Pasadas un par de semanas, más o menos, de haber llegado, nos llevaron hasta la enfermería, donde unos profesionales sanitarios atendían a todo el personal que allí acudiese una vez recibido el permiso de la capitanía a la que se estaba adscrito. Entre tanta gente, siempre tenían trabajo. Muchos acudían por problemas digestivos, generalmente diarreas, pero la mayoría iban por dislocamientos, golpes o heridas que les impedían hacer la instrucción o la gimnasia. Alguno que otro se había hecho adicto a visitarla por libre, simulando algún malestar por el que pudiera evadir las actividades más tediosas bajo el sol de justicia que comenzaba a castigar los secarrales. Le mandaban quedarse de cuartelero, para vigilar la entrada y salida de personas ajenas al mismo y llevar a cabo una limpieza del pabellón, pero le quedaba tiempo sobrado para leer, fumar como un carretero o sestear hasta la hora de la comida. En ese momento, milagrosamente ya se notaba aliviado con la pastilla que le habían dado a tomar y además sintió un apetito tremendo cuando, al leer en el tablón de anuncios el menú, recordó el plato principal de arroz con clamares y de postre, las peras en almíbar que habían leído en la formación antes del toque de retreta la pasada noche.
Ya he dicho que, la comida en general era buena, en especial el pan horneado en el mismo campamento y las frutas recientemente cosechadas para nuestro consumo, de cultivos frutales en el propio municipio de Talarn. En cuanto al menú, su calidad notamos que variaba, para mejor o para peor, coincidiendo con el cambio del oficial encargado esa semana para la intendencia. Todas las noches, en la formación que hacíamos delante del pabellón "EBRO", se nos leía las novedades para el día siguiente y una de ellas, era esa del menú que tendríamos para las tres comidas. Todo un detalle.
El botiquín se encontraba algo alejado de los pabellones, pero más o menos equidistante de los extremos del campamento y por detrás de la loma, por lo cual, no llegaba a estar visible desde ninguno de los distintos asentamientos de la tropa. Una no muy vieja pineda, posiblemente plantada con el fin a que iba a ser destinada, perfumaba con las perlas doradas que manaban de entre sus abiertas cortezas y le daba al botiquín un añadido de confianza.
El camino de acceso, en los últimos cincuenta metros, tenía una pendiente escalonada de hormigón, de tal forma que, a los últimos de la fila nos permitía ver como en un anfiteatro, lo que acontecía en la cabeza de la misma.
Siempre nos habían contado quienes en el pueblo nos precedieron en hacer la mili en tal o cual cuartel, ya sea con los Regulares, con la Legión o como voluntario en la Marina, las pruebas y pasajes más duros por los que ellos habían pasado y nosotros también habríamos de pasar. Algunos quizás lo habían pasado tal cual lo contaban; otros, en cambio, preferían dar un toque personal al relato, por aquello de, “ a ver quién la mete más gorda” y no se quedaban cortos.
El caso es que los unos y los otros sobre el tema de las vacunas coincidían en describir la aguja y la jeringuilla poco menos parecida a la que usan los veterinarios.
Así es que cuando aún estaba lejos de llegar ante los dos sanitarios armados de sendas jeringuillas, a mi subconsciente llegó la imagen que había formado con tan manidas descripciones escuchadas en la terraza del bar de la aldea. Estaban adornadas con la descripción de una larga y gruesa aguja, como la de hacer calceta, que iba a ser hincada en mi espalda sin ningún miramiento. En esto, el que me pareció ser galeno, por el fonendoscopio que llevaba colgado al cuello, dijo alzando la voz para ser escuchado por todos: "Si alguno de ustedes tuviese algún tipo de enfermedad contagiosa como hepatitis, gripe u otra, haga el favor de salirse de la fila".
En el comedor compartíamos mesa con un compañero que padecía de hepatitis, por la ración de pastillas que a la comida del mediodía se tomaba y que bien a las claras se manifestaba en su aspecto macilento. Sin embargo, nunca observé el más mínimo gesto de rechazo ni noté en la mesa que nadie le marcase distancias.
Como ante el requerimiento hecho por el sanitario no hizo ni el más mínimo ademán tal que levantar la mano, quien le seguía en su fila le increpó, pero como tampoco reaccionó por ello, de un empujón lo sacó de la fila.
Cuando le tocó la vez, usaron para él una aguja en exclusiva. Para los demás nos vacunaban con la misma jeringa cargada con varias dosis, pero la aguja la tomaban de una bandeja donde las metían cubiertas de alcohol para desinfectarlas.
También volvimos en visitas posteriores para la determinación del grupo sanguíneo y un examen físico exhaustivo con el que detectarían cualquier impedimento para realizar los ejercicios gimnásticos, de la instrucción, de las marchas y en la pista americana, de la que todo el mundo exaltaba su dureza, aún antes de haberla experimentado.
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