 4ª Cía. del 1er Bon. o si no en la explanada de la gimnasia frente a la capilla, todas las mañanas o acaso en los desfiles por compañías, banda militar incluida para ensayar la jura de bandera. 

En el pabellón de mi compañía predominaban vascos, catalanes, andaluces y canarios. En cambio, de Asturias éramos sólo tres: Mieres, Oviedo y Llanes. 

Seguimos por El Burgo, Palencia, hasta llegar a Venta de Baños, donde el jefe de estación nos advirtió que podríamos bajarnos como mucho media hora. La cantina de la estación en un momento quedó desabastecida. Yo aún conservaba intacta la tortilla, porque para la merienda consentí en echarle el diente al primer bocadillo de carne, dura como suela de zapato, por lo que disfruté más del segundo plato, los dos huevos duros y alguno más que dentro del compartimento se nos había  colado.  

Algunos compañeros del vagón hacían señales con los brazos mientras voceaban, porque se creyeron olvidados en el andén, cuando el convoy inició maniobras para enganchar nuevas unidades. Se había hecho de noche. Con el ruido de los topes, las cadenas de enganche y los saltos producidos en los cambios de vía, todo cubierto ahora por una espesa niebla, me hizo perder la orientación; nunca mejor dicho, perdí el norte. Acostumbrado a tener siempre al norte la mar cantábrica y al sur la sierra del Cuera, no sabía en qué sentido marchábamos. Por el lento traqueteo de los cortes del carril y de las macilentas luces de los postes, supuse que estaríamos haciendo maniobras para un cambio de vía y tomar nueva dirección. 

Sabía por las clases de Geografía que aquella estación resultaba ser un importante nudo de comunicaciones con dos desvíos: uno proveniente de Valladolid, Burgos y Santander y el otro por el que seguiríamos a Burgos, Briviesca y Miranda. 

En esta última parada se hicieron diversas maniobras que nos alejaron de la estación a los que íbamos montados en los vagones de cabecera, para recomponer todo el conjunto del convoy militar, en total de dieciséis, si por el tiempo transcurrido no me engaño.

La tropa, perdida la euforia del inicio, ahora, quien no dormitaba estroncado en el asiento propio, ocupaba el contiguo sin ningún miramiento, cuan largo era. En consecuencia, alguien viajaba de pie, en el pasillo de acceso a los compartimentos. En las curvas y contra curvas, bocadillos, huevos y fruta del menú militar que nos habían entregado para el viaje, rodaban al antojo de la aceleración, hasta ser pisados por azar o a propósito. Aquí en nuestra Llingua, decimos que alguien tiene “bayura” cuándo desprecia lo humilde por pensar que se merece algo mucho mejor. Es el término más expresivo que encuentro para definir lo que les pasaba a muchos de mis compañeros de viaje.  Por esta actitud observada, cuando determiné echar mano de mis reservas particulares, lo hice con sigilo, para que no acabase en fauces tan escogidas. Cuando les entró la gazuza, tras haber dado cuenta de la golosinería comprada en la cantina, salieron a la “gueta” por los pasillos de las viandas que primero habían repudiado y arramplaban con cuanto en su camino se topaban. 

Enfrente mío viajaba uno que se había unido en Venta de Baños, procedente del País Vasco, pero que había tomado el tren en Santander con otros más que iban en otro vagón. Al igual que yo, también se interesaba por los nombres de las estaciones y el repetido paisaje tan distinto al que estábamos acostumbrados en nuestras respectivas regiones. 

Aprovechando que la basca dormitaba, creí conveniente hacerle los honores al contenido de la fiambrera que ofrecí a Iñaqui, quien aceptó gustoso y sin remilgos, a la vez que echó mano de la mochila y sacó una cazoleta a rebosar de pinchos de carne con piparras picantes y txakolí de Bizkaia, cosecha familiar, que no desdijo de la merecida fama, aunque guardada en una bota pequeña “ZZZ” en que lo mantuvo durante el trayecto.  

Después, ya metidos en la noche, me quedé dormido y así debí de pasar por Logroño, Castejón, Tudela y Casetas en la que existe un nudo de comunicaciones con dos enlaces: uno a Guadalajara y Madrid; otro por el que tomamos a Huesca, Zaragoza, Tardienta, Sariñena y en Selgua, un tercero a Barbastro, en cada una de las estaciones, es posible que se hubieran añadido más tropa, ni tampoco descarto que uno o más vagones de cola fuesen de uso civil.

La mañana había llegado y el sol anaranjado en la lejanía daba una pincelada al paisaje que era tan nuevo y alucinante para mí. A lo lejos había divisado un castillo y más tarde vi otros, en parte o totalmente demolidos por las bombas y cañonazos al ser hitos defensivos para las tropas de la reciente contienda civil. 

Me desperecé y después de comprobar que el improvisado petate seguía intacto, le advertí al compañero que mirara por él, y que lo dejaba como reserva del asiento, mientras iba al escusado. Omitiendo el detalle de lo que en él me encontré, queda para la imaginación de quien esto lea, por sus propias experiencias en recintos públicos y también en los privados de bares, tiendas y otros negocios, diré tan sólo que estaban más cercanos a ser pocilgas que escusados, con respeto para los cerdos, pues bien es sabido que cuando se les da un espacio amplio, lo mantienen más limpio que aquel hediondo cuchitril para humanos, mal llamado váter, sin gota de agua, que al abrirlo dejaba ver las traviesas de la vía correr bajo los pies. 

Ya cercano el mediodía entramos en la estación de Lleida cuya ruta principal continúa hasta Tarragona, pero después de algunas maniobras para dar descanso a las dos locomotoras y sustituirlas por otras, a mi juicio más antiguas, ruidosas y contaminantes, seguimos ruta. 

Como reseña importante, diré que la impresión primera que tuve de Lleida fue desastrosa, con las casas semiderruidas, las piedras de sillería negruzcas por las bombas, las paredes del interior de las viviendas que dejaban ver los azulejos de baño y cocina así como las escaleras, buhardillas y las vigas de madera en pedazos hechas carbón. 

Veintisiete años después volví con mi familia para mostrarles la zona y Lérida y otras poblaciones que había visto tan derruidas, ya no las reconocía de tanto como habían cambiado de aspecto. 

  Tomamos el desvío hacia Balaguer, y Tremp por la línea Lleida-Pirineus, pasando por Alcoletge, Villanova de la Barca, Térmens, Vallfogona de Balaguer, Gerb, Santllorenç de Montgai, Santa Linya, Àger, Cellers-Llimiana, Guardia de Tremp, y Palau de Tremp.

Tan sólo recuerdo de este último trayecto la cantidad de túneles que atravesamos, por la humareda de las máquinas de gasoil que nos entraba por las ventanillas abiertas a causa del extremo calor sufrido. En especial, el agobio fue mayor en dos de ellos que parecían no tener fin y, por la velocidad de la marcha, pensé que íbamos en subida y que los motores no podrían con todo. [1]


[1] 

Ahora, mirando en los mapas encuentro un enlace de la Wikipedia donde se lee que entre Lleida y La Pobla de Segur existen nada más ni menos que 41 túneles, 17 estaciones y 31 puentes. 

Por curiosidad, los dos túnel que recuerdo, son el de Sant Llorensç de Montgai de 3074 m. y el de Palau de Noguera-Talarn, el más largo de todos con 3499 m. Y la totalidad de los cuarenta y  uno hacen 14571 m.


// https://es.wikipedia.org/wiki/L%C3%ADnea_L%C3%A9rida-Puebla_de_Segur // 

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