miércoles, 26 de febrero de 2014

31.- La vida de una pastora

Con trece o catorce años,  mi amiga Aurorita y yo comenzamos a ir a las fiestas, sólo por la tarde, pues antes del anochecer había que estar en casa. Esencialmente, eran cuatro en todo el verano: Santa Marina de Parres, La Guadalupe de la Pereda, San Justo de Porrúa y la Guía de Llanes. Sólo nos ponían como condición que llevásemos con nosotras a José Manuel, el hermano menor de Aurorita A él le encamentaban que no nos dejara solas y, la verdad, que al principio no nos dejaba ni a sol ni  ni a sombra. Nosotras, por vernos libres de él, le dábamos unas pesetinas de las pocas que llevábamos para que se las fuese a gastar en lo que más le apeteciera y así podíamos bailar a nuestras anchas. Nos volvíamos a reunir con él, justo a la hora que habíamos quedado de regresar a casa. Por supuesto que si nos preguntasen, diríamos que habíamos estado todo el tiempo los tres juntos. Él colaboraba y nunca dijo "esta boca es mía".
La cabaña donde vivíamos en Las Melendreras era pequeñina , toda ella de piedra. En la fachada principal que daba al sur, dejaba entrar el sol por la puerta de entrada, de dos hojas, la parte baja que solía estar cerrada cuando no estábamos por allí cerca, para que no entrasen los animales , y la parte alta llamada cuarterón que permanecía casi siempre abierta para que el sol calentase el interior y el viento ventilase y a la vez contribuyese a secar el queso de la triguera.  Teníamos una cama de hierro grande y un colchón de porreta, en el suelo. En unas tablas que  mi padre había puesto, colocábamos la escasa ropa que allí disponíamos. De unas puntas clavadas en la viga colgábamos las perchas con las prendas de vestir.
Para cocinar había cuatro ladrillos puestos en el suelo, entre los que se hacía el fuego, bajo la trévede sobre la que colocábamos la tartera o la sartén.
La mesa tanto la usábamos para comer como para que madre elaborara el queso. Para hacerlo usaba la leche recién ordeñada aún caliente en la que añadía el cuayu necesario para que fermentara y lo revolvía bien para que la mezcla estuviese homogénea. Lo dejaba cerca de la lumbre para que se mantuviese la temperatura precisa. Había que estar al tanto y comprobar de vez en cuando si la fermentación había terminado, para lo cual con la hoja del cuchillo marcaba sobre la cuayada una red de líneas que la fragmentaba en trocitos y se extremaba el suero. Disponía sobre la mesa platos hondos y sobre ellos sendos presugos y sus correspondientes arnios que mi padre hacía a golpe de azuela en el período del año que menos trajín tenía. Llenaba de cuayada los arnios y colocaba el segundo presugo para taparlo. Era también costumbre, dependiendo de la cantidad de cuayada que hubiera para elaborar  hacer una torre de dos o tres pisos de arnios sobre el mismo plato, sobre el que recudía poco a poco el suero. Se dejaban el tiempo necesario para que recudiese todo el suero y fueran tomando forma. Se les daba la vuelta con frecuencia para favorecer el trasiego hasta el  zardu que había colgado de los pontones del techo donde acababan de madurar para llevarlos al mercado el martes siguiente o al otro.
También teníamos un  pequeño aparador de dos puertas abajo y dos basares arriba que hacía las veces de alacena. El piso de la cabaña estaba hecho con tablas anchas de castaño, oscurecidas por el uso de los años. Al lado de la puerta había una pasera de piedra donde poníamos el espejo, el peine y el jabón y, colgada de un gancho, la toalla.
De lado, en otra piedra a modo de poyo, teníamos una palangana para lavar cara y manos. El baño completo se hacía en privado dentro de la cuadra en una batea grande de cinc.
No había comodidades, pero andábamos limpios. ¡A buena parte con mi madre! La cabaña siempre estaba limpia. La barríamos y la fregábamos a diario. Incluso el muráu se barría todos los días con el escobón de terenos.
No todo era trabajar; también teníamos nuestros momentos de ocio. Por las noches, recuerdo que mi madre cantaba canciones como "Por una triste peineta" o aquélla que empieza, "El que robó la portilla" Mi preferida era la que dice:
"Somos pastores
venimos cantando del alto puerto,
vale más cantar a voces
que murmurar en secreto". Y esta otra:
"A la entrada de este pueblo
cantemos una tonada
para que diga la gente
ya vienen los que faltaban".


Mi padre también cantaba con ella , según me contaron mis hermanos que al ser mayores que yo los recuerdan más jóvenes. Nunca le molestaba que cantásemos, aunque el se fuese a dormir.
Recuerdo bien que los martes le comprábamos en Llanes el "ABC" y "EL PUEBLO". Para mí aquellas hojas sueltas que traían coplas como: "Mi ovejita Lucera" , "Clavelitos" o "La Campanera", entre un sinfín de ellas que eran actualidad en la radio. Yo en aquel tiempo cantaba mucho por Los Cuetos de Porrúa, El Cuetu La Catalina, y  por todos los sitios donde cuidaba el rebaño. Con la hermana que más conviví fue con Socorro, aunque ella se casó cuando yo tenía tan sólo ocho años recién cumplidos. Ella me enseñó a bailar en el muráu de la cabaña, subida sobre sus pies y cogidas de las manos.
Coleccionaba cromos para los álbumes de "Bambi" y "Marcelino Pan y Vino", que no conseguí completarlos, porque al final, siempre había alguno que escaseaba. También disfruté jugando con aquellas mariquitas recortables de papel que vestía y desvestía para volver a vestirlas a cada momento. Una de ellas, mi preferida, se llamaba Rosa.
Mi padre, los martes, mientras que madre y yo bajábamos al mercado, se encargaba de lavar los arnios y los presugos, hasta dejar la madera como el jaspe. Los ponía a secar encima del tejado de la cabaña a que les diera el sol y el aire para tenerlos preparados para la siguiente elaboración del queso.
Por las mañanas madrugábamos para mecer las ovejas. Llegamos a tener ciento cinco, de ellas, más de setenta, paridas que había que ordeñar antes de soltarlas al pasto. Como en todo rebaño tiene que haber una oveja negra, la nuestra se llamaba "Suiza" que llegó a ser la jefa y guía de todo el rebaño hasta el punto que si no salía ella la primera, no salía ninguna, y siempre iban detrás de ella.  Cuando parió una cordera, la bautizamos como "Lucera". Otras que ahora recuerde eran la "Cara Rubia", la "Liebre", la "Rabuca". Fue mi hermano Pepe quien se encargó de bautizarlas, pues estuvo más años que yo con ellas. La trasquila la hacían entre mi padre y Pepe dos veces al año, por junio y por septiembre.
Nunca hilamos ni tejimos la lana; lo vendíamos en el mercado de Posada. Íbamos andando mi madre y yo, por la Mañanga, cargadas con un saco cada una sobre la cabeza. Recuerdo que calentaba mucho y había que darle vuelta al rueñu cada poco tiempo. Nada más llegar al mercado, nos lo quitaban de las manos por la calidad que tenía y lo limpia que iba. Mi madre me compraba un bocadillo de queso picón que me sabía a gloria. Cuando hacía falta, con el dinero de la venta, me compraba unos zapatos o un vestido, según la necesidad más urgente.
Para lavar la ropa íbamos al río La Retuerta donde había un pozo adecuado y corría bien el agua. Buscábamos una llábana sobre la que se pudiera frotar bien la ropa. Debajo de las rodillas poníamos el "rueñu" y una manta de helechos.  Al principio iba con mi madre, hasta que aprendí y entonces iba yo sola.
Cuando regresaba a la cabaña, mi madre lo tendía encima de los murios y lo revisaba por si había alguna prenda mal lavada. Entonces me hacía volver al río con ello. Así fue como nos enseñó a todas las hermanas.
Teníamos tres o cuatro vacas. La primera que yo conocí fue la "Palmera". Era de color claro y bastante vieja,  pero muy buena y además siempre paría una jatina. Las otras se llamaban "Estrella", "Boliviana", "Sevillana", de entre las que ahora soy a recordar.
Cuando cumplí los quince años mi padre se deshizo de las ovejas. Se me saltaban las lágrimas de la pena que sentía al verlas marchar todas juntas una mañana. Cada animal tenía su nombre propio, su forma de ser, sus preferencias, costumbres y manías, que las hacía diferentes entre sí, como cualquier ser humano. Le supliqué que no nos deshiciéramos del rebaño que yo me encargaría de cuidarlas.
Me contestó que por desgracia no podíamos tenerlas, porque le faltaba salud y fuerzas para seguir trabajando y tampoco quería para mí la dura vida de pastora.  
[ sic. (Lines Noriega Quintana)]

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